Fueron en España San Leandro y San Martín los catequistas de los pueblos germánicos y los reorganizadores de la nueva sociedad. Uno y otro destruyen para siempre el arrianismo en nuestra patria. La actividad de San Leandro se desarrolla entre los visigodos; Martín despliega su influencia en el reino suevo que ocupaba la parte occidental de la Península. San Isidoro le llama el institutor de la fe y de la sagrada religión en Galicia; los modernos le dan el título de apóstol de los suevos. Este pueblo había sido, desde su entrada en España, un verdadero aventurero en materias religiosas. Pagano en el momento de la invasión, es gobernado luego por príncipes católicos. A fines del siglo V se convierte en masa a la herejía de Arrio, y la defiende con intolerancia. A mediados del siglo VI abraza de nuevo la verdadera fe, instruido por un misionero que venía de tierras lejanas. Se llamaba Martín.
Nacido en Panonia, como Martín de Tours, este hombre providencial había recorrido muchos caminos antes de llegar a las costas gallegas. De las riberas del Danubio había salido para Tierra Santa, donde trató a los famosos solitarios del Oriente; de Tierra Santa pasó o Roma, deseoso de conocer el centro de la cristiandad; atraviesa luego los Alpes y viaja por Francia, visitando los santuarios famosos y buscando a los hombres ilustres por su virtud y su saber. En Arles se hace amigo del poeta Venancio Fortunato y de la reina Santa Radegundis; en Tours se encuentra con los enviados del rey de los suevos que han ido a buscar una reliquia para curar al príncipe heredero. Le hablan de un rey anciano que está dispuesto a abjurar la herejía si se obra el milagro, de un pueblo numeroso acostumbrado a adorar lo que adoran los que le mandan, de un nuevo reino conquistado al imperio de Cristo. Es una perspectiva tentadora para un espíritu aventurero, codicioso de ganar almas en las regiones donde está el fin de la tierra. Empujado por la fe, Martín sube a una nave en la costa occidental de la Galia, y pocos días después penetra por la desembocadura del Miño. El mar era entonces el camino más seguro para ir de Francia a Galicia. Las iras del Cantábrico parecían menos peligrosas que los pueblos belicosos del norte de España. Los embajadores del rey de Galicia habían ido a Francia por mar, y Venancio Fortunato, después de recibir una carta de Martín, escribía con su lenguaje conceptuoso y rebuscado: «A través de las espumas del ponto me ha llegado una bebida deleitosa; por el mar salado tengo lo que calma la sed. Es el primer fruto que me han dado las olas. La nave, que a otros hunde en las tinieblas, me ha traído a mí la luz, y las mercancías que otros compran a gran precio, las tengo yo de balde.»
La llegada de Martín a las costas gallegas, en el momento de obrarse el milagro que se esperaba, y con el milagro la conversión del rey, pareció a todos una cosa providencial; y él mismo se consideraba empujado por una fuerza divina. Desde el principio escogió como residencia un lugar cercano a Braga, donde los reyes suevos tenían su corte. No tardó en verse rodeado de admiradores, deseosos de imitar su vida de soledad y penitencia. Él los organizó en comunidad, levantó para ellos una iglesia dedicada a San Martín de Toars, les enseñó las costumbres que él había visto entre los anacoretas del Oriente, les hizo aprender el latín y el griego, les instruyó en la gramática y la retórica, les introdujo en los secretos de la teología; y así nació la abadía de San Martín de Dumio, centro de influencia religiosa y fuente de vida cultural. En la fachada de la basílica se leían estos versos, que Martín de Dumio dedicó al de Tours, su compatriota: «Admirado de tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios donde tú repartes tus gracias y él derrama sus ruegos.»
En el concilio de Braga de 561 Martín se firmaba va obispo del monasterio dumiense. El valor excepcional del extranjero había atraído las miradas de la corte; el rey le había honrado con su confianza, había dado el título episcopal a la abadía recién fundada, y le había encomendado la conversión de los magnates y del pueblo. Nombrado arzobispo de la capital y metropolitano de Galicia, multiplica los esfuerzos para restaurar las ruinas causadas por la herejía, reúne concilios, establece un código canónico bien preciso, en que se condensa lo mejor de la legislación eclesiástica en Oriente y Occidente, y por medio del clero lleva su acción bienhechora hasta lo íntimo de los hogares. Tan fecunda es su obra, que su contemporáneo Gregorio de Tours, en cuya historia tiene ya la figura de Martín algo de legendaria, se declara incapaz de contar sus virtudes y maravillas. A donde no llega su palabra, llega su pluma. Para sus monjes escribe una colección de Sentencias de los Padres del desierto, resumen de la sabiduría monástica oriental; al rey le envía su Fórmula de la vida honesta, compendio admirable de ética natural; a los obispos y sacerdotes les dirige sus breves y sustanciosos tratados morales, y aquellas epístolas, hoy perdidas, en que San Isidoro elogiaba el incentivo de la piedad y de la práctica de todas las virtudes; para los pueblos, mal arraigados todavía en la fe y arrastrados por las supersticiones paganas y las doctrinas de Arrio y Prisciliano, componía su tratado De la corrección de los rústicos, verdadero breviario del catequista, síntesis del dogma y de la moral del cristianismo, destinado a facilitar la predicación sacerdotal en las aldeas.
Como escritor, Martín es, ante todo, un moralista al estilo de Séneca, en quien se inspira con frecuencia. Piensa, con Aristóteles, que la prudencia debe tener la rienda de todas las virtudes. No le satisface el aspecto negativo e individualista de la justicia, que define como una convención tácita de la Naturaleza, dirigida al bienestar general. A diferencia de San Agustín, no condena la mentira, si ha de servir para defender la verdad o guardar el secreto. Es evidente en él la influencia de Cicerón, y más todavía la de Séneca. Puede considerársele como un senequista ilustre. Hasta el mismo corte de su frase recuerda al filósofo cordobés. Es un indicio de que Martín llegó a asimilarse el espíritu de su nueva patria, de la tierra a la cual había consagrado sus esfuerzos y en la cual encontró la finalidad de su vida. En su libro acerca de las costumbres, dice, hablando consigo mismo: «¿Qué importa que no estés en la tierra donde viniste a la vida? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el sitio donde se vive, sino dentro del hombre mismo.»
Es grato observar que este grave moralista, este austero reformador, no era ajeno a la poesía. Hace versos para grabarlos en los frontispicios de los edificios que construía o para recordar una enseñanza a sus monjes, versos en que se reflejan sus lecturas clásicas, y a través de los cuales descubrimos su admiración por los poemas virgilianos. En verso está también su epitafio. Dice así: «Nacido en Panonia, llegué, atravesando los anchos mares y empujado por un instinto divino, a esa tierra gallega, que me acogió en su seno. Fuí consagrado obispo en esta tu iglesia, oh glorioso confesor de Tours; restauré la religión y las cosas sagradas, y habiéndome esforzado por seguir tus huellas, yo, siervo tuyo, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo.»
Nacido en Panonia, como Martín de Tours, este hombre providencial había recorrido muchos caminos antes de llegar a las costas gallegas. De las riberas del Danubio había salido para Tierra Santa, donde trató a los famosos solitarios del Oriente; de Tierra Santa pasó o Roma, deseoso de conocer el centro de la cristiandad; atraviesa luego los Alpes y viaja por Francia, visitando los santuarios famosos y buscando a los hombres ilustres por su virtud y su saber. En Arles se hace amigo del poeta Venancio Fortunato y de la reina Santa Radegundis; en Tours se encuentra con los enviados del rey de los suevos que han ido a buscar una reliquia para curar al príncipe heredero. Le hablan de un rey anciano que está dispuesto a abjurar la herejía si se obra el milagro, de un pueblo numeroso acostumbrado a adorar lo que adoran los que le mandan, de un nuevo reino conquistado al imperio de Cristo. Es una perspectiva tentadora para un espíritu aventurero, codicioso de ganar almas en las regiones donde está el fin de la tierra. Empujado por la fe, Martín sube a una nave en la costa occidental de la Galia, y pocos días después penetra por la desembocadura del Miño. El mar era entonces el camino más seguro para ir de Francia a Galicia. Las iras del Cantábrico parecían menos peligrosas que los pueblos belicosos del norte de España. Los embajadores del rey de Galicia habían ido a Francia por mar, y Venancio Fortunato, después de recibir una carta de Martín, escribía con su lenguaje conceptuoso y rebuscado: «A través de las espumas del ponto me ha llegado una bebida deleitosa; por el mar salado tengo lo que calma la sed. Es el primer fruto que me han dado las olas. La nave, que a otros hunde en las tinieblas, me ha traído a mí la luz, y las mercancías que otros compran a gran precio, las tengo yo de balde.»
La llegada de Martín a las costas gallegas, en el momento de obrarse el milagro que se esperaba, y con el milagro la conversión del rey, pareció a todos una cosa providencial; y él mismo se consideraba empujado por una fuerza divina. Desde el principio escogió como residencia un lugar cercano a Braga, donde los reyes suevos tenían su corte. No tardó en verse rodeado de admiradores, deseosos de imitar su vida de soledad y penitencia. Él los organizó en comunidad, levantó para ellos una iglesia dedicada a San Martín de Toars, les enseñó las costumbres que él había visto entre los anacoretas del Oriente, les hizo aprender el latín y el griego, les instruyó en la gramática y la retórica, les introdujo en los secretos de la teología; y así nació la abadía de San Martín de Dumio, centro de influencia religiosa y fuente de vida cultural. En la fachada de la basílica se leían estos versos, que Martín de Dumio dedicó al de Tours, su compatriota: «Admirado de tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios donde tú repartes tus gracias y él derrama sus ruegos.»
En el concilio de Braga de 561 Martín se firmaba va obispo del monasterio dumiense. El valor excepcional del extranjero había atraído las miradas de la corte; el rey le había honrado con su confianza, había dado el título episcopal a la abadía recién fundada, y le había encomendado la conversión de los magnates y del pueblo. Nombrado arzobispo de la capital y metropolitano de Galicia, multiplica los esfuerzos para restaurar las ruinas causadas por la herejía, reúne concilios, establece un código canónico bien preciso, en que se condensa lo mejor de la legislación eclesiástica en Oriente y Occidente, y por medio del clero lleva su acción bienhechora hasta lo íntimo de los hogares. Tan fecunda es su obra, que su contemporáneo Gregorio de Tours, en cuya historia tiene ya la figura de Martín algo de legendaria, se declara incapaz de contar sus virtudes y maravillas. A donde no llega su palabra, llega su pluma. Para sus monjes escribe una colección de Sentencias de los Padres del desierto, resumen de la sabiduría monástica oriental; al rey le envía su Fórmula de la vida honesta, compendio admirable de ética natural; a los obispos y sacerdotes les dirige sus breves y sustanciosos tratados morales, y aquellas epístolas, hoy perdidas, en que San Isidoro elogiaba el incentivo de la piedad y de la práctica de todas las virtudes; para los pueblos, mal arraigados todavía en la fe y arrastrados por las supersticiones paganas y las doctrinas de Arrio y Prisciliano, componía su tratado De la corrección de los rústicos, verdadero breviario del catequista, síntesis del dogma y de la moral del cristianismo, destinado a facilitar la predicación sacerdotal en las aldeas.
Como escritor, Martín es, ante todo, un moralista al estilo de Séneca, en quien se inspira con frecuencia. Piensa, con Aristóteles, que la prudencia debe tener la rienda de todas las virtudes. No le satisface el aspecto negativo e individualista de la justicia, que define como una convención tácita de la Naturaleza, dirigida al bienestar general. A diferencia de San Agustín, no condena la mentira, si ha de servir para defender la verdad o guardar el secreto. Es evidente en él la influencia de Cicerón, y más todavía la de Séneca. Puede considerársele como un senequista ilustre. Hasta el mismo corte de su frase recuerda al filósofo cordobés. Es un indicio de que Martín llegó a asimilarse el espíritu de su nueva patria, de la tierra a la cual había consagrado sus esfuerzos y en la cual encontró la finalidad de su vida. En su libro acerca de las costumbres, dice, hablando consigo mismo: «¿Qué importa que no estés en la tierra donde viniste a la vida? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el sitio donde se vive, sino dentro del hombre mismo.»
Es grato observar que este grave moralista, este austero reformador, no era ajeno a la poesía. Hace versos para grabarlos en los frontispicios de los edificios que construía o para recordar una enseñanza a sus monjes, versos en que se reflejan sus lecturas clásicas, y a través de los cuales descubrimos su admiración por los poemas virgilianos. En verso está también su epitafio. Dice así: «Nacido en Panonia, llegué, atravesando los anchos mares y empujado por un instinto divino, a esa tierra gallega, que me acogió en su seno. Fuí consagrado obispo en esta tu iglesia, oh glorioso confesor de Tours; restauré la religión y las cosas sagradas, y habiéndome esforzado por seguir tus huellas, yo, siervo tuyo, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo.»
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