lunes, 7 de octubre de 2019

Lecturas



El Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos: «Ponte en marcha, ve a Nínive, la gran ciudad, y llévale este mensaje contra ella, pues me he enterado de sus crímenes».
Jonás se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor. Bajó a Jafa y encontró un barco que iba a Tarsis; pagó el pasaje y embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos del Señor. Pero el Señor envió un viento recio y una fuerte tormenta en el mar, y el barco amenazaba con romperse.
Los marineros se atemorizaron y se pusieron a rezar, cada uno a su dios. Después echaron al mar los objetos que había en el barco, para aliviar la carga. Jonás bajó al fondo de la nave y se quedó allí dormido. El capitán se le acercó y le dijo: «¿Qué haces durmiendo? Levántate y reza a tu Dios; quizá se ocupe ese Dios de nosotros y no muramos». Se dijeron unos a otros: «Echemos suertes para saber quién es el culpable de que nos haya caído esta desgracia». Echaron suertes y le tocó a Jonás.
Entonces le dijeron: «Dinos quién tiene la culpa de esta desgracia que nos ha sobrevenido, de qué se trata, de dónde vienes, cuál es tu país y de qué pueblo eres». Jonás les respondió: «Soy hebreo; adoro al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme». Muchos de aquellos hombres se asustaron y le preguntaron: «¿Por qué has hecho eso?».
Pues se enteraron por el propio Jonás de que iba huyendo del Señor. Después le dijeron: «¿Qué vamos hacer contigo para que se calme el mar?» Pues la tormenta arreciaba por momentos.
Jonás les respondió: «Agarradme, echadme al mar y se calmará. Bien sé que soy el culpable de que os haya sobrevenido esta tormenta».
Aquellos hombres intentaron remar hasta tierra firme, pero no lo consiguieron, pues la tormenta arreciaba. Entonces rezaron así al Señor: «¡Señor!, no nos hagas desaparecer por culpa de este hombre; no nos imputes sangre inocente, pues tú, Señor , actúas como te gusta». Después agarraron a Jonás y lo echaron al mar. Y el mar se calmó.
Tras ver lo ocurrido, aquellos hombres temieron profundamente al Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos.
El Señor envió un gran pez para que se tragase a Jonás, y allí estuvo Jonás, en el vientre del pez, durante tres días con sus tres noches.
El Señor dio orden al pez, y vomitó a Jonás en tierra firme.


En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”.
¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él contestó: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda, haz tú lo mismo».

Palabra del Señor.

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