EL CAMINO DE EMAÚS
El peregrino.
Este maravilloso relato de Lc.24,13-35, que acabamos de escuchar, es el ejemplo evangélico más claro de los caminos que nos llevan al encuentro con Cristo resucitado.
Sólo hay tres protagonistas: dos discípulos- uno de ellos, llamado Cleofás- y Jesús, pero reflejan muy bien todo el proceso del encuentro del hombre con Dios.
La alegría inicial del encuentro, marcada por el entusiasmo y las expectativos de éxito se van poco a poco truncando ante la experiencia del aparente fracaso del Maestro con su muerte en la cruz. Surge entonces la desesperanza, el recuerdo de lo que pudo ser y no fue y una mezcla de amargura y dulzura va minando progresivamente su interior hasta llegar a “tirar la toalla”, como vulgarmente se dice. “Nosotros esperábamos” es la expresión de los falsos triunfalismos y pobres ilusiones. Este es el camino de la huída adonde sea, del estrés, de las heridas mal curadas, de la evasión de la preocupación, del compromiso, del trabajo, de los problemas. Es más cómodo tratar de olvidar las penas y refugiarse en el fútbol, en la discoteca, en el ordenador, en la bebida, incluso en aquello que abandonamos porque nos sentíamos saturados. Los problemas siguen más o menos. Las tradiciones, la injusticia, la violencia, los privilegios... continúan en su agobiante rutina.
Nuestra vida está sembrada de experiencias similares, de las que siempre podemos sacar conclusiones positivas. Lo más sencillo es echar balones fuera, criticar a nuestros ídolos y culparles de nuestros fracasos, porque todo viene dado desde fuera. Y no es así.
Mientras no nos involucremos con las personas y en el mensaje que proyectan, haciéndonos protagonistas activos de la película de nuestra vida, nuestro camino se desviará por derroteros de frustración.
No obstante, estos discípulos habían perdido la esperanza, pero no habían perdido el amor. Añoraban con emoción el tiempo vivido al lado de Jesús. ¡Cuánto darían porque retornaran esos días de romance y de fuerza espiritual!
Era tan fuerte en ellos el arraigo del triunfo y de la gloria que no podían entender ni aceptar el fracaso de la cruz y de la muerte. Eran buenos, pero torpes e incapaces de discernir lo que con paciencia y cariño Jesús les había ido enseñando. “Sus ojos- dice el Evangelio- estaban ofuscados”.
Pero siempre hay alguien que nos abre a nuevos horizontes si compartimos nuestras amarguras, nuestras penas, nuestros problemas. Alguien de confianza, con actitud de escucha, que evapora nuestras tinieblas.
La soledad y el abatimiento son malos compañeros de viaje cuando los caminos se tuercen. Estamos llamados a comunicarnos. Y las críticas negativas, la falta de reconocimiento de los progresos logrados, la cerrazón sistemática a los signos de los tiempos corroen cualquier relación humana.
Aceptar los signos del amor. Aquí está el misterio de la esperanza. ¿No lo estamos deseando en realidad? ¿No lo buscamos en el silencio y en la soledad?
El ágape fraterno colma en ambos discípulos la necesidad profunda que buscaban llenar.
En ese momento se les abren los ojos y aparece como en una pantalla toda la película de su vida. Vuelve la alegría, ya madurada por los buenos acontecimientos.
Jesús trae la alegría de vivir.
Era de noche cuando reconocen a Jesús al partir el pan.
Poco antes le habían invitado a cenar para que detuviera su peregrinaje y se pusiera al resguardo de los peligros de la oscuridad. “Quédate, señor, con nosotros, porque atardece” (Lucas 24, 29).
Atardece a menudo en nuestras vidas; nos dan miedo los problemas, porque no sabemos afrontarlos o nos sentimos solos. Y nos invade la tristeza.
No es bueno alejarse de las personas queridas ni soslayar el encuentro con la comunidad que nos acoge y nos ayuda.
Nos olvidamos que tenemos siempre a Jesús caminando a nuestro lado. Nos ha legado a la Iglesia, disponemos de las Sagradas Escrituras, así como la experiencia de tantas personas buenas que nos aconsejan. No hay razones para el desánimo y sí muchas para la esperanza.
La alegría de ser y sentirse cristiano no es comparable a las alegrías mundanas, pasajeras y efímeras.
La alegría de sentir la presencia de Jesús disipa los miedos que nos condicionan y nos lleva a irradiarla a los demás. Lo expresa el texto de hoy, con los discípulos que regresan de noche a Jerusalén, ya sin miedo, para compartir con los Apóstoles en el Cenáculo el gozo de sus corazones.
La liturgia amontona expresiones para designar la alegría de pascual. Lo expresa bien el salmo citado en los Hechos de los Apóstoles 2, 28: “Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia”.
Todos sabemos que la vida es muy seria y que vimos rodeados de tragedias. Sirvan como botón de muestra el shunami reciente de Japón, con miles de muertos, la guerra de Libia, los enfrentamientos en Costa de Marfil, las intolerancias de tipo étnico, religioso o político, los conflictos familiares, la lucha diaria por la supervivencia, la enfermedad o el desamor. Pero ¿no deberíamos estar más abiertos a las pequeñas alegrías que van jalonado nuestro devenir cotidiano?
Mario Moreno “Cantinflas”, inolvidable cómico, expresaba con humor la importancia de reír con frases como éstas: “El mundo debería reír más, pero después de haber comido”; “El mejor trofeo de la vida es reír”; “Por favor, sean felices. Si venimos al mundo para ser infelices, mejor nos regresamos”; “La primera obligación del ser humano es reír; la segunda es hacer felices a los demás”.
Están surgiendo últimamente academias de risoterapia, muestra clara de que existe mucho aburrimiento a nuestro alrededor. Creemos que la felicidad anida en las comodidades que hemos logrado como fruto de nuestro esfuerzo. Y no es cierto. Pagamos por ser felices y, sin embargo, la felicidad nos viene dada gratuitamente cuando encontramos razones de peso para vivir. Una de ellas, la fundamental, es el propio Jesús, que nos invita a seguir su Camino de Luz junto a otros hermanos nuestros.
El P. Javier Gafo, que recoge también el testimonio de Cantinflas al ser preguntado sobre cómo le iba a recibir Dios: “Con una sonrisa”.
Este es el Dios de la Pascua y del buen humor manifestado en Jesús a los discípulos de Meaux y a cuantos quieran abrirle sus corazones.
Este maravilloso relato de Lc.24,13-35, que acabamos de escuchar, es el ejemplo evangélico más claro de los caminos que nos llevan al encuentro con Cristo resucitado.
Sólo hay tres protagonistas: dos discípulos- uno de ellos, llamado Cleofás- y Jesús, pero reflejan muy bien todo el proceso del encuentro del hombre con Dios.
La alegría inicial del encuentro, marcada por el entusiasmo y las expectativos de éxito se van poco a poco truncando ante la experiencia del aparente fracaso del Maestro con su muerte en la cruz. Surge entonces la desesperanza, el recuerdo de lo que pudo ser y no fue y una mezcla de amargura y dulzura va minando progresivamente su interior hasta llegar a “tirar la toalla”, como vulgarmente se dice. “Nosotros esperábamos” es la expresión de los falsos triunfalismos y pobres ilusiones. Este es el camino de la huída adonde sea, del estrés, de las heridas mal curadas, de la evasión de la preocupación, del compromiso, del trabajo, de los problemas. Es más cómodo tratar de olvidar las penas y refugiarse en el fútbol, en la discoteca, en el ordenador, en la bebida, incluso en aquello que abandonamos porque nos sentíamos saturados. Los problemas siguen más o menos. Las tradiciones, la injusticia, la violencia, los privilegios... continúan en su agobiante rutina.
Nuestra vida está sembrada de experiencias similares, de las que siempre podemos sacar conclusiones positivas. Lo más sencillo es echar balones fuera, criticar a nuestros ídolos y culparles de nuestros fracasos, porque todo viene dado desde fuera. Y no es así.
Mientras no nos involucremos con las personas y en el mensaje que proyectan, haciéndonos protagonistas activos de la película de nuestra vida, nuestro camino se desviará por derroteros de frustración.
No obstante, estos discípulos habían perdido la esperanza, pero no habían perdido el amor. Añoraban con emoción el tiempo vivido al lado de Jesús. ¡Cuánto darían porque retornaran esos días de romance y de fuerza espiritual!
Era tan fuerte en ellos el arraigo del triunfo y de la gloria que no podían entender ni aceptar el fracaso de la cruz y de la muerte. Eran buenos, pero torpes e incapaces de discernir lo que con paciencia y cariño Jesús les había ido enseñando. “Sus ojos- dice el Evangelio- estaban ofuscados”.
Pero siempre hay alguien que nos abre a nuevos horizontes si compartimos nuestras amarguras, nuestras penas, nuestros problemas. Alguien de confianza, con actitud de escucha, que evapora nuestras tinieblas.
La soledad y el abatimiento son malos compañeros de viaje cuando los caminos se tuercen. Estamos llamados a comunicarnos. Y las críticas negativas, la falta de reconocimiento de los progresos logrados, la cerrazón sistemática a los signos de los tiempos corroen cualquier relación humana.
Aceptar los signos del amor. Aquí está el misterio de la esperanza. ¿No lo estamos deseando en realidad? ¿No lo buscamos en el silencio y en la soledad?
El ágape fraterno colma en ambos discípulos la necesidad profunda que buscaban llenar.
En ese momento se les abren los ojos y aparece como en una pantalla toda la película de su vida. Vuelve la alegría, ya madurada por los buenos acontecimientos.
Jesús trae la alegría de vivir.
Era de noche cuando reconocen a Jesús al partir el pan.
Poco antes le habían invitado a cenar para que detuviera su peregrinaje y se pusiera al resguardo de los peligros de la oscuridad. “Quédate, señor, con nosotros, porque atardece” (Lucas 24, 29).
Atardece a menudo en nuestras vidas; nos dan miedo los problemas, porque no sabemos afrontarlos o nos sentimos solos. Y nos invade la tristeza.
No es bueno alejarse de las personas queridas ni soslayar el encuentro con la comunidad que nos acoge y nos ayuda.
Nos olvidamos que tenemos siempre a Jesús caminando a nuestro lado. Nos ha legado a la Iglesia, disponemos de las Sagradas Escrituras, así como la experiencia de tantas personas buenas que nos aconsejan. No hay razones para el desánimo y sí muchas para la esperanza.
La alegría de ser y sentirse cristiano no es comparable a las alegrías mundanas, pasajeras y efímeras.
La alegría de sentir la presencia de Jesús disipa los miedos que nos condicionan y nos lleva a irradiarla a los demás. Lo expresa el texto de hoy, con los discípulos que regresan de noche a Jerusalén, ya sin miedo, para compartir con los Apóstoles en el Cenáculo el gozo de sus corazones.
La liturgia amontona expresiones para designar la alegría de pascual. Lo expresa bien el salmo citado en los Hechos de los Apóstoles 2, 28: “Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia”.
Todos sabemos que la vida es muy seria y que vimos rodeados de tragedias. Sirvan como botón de muestra el shunami reciente de Japón, con miles de muertos, la guerra de Libia, los enfrentamientos en Costa de Marfil, las intolerancias de tipo étnico, religioso o político, los conflictos familiares, la lucha diaria por la supervivencia, la enfermedad o el desamor. Pero ¿no deberíamos estar más abiertos a las pequeñas alegrías que van jalonado nuestro devenir cotidiano?
Mario Moreno “Cantinflas”, inolvidable cómico, expresaba con humor la importancia de reír con frases como éstas: “El mundo debería reír más, pero después de haber comido”; “El mejor trofeo de la vida es reír”; “Por favor, sean felices. Si venimos al mundo para ser infelices, mejor nos regresamos”; “La primera obligación del ser humano es reír; la segunda es hacer felices a los demás”.
Están surgiendo últimamente academias de risoterapia, muestra clara de que existe mucho aburrimiento a nuestro alrededor. Creemos que la felicidad anida en las comodidades que hemos logrado como fruto de nuestro esfuerzo. Y no es cierto. Pagamos por ser felices y, sin embargo, la felicidad nos viene dada gratuitamente cuando encontramos razones de peso para vivir. Una de ellas, la fundamental, es el propio Jesús, que nos invita a seguir su Camino de Luz junto a otros hermanos nuestros.
El P. Javier Gafo, que recoge también el testimonio de Cantinflas al ser preguntado sobre cómo le iba a recibir Dios: “Con una sonrisa”.
Este es el Dios de la Pascua y del buen humor manifestado en Jesús a los discípulos de Meaux y a cuantos quieran abrirle sus corazones.
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