La justicia.
Quizás sea el apartado de la justicia el que más controversias y enfrentamientos haya ocasionado desde que empezaron a sentarse las bases de la jurisprudencia, a través de organizaciones estatales y eclesiásticas.
Así han surgido códigos, más o menos acertados, con lagunas por donde se filtraba la picaresca, que siempre ha buscado trampear el espíritu de la ley en beneficio propio.
La jurisprudencia romana fue indudablemente fundamental para que funcionase la organización del Imperio. De otra manera, no habría podido subsistir durante siglos.
En la Edad Media, cuya vida social giraba en torno a los señores feudales, los pueblos cristianos se fijaban en la imagen del Pantocrátor, un cristo majestuoso, con los brazos abiertos en cruz, para que se les hiciese justicia de los abusos opresores de sus dueños feudales, que poseían dominios absolutos sobre sus personas y sus bienes.
Las sociedades modernas, estructuradas en torno a la concepción del Estado de Derecho y la división entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, propugnan el reconocimiento efectivo de los derechos y libertades individuales, de acuerdo con la mayoría de los partidos democráticos.
Los cristianos debemos participare activamente en la consolidación equitativa de la justicia, que tiene como base la honradez y la honestidad moral.
Hay, desgraciadamente muchas prevaricaciones, privilegios prácticos y escaqueos, que hacen que la igualdad de derechos y oportunidades ante la ley no se tal. De hecho el que tiene dinero y poder, termina evadiendo la justicia mientras se descarga sobre los hombros del más pobre todo su peso, porque no tiene quien le defienda.
Esto hace que mucha gente no crea en la justicia de los hombres.
La justicia legal pasa por cambios, no siempre efectivos, pero la justicia social, que es el caballo de batalla de la Doctrina Social de la Iglesia en las relaciones entre los pueblos, sufre el desgaste de las presiones de grupos mediáticos, que buscan acaparar los recursos económicos y abocan a los pobres a un estado permanente de indefensión.
¿Cuándo llegará la anhelada justicia?
Es la eterna pregunta, después de tantas esperanzas frustradas.
Por otra parte, los intereses personales egoístas juegan un papel comprometedor, que crispa y distorsiona las relaciones humanas.
Esperamos con urgencia que se nos haga justicia, ahora y favorablemente, sin pensar en los demás.
La parábola del evangelio de hoy muestra los sentimientos de este mundo egoísta, que sólo pide derechos para sí mismo y los niega a sus congéneres, sin considerar si lo percibido por su trabajo es justo o no: “Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno” (Mateo 20, 12).
La clave está en el AMOR, que comprende lo que la razón no sabe o no quiere entender. No estamos preparados culturalmente para abrirnos al horizonte de Dios, que va en otra dirección.
¡Cuántos litigios familiares, suscitados por pensar y creer que, en el reparto de la herencia mi hermano o hermana ha sido más favorecido que yo!
¿ No es la herencia fruto del trabajo de los padres?
Sería mejor considerar que he recibido como regalo lo que no me correspondía por derecho.
Y la vida es un regalo de Dios, que nos ama. Su herencia gratuita, igual para todos sus hijos, es el Reino de los Cielos.
Vivir en el amor es ya un anticipo de este GRAN REGALO.
¿Tendré acaso envidia de que mi hermano sea feliz?
Lo justo y lo legal es a menudo enemigo de lo bueno, cuando no hemos superado el ámbito de la gratuidad, la gracia y la alegría de un Padre bueno, que nos sorprende por su magnanimidad y perdón.
Saquemos como consecuencia, después de nuestras mezquinas alegaciones, que necesitamos mirarnos al interior y recapacitar un poco más, porque la justicia empieza en mí mismo y en el reconocimiento de la bondad que existe a mi alrededor.
Sobre esta base, recibida de Jesús, puedo caminar. Sin ella, andaré sin duda por arenas movedizas, siempre exigiendo, siempre reclamando, siempre juzgando y protestando.
Las lecturas de este Domingo me dan motivos más que suficientes para agradecer la invitación de Dios a trabajar en su viña, que ya no es el Pueblo de Israel, sino la Iglesia.
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