No fue el atractivo de la soledad del claustro, sino la convicción de que Dios le llamaba a él, lo que movió al joven Tomás Riccardi a llamar a las puertas del monasterio basilical de San Pablo Extramuros de Roma. Nacido en el riente pueblo de Trevi, en la Umbría, el 24 de junio de 1844, ya de niño había mostrado buenas dotes de inteligencia; sus padres, gente acomodada si no rica, le habían proporcionado una esmerada educación; acababa de graduarse de bachiller en Filosofía en el Angélicum de Roma. Era un joven muy capacitado, perseverante, de temperamento sanguíneo, vivaz e impetuoso, con visible propensión a la vanidad. La vida le sonreía llena de promesas. No, no experimentó sincera alegría cuando, en sus últimos años de estudiante, empezó a sentir las insinuaciones de Dios que le llamaba a la vida religiosa. Esta llamada venía a contrariar su manera de ser, sus planes, sus ilusiones. Nuestro joven había asegurado que, de tenerla, rechazaría decididamente la vocación religiosa. Pero, una vez convencido de que era auténtica, no la rechazó. Una peregrinación a Loreto y unos ejercicios espirituales le hicieron abrir los ojos a la realidad de la invitación amorosa de Dios. Y siguió la voz divina. Con sacrificio, contrariando sus gustos. Aconsejado por un sacerdote íntimo amigo suyo, se dirigió al monasterio benedictino de San Pablo.
Allí, junto al sepulcro del Apóstol, fue iniciado en las doctrinas y las prácticas de la vida monástica. En el antiguo y venerable cenobio aprendió a escuchar constantemente la palabra que dirige Dios sin cesar al alma del cristiano invitándole a corresponder a su amor. Sus superiores cerciorados de que, como quiere San Benito, todos los anhelos del joven postulante se centraban en la búsqueda sincera de Dios, no pusieron reparo en admitirle. En la fiesta de la Epifanía del año 1867 se le impuso el hábito de novicio; el novicio hubo de cambiar su nombre de pila por el de Plácido, tomando por patrón de su nueva vida al inocente y amoroso discípulo del patriarca de Cassino. Del año de noviciado de don Plácido nos ha quedado este bello testimonio de su propio maestro: "Oraba mucho y oraba bien". Y porque oraba mucho y oraba bien, su vida era fiel a la gracia hasta las últimas consecuencias.
Admitido a la profesión simple el 19 de enero de 1868, don Plácido emprendió el curso normal de los estudios eclesiásticos en preparación para el sacerdocio. Su carrera sufrió una brusca y dolorosa interrupción. En 1870 las tropas piamontesas ocupaban la Roma de los papas. Don Plácido se hallaba en vísperas de exámenes y, al recibir la orden de incorporarse al ejército en Venecia, solicitó permiso para retrasar unos días su incorporación a fin de poder examinarse antes. Sin duda su petición debió de parecer un subterfugio a los jefes militares, y el benedictino fue declarado desertor. En Venecia se le encerró en la cárcel. Fue una noche obscura el mes entero que don Plácido hubo de pasar en el calabozo. Una grave enfermedad le aquejaba; los dolores eran vivísimos; pero nada le impedía que su encierro se convirtiera en una oración continua. Todo lo ofrecía al Señor. Y el Señor, como acostumbra, aceptó su sacrificio y le infundió nuevas gracias. Purificado por el dolor y la desgracia, don Plácido estaba preparado para la profesión solemne y la ordenación sacerdotal, que en el 10 y 25 de marzo de 1871, respectivamente vinieron a coronar su fidelidad a Dios.
Una nueva etapa empezaba en la vida del monje sacerdote. Fueron trece años de labor escondida e intensa. Su máximo interés se centraba en las actividades pastorales de su sacerdocio. La celebración de la santa misa, la administración de los sacramentos, la recitación del oficio divino, eran sus más gratas ocupaciones. Se distinguía cada vez más por su recogimiento, su espíritu de oración, su amor a la lectura espiritual. Tales eran las fuentes de que derivaba su fecundo ministerio, que ejerció particularmente con los niños oblatos de la abadía en calidad de vice maestro de novicios.
Así se hace acreedor de la estima de los hombres, que empiezan a reconocer en don Plácido a un verdadero santo. Es austero, sincero y recto; juzga todas las cosas desde el punto de vista de la fe. Su abad puede confiar en él plenamente, y le encomienda una tarea delicada: la restauración de la observancia regular en el monasterio de benedictinas de San Magno de Amelia. Durante un decenio no escatima don Plácido esfuerzo alguno para llevar a buen término esta misión. La lógica sobrenatural que le caracteriza se revela desde el principio de esta reforma: busca ia raíz de la mayor parte de los males, que resulta ser la falta de formación humana y sobrenatural de las religiosas, y la combate eficazmente. Va más adelante, hasta hacer entender a las monjas la perfección del amor que han jurado al Esposo divino. De esta comprensión derivará espontáneamente todo lo demás. Algunos apuntes de sus sermones que han llegado hasta nosotros nos permiten ver cómo realizaba su propósito día tras día. La observancia regular, enseña, por ser el escogido por Dios, es el medio infalible de llegar a la mística unión con Él. Insiste en el amor de Dios: si reconocemos la infinita caridad con que Dios nos ha amado, nos será imposible regatear nuestro amor, y nuestra única actitud será la de corresponder con un amor sin medida.
Esta delicada tarea de reformar un monasterio de monjas, llevada a cabo con éxito, dio a conocer las cualidades nada vulgares que adornaban a don Placido. Sus superiores supieron apreciarlas. A mitad de su tarea le llamaron al monasterio de San Pablo, de Roma. Para que desempeñara, de 1885 a 1887, el cargo de maestro de novicios. En 1895 le encomendaron otra misión mucho más espinosa. De la abadía romana dependía el monasterio-santuario de Farfa, en tiempos uno de los más poderosos de Italia. En Farfa se había creado una situación difícil. Los pocos monjes residentes en aquella dependencia se vieron obligados a trasladarse al cercano castillo de Sanfiano y dejar la custodia del santuario a un sacerdote diocesano. Este sacerdote se mostró inhábil, y el culto y devoción a la Virgen decayeron lastimosamente. Nombrado rector de Farfa, don Plácido se dio con entusiasmo y sin reserva a la obra de reanimar aquel foco de espiritualidad a medio extinguir. Todos los domingos y días festivos, a pesar de las fiebres tercianas que empezaban a acometerle, dejaba la residencia de Sanfiano y se dirigía a Farfa. Dedicaba la mayor parte del día al ministerio sacerdotal; administraba infatigablemente los santos sacramentos y dirigía los actos de piedad de los fieles. Era el servidor de todos. Para todos tenía algo, aunque sólo fuera una buena palabra. Su solicitud por las almas, su caridad jamás desmentida, se hicieron pronto proverbiales en la región. Al fin de la jornada volvía rendido a Sanfiano, donde pasaba el resto de la semana viviendo cual riguroso asceta en soledad, mortificación y oración.
Otras actividades vinieron a juntarse a ésta, a pesar de la poca salud del santo monje. El obispo de la diócesis, conocedor de sus virtudes, le encargó la reforma de las clarisas de Fara. Obediente, don Plácido visitaba este convento dos veces por semana. Y esto durante diez años (1902-1912), sin que jamás se abrieran sus labios para quejarse de lo pesado que le resultaba, dadas sus enfermedades. Al contrario, precisamente porque era costoso, ponía más empeño en convertirse en instrumento apto en manos de Dios y devolver la paz a aquella comunidad religiosa. Su actuación fue eficaz. Porque amaba a las almas con verdadero celo, cortó de raíz los vicios que les impedían su ascensión espiritual. Y por la actitud sincera del siervo de Dios, las monjas reconocieron en él "un pozo de santidad’.
En 1906 fue nombrado confesor extraordinario de otras franciscanas de Fara, conocidas con el nombre de "Sepultadas vivas". En aquel ambiente de penitencia rigurosa pasó horas felices. ¿No era la devoción a la pasión de Cristo el centro mismo de la vida espiritual de don Plácido? Y no sólo se complacía en meditarla y contemplarla, sino que se unía a ella y participaba en los sufrimientos del Salvador, como estas franciscanas, con la práctica de mortificaciones externas, hasta dejar tan maltrecho su pobre cuerpo que ya todas las medicinas resultaron inútiles para devolverle la salud. La santa comunión constituía casi su único alimento. Era un asceta rígido, pero en manera alguna huraño. En cuanto le era posible escondía a los demás su propia austeridad. Con todos siguió siendo afable: su trato era realmente exquisito, modelo de educación. Es que poseía la verdadera humildad, alegre y serena, y adoraba reverentemente a Cristo en cada uno de sus hermanos. Tal es el testimonio de cuantos le trataron. Pero en la vida de relación social, por muy sobrenatural que fuera, no se hallaba don Plácido en su centro. Dios le había comunicado el don de la contemplación, y cada día más se sentía atraído por la soledad, y sus delicias estaban en el trato íntimo con Dios y las cosas divinas. Dejar su celda era para él una verdadera penitencia. ¡Y cuantas veces tenía que hacerlo todos los días! Aceptaba gustoso esa fuente de sacrificios, viendo en la obediencia la voluntad de Dios.
A mediados de 1912 la pequeña comunidad de Sanfiano se estableció en el monasterio de Farfa. Debido al progreso de sus enfermedades, fue don Plácido relevado de la dirección de las clarisas y se habló de proporcionarle un ayudante en la administración del santuario. Contrariamente a los deseos de nuestro monje, se designó para este puesto un religioso extranjero. Rector y vicario eran dos caracteres completamente antitéticos, y pronto surgieron entre ambos graves dificultades que dieron mucho que sufrir a don Plácido. Hombre intransigente, duro, revolucionario, el vicario sólo consiguió con su manera de proceder que los fieles dejaran de frecuentar cada día en mayor número el santuario de la Virgen. Esto era lo que hacía sufrir más a don Plácido, pues, consumido por la enfermedad, no podía remediarlo.
Unido este nuevo tormento a su quebrantada salud, le provoca una depresión tal que termina en un ataque de parálisis. Los médicos juzgan que ha llegado su última hora, pero Dios quiere purificarle por más tiempo. Al cabo de unos días se repone un tanto y lo trasladan al monasterio de San Pablo. Allí se consume lentamente. Su manera de padecer es la del discípulo de la pasión de Cristo. Se siente feliz viendo cómo se cumple una vez más en él lo que tanto había predicado: "El Redentor no ha venido para destruir los dolores de los cristianos, antes bien para elevarlos. Ha dividido con nosotros nuestras penas y las ha cambiado en tesoro para el cielo. Los atribulados en la tierra son, delante de Dios, los predilectos y los más afortunados para la eternidad". Pensamientos como éstos, llenos de esperanza en la definitiva unión con el Padre, los confía a su íntimo confidente don Ildefonso Schuster (el futuro célebre cardenal-arzobispo de Milán), quien tanto los divulgó después.
A primeros de marzo de 1915 tiene otra recaída. Se acerca el día supremo. Antes de llegar a la consumación de su sacrificio participa sacramentalmente del de Cristo, con particular devoción y presentimiento de su última hora en la tierra. El 15 de marzo, al atardecer, don lldefonso entra en su celda. Halla al enfermo solo y moribundo. Así narra su simple muerte: "... Después de haber recitado algunas veces las oraciones rituales de la Commendatio animae, tomé un libro devoto y empecé, junto al lecho, la lectura espiritual. Hacia las diez cesó el estertor de la agonía. La respiración empezó a hacerse más ligera y menos frecuente. Me acerqué temblando a la cabecera de don Plácido, e impartida la absolución sacramental, recité las letanías de la Santísima Virgen. Fue durante esta tierna plegaria cuando la bendita alma de don Plácido abandonó plácidamente el cuerpo y se presentó ante el Señor".
La vida que Dios concedió a don Plácido Riccardi, sin raros acontecimientos externos, exteriormente en la mayoría de los aspectos casi ordinaria, la vivió extraordinariamente; una vida monástica y sacerdotal tan absorta en Dios que poco sabemos de ella. Dominado por la absoluta sinceridad en el seguimiento de Cristo en todo, le siguió, por tanto, en el calvario y en la gloria, donde, glorificando al Padre, con Él celebra la eterna Pascua.
Allí, junto al sepulcro del Apóstol, fue iniciado en las doctrinas y las prácticas de la vida monástica. En el antiguo y venerable cenobio aprendió a escuchar constantemente la palabra que dirige Dios sin cesar al alma del cristiano invitándole a corresponder a su amor. Sus superiores cerciorados de que, como quiere San Benito, todos los anhelos del joven postulante se centraban en la búsqueda sincera de Dios, no pusieron reparo en admitirle. En la fiesta de la Epifanía del año 1867 se le impuso el hábito de novicio; el novicio hubo de cambiar su nombre de pila por el de Plácido, tomando por patrón de su nueva vida al inocente y amoroso discípulo del patriarca de Cassino. Del año de noviciado de don Plácido nos ha quedado este bello testimonio de su propio maestro: "Oraba mucho y oraba bien". Y porque oraba mucho y oraba bien, su vida era fiel a la gracia hasta las últimas consecuencias.
Admitido a la profesión simple el 19 de enero de 1868, don Plácido emprendió el curso normal de los estudios eclesiásticos en preparación para el sacerdocio. Su carrera sufrió una brusca y dolorosa interrupción. En 1870 las tropas piamontesas ocupaban la Roma de los papas. Don Plácido se hallaba en vísperas de exámenes y, al recibir la orden de incorporarse al ejército en Venecia, solicitó permiso para retrasar unos días su incorporación a fin de poder examinarse antes. Sin duda su petición debió de parecer un subterfugio a los jefes militares, y el benedictino fue declarado desertor. En Venecia se le encerró en la cárcel. Fue una noche obscura el mes entero que don Plácido hubo de pasar en el calabozo. Una grave enfermedad le aquejaba; los dolores eran vivísimos; pero nada le impedía que su encierro se convirtiera en una oración continua. Todo lo ofrecía al Señor. Y el Señor, como acostumbra, aceptó su sacrificio y le infundió nuevas gracias. Purificado por el dolor y la desgracia, don Plácido estaba preparado para la profesión solemne y la ordenación sacerdotal, que en el 10 y 25 de marzo de 1871, respectivamente vinieron a coronar su fidelidad a Dios.
Una nueva etapa empezaba en la vida del monje sacerdote. Fueron trece años de labor escondida e intensa. Su máximo interés se centraba en las actividades pastorales de su sacerdocio. La celebración de la santa misa, la administración de los sacramentos, la recitación del oficio divino, eran sus más gratas ocupaciones. Se distinguía cada vez más por su recogimiento, su espíritu de oración, su amor a la lectura espiritual. Tales eran las fuentes de que derivaba su fecundo ministerio, que ejerció particularmente con los niños oblatos de la abadía en calidad de vice maestro de novicios.
Así se hace acreedor de la estima de los hombres, que empiezan a reconocer en don Plácido a un verdadero santo. Es austero, sincero y recto; juzga todas las cosas desde el punto de vista de la fe. Su abad puede confiar en él plenamente, y le encomienda una tarea delicada: la restauración de la observancia regular en el monasterio de benedictinas de San Magno de Amelia. Durante un decenio no escatima don Plácido esfuerzo alguno para llevar a buen término esta misión. La lógica sobrenatural que le caracteriza se revela desde el principio de esta reforma: busca ia raíz de la mayor parte de los males, que resulta ser la falta de formación humana y sobrenatural de las religiosas, y la combate eficazmente. Va más adelante, hasta hacer entender a las monjas la perfección del amor que han jurado al Esposo divino. De esta comprensión derivará espontáneamente todo lo demás. Algunos apuntes de sus sermones que han llegado hasta nosotros nos permiten ver cómo realizaba su propósito día tras día. La observancia regular, enseña, por ser el escogido por Dios, es el medio infalible de llegar a la mística unión con Él. Insiste en el amor de Dios: si reconocemos la infinita caridad con que Dios nos ha amado, nos será imposible regatear nuestro amor, y nuestra única actitud será la de corresponder con un amor sin medida.
Esta delicada tarea de reformar un monasterio de monjas, llevada a cabo con éxito, dio a conocer las cualidades nada vulgares que adornaban a don Placido. Sus superiores supieron apreciarlas. A mitad de su tarea le llamaron al monasterio de San Pablo, de Roma. Para que desempeñara, de 1885 a 1887, el cargo de maestro de novicios. En 1895 le encomendaron otra misión mucho más espinosa. De la abadía romana dependía el monasterio-santuario de Farfa, en tiempos uno de los más poderosos de Italia. En Farfa se había creado una situación difícil. Los pocos monjes residentes en aquella dependencia se vieron obligados a trasladarse al cercano castillo de Sanfiano y dejar la custodia del santuario a un sacerdote diocesano. Este sacerdote se mostró inhábil, y el culto y devoción a la Virgen decayeron lastimosamente. Nombrado rector de Farfa, don Plácido se dio con entusiasmo y sin reserva a la obra de reanimar aquel foco de espiritualidad a medio extinguir. Todos los domingos y días festivos, a pesar de las fiebres tercianas que empezaban a acometerle, dejaba la residencia de Sanfiano y se dirigía a Farfa. Dedicaba la mayor parte del día al ministerio sacerdotal; administraba infatigablemente los santos sacramentos y dirigía los actos de piedad de los fieles. Era el servidor de todos. Para todos tenía algo, aunque sólo fuera una buena palabra. Su solicitud por las almas, su caridad jamás desmentida, se hicieron pronto proverbiales en la región. Al fin de la jornada volvía rendido a Sanfiano, donde pasaba el resto de la semana viviendo cual riguroso asceta en soledad, mortificación y oración.
Otras actividades vinieron a juntarse a ésta, a pesar de la poca salud del santo monje. El obispo de la diócesis, conocedor de sus virtudes, le encargó la reforma de las clarisas de Fara. Obediente, don Plácido visitaba este convento dos veces por semana. Y esto durante diez años (1902-1912), sin que jamás se abrieran sus labios para quejarse de lo pesado que le resultaba, dadas sus enfermedades. Al contrario, precisamente porque era costoso, ponía más empeño en convertirse en instrumento apto en manos de Dios y devolver la paz a aquella comunidad religiosa. Su actuación fue eficaz. Porque amaba a las almas con verdadero celo, cortó de raíz los vicios que les impedían su ascensión espiritual. Y por la actitud sincera del siervo de Dios, las monjas reconocieron en él "un pozo de santidad’.
En 1906 fue nombrado confesor extraordinario de otras franciscanas de Fara, conocidas con el nombre de "Sepultadas vivas". En aquel ambiente de penitencia rigurosa pasó horas felices. ¿No era la devoción a la pasión de Cristo el centro mismo de la vida espiritual de don Plácido? Y no sólo se complacía en meditarla y contemplarla, sino que se unía a ella y participaba en los sufrimientos del Salvador, como estas franciscanas, con la práctica de mortificaciones externas, hasta dejar tan maltrecho su pobre cuerpo que ya todas las medicinas resultaron inútiles para devolverle la salud. La santa comunión constituía casi su único alimento. Era un asceta rígido, pero en manera alguna huraño. En cuanto le era posible escondía a los demás su propia austeridad. Con todos siguió siendo afable: su trato era realmente exquisito, modelo de educación. Es que poseía la verdadera humildad, alegre y serena, y adoraba reverentemente a Cristo en cada uno de sus hermanos. Tal es el testimonio de cuantos le trataron. Pero en la vida de relación social, por muy sobrenatural que fuera, no se hallaba don Plácido en su centro. Dios le había comunicado el don de la contemplación, y cada día más se sentía atraído por la soledad, y sus delicias estaban en el trato íntimo con Dios y las cosas divinas. Dejar su celda era para él una verdadera penitencia. ¡Y cuantas veces tenía que hacerlo todos los días! Aceptaba gustoso esa fuente de sacrificios, viendo en la obediencia la voluntad de Dios.
A mediados de 1912 la pequeña comunidad de Sanfiano se estableció en el monasterio de Farfa. Debido al progreso de sus enfermedades, fue don Plácido relevado de la dirección de las clarisas y se habló de proporcionarle un ayudante en la administración del santuario. Contrariamente a los deseos de nuestro monje, se designó para este puesto un religioso extranjero. Rector y vicario eran dos caracteres completamente antitéticos, y pronto surgieron entre ambos graves dificultades que dieron mucho que sufrir a don Plácido. Hombre intransigente, duro, revolucionario, el vicario sólo consiguió con su manera de proceder que los fieles dejaran de frecuentar cada día en mayor número el santuario de la Virgen. Esto era lo que hacía sufrir más a don Plácido, pues, consumido por la enfermedad, no podía remediarlo.
Unido este nuevo tormento a su quebrantada salud, le provoca una depresión tal que termina en un ataque de parálisis. Los médicos juzgan que ha llegado su última hora, pero Dios quiere purificarle por más tiempo. Al cabo de unos días se repone un tanto y lo trasladan al monasterio de San Pablo. Allí se consume lentamente. Su manera de padecer es la del discípulo de la pasión de Cristo. Se siente feliz viendo cómo se cumple una vez más en él lo que tanto había predicado: "El Redentor no ha venido para destruir los dolores de los cristianos, antes bien para elevarlos. Ha dividido con nosotros nuestras penas y las ha cambiado en tesoro para el cielo. Los atribulados en la tierra son, delante de Dios, los predilectos y los más afortunados para la eternidad". Pensamientos como éstos, llenos de esperanza en la definitiva unión con el Padre, los confía a su íntimo confidente don Ildefonso Schuster (el futuro célebre cardenal-arzobispo de Milán), quien tanto los divulgó después.
A primeros de marzo de 1915 tiene otra recaída. Se acerca el día supremo. Antes de llegar a la consumación de su sacrificio participa sacramentalmente del de Cristo, con particular devoción y presentimiento de su última hora en la tierra. El 15 de marzo, al atardecer, don lldefonso entra en su celda. Halla al enfermo solo y moribundo. Así narra su simple muerte: "... Después de haber recitado algunas veces las oraciones rituales de la Commendatio animae, tomé un libro devoto y empecé, junto al lecho, la lectura espiritual. Hacia las diez cesó el estertor de la agonía. La respiración empezó a hacerse más ligera y menos frecuente. Me acerqué temblando a la cabecera de don Plácido, e impartida la absolución sacramental, recité las letanías de la Santísima Virgen. Fue durante esta tierna plegaria cuando la bendita alma de don Plácido abandonó plácidamente el cuerpo y se presentó ante el Señor".
La vida que Dios concedió a don Plácido Riccardi, sin raros acontecimientos externos, exteriormente en la mayoría de los aspectos casi ordinaria, la vivió extraordinariamente; una vida monástica y sacerdotal tan absorta en Dios que poco sabemos de ella. Dominado por la absoluta sinceridad en el seguimiento de Cristo en todo, le siguió, por tanto, en el calvario y en la gloria, donde, glorificando al Padre, con Él celebra la eterna Pascua.
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