sábado, 7 de diciembre de 2024

07 de Diciembre – San Ambrosio

San Ambrosio fue un hombre pequeño, con un pelo rubio clero, como un nimbo. En medio de la violencia y confusión de su época se mantuvo valientemente, resistiendo ante la maldad, fortaleciendo la Iglesia y administrándola con habilidad extraordinaria. Su sabiduría le ganó el título de doctor de la Iglesia. Nació dentro de la clase gobernante de Roma, siendo su padre el prefecto del sur de las Galias, vasto territorio que incluía Inglaterra, las islas del Mediterráneo y las tierras que se extienden desde los Alpes hasta España y Portugal. El lugar de su nacimiento fue el palacio Treves y la fecha alrededor del año 340. A la muerte de su padre, su madre, mujer piadosa e inteligente, regresó con sus hijos a Roma, en donde cuidó minuciosamente de su educación. Una hija, Marcelina, se hizo virgen consagrada. El joven Ambrosio estudió el griego y prometía como orador y como poeta. Dominó las leyes y, como joven abogado, llamó la atención de Anicius Probus, prefecto de Italia, así como del pagano Symaco, prefecto de Roma. Pro bus lo nombró asesor suyo, oficio que cumplió con dignidad. Luego, en el año 372, cuando Ambrosio contaba apenas treinta años, el emperador de Occidente, Valentiniano I, lo escogió como prefecto consular de Liguria y Emilia. El cargo le otorgó rango consular completo, con residencia en Milán.' Cuando dejó Roma para ocupar su nuevo puesto, Probus le despidió con estas proféticas palabras : «Ve y gobierna más como obispo que como juez.»

Cuando Ambrosio había gobernado en Milán durante dos años, el obispo, un arriano, murió y la ciudad se encendió en disputas por la elección de un sucesor, ya que algunos pedían un arriano y otros un católico. Ambrosio, como oficial civil responsable, fue a la iglesia en donde la votación debía verificarse y aconsejó al pueblo que eligieran como buenos cristianos, sin que hubiera desorden. Repentinamente una voz gritó: «¡Ambrosio, obispo!», y toda la multitud repitió el grito, y tanto los católicos como los arrianos allí presentes le proclamaron obispo de Milán. Aquel clamor asombró a Ambrosio, pues aunque profesaba como cristiano todavía no estaba bautizado y, por ello, no era elegible para el cargo. En vista del voto popular, los demás obispos de la provincia acordaron ratificar la elección, a lo cual Ambrosio hizo notar con tristeza : «La emoción se ha sobrepuesto al canon de la ley.» El recién elegido obispo trató, sin éxito, de escapar de la ciudad.

Se mandó nota a Valentiniano, cuyo consentimiento era necesario cuando un oficial imperial pasaba a ser obispo. Ambrosio escribió igualmente, pidiendo que se le excusara, pero Valentiniano replicó que le producía un gran placer haber escogido un prefecto apropiado para el cargo episcopal, y envió órdenes al vicario de la provincia para que apoyara aquella elección. Entretanto Ambrosio se había escondido en casa de un senador, el cual, al saber la decisión imperial, entregó a Ambrosio. Éste fue bautizado, y una semana después, el 7 de diciembre del año 374, fue consagrado. El nuevo obispo repartió sus bienes entre los pobres y dio sus tierras a la Iglesia, reservando únicamente una pequeña renta para uso de su hermana Marcelina. El cuidado de todos los asuntos temporales se delegó a un hermano, y así empezó a servir a su diócesis con energía y devoción. En una carta suya al emperador se queja de la conducta de ciertos magistrados imperiales, a lo cual Valentiniano replicó humildemente: «Hace tiempo que conozco tu libertad de palabra, que no impidió que yo consintiera a tu elección. Sigue aplicando a nuestros pecados los remedios prescritos por la ley divina.»

Muy consciente de su ignorancia en teología, Ambrosio empezó a estudiar las Escrituras y las obras de los escritores religiosos, particularmente Origen y Basilio,3 colocándose bajo la tutela de Simpliciano, sacerdote muy versado. El gran asunto del momento era la herejía arriana y Ambrosio trabajó para librar de ella a su diócesis. Desde un principio estuvo al servicio del pueblo, dándole instrucción regular y cuidadosa. Llevó una vida de extrema sencillez, convidando poco y excusándose de los banquetes. Cada día ofrecía la Eucaristía. Evitó con rigor ciertas cosas : no persuadió a nadie a ser soldado, ni intervino en ningún casamiento ni recomendó a nadie ante la corte.

Cuando Agustín de Hipona vino a vivir en Milán fue a visitar al obispo y con el tiempo llegaron a ser grandes amigos_ Agustín fue muy a menudo a oír predicar a Ambrosio, y al fin fue bautizado por él. Uno de los tópicos de Ambrosio era la bendición y virtud de la virginidad cuando se escogía por amor a Dios. Por petición de Marcelina, hizo un manual popular de sus sermones sobre este asunto. Se dice que hubo madres que trataron de impedir que sus hijas los escuchasen y algunos le acusaron de intentar despoblar el imperio. Ambrosio les replicaba : «¿Qué hombre hay que haya deseado casarse y no haya encontrado esposa?» Declaró que la población era mayor allí donde más se apreciaba la virginidad, y que las guerras, en vez de las vírgenes, eran las responsables de la destrucción de la raza.

Valentiniano I murió en el año 375, dejando dos herederos, Graciano, muchacho de dieciséis años hijo de su primera mujer y un niño de cuatro años de edad conocido como Valentiniano II, hijo de su segunda mujer Justina. Graciano obtuvo como herencia las provincias transalpinas, dejando a su hermano, o más bien a Justina, como regente, Ilyricum, África del Norte e Italia. En Oriente, en donde su tío Valente era emperador, había entonces una invasión de los godos y Graciano determinó acudir en ayuda de su tío. Pero para evitar la contaminación del arrianismo, del que Valente era activo protector, pidió a Ambrosio que lo instruyera en lo que concernía a aquella herejía. Debido a ello Ambrosio escribió para él, en el año 377, el tratado intitulado A Graciano, sobre la Fe. Al año siguiente Valente fue vencido y muerto en la batalla de Adrianople y un general español ortodoxo, Theodosio, venció a los godos. En el año 379, Graciano lo reconoció como emperador de Oriente. Mientras tanto otros godos habían avanzado hacia el oeste, hasta Ilyricum, y habían tomado miles de prisioneros cautivos. Para rescatarlos, Ambrosio recogió todo el dinero que pudo y luego hizo fundir unos vasos de oro que pertenecían a la Iglesia.4 Cuando los arrianos le atacaron por lo que llamaron sacrilegio, él les contestó: «Si la Iglesia tiene oro es para emplearlo en salvar las almas de los hombres, no es para acumularlo.»

Después del asesinato de Graciano, en el año 383, la emperatriz Justina rogó a Ambrosio que fuera a negociar con el brutal usurpador Máximus para obtener de él que no atacara Italia ni arriesgase los derechos del pequeño hijo de Valentiniano. Ambrosio fue hasta Treves e indujo a Máximus para que confinara sus conquistas a Galia, España e Inglaterra. Los historiadores han dicho que ésta fue la primera vez en la que se pidió a un ministro cristiano para que interviniese en asuntos de alta política. En este caso, para defender el derecho y el orden en contra de la agresión armada.

Ambrosio ganó otra victoria en un nuevo asunto. Un grupo de senadores paganos de Roma, encabezados por Quintus Aurelius Symmachus, hijo y sucesor del prefecto de la ciudad que había sido patrón de Ambrosio, hizo una petición a Valentiniano para que fuera restaurado el altar de la Diosa de la Victoria, mandado quitar por Graciano, en su antiguo lugar en la casa de los senadores, alegando que Roma había caído en días de desgracia desde que el antiguo culto se había abandonado. Symmachus, en su discurso, atribuyó los antiguos triunfos y grandezas de Roma al poder de la diosa y terminó con el llamado persuasivo que aún hoy puede oírse : «¿Qué importa el modo de buscar la verdad? Debe haber más de un camino para llegar al gran misterio.» Ambrosio replicó elocuentemente : ridiculizó la idea de que lo que los soldados romanos habían logrado en el pasado mediante su valor hubiera tenido que depender de lo que declaraban los augures según las entrañas de los animales sacrificados. Alcanzando las altas cimas de la retórica, habló como por boca de la propia Roma, deplorando los errores pasados, pero sin avergonzarse de cambiar con el mundo cambiante. Symmachus y sus amigos debían aprender los misterios de la naturaleza del propio Dios que la había creado. En lugar de implorar a sus emperadores para que dieran paz a sus dioses, debían pedir a Dios que diera paz a los emperadores. Cuando ambas peticiones, la de Symmachus y la de Ambrosio, fueron leídas ante Valentiniano, éste dijo sencillamente: «Mi padre no quitó el altar ni fue requerido tampoco para volver a ponerlo en su lugar. Así, pues, yo haré como él y no cambiaré nada de lo que fue hecho antes de mi tiempo.»

En un concilio de Aquileya en 382, Ambrosio había logrado obtener la deposición de dos obispos arrianos, a pesar de la oposición de Justina. Ésta, que no era fácilmente vencida, persuadió a Valentiniano, que ahora tenía catorce años, para que pidiera que la basílica Portia, situada en las afueras de la ciudad, fuera reservada para el uso de los arrianos, quienes habían escogido a Auxencio como obispo. Ambrosio contestó que no cedería a los herejes un templo de Dios. Entonces Valentiniano pidió la nueva y mayor basílica de los apóstoles, dentro de la ciudad. Pero tampoco accedió Ambrosio. Aunque la mayoría de los ciudadanos y soldados estaban de parte suya tuvo mucho cuidado en no precipitar la violencia y no ofició en ninguna de aquellas iglesias. Se hallaba predicando en una pequeña capilla de la gran basílica cuando un grupo de soldados, con orden de prenderle, entró. Pero, en vez de ejecutar sus órdenes, depusieron las armas y oraron con los católicos. Entonces el pueblo irrumpió en la adjunta basílica y echó abajo las decoraciones que habían sido colocadas para la visita del emperador. Ambrosio se negó a todo lo que hubiera podido parecer un triunfo y no volvió a entrar en la iglesia hasta el día de Pascua, en el que todos estaban reunidos, alegres y dando gracias al Señor.

Pero Justina no cejó. En el mes de enero del siguiente año logró que su hijo promulgara un edicto que hacía las asambleas religiosas de los católicos prácticamente imposibles. Serenamente, Ambrosio no tomó en cuenta el edicto y, a pesar de ello, nadie osó tocarle. «He dicho lo que debía decir como obispo : que el emperador haga lo que un emperador debe hacer.»

El Domingo de Ramos predicó abiertamente contra cualquier cesión de las iglesias. Se temía por su vida, y su pueblo se atrincheró junto con él en la propia basílica. Las tropas imperiales rodearon la iglesia, pero los que se hallaban dentro no se rindieron. El Domingo de Pascua todavía seguían allí. Para emplear su tiempo Ambrosio les enseñó a cantar himnos que él mismo había compuesto, los cuales entonaban bajo su dirección, divididos en coros que cantaban alternadamente. El emperador mandó a Ambrosio un tribuno con orden de que escogiera seglares que hiciesen de jueces de su caso ante un tribunal, tal como Auxencio ya había hecho por su parte, para que, juntos, pudieran decidir entre los dos obispos. Ambrosio replicó que su deber era permanecer junto a su pueblo y que los seglares no podían juzgar a los obispos ni hacer leyes para la Iglesia. Entonces subió al púlpito para decir al pueblo todo lo que durante el año había sucedido entre los gobernantes y él. Con una frase memorable definió el principio diciendo : «El emperador está en la Iglesia, no sobre ella.» Mientras tanto llegaron noticias de que Máximus estaba preparándose para invadir Italia. Valentiniano y Justina rogaron abyectamente a Ambrosio que emprendiera un nuevo viaje para procurar detener al agresor. En su embajada, Ambrosio llegó hasta Trier, pero fracasó en el intento de hacer desistir a Máximus de sus propósitos. Justina y su hijo marcharon a Tesalónica para ponerse a merced del emperador de Oriente, Teodosio. Este los recibió, declaró la guerra a Máximus, lo venció y le dio muerte. Valentiniano fue repuesto en sus tierras así como en las de su fallecido hermano Graciano, pero ahora Teodosio era el verdadero jefe de todo el imperio. Fue hasta Milán y quedose allí algún tiempo para conseguir que Valentiniano renunciara al arrianismo y aceptara a Ambrosio como el verdadero obispo católico.

Pronto surgieron conflictos entre Ambrosio y Teodosio. En un principio la razón no parece haber estado por completo de parte del obispo. En Kallinicum, Mesopotamia, algunos cristianos habían destruido la sinagoga judía. Teodosio había dado órdenes al obispo de la localidad, de quien se decía estaba implicado en el asunto, para que reedificase la sinagoga. El obispo acudió a Ambrosio, quien, a su vez, escribió a Teodosio diciéndole que ningún obispo cristiano debía pagar para levantar un edificio que iba a ser empleado para la falsa adoración. Ambrosio predicó contra Teodosio en su propia cara; tuvo lugar una discusión entre ellos dentro de la iglesia y Ambrosio se negó a dirigirse al altar y decir la misa hasta haber obtenido la promesa de perdón para el obispo.

En el año 390 llegó la noticia a Milán de una tremenda matanza en Tesalónica. Botherico, el gobernador, había hecho encarcelar a un popular auriga, por haber seducido a una esclava de su familia, y luego se había negado a libertarlo cuando el pueblo deseaba verlo en las carreras.

El populacho, enfurecido, apedreó a varios soldados y el propio Botherico fue muerto. Teodosio ordenó represalias de tremendo salvajismo. Se dice que, arrepentido, había dado contraorden, pero demasiado tarde. Cuando el pueblo se hallaba reunido en el circo, los soldados irrumpieron y degollaron a unas siete mil personas. Ambrosio escribió una carta al emperador en la que le instaba a arrepentirse y afirmó que sus sacrificios ante el altar no serían aceptados ni se celebrarían los Divinos Misterios en presencia suya hasta que la expiación se hubiera realizado. «Lo que ha sucedido en Tesalónica no tiene paralelo en el recuerdo de los hombres... Tú, que tan frecuentemente fuiste misericordioso y perdonaste al culpable, has causado ahora la muerte de muchos inocentes. El demonio quiso arrebatarte la corona de piedad que era tu mayor gloria. Hazlo huir de ti cuando aún es tiempo... Te escribo esto con mi propia mano para que puedas leerlo solo.»

El llamamiento surtió efecto; Teodosio se arrepintió sinceramente. En su oración funeraria, Ambrosio dijo de él: «Él, un emperador, no se avergonzó de hacer pública penitencia ante la que se agostan otros más pequeños, y hasta el fin de su vida no cesó jamás de afligirse por su crimen.» De modo que el cristianismo mostraba al mundo «que no hacía acepción de personas». Tenemos otra prueba de la humildad de Teodosio y del dominio moral de Ambrosio. En una ocasión, en Milán, durante la misa de un día festivo, Teodosio llevó su sacrificio hasta el altar y luego permaneció de pie dentro de la balaustrada. Ambrosio le preguntó si deseaba alguna cosa y el emperador le contestó que estaba allí para asistir a los Sagrados Misterios y tomar la Comunión. A lo cual Ambrosio envió a su archidiácono con este recado : «Señor, la ley indica que vayáis afuera y os quedéis con los demás. La púrpura hace a los príncipes, no a los sacerdotes.» Teodosio se excusó diciendo que él creía que allí la costumbre era como en Constantinopla, en donde su lugar estaba dentro del santuario.* Entonces fue a situarse entre los seglares.

En el año 393 Valentiniano II fue asesinado en las Galias por Arbogastes, soldado pagano. Sabiendo que Valentiniano se encontraba en medio de enemigos, Ambrosio había marchado para rescatarlo; pero, en el camino, se encontró con el cortejo fúnebre. Ambrosio hizo patente su indignación por el asesinato y se marchó de Milán antes de la llegada de Eugenius, al cual Arbogastes apoyaba como nuevo emperador. El obispo fue de ciudad en ciudad, animando al pueblo contra los invasores. A su regreso recibió una carta de Teodosio en la que le notificaba su victoria sobre Arbogastes en Aquileya. Pocos meses después Teodosio moría en los brazos de Ambrosio. En su oración fúnebre Ambrosio habló con afecto de aquel gobernante y lo alabó por haber logrado soldar nuevamente el imperio, afirmando que sus dos hijos recibían una herencia unida por la ley y la fe cristiana. Sin embargo, aquellos dos hijos, Arcadio y Honorio, fueron incapaces de continuar la obra de su padre. Sólo muy pocos años después, un joven soldado de caballería llamado Alarico iba a dirigir a los visigodos hacia el sur para capturar y saquear Roma mientras el asustado Honorio permanecía escondido en Ravena.

Ambrosio sobrevivió dos años al emperador. Cuando se sintió enfermo, el obispo predijo su muerte, diciendo que viviría solamente hasta la Pascua. Se mantuvo ocupado escribiendo un tratado llamado La bondad de la muerte y una interpretación del Salmo cuarenta y tres. Cierto día, mientras se hallaba dictando esta última obra a Paulino, su secretario y biógrafo, se detuvo súbitamente y tuvo que meterse en cama. Cuando el conde Estílico, guardián de Honorio, supo esto, declaró públicamente que Italia se encararía con su destrucción el día en que el obispo muriese, y envió mensajeros para suplicar a Ambrosio que orase por su convalecencia. Ambrosio les contestó : «No me he comportado entre vosotros de modo que tenga que avergonzarme por vivir más, pero no tengo miedo a morir, ya que tenemos un buen Señor.» El Viernes Santo del año 397 le administraron los últimos sacramentos y murió poco después. Tenía entonces cincuenta y siete años de edad y había sido obispo durante veintidós años. Sus restos descansan bajo el altar de su basílica, en donde fueron colocados en el año 835.

Los variados escritos de Ambrosio influyeron en el desarrollo de la Iglesia. Fue el primero de los Padres que empleó el latín efectivamente y, al declinar el imperio romano en Occidente, ayudó a conservar viva esta gran lengua lanzándola por el nuevo camino del servicio del cristianismo. Enriqueció la música de la Iglesia y siete de los himnos que él compuso forman parte todavía de la liturgia. Su personalidad combinaba la firmeza en lo que concernía a la ley de Dios con la ternura, moderación y generosidad en todo lo demás. Creído de los soberanos y amado por su pueblo, Ambrosio fue ?para citar las palabras de Agustín, después de su primer encuentro? «Un hombre afectuoso y amable.»

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