El apóstol de Frisia
Rathmelsigi miraba al mar, despertando en sus moradores anhelos de rutas lejanas. Es un monasterio de Irlanda, pero en su interior resuenan los acentos duros del idioma anglosajón. Una colonia de jóvenes venidos de Mercia y de Nortumbria viven dentro de sus muros bajo la dirección de un santo abad que se llamaba Egberto. Este hombre tenía una historia edificante que le había ganado la adhesión entusiasta de aquella juventud. Era un sabio y un apóstol. Tenía veinticinco años, cuando una peste que asoló a Inglaterra en 666 se llevó a todos los monjes que vivían en su monasterio. Atacado también él, pudo escaparse de la enfermería, juntamente con un amigo, para retirarse a un lugar solitario donde aguardar la muerte y llorar sus pecados. En el fervor de su oración, pidió al Señor que le dejase vivir para expiar las faltas de su juventud, prometiendo desterrarse para siempre de su patria. En esto, un hermano, que era su mejor amigo, y estaba agonizando a su lado, recogió sus últimos alientos para decirle: «¡Ay, hermano Egberto! ¿Qué has hecho? Tenía esperanza segura de entrar contigo en el Cielo, y he aquí que me dejas morir solo; porque has de saber que tu voto ha sido escuchado.»
Egberto cumplió su promesa pasando a Irlanda, pero ahora sus ojos miraban más lejos. Pensaba en el continente, en las tierras que había recorrido el irlandés Columbano, en la Gemrania pagana, en los azares de la peregrinación por Cristo. Todos sus discípulos estaban poseídos del mismo entusiasmo; pero ninguno tanto como un joven monje, inglés como él, que se llamaba Wilibordo. Wilibrordo contaba una historia propia para enardecer aquellos corazones deseosos de extender el reino de Cristo. Habíala aprendido en Ripón, monasterio inglés, donde había pasado los primeros años de su vida religiosa. «Allí conocí—decía, hablando con sus compañeros—al santo obispo de York, Wilfrido. Vosotros sabéis lo que Wilfrido ha hecho para defender las libertades de la Iglesia. Pues bien, hace unos años, habiéndose embarcado para ir a Roma a defenderse de sus enemigos, fue arrojado por una tempestad en las costas occidentales de Germania.» Los monjes anglosajones escuchaban con avidez, y estaban como deslumbrados al oír hablar de los países misteriosos del otro lado del mar. «Allí —continuó el de Ripón—Wilfrido recibió muestras de la más exquisita hospitalidad; el rey le tuvo en su casa, le dio permiso para predicar el Evangelio, y muchos fueron bautizados. Desgraciadamente, tuvo que continuar su viaje a Roma; y además le fue preciso acelerar la marcha, porque el duque de los francos le perseguía.»
Este relato comunicó nuevo ardor a la vocación misionera de aquellos jóvenes. «Debemos ir a predicar a aquellas gentes; son nuestros antepasados y hablan nuestra misma lengua.» Un grupo numeroso se ofreció a cruzar el mar, y Egberto se puso a la cabeza de los voluntarios. Fiel a su promesa de no pisar el suelo natal, fletó un navío para dirigirse, sin hacer escala, a las costas germánicas; pero en el momento de embarcarse, vino un monje a decirle de parte de Dios que su misión estaba en Irlanda, que debía consagrar su vida a introducir los usos romanos en los monasterios celtas, siempre rebeldes. «Sus arados van torcidos—decía la voz de lo alto—; es preciso volverlos al surco.» El sueño se repitió dos veces, a pesar de lo cual Egberto se hizo a la mar, y sólo cuando la nave fue arrojada a la costa por un vendaval, decidió someterse a la voluntad divina.
Triste, porque no podía realizar personalmente aquella hazaña, escogió doce monjes de entre los más animosos de sus discípulos y los envió al continente, bajo la dirección de aquel joven profeso de Ripón. Esto era en 690. Wilibordo, el jefe de la expedición, tenía entonces treinta y tres años. Impetuoso y enérgico, estaba retratado en su nombre: su «voluntad» era una «lanza» de acero destinada a las grandes victorias del espíritu. Hijo de un noble caballero anglosajón, buscó un asilo desde los umbrales de su adolescencia en el monasterio de Ripón, que era el centro de la influencia romana frente al tradicionalismo celta, acantonado en Lindisfarne. Su maestro fue allí Wilfrido; pero, arrojado Wilfrido nuevamente de Inglaterra, algunos de sus discípulos, y entre ellos Wilibordo, se refugiaron en Irlanda al lado de Egberto, otro campeón inflexible de las costumbres romanas, en cuya escuela acabó de formarse para sus empresas apostólicas.
Los doce misioneros pisaron tierra holandesa en Catwick, desde donde pasaron a Utrecht para presentarse a Pipino de Heristal, mayordomo del palacio del rey de los francos. Como buen inglés, Wilibordo había comprendido que el apoyo del Gobierno de Francia podía serle muy provechoso en su empresa; como buen discípulo de Wilfrido, se dio cuenta de que más importante todavía sería la protección de la sede apostólica. Fue, pues, a Roma, habló de sus proyectos con el Papa Sergio, y volvió fuerte con su bendición, cargado de reliquias de mártires y consagrado obispo de las regiones que iba a evangelizar.
Wilibordo empieza su misión, como todos los apóstoles benedictinos, levantando monasterios. La principal de sus fundaciones se llama Epternach, en las cercanías de Tré-veris; más tarde será una escuela de arte; ahora es la cindadela de los misioneros que vienen a ella para reparar sus fuerzas y dar nuevos alientos con la historia de sus éxitos a los futuros colaboradores que allí se forman. De su recinto salen Wilibordo y sus companeros cantando salmos, y avanzan en nombre de Cristo en dirección a la tierra de los frisones y los daneses, adoradores de Odín. Allí vive un pueblo belicoso y bárbaro, cuyo duque, Radbodo, lucha desesperadamente por defender la independencia de su tierra contra los francos. Franco y adorador de Cristo, es para él una misma cosa; por eso odia a los misioneros. Rechaza sus doctrinas, y cuando le hablan del Cielo, pregunta: «¿Encontraré a mis abuelos en vuestro Walhalla?» Naturalmente, la respuesta no puede ser afirmativa, y en vista de esto, el jefe pagano exclama: «Bueno, prefiero estar toda la eternidad en el infierno con mis gloriosos antepasados, que en el Cielo con un puñado de cristianos mendigos.» No obstante, Wilibordo recorre la tierra predicando, bautizando y consagrando altares cristianos en los templos de los ídolos. Cuando vuelve a su monasterio, va siempre acompañado de nuevos convertidos, en quienes él infunde el celo apostólico y lanza luego por toda la región para convertir a sus compatriotas. Su sede episcopal está en Utrecht, pero el punto de partida de sus correrías sigue siendo Epternach. Cada año hace una nueva expedición, acompañado siempre de un grupo de discípulos. No se le puede dejar solo, porque con frecuencia su celo le arrebata y pone su vida en peligro.
Los biógrafos nos han conservado algunos detalles particulares de una de sus campañas evangélicas. Dirígese primero a la corte del duque, Radbodo es un hombre generoso, valiente y de una clarividencia natural muy grande; el apóstol tiene especial empeño en salvar su alma. El guerrero le recibe con esplendidez, le agasaja y hasta le mira como un amigo, pero no quiere oír hablar de religión. Wilibordo se despidó de él, triste por su fracaso, penetra en Dinamarca, donde recibe también buenas palabras de parte de los grandes señores, pero nada más. Sin embargo, no pierde por completo su viaje: en un mercado de esclavos ha visto treinta daneses, ha pagado por ellos la cantidad exigida, y después de bautizarlos vuelve con su pequeña tropa a las orillas del Rhin. Un vendaval arroja su nave a la pequeña isla de Heligoland, tierra sagrada para los doradores de Odín. En ella hay un templo, centro de peregrinaciones, donde los paganos dejan sus exvotos y sus ofrendas. Todo cuanto hay en los alrededores está consagrado al dios. Nadie puede cortar ramas de los árboles, ni herir a los animales que viven entre ellos, ni siquiera beber agua de sus fuentes. La ira de los dioses le aniquilaría, y a falta de ella estaba la venganza de los hombres. Sin hacer caso de estas supersticiones, Wilibordo hizo matar varios animales de la isla para alimentar su gente, mientras se reparaba la nave averiada, y no contento con eso, atrevióse a bautizar algunos convertidos en una fuente que brotaba junto al templo. Ni la tierra le tragó; ni el dios parece haberse dado por enterado; pero el escándalo fue tan grande, que no tardó en llegar a oídos del duque. Unos días más tarde, Wilibordo y sus compañeros, apresados por orden de Radbodo, comparecían en su presencia. Durante tres días consultó, por medio de las suertes, la voluntad de sus dioses sobre lo que debía hacer con el obispo de los cristianos; pero nunca salió su nombre entre los que debían ser condenados a muerte, apareciendo sólo el de uno de sus compañeros, que fue inmediatamente degollado. El jefe pagano miraba con un terror misterioso a aquel hombre, que manifestaba la mayor serenidad delante de la muerte y parecía tener un poder mayor que el de Odín y todos sus compañeros del Walhalla.
—¿Quién te da atrevimiento para injuriar a mi dios? —le preguntó.
—Señor—dijo el extranjero—, no es Dios eso que adoras, sino un demonio, que te trae engañado para arrojarte en las eternas llamas. No hay más que un Dios, creador del Cielo, de la tierra, del mar y de cuanto hay en ellos. El que le adora con fe verdadera se hace merecedor de la eterna vida, y de su parte vengo yo a ti en este día para conjurarte que dejes los errores abominables en que vivieron tus padres y te conviertas a la verdad, y vivas sobria, justa y santamente. De lo contrario, no puedo prometerte más que los suplicios eternos con el diablo, tu dueño y señor.
Estas palabras hubieran podido provocar un desenlace trágico; pero más admirado que encolerizado, el bárbaro hizo esta extraña confesión: «Tus palabras son como tus obras, mas no sé qué castigo imponerte para quebrantar la rebeldía de tu pecho. Veo que no temes mi justicia y que la muerte no sería para ti un tormento, sino el descanso de las fatigas. Vive, pues, aunque odies la vida; y vete donde quieras.» Poco después llegaba Wilibordo a Walcheren, una de las islas de Zelanda. También allí había un templo con su ídolo, que el misionero quiso convertir en iglesia después de haber convertido a la mayor parte de los insulares; pero en el momento de echar mano de la estatua para destruirla, un sacerdote pagano corrió a él furioso y le hirió en la cabeza con una lanza, consagrando con su sangre el altar. Sus acompañantes le levantaron del suelo y se embarcaron con él en dirección al sur.
Afortunadamente, la herida no era mortal, y al poco tiempo Wilibordo recorría de nuevo el terreno pantanoso de la Frisia. Fue un evangelizador infatigable y un gran organizador de misiones. Durante cincuenta años predica, bautiza, funda centros misioneros y lanza a sus discípulos en todas direcciones. Sólo hubo una tregua en aquella existencia devorada por el celo apostólico: los tres años (714-717) en que, aprovechando la muerte de Pipino de Heris-tal, los frisones, mandados por Radbodo, reaccionan contra la influencia absorbente de los francos y les declaran una guerra encarnizada. El antiguo benedictino de Ripón aprovecha este intervalo para consolidar sus fundaciones monásticas y trabajar en la reorganización de la Iglesia de Francia. Entonces es cuando bautiza al hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, anunciando en él al fundador glorioso de la dinastía carolingia. Al volver la paz reanuda sus tareas con nuevo entusiasmo. Ahora el fruto es más generoso que nunca. El milagro va junto a él fecundando sus palabras. Cuando sus compañeros desfallecen en los caminos, les ofrece vinos que nadie sabe de dónde vienen. Cuando se cruzan con él grupos de hombres hambrientos, les trae pan de las Dañeras del Cielo. Su prestigio es enorme. En la corte de los francos se le venera como a un profeta. Cuando los magnates le escriben o le hacen alguna donación, le llaman «el hombre admirable, el varón apostólico, el padre santísimo, el carísimo señor, el venerable pontífice y el intrépido servidor de Dios». Ya es viejo, «pero se diría—dice su biógrafo—que Dios Quería perpetuar en él la gracia de una eterna juventud. Ni había perdido la tenacidad de la memoria, ni, al enfriarse la sangre, había disminuído la agudeza de su ingenio, ni los años habían arado su frente. De su boca, como de Néstor cuenta Homero, manaban las palabras más dulces que la miel. Nunca se arrepintió de vivir, porque vivió de tal manera que pudo juzgar no haber nacido en vano, si bien la carne nunca fue para él más que una posada. Lo augusto de su presencia era otro de los motivos que le atraían la veneración de las gentes. De talla prócer, de cabellera nevada y abundante, de rasgos extraordinarios bellos, de ojos luminosos y siempre serenos, parecía como si hubiese en él algo superior a la naturaleza humana. «La belleza de su cuerpo era un reflejo de la gracia de su alma.»
En estos últimos años, cuando la estrella de su vida declinaba, tuvo Wilibordo la alegría de ver levantarse la nueva estrella del apostolado germánico. Era un monje también y un compatriota suyo. Él le trajo las postreras noticias de su tierra. Egberto, su maestro, acababa de morir, después de terminar su obra, después de enderezar los arados torcidos. Los monasterios celtas habían dejado su tonsura cismática y su cómputo pascual, aceptando la disciplina de Roma. El viejo, misionero quiso retener al joven y hacerle su coadjutor, y luego su continuador; pero Bonifacio buscaba selvas vírgenes y no holladas todavía por el misionero. Recogió amorosamente los consejos del anciano, recibió su bendición y se internó por tierras de Sajonia. Para continuar su obra, Wilibordo deja una pléyade de discípulos. Ellos recogerían su espíritu y seguirían llevándole como un fuego purificador por aquellas vastas regiones que él había abierto a la luz de la civilización y a la vida de la gracia. Toda la Frisia, Holanda, Zelanda, Flandes y el Brabante le llaman todavía su apóstol.
Rathmelsigi miraba al mar, despertando en sus moradores anhelos de rutas lejanas. Es un monasterio de Irlanda, pero en su interior resuenan los acentos duros del idioma anglosajón. Una colonia de jóvenes venidos de Mercia y de Nortumbria viven dentro de sus muros bajo la dirección de un santo abad que se llamaba Egberto. Este hombre tenía una historia edificante que le había ganado la adhesión entusiasta de aquella juventud. Era un sabio y un apóstol. Tenía veinticinco años, cuando una peste que asoló a Inglaterra en 666 se llevó a todos los monjes que vivían en su monasterio. Atacado también él, pudo escaparse de la enfermería, juntamente con un amigo, para retirarse a un lugar solitario donde aguardar la muerte y llorar sus pecados. En el fervor de su oración, pidió al Señor que le dejase vivir para expiar las faltas de su juventud, prometiendo desterrarse para siempre de su patria. En esto, un hermano, que era su mejor amigo, y estaba agonizando a su lado, recogió sus últimos alientos para decirle: «¡Ay, hermano Egberto! ¿Qué has hecho? Tenía esperanza segura de entrar contigo en el Cielo, y he aquí que me dejas morir solo; porque has de saber que tu voto ha sido escuchado.»
Egberto cumplió su promesa pasando a Irlanda, pero ahora sus ojos miraban más lejos. Pensaba en el continente, en las tierras que había recorrido el irlandés Columbano, en la Gemrania pagana, en los azares de la peregrinación por Cristo. Todos sus discípulos estaban poseídos del mismo entusiasmo; pero ninguno tanto como un joven monje, inglés como él, que se llamaba Wilibordo. Wilibrordo contaba una historia propia para enardecer aquellos corazones deseosos de extender el reino de Cristo. Habíala aprendido en Ripón, monasterio inglés, donde había pasado los primeros años de su vida religiosa. «Allí conocí—decía, hablando con sus compañeros—al santo obispo de York, Wilfrido. Vosotros sabéis lo que Wilfrido ha hecho para defender las libertades de la Iglesia. Pues bien, hace unos años, habiéndose embarcado para ir a Roma a defenderse de sus enemigos, fue arrojado por una tempestad en las costas occidentales de Germania.» Los monjes anglosajones escuchaban con avidez, y estaban como deslumbrados al oír hablar de los países misteriosos del otro lado del mar. «Allí —continuó el de Ripón—Wilfrido recibió muestras de la más exquisita hospitalidad; el rey le tuvo en su casa, le dio permiso para predicar el Evangelio, y muchos fueron bautizados. Desgraciadamente, tuvo que continuar su viaje a Roma; y además le fue preciso acelerar la marcha, porque el duque de los francos le perseguía.»
Este relato comunicó nuevo ardor a la vocación misionera de aquellos jóvenes. «Debemos ir a predicar a aquellas gentes; son nuestros antepasados y hablan nuestra misma lengua.» Un grupo numeroso se ofreció a cruzar el mar, y Egberto se puso a la cabeza de los voluntarios. Fiel a su promesa de no pisar el suelo natal, fletó un navío para dirigirse, sin hacer escala, a las costas germánicas; pero en el momento de embarcarse, vino un monje a decirle de parte de Dios que su misión estaba en Irlanda, que debía consagrar su vida a introducir los usos romanos en los monasterios celtas, siempre rebeldes. «Sus arados van torcidos—decía la voz de lo alto—; es preciso volverlos al surco.» El sueño se repitió dos veces, a pesar de lo cual Egberto se hizo a la mar, y sólo cuando la nave fue arrojada a la costa por un vendaval, decidió someterse a la voluntad divina.
Triste, porque no podía realizar personalmente aquella hazaña, escogió doce monjes de entre los más animosos de sus discípulos y los envió al continente, bajo la dirección de aquel joven profeso de Ripón. Esto era en 690. Wilibordo, el jefe de la expedición, tenía entonces treinta y tres años. Impetuoso y enérgico, estaba retratado en su nombre: su «voluntad» era una «lanza» de acero destinada a las grandes victorias del espíritu. Hijo de un noble caballero anglosajón, buscó un asilo desde los umbrales de su adolescencia en el monasterio de Ripón, que era el centro de la influencia romana frente al tradicionalismo celta, acantonado en Lindisfarne. Su maestro fue allí Wilfrido; pero, arrojado Wilfrido nuevamente de Inglaterra, algunos de sus discípulos, y entre ellos Wilibordo, se refugiaron en Irlanda al lado de Egberto, otro campeón inflexible de las costumbres romanas, en cuya escuela acabó de formarse para sus empresas apostólicas.
Los doce misioneros pisaron tierra holandesa en Catwick, desde donde pasaron a Utrecht para presentarse a Pipino de Heristal, mayordomo del palacio del rey de los francos. Como buen inglés, Wilibordo había comprendido que el apoyo del Gobierno de Francia podía serle muy provechoso en su empresa; como buen discípulo de Wilfrido, se dio cuenta de que más importante todavía sería la protección de la sede apostólica. Fue, pues, a Roma, habló de sus proyectos con el Papa Sergio, y volvió fuerte con su bendición, cargado de reliquias de mártires y consagrado obispo de las regiones que iba a evangelizar.
Wilibordo empieza su misión, como todos los apóstoles benedictinos, levantando monasterios. La principal de sus fundaciones se llama Epternach, en las cercanías de Tré-veris; más tarde será una escuela de arte; ahora es la cindadela de los misioneros que vienen a ella para reparar sus fuerzas y dar nuevos alientos con la historia de sus éxitos a los futuros colaboradores que allí se forman. De su recinto salen Wilibordo y sus companeros cantando salmos, y avanzan en nombre de Cristo en dirección a la tierra de los frisones y los daneses, adoradores de Odín. Allí vive un pueblo belicoso y bárbaro, cuyo duque, Radbodo, lucha desesperadamente por defender la independencia de su tierra contra los francos. Franco y adorador de Cristo, es para él una misma cosa; por eso odia a los misioneros. Rechaza sus doctrinas, y cuando le hablan del Cielo, pregunta: «¿Encontraré a mis abuelos en vuestro Walhalla?» Naturalmente, la respuesta no puede ser afirmativa, y en vista de esto, el jefe pagano exclama: «Bueno, prefiero estar toda la eternidad en el infierno con mis gloriosos antepasados, que en el Cielo con un puñado de cristianos mendigos.» No obstante, Wilibordo recorre la tierra predicando, bautizando y consagrando altares cristianos en los templos de los ídolos. Cuando vuelve a su monasterio, va siempre acompañado de nuevos convertidos, en quienes él infunde el celo apostólico y lanza luego por toda la región para convertir a sus compatriotas. Su sede episcopal está en Utrecht, pero el punto de partida de sus correrías sigue siendo Epternach. Cada año hace una nueva expedición, acompañado siempre de un grupo de discípulos. No se le puede dejar solo, porque con frecuencia su celo le arrebata y pone su vida en peligro.
Los biógrafos nos han conservado algunos detalles particulares de una de sus campañas evangélicas. Dirígese primero a la corte del duque, Radbodo es un hombre generoso, valiente y de una clarividencia natural muy grande; el apóstol tiene especial empeño en salvar su alma. El guerrero le recibe con esplendidez, le agasaja y hasta le mira como un amigo, pero no quiere oír hablar de religión. Wilibordo se despidó de él, triste por su fracaso, penetra en Dinamarca, donde recibe también buenas palabras de parte de los grandes señores, pero nada más. Sin embargo, no pierde por completo su viaje: en un mercado de esclavos ha visto treinta daneses, ha pagado por ellos la cantidad exigida, y después de bautizarlos vuelve con su pequeña tropa a las orillas del Rhin. Un vendaval arroja su nave a la pequeña isla de Heligoland, tierra sagrada para los doradores de Odín. En ella hay un templo, centro de peregrinaciones, donde los paganos dejan sus exvotos y sus ofrendas. Todo cuanto hay en los alrededores está consagrado al dios. Nadie puede cortar ramas de los árboles, ni herir a los animales que viven entre ellos, ni siquiera beber agua de sus fuentes. La ira de los dioses le aniquilaría, y a falta de ella estaba la venganza de los hombres. Sin hacer caso de estas supersticiones, Wilibordo hizo matar varios animales de la isla para alimentar su gente, mientras se reparaba la nave averiada, y no contento con eso, atrevióse a bautizar algunos convertidos en una fuente que brotaba junto al templo. Ni la tierra le tragó; ni el dios parece haberse dado por enterado; pero el escándalo fue tan grande, que no tardó en llegar a oídos del duque. Unos días más tarde, Wilibordo y sus compañeros, apresados por orden de Radbodo, comparecían en su presencia. Durante tres días consultó, por medio de las suertes, la voluntad de sus dioses sobre lo que debía hacer con el obispo de los cristianos; pero nunca salió su nombre entre los que debían ser condenados a muerte, apareciendo sólo el de uno de sus compañeros, que fue inmediatamente degollado. El jefe pagano miraba con un terror misterioso a aquel hombre, que manifestaba la mayor serenidad delante de la muerte y parecía tener un poder mayor que el de Odín y todos sus compañeros del Walhalla.
—¿Quién te da atrevimiento para injuriar a mi dios? —le preguntó.
—Señor—dijo el extranjero—, no es Dios eso que adoras, sino un demonio, que te trae engañado para arrojarte en las eternas llamas. No hay más que un Dios, creador del Cielo, de la tierra, del mar y de cuanto hay en ellos. El que le adora con fe verdadera se hace merecedor de la eterna vida, y de su parte vengo yo a ti en este día para conjurarte que dejes los errores abominables en que vivieron tus padres y te conviertas a la verdad, y vivas sobria, justa y santamente. De lo contrario, no puedo prometerte más que los suplicios eternos con el diablo, tu dueño y señor.
Estas palabras hubieran podido provocar un desenlace trágico; pero más admirado que encolerizado, el bárbaro hizo esta extraña confesión: «Tus palabras son como tus obras, mas no sé qué castigo imponerte para quebrantar la rebeldía de tu pecho. Veo que no temes mi justicia y que la muerte no sería para ti un tormento, sino el descanso de las fatigas. Vive, pues, aunque odies la vida; y vete donde quieras.» Poco después llegaba Wilibordo a Walcheren, una de las islas de Zelanda. También allí había un templo con su ídolo, que el misionero quiso convertir en iglesia después de haber convertido a la mayor parte de los insulares; pero en el momento de echar mano de la estatua para destruirla, un sacerdote pagano corrió a él furioso y le hirió en la cabeza con una lanza, consagrando con su sangre el altar. Sus acompañantes le levantaron del suelo y se embarcaron con él en dirección al sur.
Afortunadamente, la herida no era mortal, y al poco tiempo Wilibordo recorría de nuevo el terreno pantanoso de la Frisia. Fue un evangelizador infatigable y un gran organizador de misiones. Durante cincuenta años predica, bautiza, funda centros misioneros y lanza a sus discípulos en todas direcciones. Sólo hubo una tregua en aquella existencia devorada por el celo apostólico: los tres años (714-717) en que, aprovechando la muerte de Pipino de Heris-tal, los frisones, mandados por Radbodo, reaccionan contra la influencia absorbente de los francos y les declaran una guerra encarnizada. El antiguo benedictino de Ripón aprovecha este intervalo para consolidar sus fundaciones monásticas y trabajar en la reorganización de la Iglesia de Francia. Entonces es cuando bautiza al hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, anunciando en él al fundador glorioso de la dinastía carolingia. Al volver la paz reanuda sus tareas con nuevo entusiasmo. Ahora el fruto es más generoso que nunca. El milagro va junto a él fecundando sus palabras. Cuando sus compañeros desfallecen en los caminos, les ofrece vinos que nadie sabe de dónde vienen. Cuando se cruzan con él grupos de hombres hambrientos, les trae pan de las Dañeras del Cielo. Su prestigio es enorme. En la corte de los francos se le venera como a un profeta. Cuando los magnates le escriben o le hacen alguna donación, le llaman «el hombre admirable, el varón apostólico, el padre santísimo, el carísimo señor, el venerable pontífice y el intrépido servidor de Dios». Ya es viejo, «pero se diría—dice su biógrafo—que Dios Quería perpetuar en él la gracia de una eterna juventud. Ni había perdido la tenacidad de la memoria, ni, al enfriarse la sangre, había disminuído la agudeza de su ingenio, ni los años habían arado su frente. De su boca, como de Néstor cuenta Homero, manaban las palabras más dulces que la miel. Nunca se arrepintió de vivir, porque vivió de tal manera que pudo juzgar no haber nacido en vano, si bien la carne nunca fue para él más que una posada. Lo augusto de su presencia era otro de los motivos que le atraían la veneración de las gentes. De talla prócer, de cabellera nevada y abundante, de rasgos extraordinarios bellos, de ojos luminosos y siempre serenos, parecía como si hubiese en él algo superior a la naturaleza humana. «La belleza de su cuerpo era un reflejo de la gracia de su alma.»
En estos últimos años, cuando la estrella de su vida declinaba, tuvo Wilibordo la alegría de ver levantarse la nueva estrella del apostolado germánico. Era un monje también y un compatriota suyo. Él le trajo las postreras noticias de su tierra. Egberto, su maestro, acababa de morir, después de terminar su obra, después de enderezar los arados torcidos. Los monasterios celtas habían dejado su tonsura cismática y su cómputo pascual, aceptando la disciplina de Roma. El viejo, misionero quiso retener al joven y hacerle su coadjutor, y luego su continuador; pero Bonifacio buscaba selvas vírgenes y no holladas todavía por el misionero. Recogió amorosamente los consejos del anciano, recibió su bendición y se internó por tierras de Sajonia. Para continuar su obra, Wilibordo deja una pléyade de discípulos. Ellos recogerían su espíritu y seguirían llevándole como un fuego purificador por aquellas vastas regiones que él había abierto a la luz de la civilización y a la vida de la gracia. Toda la Frisia, Holanda, Zelanda, Flandes y el Brabante le llaman todavía su apóstol.
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