Martirologio Romano: En Sanseverino Marche, del Piceno, en Italia, san Pacífico de San Severino, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, preclaro por sus penitencias, amor a la soledad y oración ante el Santísimo Sacramento (1721).
Etimología: Pacífico = manso, humilde. Viene de la lengua latina.
San Pacífico de San Severiano, desde la primera niñez solamente conoció adversidades y que malogró cada uno de sus intentos sucesivos de hacer lo que se proponía.
Huérfano a los cuatro años, pobre, maltratado por los parientes que le acogieron, pareció que iba a encontrar en el claustro lo que el mundo le negaba, y en 1670 ingresó en un convento de franciscanos reformados. Su camino parecía claro, ser profesor de filosofía, pero según él mismo "no se necesitan doctores, sino apóstoles", y pide una ocupación más activa.
Está terminando el siglo XVII, se avecina la gran tormenta de la Ilustración, y será predicador en tareas misionales, hasta que este servicio se le hace imposible por tener los pies hinchados y cubiertos de llagas. ¿Qué va a hacer un apóstol que no puede caminar? Dedicarse a la confesión, pero la sordera absoluta le impide ejercer este ministerio. Un confesor que no puede oír...
Más aún, quedará ciego, ya ni celebrar la misa, ni salir de su celda. Y entonces en este desamparo le falta incluso el consuelo de sus hermanos de religión, y el sacristán y el enfermero que le cuidan le maltratan de palabra y de obra, como acosándole en su último refugio.
Así durante años hasta la muerte, como un nuevo Job, desposeído de todo excepto de paciencia y de amor a Dios, siervo inútil que se santifica por su misma obligada inutilidad.
Etimología: Pacífico = manso, humilde. Viene de la lengua latina.
San Pacífico de San Severiano, desde la primera niñez solamente conoció adversidades y que malogró cada uno de sus intentos sucesivos de hacer lo que se proponía.
Huérfano a los cuatro años, pobre, maltratado por los parientes que le acogieron, pareció que iba a encontrar en el claustro lo que el mundo le negaba, y en 1670 ingresó en un convento de franciscanos reformados. Su camino parecía claro, ser profesor de filosofía, pero según él mismo "no se necesitan doctores, sino apóstoles", y pide una ocupación más activa.
Está terminando el siglo XVII, se avecina la gran tormenta de la Ilustración, y será predicador en tareas misionales, hasta que este servicio se le hace imposible por tener los pies hinchados y cubiertos de llagas. ¿Qué va a hacer un apóstol que no puede caminar? Dedicarse a la confesión, pero la sordera absoluta le impide ejercer este ministerio. Un confesor que no puede oír...
Más aún, quedará ciego, ya ni celebrar la misa, ni salir de su celda. Y entonces en este desamparo le falta incluso el consuelo de sus hermanos de religión, y el sacristán y el enfermero que le cuidan le maltratan de palabra y de obra, como acosándole en su último refugio.
Así durante años hasta la muerte, como un nuevo Job, desposeído de todo excepto de paciencia y de amor a Dios, siervo inútil que se santifica por su misma obligada inutilidad.
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