Nació en Fermo; hijo de una familia acomodada, ya desde su niñez manifestó una fuerte devoción por san Felipe Neri. Tenía 16 años cuando pidió su ingreso en el Oratorio de su ciudad natal, a pesar de que su madre se oponía un tanto. Pronto, los conocimientos escriturísticos y teológicos del joven igualaron los que ya poseía en materia de literatura clásica y filosófica. El Oratorio de Fermo, el tercero que fundó en vida san Felipe Neri, formó en su ambiente lleno de gracia a Antonio. Durante varios años, se vio atormentado de escrúpulos, pero quedó perfectamente en paz desde el momento en que celebró su primera misa y, a partir de entonces, la serenidad fue una de sus principales características.
Milagrósamente salió indemne de un rayo que le cayó encima. Pero el efecto más importante fue que, a partir de entonces, comprendió que su vida pertenecía a Dios de una manera especial, de suerte que no se le pasaba día sin darle gracias por haberle preservado y, todos los años hacía una peregrinación a Loreto con la misma intención.
Poco después del suceso, el P. Antonio pidió y obtuvo las facultades para oír confesiones. Dicho ministerio había de ser durante toda su vida una de sus ocupaciones principales. En él se mostraba tan sencillo como en todo lo demás: escuchaba al penitente, le decía unas cuantas palabras de exhortación, le imponía la penitencia y le daba la absolución. Generalmente, no daba consejos ni sugería métodos sino en lo estrictamente relacionado con la confesión. Poseía el don de leer los corazones; ese don no se limitaba a cosas generales, sino que descendía a pormenores para los que no bastaba el conocimiento natural. En 1635, fue elegido superior del Oratorio de Fermo. Desempeñó ese cargo con tanto acierto, que sus hermanos le reeligieron cada tres años, hasta el fin de su vida. Solía decir que, cuando se trataba de dar informes sobre una persona, no había que atender a un solo rasgo ni a una sola acción, sino al conjunto, y que generalmente el conjunto era bueno. Naturalmente, con ideas tan amplias, era un superior muy bondadoso. En cierta ocasión en que alguien le preguntó por qué no gobernaba con mayor severidad, él replicó: "No sé cómo hacerlo. ¿Habrá que hacer esto?", y al decirlo tomaba una actitud de pomposa severidad. El P. Antonio no prarticaba penitencias corporales extraordinarias, ni las aconsejaba a nadie. Cuando un curioso le preguntó si llevaba bajo la sotana una camisa de pelo, beato respondió que no, porque había aprendido de san Felipe Neri que reconviene comenzar por la mortificación espiritual. A este propósito, decía: "La Humillación del espíritu y de la voluntad es más eficaz que una camisa de pelo bajo la ropa."
Esto no significa que fuese negligente; muy al contrario, insistía en que sus súbditos observasen a la letra las reglas del Oratorio y supo mantener en su comunidad un nivel muy alto de observancia, valiéndose para ello del ejemplo y la palabra. Cuando tenía que reprender, lo hacía ron voz suave y no permitía que nadie hablase en la casa con tono demasiado alto. La influencia del P. Antonio se extendía mucho más allá de los muros del Oratorio. El arzobispo de Fermo, Mons. Gualteri, decía que no sabía lo que haría sin él, y el cardenal Facchinetti de Spoleto y el cardenal Emilio Altieri (más tarde Clemente X), le consultaban frecuentemente acerca de cuestiones espirituales administrativas. En 1649, el hambre produjo revueltas entre los habitantes e Fermo. El P. Antonio trató de mediar entre el cardenal-gobernador y el pueblo, y estuvo a punto de morir asesinado por la multitud. Siempre se preocupó mucho por el bienestar de sus compatriotas. Jamás hacía visitas de cortesía, pero en cambio estaba pronto a acudir a la casa de los enfermos, de los moribundos y de los necesitados, a cualquier hora del día o de la noche. Con los años, fue aumentando el don de profecía del P. Antonio, quien lo empleaba con frecuencia para consolar o prevenir a quienes iban a consultarle.
Fue devotísimo de María, y procuró infundir en los files la devoción mariana. Ya muy cerca de los ochenta años, el beato empezó a sentir los molestos efectos de la edad; en efecto, tuvo que dejar de predicar, porque había perdido los dientes y no conseguía hacerse entender, y también tuvo que dejar de oír confesiones. Sin embargo, siguió trabajando activamente, sobre todo cuando se trataba de convertir a un pecador. Una caída en la escalera le obligó a permanecer recluido en su cuarto y, en noviembre de 1671, tuvo que guardar cama. Durante la enfermedad, que duró dos semanas, Mons. Gualteri le llevó diariamente la comunión. Uno de los últimos actos del beato fue reconciliar a dos hermanos que estaban peleados a muerte. También devolvió la vista al P. Remigio Leti, por lo menos lo suficiente para que pudiese celebrar el santo sacrificio, cosa que no había podido hacer durante los últimos nueve años. Se atribuyeron muchos milagros al P. Antonio después de su muerte, pero las guerras civiles y otras causas retardaron la beatificación, que no tuvo lugar sino hasta el 1900 por León XIII.
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