Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento están sembrados de pasajes que nos hablan del valor de la oración.
El libro del Exodo nos presenta hoy a Moisés, ya anciano, pidiendo a Dios por el triunfo de Josué ante las tropas de Amalec que aseguraba la entrada del Pueblo de Israel en la Tierra Prometida.
La imagen del anciano, que recibe ayuda de su hermano Aarón y de Jur para mantener en alto sus manos durante toda una jornada, sobrecoge por su significado.
Nos recuerda al Patriarca Abraham intercediendo a Dios por la salvación de Sodoma, o al profeta Elías orando por la llegada de la lluvia sobre una tierra seca y sedienta.
La oración del justo siempre es escuchada.
El utilitarismo, lo tangible y práctico de la vida, el ajetreo cotidiano, el estrés, la carencia de valores, nos arrastran hacia una carrera alocada de poseer y dominar.
Para una inmensa mayoría del hombre moderno, es una pérdida de tiempo, un calentón de mentes enfermizas y de mujeres beatas.”
Si Dios es Todopoderoso, Padre de misericordia y de perdón,- dicen algunos- ¿para qué suplicarle si conoce nuestra necesidad?”
Este interrogante está lejos de la actitud de Jesús que todos los días, al anochecer, se retira a orar a su Padre del cielo. Tenía una comunión íntima con El, y no hace nada ajeno a su voluntad.
Al orar, su cuerpo se transfigura. Viéndole así, los discípulos sienten sana envidia, y le piden que les enseñe a comunicarse con Dios como El lo hace.
Jesús les invita a rezar el “Padre nuestro”, que se convierte en modelo de oración.
En el Sermón de las Bienaventuranza, Jesús pronuncia estas palabras: “Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá, porque todo el que pide, recibe, el que busca halla, y al que llama, se le abre”(Mateo 6,7).
De esta manera, predica con el ejemplo. Su madre, María, le solicita que haga algo para evitar el sonrojo de los novios al faltar el vino en el banquete que se celebraba en Caná.
Jesús adelanta la hora de su presentación como Mesías convirtiendo el agua en vino.
Un centurión romano, hombre honrado y piadoso, se acerca a Jesús para pedir la curación de un siervo suyo muy querido, y Jesús accede inmediatamente, porque sabe lo grande que es su fe.
Una mujer, que padece flujos de sangre desde hace muchos años, toca el manto de Jesús y enseguida se siente curada por la fe que alimenta su alma.
Jairo, jefe de la sinagoga de Cafarnaún, recurre a Jesús para curar a su hija enferma. Cuando llega a la estancia, la niña acaba de morir. Jesús la resucita.
Una mujer cananea, siro-fenicia de nación, extranjera para un judío y, por tanto, alejada de la promesas de Dios a Israel, implora por su hija. A pesar del aparente rechazo de Jesús, su insistencia es escuchada y recibe el premio a su fe.
Hoy hemos escuchado el relato de la viuda importuna que pide justicia a un juez inicuo. La obtiene por su pesadez e insistencia.
Si esto es capaz de hacer un juez injusto para que le dejen en paz: “¿No hará justicia Dios a sus elegidos, que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas?”. ((Lucas 18,7).
“Os digo que les hará justicia sin tardar” (Lucas 18,8).
En el salmo 33,7 encontramos está frase lapidaria, que nace de una experiencia personal del salmista: “Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha”.
El salmista se hace esta pregunta y da él mismo la respuesta: “¿de dónde me vendrá el auxilio?”- “El auxilio me viene del señor, que hizo el cielo y la tierra” (Salmo 120,2).
Sabemos que nuestras oraciones son a menudo interesadas, que necesitamos consuelo en la aflicción, alegría en el llanto, paz en la vorágine de la vida, ser escuchados cuando nadie nos tiene en cuenta. Y, aunque nuestras oraciones estén condicionadas por las circunstancias que nos toca vivir o por la rutina y el aburrimiento, debemos insistir.
Que nuestra oración sea como la del humilde campesino que acudía todos los días al templo de Ars para sentir la presencia de Dios. No abre la boca, pero su espíritu está abandonado en manos de la Providencia. O como la de Santa Teresita del Niño Jesús: una oración ingenua y confiada.
Sea cual sea el tipo de oración que practiquemos: de súplica, alabanza o acción de gracias, no olvidemos que la fe es el salvoconducto que nos adentra en los misterios de Dios. Sin ella, nuestra barca navegaría a la deriva.
Recuerda esto la encíclica “Lumen fidei”, del Papa Francisco, publicada el 19 de Junio del presente Año de la Fe, durante la celebración de la Fiesta de San Pedro y San Pablo: “Cuando la llama de la fe se apaga, todas las luces acaban languideciendo”.
Y prosigue: “La idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro”.
La acción misionera de la Iglesia tiene como objetivo la fe en Cristo, de modo que cada uno descubra lo que significa confiarse a un amor misericordioso, que acoge, perdona, sostiene y orienta toda la existencia.
Hoy recordamos a todos los que, con entrega generosa y sencillez de corazón, han abandonado su tierra, como Abraham, para comunicar a otros en los campos de misión del mundo el Amor que todo lo abarca con su providencia.
Acudimos también a María, la “buena tierra”, que acoge la palabra con corazón noble y generoso y la cumple, convirtiéndose así en icono perfecto de la fe y estrella de la nueva evangelización.
El viejo Occidente cristiano está sacudido por una fuerte ola de ateísmo y frialdad moral, que parece sacudir los mismos cimientos de la fe.
No faltan, sin embargo, los pesimistas de turno, que hacen suyas las palabras del evangelio: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra”? (Lucas 18,8).
Es cierto que la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto es suficiente para caminar y esperar la llegada del alba.
No se apagará la fe de la Iglesia. Al contrario, saldrá fortalecida de la prueba, porque el Señor nos ha prometido su asistencia: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20).
Oremos con la fe perseverante de la viuda y especialmente de la Virgen María, creyente y discípula, que confía en la fidelidad de Dios a sus promesas.
Además tenemos la garantía de Jesús: “Cuanto pidáis al Padre en la oración, creed que ya lo habéis obtenido, y lo obtendréis” (Marcos 11,25).
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