Otra vez la figura rígida e impresionante del Bautista. Ya le hemos visto en el momento de recibir la embajada de los sanedritas, y hemos oído también su propia embajada. Ahora la liturgia nos le presenta saliendo del desierto, acercándose al Jordán con paso firme, clavando sus ojos iluminados sobre los pasajeros y repitiéndoles las palabras de Isaías, que muchas veces le habían hecho temblar en sus meditaciones solitarias: «Consuélate, consuélate, pueblo mío, te lo dice tu Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle que sus males se han terminado, que han sido perdonados sus crímenes. Más he aquí la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor y enderezad sus senderos en la soledad. Calmad los valles, allanad las montañas y las colinas. Haced rectos los caminos tortuosos y llanas las sendas accidentadas. Porque la gloria de Jehová se acerca y en toda la redondez de la tierra se va a cumplir la palabra del Señor.» Y el austero predicador resumía su mensaje con estas palabras: «Haced penitencia, porque el reino de Dios está cerca de vosotros.»
Era el anuncio de la nueva era que se había de inaugurar con la venida del Mesías: la era del reino universal, espiritual y eterno, el reino de las almas, claramente profetizado y descrito en cada página de los profetas hebreos; reino de humildad y de santidad, de amor y de misericordia. Desgraciadamente, los intérpretes oficiales de Israel habían terminado por adulterar los vaticinios. Heridos y humillados por la garra del poder romano, llenos de rencores y sedientos de venganza, sueñan con un reino terrestre, con un Mesías armado, con un guerrero sin entrañas, que se lanza por el mundo derramando la sangre de los gentiles, esclavizando a los amos de la víspera, realizando horribles venganzas, restaurando los esplendores del palacio de Salomón y haciendo tributarios a todos los reyes del mundo, no con tributo de amor y adoración, sino con oro pesado y macizo, con dinero contante y sonante. En su imperio todo sería alegría y felicidad, prosperidad y victoria: los campos darán el ciento por uno, los pastos serán siempre abundantes, los rebaños se multiplicarán bajo la bendición de Jehová, los racimos serán tan grandes como aquellos de los días lejanos de Caleb. Las ramas de los árboles se romperán al peso de la fruta, el trigo se segará dos veces al año. Las nubes serán dóciles a la voluntad de los hombres y la tierra manará leche y miel.
Contra estos sueños desatinados se levanta la palabra vibrante del Bautista. Haced penitencia, dice a los israelitas, porque estáis extraviados. Vendrá el Cielo prometido, pero será un reino de amor. Hallaréis la dicha, pero si aún no ha brillado para vosotros, no debéis quejaros del yugo impío de los romanos. El obstáculo está dentro de vosotros mismos: es el pecado el yugo que oprime vuestra vida moral. No soñéis con revoluciones políticas; transformad, más bien, vuestras conciencias, y veréis aparecer el reino del Mesías. Llenad los valles, salid del fango del placer, abandonad los bajos fondos do la intriga y el egoísmo para respirar el aire puro de las cimas del espíritu; nivelad las montañas y las colmas; doblegad la cerviz soberbia y reconoced que todos vuestros privilegios, toda vuestra superioridad sobre los paganos se la debéis a la generosidad gratuita e inagotable de la bondad divina; enderezad los caminos tortuosos y allanad los senderos desiguales; olvidad los intereses del amor propio, de la ambición y de la codicia; buscad a Dios con rectitud de corazón, y no esperéis ese reino porque vais a ser los primeros en él, porque pensáis ser los amigos del conquistador, porque se acerca para vosotros el tiempo de satisfacer vuestros odios y cumplir vuestras venganzas.
En víspera de Navidad, la Iglesia recoge estas enseñanzas del Bautista para recordarnos las disposiciones con que debemos recibir al Rey que se acerca. Este trabajo interior es una de las exigencias de este tiempo de Adviento. Ya en el siglo IV los ascetas españoles tenían la costumbre de recogerse en sus casas desde el diecisiete de diciembre, de andar con los pies descalzos o de esconderse en los montes para mejor pensar en el misterio del nacimiento de Jesús. Es la primera noticia que tenemos acerca del origen del Adviento. «Durante esos días, decía uno de aquellos ascetas, es preciso imitar a María retirándose a algún lugar solitario, y acordándonos allí de Daniel, varón de deseos, a cuya imitación debemos ayunar y rezar en espera del gran acontecimiento. El monasterio será para nosotros como la posada de Belén. Toda nuestra atención debe estar puesta en el pesebre, es decir, en el atril donde descansa el Verbo de Dios envuelto en pañales, que son los pergaminos donde leemos la palabra divina.»
El Adviento tiene, ciertamente, un carácter muy distinto de la Cuaresma. No es un tiempo de penitencia ni de dolor, sino más bien de una íntima esperanza, en que el temor acongojante se mezcla con las más vivas alegrías. Su cielo no es un cielo brillante, sino cielo de noche, un cielo austero, que en vez de esponjar el alma de esplendores, la obliga a concentrarse en su interior. «Veo una niebla que cubre toda la tierra», dice la liturgia al empezar estos días de expectación. Una densa nube gira sobre nuestras cabezas. Esa nube es una nube de parusia; en ella vendrá el Hijo del Hombre, el esperado, el deseado; pero no ha venido todavía; aún se esconde a nuestras miradas. Lo único que vemos es el paisaje invernal que nos rodea, el hecho de nuestra indignidad, la realidad de nuestra miseria. «Jerusalén desolata est», cantamos en el bello cántico de estos días. La ciudad mística gime desmantelada y sin luz; el mundo está envuelto en las sombras de la muerte; la Humanidad tirita de frío, abandonada en las tinieblas, cubierta de llagas y hecha una ruina. «Todos hemos caído como las hojas» decimos, exhalando nuestro lúgubre lamento. El estremecimiento solemne del invierno ha arrancado de los árboles las hojas respetadas por el otoño. Ahora yacen en el suelo, diseminadas en las praderas o en las orillas de los ríos, formando largas cintas amarillentas a uno y otro lado de los caminos y recordándonos el verso del poeta helénico: «La generación de los hombres es como la de las hojas: unas ruedan arrojadas al suelo por el vendaval, y al llegar la primavera otras muchas brotan en el bosque.»
La voz de la renovación universal suena en medio de las turbaciones: mensajes proféticos, roces de alas angélicas, palabras llenas de esperanza, consuelos y promesas. Es un diálogo prolongado, un conflicto psicológico emocionante, cuyas principales fases nos van descorriendo gradualmente los cuatro domingos de Adviento. El alma se turba, incapaz casi de creer en tan alta felicidad; sueña apasionadamente en el que va a venir a sacarla de las tinieblas y de la sombra de la muerte, se llena de júbilos frenéticos ante la seguridad de liberación, y vuelve de nuevo a desmayar; reza, canta, solloza, se estremece de amor y de miedo, calla presa de la humildad y el agradecimiento y estalla en éxtasis de felicidad. Al fin, el coro unánime de los vaticinios produce su efecto mágico. Cesan las impaciencias y renace la quietud. La seguridad es perfecta; la luz increada dora ya los horizontes del mundo. Ya sólo cabe un pensamiento y un anhelo: el de la preparación para el gran día. «Preparad los caminos», clama el Precursor; San Pablo deja oír aquellas palabras fecundas que convirtieron a San Agustín: «Despojémonos de las obras de las tinieblas y ciñamos las armas de la luz. Vivamos como en pleno día, decorosamente.» Eco de esta turbación. San León avanza hacia nosotros invitándonos a los ejercicios de la ascesis en el grave acento de sus homilías.
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