La vida de los santos, aparte de ofrecernos un ejemplar e irrecusable testimonio de heroicas virtudes, manifiesta siempre el empeño providencial de Dios en la historia humana y en la vida de la Iglesia, tanto que la presencia de algunos santos no se explica sin esa misión providencial. Ellos han polarizado muchas veces en su vida determinados períodos de la historia y su influencia espiritual o social ha configurado los perfiles de ciertos momentos y estilo de vida, y hasta han pesado definitivamente a la hora de dar solución a las crisis de su tiempo. Cierto igualmente que, por ese mismo canon providencial que Dios impone a los acontecimientos humanos, también los santos se han visto condicionados en sus actos por las circunstancias en que se movieron. Todo esto da sentido y justificación a la vida de San Vicente Ferrer y nos evita caer en una interpretación simplista y unilateral de su portentosa obra. La visión exclusivamente milagrera de su figura, por la que han discurrido durante muchos años la tradición y la leyenda, contribuyó a desenfocar la plenitud auténtica y la realidad total de la vida de San Vicente, hasta tal punto que algún historiador moderno se atrevía a decir que cada circunstancia de su vida fue un milagro. Hoy, con sana crítica y juicio sereno, no podemos admitir esa visión colorista que nos ha dado a un San Vicente Ferrer opulento despilfarrador de milagros, aun cuando sería insensatez negar la realidad de su poderosa taumaturgia. Pero no debemos hacer de sus copiosos milagros una peana para colocar sobre ella la vida del Santo.
San Vicente Ferrer nació en Valencia el 23 de enero de 1350, en el seno de una familia de ascendencia gerundense. Su padre, Guillermo Ferrer, era notario. La casa natalicia de Vicente distaba muy poco del Real Convento de Predicadores, donde los hijos de Santo Domingo de Guzmán se habían establecido por singular gracia del rey Don Jaime el Conquistador, recién conquistadas para la fe las tierras de Valencia. El gran prestigio que siempre tuvieron en aquella capital los frailes predicadores, el contacto habitual que nuestro Santo debió tener con ellos desde su niñez y el interior llamamiento de Dios determinaron en Vicente la resolución de vestir el hábito blanco y negro de los dominicos. Tal suceso tuvo lugar en el Real Convento de Predicadores el 5 de febrero de 1367, y el día 6 del mismo mes del año siguiente emitió los votos de su profesión religiosa.
Por la coyuntura del momento en que nace, Vicente Ferrer pertenece al período histórico que un escritor moderno ha calificado de otoño de la Edad Media. En ese punto en que se interfieren los últimos destellos de la Edad Media "enorme y delicada" con la fulgurante aurora del primer Renacimiento europeo, él permanecerá fiel a la estructura mental y a los criterios tradicionales. No debemos olvidar que dos años antes de su nacimiento, el 1348, la peste negra difundida por la Europa occidental influyó notablemente en la vida religiosa, provocando, juntamente con otras circunstancias históricas, una quiebra de insospechadas proporciones. En la provincia dominicana de Aragón, a la que el Santo perteneció, habían muerto quinientos diez religiosos de un total de seiscientos cuarenta, Ello hacía prácticamente difícil no sólo el mantenimiento económico de los conventos, sino hasta la propia observancia de las constituciones religiosas en la plenitud de sus ideales. Más tarde, el 20 de septiembre de 1378, la escisión de la Iglesia por el Cisma de Occidente vendría a debilitar más la flaca situación de la vida conventual. Paralelamente a este clima de desfondamiento religioso en los conventos, la vida piadosa de los fieles se vio mermada sensiblemente en su tradicional pujanza. La Orden de Predicadores, en los momentos en que Vicente hace su profesión, gozaba de un sólido prestigio social y académico, aun cuando la curva de su trayectoria docente no alcanzase en aquel punto su máxima altura. Sin embargo, los frailes dominicos, fieles a su gloriosa tradición y por exigencia entrañable de sus propias funciones doctrinales, intentaban hacer honor a la nobleza representativa de su condición procurando mantener en la máxima tensión de eficacia la formación y desarrollo intelectual de los miembros de su Orden.
Desde la fecha de su profesión en el año 1368 hasta 1374, en que recibe el presbiterado y celebra su primera misa, Vicente, por designación de sus superiores, alterna el estudio y la enseñanza de la filosofía y la teología en los conventos de Lérida y Barcelona. A los veinte años era ya profesor de Lógica. En 1376 lo vemos estudiando teología en Toulouse, en cuya Facultad, de reciente creación, los profesores dominicos le ilustraron en la ciencia de Dios dentro de los cánones del más depurado tomismo. Allí permaneció dos años.
Perfecto conocedor de la exégesis bíblica y de la lengua hebrea, que estudió en el convento de Barcelona, y tras su sólida formación teológica, San Vicente regresó de Toulouse a Valencia, donde inmediatamente se dedicó a la enseñanza de la teología. Alternando sus tareas de docencia con las de escritor, predicador y consejero, muy pronto conocieron los valencianos las extraordinarias dotes personales del Santo y le hicieron árbitro de graves problemas públicos. Mas todo su tremendo dinamismo exterior jamás turbó su total entrega a la práctica de las observancias conventuales, acentuando cada día más el estudio y la oración.
Por aquellos días la Iglesia sintió en su propia carne el trallazo de la escisión con el infausto Cisma de Occidente. Demostrada por algunos cardenales la nulidad de la elección de Urbano VI, declararon vacante la Sede Apostólica y procedieron a la elección de un nuevo Papa. El 20 de septiembre de 1378 aquellos cardenales, entre los que se encontraba Pedro de Luna, firmaron en Fondi un manifiesto por el que comunicaban al pueblo cristiano la elección de Roberto de Ginebra, a quien sometían su obediencia. Aquí surgió, frente a Urbano VI, Clemente VII. La división de la Iglesia afectó, como es lógico, a la misma política europea, y los reyes y príncipes se vieron en la grave disyuntiva de prestar su obediencia a la Sede de Avignon o a la de Roma. Pedro IV el Ceremonioso, que regía los destinos de la corona de Aragón, adoptó una postura prácticamente neutralista, preocupado más por los problemas internos de su casa que por la escisión de la Iglesia. Sin embargo, Clemente VII se dispuso a conquistar la obediencia de los cuatro reinos de España y para ello despachó amplios poderes al cardenal Pedro de Luna con el nombramiento de legado. Este es el momento en que el cardenal legado busca el apoyo y la influencia de Vicente Ferrer para lograr la adhesión del reino de Aragón al papa Clemente VII. Vicente, que desde un principio fijó su posición de obediencia al papa de Avignon, estuvo en Barcelona recibiendo del cardenal Pedro de Luna órdenes y poderes concretos para presentarse a los jurados de Valencia reclamando su ayuda para captar la obediencia de Pedro IV a Clemente VII. Después de la lectura del tratado que acerca del Cisma escribía San Vicente, dedicado, al rey de Aragón, no podemos dudar de su rectísima intención al proclamar su fidelidad a la Sede de Avignon. Los argumentos que ofrece demuestran, además de su cultura teológico-canónica, que no en vano aceptaba la legitimidad de la elección de Clemente VII. Utilizando el cardenal De Luna en algunos de sus viajes por los reinos de España los servicios que le prestó la compañía de Vicente Ferrer, volvió el Santo a Valencia, en cuya catedral prosiguió enseñando teología, sin descuidar por ello su predicación al pueblo y otros muchos deberes ministeriales. El cardenal Pedro de Luna regresó a Avignon y el 28 de septiembre de 1394 era elegido sucesor de Clemente VII con el nombre de Benedicto XIII. Pocos meses después San Vicente era reclamado a la Corte de Avignon por el Papa, hasta que en 1398 cambia su residencia del palacio de Avignon por la del convento dominicano de la misma ciudad. Benedicto XIII, en deuda con el Santo, le otorgó el título máximo de Maestro en Sagrada Teología.
Vicente, en contacto con las realidades de Avignon, con la visión más serena de los acontecimientos y amargamente dolido por el daño que sufría la Iglesia de Cristo, vivió unos meses en su convento, donde cayó tan gravemente enfermo que estuvo a punto de morir. Fue entonces cuando tuvo aquella visión en la que se apareció Jesucristo, acompañado de los patriarcas Domingo y Francisco, encomendándole la misión de predicar por el mundo y otorgándole súbitamente la salud. Esta es la prodigiosa circunstancia que sirve de clave para explicar la vida posterior de Vicente. Ahora se presentará al mundo con un empeño más alto que el de defender la causa de Benedicto XIII: propugnará la integridad del Evangelio en la unidad de la Iglesia. Su misión evangelizadora le ha sido encomendada por el mismo Jesucristo y sus credenciales tendrán el alcance universal de ser legado a latere Christi.
El Papa se resistió en un principio a dejarle marchar, pero al fin, convencido de que en la empresa de Vicente urgía el llamamiento de Dios, le concedió amplísimos poderes ministeriales para que pudiera ejercer su apostolado. El Santo quedó sometido a la obediencia inmediata al maestro general de su Orden y el día 22 de noviembre de 1399 partió de Avignon a recorrer caminos y ciudades europeas llevando a todos los hombres el mensaje de la palabra de Dios. Este es el momento en que el dinamismo interior de Vicente se desata en torrentes de sabiduría y de elocuencia sobre una sociedad en trance de agudísima crisis espiritual para despertar la unidad de la fe en su vida, abrir los horizontes a la esperanza y encender en las almas la caridad. En su larga peregrinación apostólica recorrió innumerables pueblos y ciudades de España, de Francia, de Italia, de Suiza, y hasta es muy probable que penetrara en Bélgica. En una época en la que la oratoria sagrada se resentía gravemente de su ineficacia, por el afán de predicar al pueblo oscuros y macizos sermones con rancias argumentaciones de escuela, cuando no rimbombantes y huecas composiciones retóricas con extravagantes alusiones a los clásicos de la antigüedad grecolatina, la palabra de Vicente era como un látigo de fuego que abrasaba e iluminaba. Su metódico sistema de exposición de la doctrina de Cristo, sin la gracia boba de halagar superficialmente los oídos, con el recio temple de unos conceptos claros y precisos, servidos siempre en la bandeja de oro de su portentosa y dócil imaginación y la enorme fuerza sugestiva de su poderosa voz, rica en matices y sonoridades, las gentes sentían el vértigo de la presencia de Dios y el delicioso estremecimiento de su gracia. La palabra de Vicente inflamaba y seducía. Su dominio absoluto de las Sagradas Escrituras le servía de mágico resorte para encarnar en sus frecuentes alusiones la aplicación de un hecho concreto o de una circunstancia real de su tiempo. Fue de una impresionante y sobrecogedora grandeza aquel memorable sermón que, después de vencida la implacable resistencia de Benedicto XIII y obtenida la promesa de su abdicación, pronunció ante el papa de Avignon y sus cardenales, ante embajadores y príncipes y multitud de fieles el 7 de noviembre de 1415 en Perpignan, comentando el tema: "Huesos secos, oíd la palabra de Dios".
Bajo el signo de su voz las enemistades públicas cedían al abrazo de la paz, los pecadores experimentaban la mordedura del arrepentimiento y los hambrientos de perfección le seguían a todas partes en una permanente compañía de fervoroso apoyo. El organizaba aquella imponente comunidad de disciplinasteis que en conmovedoras procesiones penitenciales producía en los espectadores un escalofrío de compunción y la eficaz mudanza de vida.
Ante la visión de río revuelto que ofrecía el mundo de su tiempo, ante el estrepitoso desmoronamiento de la ideología cristiana que habla presidido e informado la vida pública de la Edad Media al choque violento de unos sistemas y estructuras de vida que pretendían remozar al hombre, ante la estampa de Apocalipsis que presentaba una Iglesia desgarrando a la cristiandad en partidos y banderías de cisma, no es de admirar que la leyenda, apoyada en puntos flacos de tradición, haya hecho que San Vicente se atribuyera personalmente el título de ángel del Apocalipsis y hasta que la obsesión determinante de su apostolado fuera la predicación del cercano Juicio final. Cierto que el Señor le otorgó en diversas ocasiones el don de profecía, pero cuando San Vicente hablaba del Juicio final como acontecimiento próximo —cosa que hizo en muchas menos ocasiones de lo que habitualmente se cree— no lo hacía como profeta, sino como hombre que observa las realidades de su tiempo y deduce unas consecuencias, Hemos de puntualizar también que el lema "Temed a Dios Y dadle honor", con que la tradición ha cifrado la predicación vicentina, no puede ser, en modo alguno, interpretado con sentido terrorista, como si San Vicente se hubiera preocupado de sembrar el pánico en su tiempo y despertar un espanto colectivo. El temor de Dios propugnado por Vicente no era ese que surge de la raíz amarga del miedo, sino el que nace del amor filial. Era el temor de la reverencia y no el del servilismo pavoroso. El auditorio de sus sermones era siempre de multitudes. En algunas ocasiones Pasaban de los quince mil oyentes, por lo que, resultando insuficiente la capacidad de las iglesias, hubo de predicar en las plazas. Contemporáneos del Santo nos dan la referencia de que, hablando en su lengua nativa, le entendían por igual todos los oyentes, aunque pertenecieran a países de distinto idioma. En los últimos treinta años de su vida el quehacer de la predicación condicionó su horario de trabajo, Solía dedicar cinco horas al descanso, haciéndolo sobre algunos manojos de sarmientos o un jergón de paja, y el tiempo restante lo invertía en la oración y las atenciones exclusivas de sus deberes ministeriales. Sus comidas eran extremadamente sobrias. De una ciudad a otra se desplazaba siempre a pie, hasta que cayó enfermo de una pierna y tuvo que montar en un asnillo. Era tanta la fama de santidad que precedía los itinerarios de Vicente, que las gentes le recibían como enviado de Dios y su entrada en las ciudades tenía tal carácter de apoteosis delirante que, para evitar graves atropellos y el que los devotos le cortasen trozos de hábito, habían de protegerle con maderos. Todos los días cantaba la misa con gran solemnidad y después pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres horas, y en alguna ocasión, como la de Viernes Santo en Toulouse, estuvo seis horas seguidas. El cansancio y achaques físicos, que en los últimos años obligaba a que, para subir al púlpito o al tabladillo de la plaza, le tuvieran que ayudar cogiéndole de un brazo, desaparecía al punto que comenzaba el sermón, de tal manera que su rostro se transfiguraba como si la piel cobrara una frescura juvenil, le centelleaban los ojos en expresivas miradas, la voz salía clara, limpia y sonora, y los movimientos de sus brazos obedecían dóciles al imperio y compás de las palabras. El tono de convicción con que se enardecía dejaba atónitos a los oyentes, y por ello no es de admirar que los frutos de sus sermones fueran tan copiosos que se necesitara siempre el concurso de muchos sacerdotes para oír confesiones.
El crédito universal de su sabiduría y de sus prudentes consejos fue puesto a prueba en multitud de contiendas en las que hubo de intervenir corno árbitro de paz y nivelador de intereses. Nobilísima fue su actitud como compromisario de Caspe, en donde fue requerido para dar su voto de solución al problema político de la Corona de Aragón producido al morir Martín el Humano sin dejar sucesión. San Vicente acudió al Compromiso de Caspe con el sereno ánimo y la inteligencia despierta para dar una razón jurídica en el asunto del pretendiente al trono, pero sobre todo con la limpia y altísima intención de aceptar el resultado como designio providencial. La elección hecha a favor del infante de Castilla, Don Fernando, fue publicada por San Vicente Ferrer el 28 de junio de 1412. La conducta del Santo en la resolución del problema sucesorio quedó tan digna y honrada, que su apostolado público no sufrió menoscabo alguno en aquellos Estados de la Corona de Aragón que se habían mostrado hostiles a la solución de Caspe.
Muy laboriosas fueron sus gestiones para determinar la conclusión del Cisma de Occidente y podemos afirmar que, si no por su directa intervención, sí por el enorme peso de su influencia, apoyada en su universal prestigio, contribuyó notablemente a decidir su terminación. El cónclave reunido en Constanza el 11 de noviembre de 1417 dio a la Iglesia la elección de Martín V, a cuya obediencia se sometió toda la cristiandad.
Vicente prosiguió su misión evangelizadora dirigiendo sus pasos a Bretaña, donde el Señor le esperaba para abrirle las puertas de una gloria definitiva. El día 5 de abril, miércoles de la semana de Pasión, de 1419, moría en Vannes, lejos de su patria, este apóstol infatigable cuya palabra estremeció de presencia de Dios los ámbitos de la cristiandad europea. Treinta y seis años más tarde, en 1455, el papa valenciano Calixto III, a quien, según la tradición, San Vicente le había profetizado la tiara pontificia y el honor de canonizarle, le elevó a los altares con la suprema gloria de la santidad.
Los milagros que San Vicente Ferrer obró en vida y después de muerto son innumerables, por lo que su fama de taumaturgo no ha sufrido mengua a través de los siglos.
San Vicente Ferrer nació en Valencia el 23 de enero de 1350, en el seno de una familia de ascendencia gerundense. Su padre, Guillermo Ferrer, era notario. La casa natalicia de Vicente distaba muy poco del Real Convento de Predicadores, donde los hijos de Santo Domingo de Guzmán se habían establecido por singular gracia del rey Don Jaime el Conquistador, recién conquistadas para la fe las tierras de Valencia. El gran prestigio que siempre tuvieron en aquella capital los frailes predicadores, el contacto habitual que nuestro Santo debió tener con ellos desde su niñez y el interior llamamiento de Dios determinaron en Vicente la resolución de vestir el hábito blanco y negro de los dominicos. Tal suceso tuvo lugar en el Real Convento de Predicadores el 5 de febrero de 1367, y el día 6 del mismo mes del año siguiente emitió los votos de su profesión religiosa.
Por la coyuntura del momento en que nace, Vicente Ferrer pertenece al período histórico que un escritor moderno ha calificado de otoño de la Edad Media. En ese punto en que se interfieren los últimos destellos de la Edad Media "enorme y delicada" con la fulgurante aurora del primer Renacimiento europeo, él permanecerá fiel a la estructura mental y a los criterios tradicionales. No debemos olvidar que dos años antes de su nacimiento, el 1348, la peste negra difundida por la Europa occidental influyó notablemente en la vida religiosa, provocando, juntamente con otras circunstancias históricas, una quiebra de insospechadas proporciones. En la provincia dominicana de Aragón, a la que el Santo perteneció, habían muerto quinientos diez religiosos de un total de seiscientos cuarenta, Ello hacía prácticamente difícil no sólo el mantenimiento económico de los conventos, sino hasta la propia observancia de las constituciones religiosas en la plenitud de sus ideales. Más tarde, el 20 de septiembre de 1378, la escisión de la Iglesia por el Cisma de Occidente vendría a debilitar más la flaca situación de la vida conventual. Paralelamente a este clima de desfondamiento religioso en los conventos, la vida piadosa de los fieles se vio mermada sensiblemente en su tradicional pujanza. La Orden de Predicadores, en los momentos en que Vicente hace su profesión, gozaba de un sólido prestigio social y académico, aun cuando la curva de su trayectoria docente no alcanzase en aquel punto su máxima altura. Sin embargo, los frailes dominicos, fieles a su gloriosa tradición y por exigencia entrañable de sus propias funciones doctrinales, intentaban hacer honor a la nobleza representativa de su condición procurando mantener en la máxima tensión de eficacia la formación y desarrollo intelectual de los miembros de su Orden.
Desde la fecha de su profesión en el año 1368 hasta 1374, en que recibe el presbiterado y celebra su primera misa, Vicente, por designación de sus superiores, alterna el estudio y la enseñanza de la filosofía y la teología en los conventos de Lérida y Barcelona. A los veinte años era ya profesor de Lógica. En 1376 lo vemos estudiando teología en Toulouse, en cuya Facultad, de reciente creación, los profesores dominicos le ilustraron en la ciencia de Dios dentro de los cánones del más depurado tomismo. Allí permaneció dos años.
Perfecto conocedor de la exégesis bíblica y de la lengua hebrea, que estudió en el convento de Barcelona, y tras su sólida formación teológica, San Vicente regresó de Toulouse a Valencia, donde inmediatamente se dedicó a la enseñanza de la teología. Alternando sus tareas de docencia con las de escritor, predicador y consejero, muy pronto conocieron los valencianos las extraordinarias dotes personales del Santo y le hicieron árbitro de graves problemas públicos. Mas todo su tremendo dinamismo exterior jamás turbó su total entrega a la práctica de las observancias conventuales, acentuando cada día más el estudio y la oración.
Por aquellos días la Iglesia sintió en su propia carne el trallazo de la escisión con el infausto Cisma de Occidente. Demostrada por algunos cardenales la nulidad de la elección de Urbano VI, declararon vacante la Sede Apostólica y procedieron a la elección de un nuevo Papa. El 20 de septiembre de 1378 aquellos cardenales, entre los que se encontraba Pedro de Luna, firmaron en Fondi un manifiesto por el que comunicaban al pueblo cristiano la elección de Roberto de Ginebra, a quien sometían su obediencia. Aquí surgió, frente a Urbano VI, Clemente VII. La división de la Iglesia afectó, como es lógico, a la misma política europea, y los reyes y príncipes se vieron en la grave disyuntiva de prestar su obediencia a la Sede de Avignon o a la de Roma. Pedro IV el Ceremonioso, que regía los destinos de la corona de Aragón, adoptó una postura prácticamente neutralista, preocupado más por los problemas internos de su casa que por la escisión de la Iglesia. Sin embargo, Clemente VII se dispuso a conquistar la obediencia de los cuatro reinos de España y para ello despachó amplios poderes al cardenal Pedro de Luna con el nombramiento de legado. Este es el momento en que el cardenal legado busca el apoyo y la influencia de Vicente Ferrer para lograr la adhesión del reino de Aragón al papa Clemente VII. Vicente, que desde un principio fijó su posición de obediencia al papa de Avignon, estuvo en Barcelona recibiendo del cardenal Pedro de Luna órdenes y poderes concretos para presentarse a los jurados de Valencia reclamando su ayuda para captar la obediencia de Pedro IV a Clemente VII. Después de la lectura del tratado que acerca del Cisma escribía San Vicente, dedicado, al rey de Aragón, no podemos dudar de su rectísima intención al proclamar su fidelidad a la Sede de Avignon. Los argumentos que ofrece demuestran, además de su cultura teológico-canónica, que no en vano aceptaba la legitimidad de la elección de Clemente VII. Utilizando el cardenal De Luna en algunos de sus viajes por los reinos de España los servicios que le prestó la compañía de Vicente Ferrer, volvió el Santo a Valencia, en cuya catedral prosiguió enseñando teología, sin descuidar por ello su predicación al pueblo y otros muchos deberes ministeriales. El cardenal Pedro de Luna regresó a Avignon y el 28 de septiembre de 1394 era elegido sucesor de Clemente VII con el nombre de Benedicto XIII. Pocos meses después San Vicente era reclamado a la Corte de Avignon por el Papa, hasta que en 1398 cambia su residencia del palacio de Avignon por la del convento dominicano de la misma ciudad. Benedicto XIII, en deuda con el Santo, le otorgó el título máximo de Maestro en Sagrada Teología.
Vicente, en contacto con las realidades de Avignon, con la visión más serena de los acontecimientos y amargamente dolido por el daño que sufría la Iglesia de Cristo, vivió unos meses en su convento, donde cayó tan gravemente enfermo que estuvo a punto de morir. Fue entonces cuando tuvo aquella visión en la que se apareció Jesucristo, acompañado de los patriarcas Domingo y Francisco, encomendándole la misión de predicar por el mundo y otorgándole súbitamente la salud. Esta es la prodigiosa circunstancia que sirve de clave para explicar la vida posterior de Vicente. Ahora se presentará al mundo con un empeño más alto que el de defender la causa de Benedicto XIII: propugnará la integridad del Evangelio en la unidad de la Iglesia. Su misión evangelizadora le ha sido encomendada por el mismo Jesucristo y sus credenciales tendrán el alcance universal de ser legado a latere Christi.
El Papa se resistió en un principio a dejarle marchar, pero al fin, convencido de que en la empresa de Vicente urgía el llamamiento de Dios, le concedió amplísimos poderes ministeriales para que pudiera ejercer su apostolado. El Santo quedó sometido a la obediencia inmediata al maestro general de su Orden y el día 22 de noviembre de 1399 partió de Avignon a recorrer caminos y ciudades europeas llevando a todos los hombres el mensaje de la palabra de Dios. Este es el momento en que el dinamismo interior de Vicente se desata en torrentes de sabiduría y de elocuencia sobre una sociedad en trance de agudísima crisis espiritual para despertar la unidad de la fe en su vida, abrir los horizontes a la esperanza y encender en las almas la caridad. En su larga peregrinación apostólica recorrió innumerables pueblos y ciudades de España, de Francia, de Italia, de Suiza, y hasta es muy probable que penetrara en Bélgica. En una época en la que la oratoria sagrada se resentía gravemente de su ineficacia, por el afán de predicar al pueblo oscuros y macizos sermones con rancias argumentaciones de escuela, cuando no rimbombantes y huecas composiciones retóricas con extravagantes alusiones a los clásicos de la antigüedad grecolatina, la palabra de Vicente era como un látigo de fuego que abrasaba e iluminaba. Su metódico sistema de exposición de la doctrina de Cristo, sin la gracia boba de halagar superficialmente los oídos, con el recio temple de unos conceptos claros y precisos, servidos siempre en la bandeja de oro de su portentosa y dócil imaginación y la enorme fuerza sugestiva de su poderosa voz, rica en matices y sonoridades, las gentes sentían el vértigo de la presencia de Dios y el delicioso estremecimiento de su gracia. La palabra de Vicente inflamaba y seducía. Su dominio absoluto de las Sagradas Escrituras le servía de mágico resorte para encarnar en sus frecuentes alusiones la aplicación de un hecho concreto o de una circunstancia real de su tiempo. Fue de una impresionante y sobrecogedora grandeza aquel memorable sermón que, después de vencida la implacable resistencia de Benedicto XIII y obtenida la promesa de su abdicación, pronunció ante el papa de Avignon y sus cardenales, ante embajadores y príncipes y multitud de fieles el 7 de noviembre de 1415 en Perpignan, comentando el tema: "Huesos secos, oíd la palabra de Dios".
Bajo el signo de su voz las enemistades públicas cedían al abrazo de la paz, los pecadores experimentaban la mordedura del arrepentimiento y los hambrientos de perfección le seguían a todas partes en una permanente compañía de fervoroso apoyo. El organizaba aquella imponente comunidad de disciplinasteis que en conmovedoras procesiones penitenciales producía en los espectadores un escalofrío de compunción y la eficaz mudanza de vida.
Ante la visión de río revuelto que ofrecía el mundo de su tiempo, ante el estrepitoso desmoronamiento de la ideología cristiana que habla presidido e informado la vida pública de la Edad Media al choque violento de unos sistemas y estructuras de vida que pretendían remozar al hombre, ante la estampa de Apocalipsis que presentaba una Iglesia desgarrando a la cristiandad en partidos y banderías de cisma, no es de admirar que la leyenda, apoyada en puntos flacos de tradición, haya hecho que San Vicente se atribuyera personalmente el título de ángel del Apocalipsis y hasta que la obsesión determinante de su apostolado fuera la predicación del cercano Juicio final. Cierto que el Señor le otorgó en diversas ocasiones el don de profecía, pero cuando San Vicente hablaba del Juicio final como acontecimiento próximo —cosa que hizo en muchas menos ocasiones de lo que habitualmente se cree— no lo hacía como profeta, sino como hombre que observa las realidades de su tiempo y deduce unas consecuencias, Hemos de puntualizar también que el lema "Temed a Dios Y dadle honor", con que la tradición ha cifrado la predicación vicentina, no puede ser, en modo alguno, interpretado con sentido terrorista, como si San Vicente se hubiera preocupado de sembrar el pánico en su tiempo y despertar un espanto colectivo. El temor de Dios propugnado por Vicente no era ese que surge de la raíz amarga del miedo, sino el que nace del amor filial. Era el temor de la reverencia y no el del servilismo pavoroso. El auditorio de sus sermones era siempre de multitudes. En algunas ocasiones Pasaban de los quince mil oyentes, por lo que, resultando insuficiente la capacidad de las iglesias, hubo de predicar en las plazas. Contemporáneos del Santo nos dan la referencia de que, hablando en su lengua nativa, le entendían por igual todos los oyentes, aunque pertenecieran a países de distinto idioma. En los últimos treinta años de su vida el quehacer de la predicación condicionó su horario de trabajo, Solía dedicar cinco horas al descanso, haciéndolo sobre algunos manojos de sarmientos o un jergón de paja, y el tiempo restante lo invertía en la oración y las atenciones exclusivas de sus deberes ministeriales. Sus comidas eran extremadamente sobrias. De una ciudad a otra se desplazaba siempre a pie, hasta que cayó enfermo de una pierna y tuvo que montar en un asnillo. Era tanta la fama de santidad que precedía los itinerarios de Vicente, que las gentes le recibían como enviado de Dios y su entrada en las ciudades tenía tal carácter de apoteosis delirante que, para evitar graves atropellos y el que los devotos le cortasen trozos de hábito, habían de protegerle con maderos. Todos los días cantaba la misa con gran solemnidad y después pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres horas, y en alguna ocasión, como la de Viernes Santo en Toulouse, estuvo seis horas seguidas. El cansancio y achaques físicos, que en los últimos años obligaba a que, para subir al púlpito o al tabladillo de la plaza, le tuvieran que ayudar cogiéndole de un brazo, desaparecía al punto que comenzaba el sermón, de tal manera que su rostro se transfiguraba como si la piel cobrara una frescura juvenil, le centelleaban los ojos en expresivas miradas, la voz salía clara, limpia y sonora, y los movimientos de sus brazos obedecían dóciles al imperio y compás de las palabras. El tono de convicción con que se enardecía dejaba atónitos a los oyentes, y por ello no es de admirar que los frutos de sus sermones fueran tan copiosos que se necesitara siempre el concurso de muchos sacerdotes para oír confesiones.
El crédito universal de su sabiduría y de sus prudentes consejos fue puesto a prueba en multitud de contiendas en las que hubo de intervenir corno árbitro de paz y nivelador de intereses. Nobilísima fue su actitud como compromisario de Caspe, en donde fue requerido para dar su voto de solución al problema político de la Corona de Aragón producido al morir Martín el Humano sin dejar sucesión. San Vicente acudió al Compromiso de Caspe con el sereno ánimo y la inteligencia despierta para dar una razón jurídica en el asunto del pretendiente al trono, pero sobre todo con la limpia y altísima intención de aceptar el resultado como designio providencial. La elección hecha a favor del infante de Castilla, Don Fernando, fue publicada por San Vicente Ferrer el 28 de junio de 1412. La conducta del Santo en la resolución del problema sucesorio quedó tan digna y honrada, que su apostolado público no sufrió menoscabo alguno en aquellos Estados de la Corona de Aragón que se habían mostrado hostiles a la solución de Caspe.
Muy laboriosas fueron sus gestiones para determinar la conclusión del Cisma de Occidente y podemos afirmar que, si no por su directa intervención, sí por el enorme peso de su influencia, apoyada en su universal prestigio, contribuyó notablemente a decidir su terminación. El cónclave reunido en Constanza el 11 de noviembre de 1417 dio a la Iglesia la elección de Martín V, a cuya obediencia se sometió toda la cristiandad.
Vicente prosiguió su misión evangelizadora dirigiendo sus pasos a Bretaña, donde el Señor le esperaba para abrirle las puertas de una gloria definitiva. El día 5 de abril, miércoles de la semana de Pasión, de 1419, moría en Vannes, lejos de su patria, este apóstol infatigable cuya palabra estremeció de presencia de Dios los ámbitos de la cristiandad europea. Treinta y seis años más tarde, en 1455, el papa valenciano Calixto III, a quien, según la tradición, San Vicente le había profetizado la tiara pontificia y el honor de canonizarle, le elevó a los altares con la suprema gloria de la santidad.
Los milagros que San Vicente Ferrer obró en vida y después de muerto son innumerables, por lo que su fama de taumaturgo no ha sufrido mengua a través de los siglos.
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