Una infancia feliz entre esplendores señoriales, corriendo a través de los amplios salones del castillo de Rocca-Porena, rodeada de doncellas, de domésticos, de pajes y de soldados. Nada le faltó en aquellos días: ni oro, ni cariño, ni cintos de seda, ni joyeles de plata, ni esmerada educación. A los doce años, el matrimonio, y con él el derrumbamiento de sus sueños de felicidad. La pobre niña cae en manos de un demonio vestido de hierro: un caballero para quien no hay más ley que su capricho, ni más ejercicio que el de las armas, ni más razón que la fuerza bruta. Fuera de casa, las mujeres y el vino, los duelos y los naipes; en casa, gritos, blasfemias y golpes. Al principio, Margarita, Rita, como habían empezado a llamarla en el castillo cariñosamente, creyó que había caído en el infierno; lloró días enteros y suspiró por la muerte. No tardó, sin embargo, en reaccionar. Era una naturaleza vigorosa; una sabina fuerte, hija de aquella tierra umbra, fría y austera, que había sido madre de capitanes indomables y rígidos ascetas. Desde las torres de Rocca-Porena se distinguía allá abajo, a muy pocos kilómetros, el valle de Nursia, patria de Sertorio y de San Benito.
Rita comprendió claramente su misión: callar, sufrir, rezar. Nada podía alterar la dulzura infinita de su alma; a los insultos contestaba con amables sonrisas; a las infidelidades, con muestras de un cariño infatigable. Al mirar su rostro, no solamente parecía resignada, sino también contenta. A pesar de los combates de su interior, logró ser considerada como la esposa más sumisa, más dulce, más complaciente. Logró algo más: poco a poco, la fiera iba domesticándose. De la violencia, su marido había pasado a la admiración, de la admiración al respeto, del respeto al cariño. Cuentan sus biógrafos, que a fuerza de paciencia el lobo se convirtió en cordero; y dicen también que Rita le lloró inconsolablemente cuando un día vinieron a decirle que había sido asesinado en una encrucijada. Sin embargo, perdona sinceramente. Averigua que sus dos hijos quieren vengar al muerto; para evitar un nuevo crimen, pide a Dios que les saque de este mundo, y Dios escucha su ruego.
Desde entonces vive sola en su castillo, entregada a la oración y a la penitencia. Sus pajes son ahora los ángeles; y los pobres sus amigos. Cuando, a través de las saeteras, tiende hacia el espacio su mirada, su corazón arde en aquellos mismos anhelos que, cerca de allí, abrasaron a Escolástica de Nursia y Angela de Foligno. Enamorada de Jesús, quiere entregarse a él enteramente. Varias veces durante la noche llega hasta ella el tintineo de los campanillos que suenan allí abajo, al pie de su roca, en la torre de las agustinas de la Magdalena. Aquellos campanillos son su tormento. Llaman a adorar a Dios; pero, ¡ay!, no la llaman a ella. Tres veces se ha postrado de rodillas ante las Madres, pidiéndoles una túnica y un velo, y tres veces ha sido rechazada. Tal vez ha empezado a saberse en los círculos piadosos de la pequeña ciudad de Cassia algo de su vida misteriosa: sus éxtasis, sus grandes penitencias, su prolongada contemplación. Siempre admiramos a los santos, pero hay algo en ellos que nos intimida y que nos induce a venerarlos, ciertamente, pero a cierta distancia. Acaso era esto lo que movía a las agustinas de Cassia a cerrar la puerta de su convento a la castellana de Rocca-Porena. Pero una noche, mientras derramaba aquellas sus lágrimas, que eran a la vez amor, deseo, oración y esperanza, un golpe sonó a la puerta y tras el golpe una voz que decía: «Rita, mi muy amada, vete ya, que ha llegado tu hora.» Llena de júbilo, la dulce viudita abre la ventana vuela hasta la llanura y unos instantes después se encontraba en el coro cantando los maitines con las reverendas Madres agustinas. La abadesa, viendo un bulto más en el coro, no salía de su admiración. Miraba una y otra vez por encima del códice, se restregaba los ojos, y no pudo contener un gesto de disgusto al reconocer en la intrusa a la señora del castillo. Al terminar el rezo, llamó a la portera y le dijo muy seria: «Es muy grave eso de dejar las puertas abiertas durante la noche; figúrese, Hermana, que en vez de esa loca se nos mete una cuadrilla de malhechores.» Mas la portera aseguró que había dejado las puertas cerradas, y bien cerradas. Y añadió: «Tal vez la tornera...» Y la tornera dijo: «Tal vez la sacristana...» Y unas y otras discutían acaloradas, hasta que Rita pidió que le permitiesen hablar, y explicó todo lo que había sucededio. Ante la voluntad expresa de Dios, admitió a la vidente en sus filas, y desde entonces Monna Rita se llamó Sor Rita.
Y fue como antes: humilde, sufrida, obediente, amante del dolor hasta el delirio. Los fenómenos extraordinarios despiertan siempre el recelo y la desconfianza, y así sucedió también en la comunidad de Santa María Magdalena de Cassia. Rita conoció las pruebas duras, las miradas desconfiadas, las sonrisas del desprecio y el sarcasmo. Durante meses regó por obediencia un tronco seco que había en el Jardín. Naturalmente, aquel tronco nunca dio peras, pero en el alma de la hortelana crecía un rosal maravilloso. Y Rita sonreía. Estaba, además, el combate del demonio y el de la carne. Cuando la carne se rebelaba, Rita cogía su candela y la colocaba en el pie o en la mano, y mientras la carne chisporroteaba, mordida por el fuego, ella sonreía. Y luego, las pruebas del Esposo. El Esposo celeste seguía los métodos que tan buen resultado le dieron al esposo de la tierra. A fuerza de místicos besos, hizo brotar en la frente de la amada una fuente de sangre y de pus, una herida hedionda, que no tardó en convertirse en un nido de gusanos blancos y monstruosos, un olor apestoso salía de aquel hervidero, y las Hermanas huían horrorizadas, tapándose las narices. Semanas enteras se pasaba la paciente sin ver a nadie, sin probar bocado, sin aparecer en público más que para comulgar. Y cuando alguien le decía que desalojase a los parásitos que corrían por su cara, ella sonreía y decía dulcemente: «Dejadlos, son mis angelitos.» Aquella mansedumbre llegó a conmover al Esposo celestial. Al fin, Jesús se prestaba a todos sus caprichos. Ya en su última enfermedad, Rita pidió que le trajesen una rosa del jardín de su castillo. Como era en enero, creyeron que deliraba; pero en el tallo más alto del rosal apareció una rosa fragante y hermosa. Al día siguiente se le antojaron dos higos, y la higuera de Rocca-Porena dio los higos deseados. Cuando Rita murió, la llaga resplandecía en su rostro como una estrella en un rosal.
Rita comprendió claramente su misión: callar, sufrir, rezar. Nada podía alterar la dulzura infinita de su alma; a los insultos contestaba con amables sonrisas; a las infidelidades, con muestras de un cariño infatigable. Al mirar su rostro, no solamente parecía resignada, sino también contenta. A pesar de los combates de su interior, logró ser considerada como la esposa más sumisa, más dulce, más complaciente. Logró algo más: poco a poco, la fiera iba domesticándose. De la violencia, su marido había pasado a la admiración, de la admiración al respeto, del respeto al cariño. Cuentan sus biógrafos, que a fuerza de paciencia el lobo se convirtió en cordero; y dicen también que Rita le lloró inconsolablemente cuando un día vinieron a decirle que había sido asesinado en una encrucijada. Sin embargo, perdona sinceramente. Averigua que sus dos hijos quieren vengar al muerto; para evitar un nuevo crimen, pide a Dios que les saque de este mundo, y Dios escucha su ruego.
Desde entonces vive sola en su castillo, entregada a la oración y a la penitencia. Sus pajes son ahora los ángeles; y los pobres sus amigos. Cuando, a través de las saeteras, tiende hacia el espacio su mirada, su corazón arde en aquellos mismos anhelos que, cerca de allí, abrasaron a Escolástica de Nursia y Angela de Foligno. Enamorada de Jesús, quiere entregarse a él enteramente. Varias veces durante la noche llega hasta ella el tintineo de los campanillos que suenan allí abajo, al pie de su roca, en la torre de las agustinas de la Magdalena. Aquellos campanillos son su tormento. Llaman a adorar a Dios; pero, ¡ay!, no la llaman a ella. Tres veces se ha postrado de rodillas ante las Madres, pidiéndoles una túnica y un velo, y tres veces ha sido rechazada. Tal vez ha empezado a saberse en los círculos piadosos de la pequeña ciudad de Cassia algo de su vida misteriosa: sus éxtasis, sus grandes penitencias, su prolongada contemplación. Siempre admiramos a los santos, pero hay algo en ellos que nos intimida y que nos induce a venerarlos, ciertamente, pero a cierta distancia. Acaso era esto lo que movía a las agustinas de Cassia a cerrar la puerta de su convento a la castellana de Rocca-Porena. Pero una noche, mientras derramaba aquellas sus lágrimas, que eran a la vez amor, deseo, oración y esperanza, un golpe sonó a la puerta y tras el golpe una voz que decía: «Rita, mi muy amada, vete ya, que ha llegado tu hora.» Llena de júbilo, la dulce viudita abre la ventana vuela hasta la llanura y unos instantes después se encontraba en el coro cantando los maitines con las reverendas Madres agustinas. La abadesa, viendo un bulto más en el coro, no salía de su admiración. Miraba una y otra vez por encima del códice, se restregaba los ojos, y no pudo contener un gesto de disgusto al reconocer en la intrusa a la señora del castillo. Al terminar el rezo, llamó a la portera y le dijo muy seria: «Es muy grave eso de dejar las puertas abiertas durante la noche; figúrese, Hermana, que en vez de esa loca se nos mete una cuadrilla de malhechores.» Mas la portera aseguró que había dejado las puertas cerradas, y bien cerradas. Y añadió: «Tal vez la tornera...» Y la tornera dijo: «Tal vez la sacristana...» Y unas y otras discutían acaloradas, hasta que Rita pidió que le permitiesen hablar, y explicó todo lo que había sucededio. Ante la voluntad expresa de Dios, admitió a la vidente en sus filas, y desde entonces Monna Rita se llamó Sor Rita.
Y fue como antes: humilde, sufrida, obediente, amante del dolor hasta el delirio. Los fenómenos extraordinarios despiertan siempre el recelo y la desconfianza, y así sucedió también en la comunidad de Santa María Magdalena de Cassia. Rita conoció las pruebas duras, las miradas desconfiadas, las sonrisas del desprecio y el sarcasmo. Durante meses regó por obediencia un tronco seco que había en el Jardín. Naturalmente, aquel tronco nunca dio peras, pero en el alma de la hortelana crecía un rosal maravilloso. Y Rita sonreía. Estaba, además, el combate del demonio y el de la carne. Cuando la carne se rebelaba, Rita cogía su candela y la colocaba en el pie o en la mano, y mientras la carne chisporroteaba, mordida por el fuego, ella sonreía. Y luego, las pruebas del Esposo. El Esposo celeste seguía los métodos que tan buen resultado le dieron al esposo de la tierra. A fuerza de místicos besos, hizo brotar en la frente de la amada una fuente de sangre y de pus, una herida hedionda, que no tardó en convertirse en un nido de gusanos blancos y monstruosos, un olor apestoso salía de aquel hervidero, y las Hermanas huían horrorizadas, tapándose las narices. Semanas enteras se pasaba la paciente sin ver a nadie, sin probar bocado, sin aparecer en público más que para comulgar. Y cuando alguien le decía que desalojase a los parásitos que corrían por su cara, ella sonreía y decía dulcemente: «Dejadlos, son mis angelitos.» Aquella mansedumbre llegó a conmover al Esposo celestial. Al fin, Jesús se prestaba a todos sus caprichos. Ya en su última enfermedad, Rita pidió que le trajesen una rosa del jardín de su castillo. Como era en enero, creyeron que deliraba; pero en el tallo más alto del rosal apareció una rosa fragante y hermosa. Al día siguiente se le antojaron dos higos, y la higuera de Rocca-Porena dio los higos deseados. Cuando Rita murió, la llaga resplandecía en su rostro como una estrella en un rosal.
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