Celebramos hoy el núcleo central del mensaje cristiano, lo que llamamos el “kerigma”, término con el que la tradición cristiana designa el anuncio de la salvación ofrecida por Dios por medio de Jesús, que se hace patente a través de su muerte y resurrección.
El centro del anuncio no es una doctrina teológica ni moral, sino las persona de Jesús, el Ungido por Dios que, en palabras del Apóstol San Pedro en la casa de Cornelio dice “que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hechos).
El discurso de San Pedro va dirigido a los que son creyentes y conocen “lo que sucedió en toda Galilea” y resalta la misión de Jesús, que cumple la voluntad del Padre y está sostenido por el Espíritu Santo.
La fe de la Iglesia, la Iglesia del Resucitado, se cimienta sobre este “kerigma”.
Sin resurrección la fe cristiana no tiene sentido: “seríamos los más desgraciados de los hombres” (I Corintios 15, 14).
Hace poco tiempo se me ocurrió entrar en el Cementerio Civil de la Almudena. Había acudido antes de lo previsto a la planta incineradora del Cementerio Religioso para oficiar un responso de despedida por un amigo muy querido.
Después de observar los mausoleos de la Pasionaria, Pablo Iglesia y de varios personajes de la política española, me acerqué a diversas tumbas. Me fijé en dos muy próximas; en una figuraba sobre la lápida, desnuda y sin adornos, la inscripción: “Después de la muerte no hay nada”. En la otra, presidida por una cruz se podía leer: “Si Jesucristo es realmente la vida, yo quiero vivir con Él para siempre”.
Reflejan dos mentalidades, dos mundos, que retratan la sociedad actual.
La resurrección nos insufla una nueva esperanza, que la liturgia traduce en expresiones gozosas sobre el triunfo de Jesús:
“Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta” (Secuencia Pascual); “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Salmo 117, 22-23).
Pero Jesús ha resucitado y dado plena consistencia al mensaje, a “la cosa que empezó en Galilea” (Hechos 10, 37).
Los Apóstoles, que comieron y bebieron con Jesús antes y después de su resurrección, san testimonio de Él, y confirman con su propia sangre la fe que predican.
Creer en la resurrección no consiste únicamente en creer en la inmortalidad del alma, ni en un vago sentimiento de que todo acaba aquí, que algo tiene que haber después de la muerte.
La fe cristiana se basa en la convicción íntima de que resucitaremos con Él y seremos felices por toda la eternidad.
Esta convicción nos impulsa, sin despreciar las cosas del mundo, “a buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Colosenses 3, 2).
Vivir la Pascua es celebrar la eterna alegría, dejar que corra por nuestras venas la fuente inagotable de la gracia, que se expande por todos los campos del mundo a través de los mensajeros del Resucitado.
No amaríamos si Dios no nos hubiera amado primero.
Por eso afirma San Agustín: “No te hubiera encontrado si tú no me hubieras buscado primero”.
Jesús nos ha venido a buscar, atravesando las fronteras de la muerte y bajando a los abismos más profundos del dolor, del miedo a la aniquilación, al vacío eterno y a la soledad más cruel (“bajó a los infiernos”), que sufrimos los hombres, y nos ha encontrado con un rostro nuevo.
Ahora formamos parte del “hombre nuevo”, de la “nueva humanidad”, creativa y entrañable, que camina por las sendas del perdón, la misericordia y la paz.
Una humanidad que celebra la vida como una nueva primavera; que anuncia que todo es posible, que podemos hacer brotar las flores y frutos de un estilo de vida fraterna.
La resurrección nos descubre la vida sin cesar en los niños, en los árboles, en la canción, en la grandeza del universo, en los bosques y en las fuentes, en la luz y en la oscuridad. Todo es reflejo de la vida que se renueva.
Podemos también sentir de nuevo el impulso adolescente, la fuerza del primer amor, los recuerdos de fe que marcaron nuestras vidas, y proyectarlos hacia los demás.
La presencia del Resucitado transforma la mente y el corazón de los discípulos de Jesús de tal manera, que ya no encontrarán fronteras para el miedo y la desesperanza.
El mismo Apóstol San Pedro, que negó a Jesús por cobardía, se muestra valiente y habla sin tapujos: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver” (Hechos 10, 40).
Ignoramos lo que sucedió en el corazón del “discípulo amado”, que llegó primero al sepulcro, “vio y creyó” (Juan 20, 8), para entender las Escrituras, “que tenía que resucitar de entre los muertos” (Juan 20, 9).
Pero sabemos cómo pensaban y actuaban los primeros discípulos, que sentían a Jesús vivo en cada uno de ellos y en medio de la Comunidad.
¡Jesús vive! Es el grito unánime de la Pascua.
¡Jesús vive! Es la exclamación del creyente, que experimenta en su vida la presencia cercana de Jesús y la razón de ser de todos los acontecimientos.
¡Jesús vive!, y anhelamos estar con Él en la gloria que nos ha prometido.
“Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa” (Secuencia Pascual).
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