Cintia, su madre, hermana del Papa Marcelo II, le acostumbró desde niño a todas las prácticas de la vida cristiana. Todos los días le hacía ir a la iglesia cercana de la casa solariega que la familia tenía en Monte-pulciano. A los seis años, Roberto, vestido con un traje de lino, a modo de sobrepelliz, se subía a una silla puesta al revés y predicaba a sus hermanos la Pasión de Cristo. Poco después empezó a sentir tal afición a la poesía, que se pasaba gran parte de la noche leyendo a Virgilio y tejiendo hexámetros latinos, en los que se gloriaba de no meter ninguna palabra que no fuese virgiliana. Escribía églogas, odas y hasta fragmentos de poemas. Pero él mismo quemó sus composiciones, y de todas ellas sólo se conserva el himno a Santa María Magdalena, que hoy aparece en el Breviario romano. Además, aprendió a cantar con gracia, a tocar varios instrumentos de música «y a remendar—dice él mismo—las redes de caza con tal ligereza y habilidad, que parecían no haberse roto jamás».
A los dieciséis años sintióse súbitamente llamado a entrar en la Compañía de Jesús. Él mismo nos cuenta el origen de su vocación con estas palabras: «Púsose a pensar seriamente cierto día cómo podría elevarse y llegar a la verdadera tranquilidad del alma, y habiendo discurrido por mucho tiempo acerca de las dignidades a que podría aspirar, le vino de una manera insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales; y llegando así a concebir horror de tales cosas, se determinó a buscar una religión en que no hubiera ningún peligro de llegar a tales dignidades.» Como su padre puso algunas dificultades, retiróse a vivir en el campo, entregado al estudio de los clásicos, con otros amigos y parientes. Uno comentaba las Geórgicas de Virgilio, otro la Poética de Aristóteles, otro el discurso Pro corona de Demósteles, y a Roberto le tocó explicar la oración de Tulio en defensa de Milón. Fué un año de espera, al cabo del cual entró en la casa noviciado de Roma. Era de una salud precaria y de breve estatura: el primer año de su vida religiosa sufrió de letargo pesadísimo; el segundo, de continuo dolor de cabeza, y el tercero fue tenido por tísico. No obstante, hizo sus estudios con brillantez. A los veinte años empezó a enseñar en diferentes colegios, primero literatura, después astronomía. «Mezclando—dice él mismo candorosamente—cuestiones filosóficas para granjearme crédito y autoridad.»
Por este mismo tiempo empieza a revelarse como un orador fácil, lo mismo en latín que en italiano. Aunque no había recibido siquiera la tonsura, predicaba en los púlpitos de las iglesias y dirigía fervorosas pláticas a sus hermanos los religiosos; y «predicaba con mayor brío e intrepidez que luego cuando viejo, porque entonces tenía seguridad de su memoria». El superior de Monreal escribía a los Padres de Roma «que nunca había hablado hombre alguno como este joven». Solía escribir sus sermones y pronunciarlos como los escribía, hasta que un día, habiéndose preparado largamente, tuvo que cambiar de tema a última hora; «pero plugo a Dios que predicase tan de corazón, con tanto fruto y libertad cual nunca lo había hecho. Desde entonces se decidió a dejar el ornato de las palabras, escribiendo solamente los puntos de cada sermón». Ya no necesitaba embotellarse sermones, como hizo un domingo de Cuaresma con una homilía de San Basilio, «sabiendo—confiesa él mismo—que en el numeroso auditorio no habría muchos que llegasen a reconocer que el sermón era robado». En sus andanzas a través de las tierras italianas le sucedieron algunas aventuras desagradables. En una posada, el amo le presentó a sus huéspedes como el marido de su hija; otra vez un camarada se quejó públicamente de que Roberto le había robado la bolsa. Eran, sin duda, bromas pesadas de las que se usan en los mesones para distraer el aburrimiento.
A principios de 1569 aparece Belarmino en Lovaina. Enseña en la Universidad, comenta la Summa de Santo Tomás, refuta los errores semiluteranos de Bayo y aprende el hebreo en una gramática compuesta por él mismo. Al mismo tiempo predica infatigablemente y con fruto y aplauso de católicos y protestantes. De aquellos días es esta anécdota que nos cuenta él mismo. Yendo un día a echar el sermón, júntesele un alto personaje de la ciudad, el cual, no conociéndole, comenzó a hacerle muchas preguntas acerca del predicador, alabándole más de lo que merecía, y después de algún tiempo cortó la conversación con estas palabras: «Veo que vais muy despacio; yo, con vuestro permiso, voy a apresurarme para coger sitio.» «Haced lo que os plazca—contestó él—, que a mí no me faltará sitio en ese sermón.»
Belarmino empezaba a adquirir fama de teólogo en la cristiandad. San Carlos Borromeo le llamaba a su lado, la Universidad de París le ofrecía las cátedras más apreciadas y los colegios de la Compañía se disputaban su enseñanza. El estado de su salud le obligó a volver a su tierra en 1576; «y es maravilloso el cambio que sintió en su cuerpo al respirar los aires de Italia». Aquel mismo año abría en el Colegio Romano un curso célebre, del cual salió la más importante de sus obras: las Disputationes acerca de las controversias de la fe cristiana contra los herejes de estos tiempos. El nuevo profesor se vio desde el primer momento considerado como uno de los primeros campeones de la Iglesia romana. Se le admiraba por su método claro y comprensivo, por su vasta erudición, por la franqueza de sus palabras y por la dignidad de su polémica. Se le admiraba, y lo que importaba más, se le escuchaba y se le meditaba. La publicación del curso fue el motivo de muchas y resonantes conversiones. El cardenal Baronio saludaba con entusiasmo la aparición «de esta obra nobilísima, que había de ser en la Iglesia como la torre de David, en que se veían suspendidos mil escudos y toda armadura de los valientes». Y así era, en efecto. Belarmino acababa de poner en medio de la Iglesia un riquísimo arsenal donde irían en adelante a proveerse de armas todos los controversistas católicos. En aquella lucha secular del catolicismo contra el protestantismo, Belarmino comparte con su amigo el cardenal Baronio la gloria de haber dado a los defensores de la Iglesia romana las armas necesarias para defender los fueros de la verdad. Lo que hizo Baronio en el campo de la Historia con sus Anuales, lo hizo Belarmino, con una audacia mayor todavía, en el campo de la discusión teológica, por medio de sus Disputaciones. Los mismos protestantes comprendieron la fuerza de aquella máquina terrible, que echaba por tierra muchos de sus sólidos baluartes. Durante un siglo no hubo en sus filas ningún teólogo importante que no rompiese alguna lanza contra Roberto Belarmino.
Controversista de fama reconocida, defensor ardiente de la verdad integral, Belarmino se vio obligado a intervenir en las principales polémicas de su tiempo. Fue famosa, sobre todo, la que sostuvo contra el rey de Inglaterra, Jacobo I. Se trataba de defender el poder indirecto del Pontífice sobre las potestades de la tierra. En sus Disputationes, Belarmino había acertado a exponer una doctrina media entre los que sostenían la sujeción completa del poder temporal al poder espiritual y los que afirmaban la independencia de ambos poderes. Su enseñanza corría el riesgo de no agradar a una ni a otra parte, y así sucedió, efectivamente. Sixto V mandó poner en el índice la obra; los juristas galicanos de París lanzaron contra ella el interdicto, y el teólogo coronado de Londres la mandó quemar y publicó un libro contra el teólogo romano. Belarmino contestó, pero el real polemista no se dio por vencido; después de haberse encerrado con sus teólogos durante un mes, lanzó al público una apología dedicada a todos los príncipes de la tierra, cuyo poder ponían en peligro las audacias de los jesuitas, capitaneados por el más atrevido de todos, por Roberto Belarmino. Belarmino volvió a contestar, y en torno a los dos contendientes se agruparon otros muchos luchadores.
El rey Jacobo reconocía en su adversario «un varón clarísimo por su erudición». Todos acataban sus grandes conocimientos, su ingenio penetrante y la facilidad y elegancia de su estilo. Los que vivían cerca de él sabían que, además de todo esto, era un santo. Jamás se apartó en su vida de la sencillez de los más humildes religiosos. Cuando en 1592 fue nombrado rector del Colegio Romano, su disposición primera fue quitar de las habitaciones rectorales los armarios preciosos, las pinturas y todo lo que no era indispensable. Tenía intuición especial de las cosas futuras. Enviado a Francia en 1589 como teólogo del cardenal Gaetani, solía preguntarle el nuncio cuánto tiempo pensaba que viviría el Papa Sixto V, a lo cual él respondía que moriría aquel mismo año. Pocos meses después llegaron cartas de Roma: nadie se atrevía a abrirlas, asegurando noticias malas, pues el Papa Sixto era desafecto al cardenal y a su acompañante. Entonces Belarmino dijo: «Nada temáis; aquí se nos dice que el Pontífice ha muerto.» Todos se burlaron de él, porque nada se sabía de su enfermedad; pero resultó verdadera su afirmación. Otro caso maravilloso le pasó con el Papa Clemente VIII. Apenas elegido, sospechaban muchos que moriría pronto, como sus tres predecesores; pero él les dijo sencillamente: «Este Papa reinará doce años y doce meses.» Y fue como él había dicho. «Sin embargo—comenta el mismo Belarmino—, yo no era astrólogo ni profeta, sino que hablaba así al acaso.»
Fue el Papa Clemente VIII quien en 1599 premió con el capelo cardenalicio sus luchas en defensa de la Iglesia.
En el momento de nombrarle, pronunció estas notables palabras: «Elegimos a éste porque en la Iglesia de Dios no hay quien le iguale en saber.» Un emisario del Papa llegó al Colegio Romano para darle la noticia, mandándole al mismo tiempo que por ningún pretexto saliese de casa. «Entonces el elegido—son sus mismas palabras—juntó a todos los Padres y les pidió consejo sobre lo que debía hacer.» Aconsejáronle que aceptara; y habiendo sido llamado para recibir el birrete rojo, como empezase a exponer el impedimento de su profesión religiosa, interrumpióle el Pontífice diciendo: «En virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal, te mando que aceptes.» Aceptó, pero después de prometer en su interior que no mudaría el menor detalle en su manera de vivir, que no acumularía dineros, ni enriquecería a sus parientes, sino que distribuiría a los pobres lo que le sobrase de sus rentas.
Entonces empieza para él una actividad intensa en las comisiones cardenalicias. Tomó parte activa en la edición definitiva de la Vulgata, corrigiendo lo que muy a la ligera había preparado Sixto V, cuyo trabajo le juzgaba de esta manera en carta a Clemente VIII: «Vuestra Beatitud sabe a qué peligro se expuso a sí mismo y a toda la Iglesia vuestro predecesor al emprender la corrección de los libros santos según las luces de su ciencia particular. Yo no sé si realmente ha corrido la Iglesia otro peligro mayor.» Sin embargo, el nuevo cardenal era más teólogo que erudito. Él mismo nos cuenta de una disputa que en una congregación sobre la reforma del calendario tuvo con el cardenal Baronio sobre la autenticidad de las actas de San Andrés:
«Negábala Baronio, pero habiendo oído el parecer de Belarmino y sus razones, dijo públicamente que había perdido su causa, y que le gustaba más el parecer de Belarmino que el suyo propio.» En realidad, era el analista quien tenía razón. Ha sido también muy traído y llevado el nombre de Belarmino con motivo del proceso de Galileo, considerándole muchos como el alma de la oposición. Seguía con el mayor interés los descubrimientos del sabio, y en cuanto al sistema de Copérnico, declaraba que debía hablarse de él como «de una hipótesis, para no irritar a los escolásticos y hacer creer que había errores en la Escritura. Si se demostrase que el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, sino la Tierra alrededor del Sol, sería preciso revisar la interpretación de algunos textos bíblicos; pero antes necesitamos que nos demuestren sus afirmaciones, cosa que difícilmente han de conseguir.» La congregación resolvió que las nuevas teorías eran en filosofía absurdas y en teología heréticas, o, al menos, erróneas, y fue Belarmino el encargado de comunicar el fallo a Galileo.
Otra gran cuestión que conmovió por aquellos días a las escuelas católicas fue la que levantó el jesuita Molina con su libro de la Concordia del libre albedrío con los dones de la gracia. Fue una guerra de hermanos. Dominicos y jesuitas se declararon en pro o en contra de la predeterminación. Belarmino tomó parte también con toda su autoridad de cardenal y de polemista consagrado. En su sentir la predeterminación física era una resurrección, involuntaria, naturalmente, por parte de Báñez y los dominicos, de las doctrinas luteranas. Creyó al principio que lograría hacerla condenar; pero Clemente VIII, que en un principio llamaba su opinión a la de la Compañía, sufrió repentinamente un cambio completo, y desde entonces ya no quiso que aquel asunto se tratase públicamente; para que Belarmino no tomase parte en él, y para alejarle de Roma, le dio en 1602 el arzobispado de Capua. Entonces se reveló el pastor celoso por el estilo de San Carlos Borromeo, el hombre de vida sencilla y abnegada, el predicador apostólico, el reformador y el administrador. Toda su solicitud se concentró ahora en su diócesis. En Roma sólo se presentaba cuando había una necesidad perentoria o era preciso elegir un nuevo Papa. Durante los conclaves, Belarmino se recluía en su celda o bien paseaba en un sitio retirado rezando el rosario, leyendo y repitiendo con frecuencia expresiones como éstas: «Envía a quien has de enviar. Líbrame, Señor, del Papado.» Poco faltó, sin embargo, para ser encumbrado a la más alta dignidad de la Iglesia en 1605, aunque jamás consintió en que se pusiese la menor influencia para favorecer su candidatura. Habiéndole prometido su apoyo un hombre de quien, al parecer, dependía la elección, le rogó que ni siquiera le hablase de aquel asunto, afirmando que ni una paja levantaría de la tierra si por ella pudiese llegar al pontificado.
Llamado a Roma por Paulo V, renunció la mitra y se entregó con nuevo ardor a sus antiguos trabajos en el seno de las congregaciones y en el retiro de su celda. De estos últimos años de su vida son varias de sus obras teológicas, catequísticas y ascéticas. Entonces compuso también un opúsculo autobiográfico, escaso en noticias sobre su fisonomía interior, pero rico de gracia, de sencillez, de sinceridad y reflejo de un alma candorosa y sin malicia. Nada tan amable como estas nobles palabras con que termina:
«No ha hablado el autor de sus virtudes, porque no sabe si tiene alguna; ha callado sus vicios, porque no son dignos de que se escriba de ellos, y ojala aparezcan borrados en el libro de Dios el día del juicio.»
A los dieciséis años sintióse súbitamente llamado a entrar en la Compañía de Jesús. Él mismo nos cuenta el origen de su vocación con estas palabras: «Púsose a pensar seriamente cierto día cómo podría elevarse y llegar a la verdadera tranquilidad del alma, y habiendo discurrido por mucho tiempo acerca de las dignidades a que podría aspirar, le vino de una manera insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales; y llegando así a concebir horror de tales cosas, se determinó a buscar una religión en que no hubiera ningún peligro de llegar a tales dignidades.» Como su padre puso algunas dificultades, retiróse a vivir en el campo, entregado al estudio de los clásicos, con otros amigos y parientes. Uno comentaba las Geórgicas de Virgilio, otro la Poética de Aristóteles, otro el discurso Pro corona de Demósteles, y a Roberto le tocó explicar la oración de Tulio en defensa de Milón. Fué un año de espera, al cabo del cual entró en la casa noviciado de Roma. Era de una salud precaria y de breve estatura: el primer año de su vida religiosa sufrió de letargo pesadísimo; el segundo, de continuo dolor de cabeza, y el tercero fue tenido por tísico. No obstante, hizo sus estudios con brillantez. A los veinte años empezó a enseñar en diferentes colegios, primero literatura, después astronomía. «Mezclando—dice él mismo candorosamente—cuestiones filosóficas para granjearme crédito y autoridad.»
Por este mismo tiempo empieza a revelarse como un orador fácil, lo mismo en latín que en italiano. Aunque no había recibido siquiera la tonsura, predicaba en los púlpitos de las iglesias y dirigía fervorosas pláticas a sus hermanos los religiosos; y «predicaba con mayor brío e intrepidez que luego cuando viejo, porque entonces tenía seguridad de su memoria». El superior de Monreal escribía a los Padres de Roma «que nunca había hablado hombre alguno como este joven». Solía escribir sus sermones y pronunciarlos como los escribía, hasta que un día, habiéndose preparado largamente, tuvo que cambiar de tema a última hora; «pero plugo a Dios que predicase tan de corazón, con tanto fruto y libertad cual nunca lo había hecho. Desde entonces se decidió a dejar el ornato de las palabras, escribiendo solamente los puntos de cada sermón». Ya no necesitaba embotellarse sermones, como hizo un domingo de Cuaresma con una homilía de San Basilio, «sabiendo—confiesa él mismo—que en el numeroso auditorio no habría muchos que llegasen a reconocer que el sermón era robado». En sus andanzas a través de las tierras italianas le sucedieron algunas aventuras desagradables. En una posada, el amo le presentó a sus huéspedes como el marido de su hija; otra vez un camarada se quejó públicamente de que Roberto le había robado la bolsa. Eran, sin duda, bromas pesadas de las que se usan en los mesones para distraer el aburrimiento.
A principios de 1569 aparece Belarmino en Lovaina. Enseña en la Universidad, comenta la Summa de Santo Tomás, refuta los errores semiluteranos de Bayo y aprende el hebreo en una gramática compuesta por él mismo. Al mismo tiempo predica infatigablemente y con fruto y aplauso de católicos y protestantes. De aquellos días es esta anécdota que nos cuenta él mismo. Yendo un día a echar el sermón, júntesele un alto personaje de la ciudad, el cual, no conociéndole, comenzó a hacerle muchas preguntas acerca del predicador, alabándole más de lo que merecía, y después de algún tiempo cortó la conversación con estas palabras: «Veo que vais muy despacio; yo, con vuestro permiso, voy a apresurarme para coger sitio.» «Haced lo que os plazca—contestó él—, que a mí no me faltará sitio en ese sermón.»
Belarmino empezaba a adquirir fama de teólogo en la cristiandad. San Carlos Borromeo le llamaba a su lado, la Universidad de París le ofrecía las cátedras más apreciadas y los colegios de la Compañía se disputaban su enseñanza. El estado de su salud le obligó a volver a su tierra en 1576; «y es maravilloso el cambio que sintió en su cuerpo al respirar los aires de Italia». Aquel mismo año abría en el Colegio Romano un curso célebre, del cual salió la más importante de sus obras: las Disputationes acerca de las controversias de la fe cristiana contra los herejes de estos tiempos. El nuevo profesor se vio desde el primer momento considerado como uno de los primeros campeones de la Iglesia romana. Se le admiraba por su método claro y comprensivo, por su vasta erudición, por la franqueza de sus palabras y por la dignidad de su polémica. Se le admiraba, y lo que importaba más, se le escuchaba y se le meditaba. La publicación del curso fue el motivo de muchas y resonantes conversiones. El cardenal Baronio saludaba con entusiasmo la aparición «de esta obra nobilísima, que había de ser en la Iglesia como la torre de David, en que se veían suspendidos mil escudos y toda armadura de los valientes». Y así era, en efecto. Belarmino acababa de poner en medio de la Iglesia un riquísimo arsenal donde irían en adelante a proveerse de armas todos los controversistas católicos. En aquella lucha secular del catolicismo contra el protestantismo, Belarmino comparte con su amigo el cardenal Baronio la gloria de haber dado a los defensores de la Iglesia romana las armas necesarias para defender los fueros de la verdad. Lo que hizo Baronio en el campo de la Historia con sus Anuales, lo hizo Belarmino, con una audacia mayor todavía, en el campo de la discusión teológica, por medio de sus Disputaciones. Los mismos protestantes comprendieron la fuerza de aquella máquina terrible, que echaba por tierra muchos de sus sólidos baluartes. Durante un siglo no hubo en sus filas ningún teólogo importante que no rompiese alguna lanza contra Roberto Belarmino.
Controversista de fama reconocida, defensor ardiente de la verdad integral, Belarmino se vio obligado a intervenir en las principales polémicas de su tiempo. Fue famosa, sobre todo, la que sostuvo contra el rey de Inglaterra, Jacobo I. Se trataba de defender el poder indirecto del Pontífice sobre las potestades de la tierra. En sus Disputationes, Belarmino había acertado a exponer una doctrina media entre los que sostenían la sujeción completa del poder temporal al poder espiritual y los que afirmaban la independencia de ambos poderes. Su enseñanza corría el riesgo de no agradar a una ni a otra parte, y así sucedió, efectivamente. Sixto V mandó poner en el índice la obra; los juristas galicanos de París lanzaron contra ella el interdicto, y el teólogo coronado de Londres la mandó quemar y publicó un libro contra el teólogo romano. Belarmino contestó, pero el real polemista no se dio por vencido; después de haberse encerrado con sus teólogos durante un mes, lanzó al público una apología dedicada a todos los príncipes de la tierra, cuyo poder ponían en peligro las audacias de los jesuitas, capitaneados por el más atrevido de todos, por Roberto Belarmino. Belarmino volvió a contestar, y en torno a los dos contendientes se agruparon otros muchos luchadores.
El rey Jacobo reconocía en su adversario «un varón clarísimo por su erudición». Todos acataban sus grandes conocimientos, su ingenio penetrante y la facilidad y elegancia de su estilo. Los que vivían cerca de él sabían que, además de todo esto, era un santo. Jamás se apartó en su vida de la sencillez de los más humildes religiosos. Cuando en 1592 fue nombrado rector del Colegio Romano, su disposición primera fue quitar de las habitaciones rectorales los armarios preciosos, las pinturas y todo lo que no era indispensable. Tenía intuición especial de las cosas futuras. Enviado a Francia en 1589 como teólogo del cardenal Gaetani, solía preguntarle el nuncio cuánto tiempo pensaba que viviría el Papa Sixto V, a lo cual él respondía que moriría aquel mismo año. Pocos meses después llegaron cartas de Roma: nadie se atrevía a abrirlas, asegurando noticias malas, pues el Papa Sixto era desafecto al cardenal y a su acompañante. Entonces Belarmino dijo: «Nada temáis; aquí se nos dice que el Pontífice ha muerto.» Todos se burlaron de él, porque nada se sabía de su enfermedad; pero resultó verdadera su afirmación. Otro caso maravilloso le pasó con el Papa Clemente VIII. Apenas elegido, sospechaban muchos que moriría pronto, como sus tres predecesores; pero él les dijo sencillamente: «Este Papa reinará doce años y doce meses.» Y fue como él había dicho. «Sin embargo—comenta el mismo Belarmino—, yo no era astrólogo ni profeta, sino que hablaba así al acaso.»
Fue el Papa Clemente VIII quien en 1599 premió con el capelo cardenalicio sus luchas en defensa de la Iglesia.
En el momento de nombrarle, pronunció estas notables palabras: «Elegimos a éste porque en la Iglesia de Dios no hay quien le iguale en saber.» Un emisario del Papa llegó al Colegio Romano para darle la noticia, mandándole al mismo tiempo que por ningún pretexto saliese de casa. «Entonces el elegido—son sus mismas palabras—juntó a todos los Padres y les pidió consejo sobre lo que debía hacer.» Aconsejáronle que aceptara; y habiendo sido llamado para recibir el birrete rojo, como empezase a exponer el impedimento de su profesión religiosa, interrumpióle el Pontífice diciendo: «En virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal, te mando que aceptes.» Aceptó, pero después de prometer en su interior que no mudaría el menor detalle en su manera de vivir, que no acumularía dineros, ni enriquecería a sus parientes, sino que distribuiría a los pobres lo que le sobrase de sus rentas.
Entonces empieza para él una actividad intensa en las comisiones cardenalicias. Tomó parte activa en la edición definitiva de la Vulgata, corrigiendo lo que muy a la ligera había preparado Sixto V, cuyo trabajo le juzgaba de esta manera en carta a Clemente VIII: «Vuestra Beatitud sabe a qué peligro se expuso a sí mismo y a toda la Iglesia vuestro predecesor al emprender la corrección de los libros santos según las luces de su ciencia particular. Yo no sé si realmente ha corrido la Iglesia otro peligro mayor.» Sin embargo, el nuevo cardenal era más teólogo que erudito. Él mismo nos cuenta de una disputa que en una congregación sobre la reforma del calendario tuvo con el cardenal Baronio sobre la autenticidad de las actas de San Andrés:
«Negábala Baronio, pero habiendo oído el parecer de Belarmino y sus razones, dijo públicamente que había perdido su causa, y que le gustaba más el parecer de Belarmino que el suyo propio.» En realidad, era el analista quien tenía razón. Ha sido también muy traído y llevado el nombre de Belarmino con motivo del proceso de Galileo, considerándole muchos como el alma de la oposición. Seguía con el mayor interés los descubrimientos del sabio, y en cuanto al sistema de Copérnico, declaraba que debía hablarse de él como «de una hipótesis, para no irritar a los escolásticos y hacer creer que había errores en la Escritura. Si se demostrase que el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, sino la Tierra alrededor del Sol, sería preciso revisar la interpretación de algunos textos bíblicos; pero antes necesitamos que nos demuestren sus afirmaciones, cosa que difícilmente han de conseguir.» La congregación resolvió que las nuevas teorías eran en filosofía absurdas y en teología heréticas, o, al menos, erróneas, y fue Belarmino el encargado de comunicar el fallo a Galileo.
Otra gran cuestión que conmovió por aquellos días a las escuelas católicas fue la que levantó el jesuita Molina con su libro de la Concordia del libre albedrío con los dones de la gracia. Fue una guerra de hermanos. Dominicos y jesuitas se declararon en pro o en contra de la predeterminación. Belarmino tomó parte también con toda su autoridad de cardenal y de polemista consagrado. En su sentir la predeterminación física era una resurrección, involuntaria, naturalmente, por parte de Báñez y los dominicos, de las doctrinas luteranas. Creyó al principio que lograría hacerla condenar; pero Clemente VIII, que en un principio llamaba su opinión a la de la Compañía, sufrió repentinamente un cambio completo, y desde entonces ya no quiso que aquel asunto se tratase públicamente; para que Belarmino no tomase parte en él, y para alejarle de Roma, le dio en 1602 el arzobispado de Capua. Entonces se reveló el pastor celoso por el estilo de San Carlos Borromeo, el hombre de vida sencilla y abnegada, el predicador apostólico, el reformador y el administrador. Toda su solicitud se concentró ahora en su diócesis. En Roma sólo se presentaba cuando había una necesidad perentoria o era preciso elegir un nuevo Papa. Durante los conclaves, Belarmino se recluía en su celda o bien paseaba en un sitio retirado rezando el rosario, leyendo y repitiendo con frecuencia expresiones como éstas: «Envía a quien has de enviar. Líbrame, Señor, del Papado.» Poco faltó, sin embargo, para ser encumbrado a la más alta dignidad de la Iglesia en 1605, aunque jamás consintió en que se pusiese la menor influencia para favorecer su candidatura. Habiéndole prometido su apoyo un hombre de quien, al parecer, dependía la elección, le rogó que ni siquiera le hablase de aquel asunto, afirmando que ni una paja levantaría de la tierra si por ella pudiese llegar al pontificado.
Llamado a Roma por Paulo V, renunció la mitra y se entregó con nuevo ardor a sus antiguos trabajos en el seno de las congregaciones y en el retiro de su celda. De estos últimos años de su vida son varias de sus obras teológicas, catequísticas y ascéticas. Entonces compuso también un opúsculo autobiográfico, escaso en noticias sobre su fisonomía interior, pero rico de gracia, de sencillez, de sinceridad y reflejo de un alma candorosa y sin malicia. Nada tan amable como estas nobles palabras con que termina:
«No ha hablado el autor de sus virtudes, porque no sabe si tiene alguna; ha callado sus vicios, porque no son dignos de que se escriba de ellos, y ojala aparezcan borrados en el libro de Dios el día del juicio.»
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