El joven diácono paseaba triste por el bosque de pinos que rodeaba la gran abadía, pensando en la felicidad de los años pasados y en el aciago porvenir que le esperaba. Casi se echaba a llorar recordando la imagen suave de aquel buen anciano de Tour, el maestro Alcuino, el que le llamaba con el dulce nombre de Mauro, porque le quería como San Benito al más querido de sus discípulos. El maestro anglosajón había sabido penetrar en su alma; había apagado la sed que sentía de ciencia y de amor. Fueron dos años inolvidables aquellos que pasó junto a la basílica de San Martín, oyendo al hombre más sabio de su tiempo, y acaso también el más bueno. ¡Qué lejos estaba ya aquel día en que el santo viejo, con el postrer abrazo, le entregó aquellos dísticos que decían: «Mauro, niño santo de Benito, recoge estos versos, que canta en tu honor la musa de Albino el poeta, mientras su corazón amante te desea, para siempre y en todas partes, que vivas feliz para Dios»!
Luego, el niño santo de Benito volvió a Fulda, su monasterio, donde se guardaba el cuerpo de San Bonifacio, el grande apóstol. En el camino iba pensando: «Ahora Fulda será como Tours, y San Bonifacio no tendrá que envidiar a San Martín. Enseñaremos las Sagradas Escrituras, los poetas antiguos y los antiguos Padres. Los nobles de Germania nos enviarán sus hijos, y de los bosques de Bokonia irradiará la luz de la sabiduría.»
El abad Ratgario recibió aquellos proyectos con una sonrisa burlona. Permitió que se abriese la escuela, pero fruncía el entrecejo cada vez que veía el hormigueo de los escolares. ¿Qué utilidad podía tener todo aquello, escuela, biblioteca y escritorio? Un buen día los copistas, los maestros y los lectores fueron proscritos, y los sueños de Rabano se desvanecieron. Afortunadamente, tenía sus cuadernos de apuntes. En ellos encontraba resumidas las lecciones de Tours, sus lecturas de los Santos Padres y de los autores clásicos. Quedábale el consuelo de leerlos a hurtadillas, en los intervalos de los largos trabajos con que el abad agobiaba a sus monjes, en el silencio de la selva, en el dormitorio, a la pálida luz de la única candela que en el centro ardía... Pero Ratgario lo supo, y también los cuadernos desaparecieron.
La aflicción del pobre monje sólo es comparable con su amor a los libros. Poco antes había escrito al hermano Gerhoch, el hermano clavipotens, el que tenía la llave de la sabiduría, el bibliotecario: «¿Qué podría yo decir en alabanza de los libros que tú guardas, carísimo amigo? En ellos están las palabras santas que Dios envió del Cielo a la tierra y cuanto produjo la sabiduría del mundo a través de los siglos. Busca allí tus delicias y déjate apresar por sus encantos. ¿Qué nos importa el mundo? El mundo pasa, y con él toda su hermosura; pero la palabra de Dios, y el que discretamente la investiga y guarda, permanecerán en la luz para siempre.»
Así cantaba Rabano, y al poco tiempo esa luz se eclipsaba para él. «¿Qué hacer ahora?», preguntábase tristemente, paseando a través del claustro. Una campana vibró en el aire. Era la respuesta. Los quinientos hermanos de Fulda aparecieron como un ejército, y Mauro fue a juntarse con ellos. Hubiérase dicho el hervidero de una colmena. Se oían las voces graves de los que guiaban las yuntas, los golpes de los que picaban las piedras, el martilleo de los herreros, el golpe de las hachas que derribaban los pinos, y los gritos de aliento de los que arrastraban los bloques de piedra hasta el edificio en construcción. Entre los trabajadores paseaba, erguido y severo, el abad. Era un abad singular aquel Dom Ratgario. Consideraba el monasterio como un castillo señorial, a los monjes como vasallos, y a sí mismo como un gran señor. Las letras le hacían daño. Pensaba que ya habían escrito bastante los Santos Padres. Trazó un plan de construcciones locas: torres, claustros, murallas, puentes..., y para realizarlo, en cada monje veía un obrero. Los que no valían para trabajar, enfermos y ancianos, tuvieron que salir de la abadía.
Un hermano escultor acertó a caracterizar admirablemente aquel hermano salvaje en una placa de bronce. Es una figura llena de malicia. En el fondo, el claustro con los primitivos arcos que Ratgario sabía construir; por la puerta aparece un unicornio, un caballo feroz, que con el largo cuerno que lleva en la frente y las pesadas patas, acomete a un montón de ovejas, que huyen delante de él despavoridas; al lado se ve la figura de un hombre que empuña el cayado abacial. No lleva tonsura, sino cabellera espesa y rebelde, y en vez de la cogulla, viste el manto de los centuriones. Al pie se lee esta inscripción: «Imagen del abad Ratgario», que, continuando la ironía sangrienta del artista, podría traducirse: «Ahí tenéis al buen pastor.»
Los monjes trabajaban resignados. Rabase se consolaba haciendo pequeños epigramas, que conservaba como podía. Unas veces eran oraciones inflamadas, otras saludos amistosos o palabras de aliento que dirigía a sus hermanos. El pensamiento de Dios le ayudaba a soportar aquella dura prueba: «¡Oh Dios eterno—decía—, que dispones santísimamente todos los sucesos de este mundo!; por ti está mi alma en un eterno pío. Tú eres mi sostén, mi alabanza, mi amor, mi hermosura y la lumbre clara de mi corazón. Dirige tu mirada hacia este desgraciado, y compadécete del que llora y sufre. He pecado, y por eso vivo lleno de tristeza. Líbrame, ¡oh Invicto!, de estos males, y arroja lejos de mí los crímenes que son causa de las penas de mi alma y los dolores de mi cuerpo.»
Otro motivo de aliento encontraba Rabano en la dulzura de la amistad, en la casta amistad del claustro. ¡Con qué fuerza y, a la vez con qué delicadeza tan pura, tan blanca, sentían aquellos monjes sus inefables ternuras! Mauro cantaba con ingenuo entusiasmo: «Salve, amor fiel, dilección feliz, salve; permanece siempre en el mundo, y en la boca y en el corazón de los hombres. Cuando te canto, hay en mis versos algo que no tenían los de Marón, son mejores que las odas de Horacio mis odas, tengo más palabras que Hornero, y no temo a los rethores cordobeses y africanos; porque tú estrechas encendidos lazos con palabras piadosas y derramas celestes dulzuras en los corazones. Los amigos para quienes Rabano Mauro escribía sus epigramas eran, sobre todo: Eigil, «su preceptor, su pastor, su gloria»; Gerhoch el bibliotecario, con quien le había unido un amor común por los viejos tesoros de la ciencia patrística; el presbítero Samuel, «cuyos cuidados fraternales eran un bálsamo para las aflicciones del poeta», y Aimón, el sabio Aimón, «al que todas las horas miraban las santas lumbres de Dios»; el que con la luz de esas luminarias investigó los hondos secretos de la escritura, como vemos en sus largos y luminosos Comentarios. Samuel era un anciano que no se desdeñaba de acudir en busca de sabiduría a su joven amigo. Éste le amaba como a un padre, y cierto día le envió una cajita de boj con esta inscripción: «Recibe este recuerdo de tu joven devoto. El boj es símbolo de tu canicie, y el interior del consejo de tu corazón. Salud, padre.»
Otro religioso con quien Rabano Mauro más alternaba era el pintor Donoso, a quien en su vejez dedicará un largo poema sobre la vanidad de las cosas humanas. Donoso estaba tan poseído de la excelencia de su arte, que tenía a menos toda otra ocupación, hasta la de los escritores. Con este motivo, Rabano escribió un epigrama saliendo por los fueros de la literatura, no sin caer en el exceso contrario al de su amigo: «No desprecies—le decía—lo vocación altísima del escritor, ni pongas toda tu alma en la pintura. Más vale lo que se escribe en el pergamino que las formas de una imagen vana. Mayor es la belleza que el alma recibe de la escritura, que la que puede hallarse en el arte de las cosas. La escritura nos da la norma perfecta de la salvación y entra en el sentido del hombre con más facilidad que el arte. Éste apenas si da alimento a los ojos; aquélla habla a los ojos y a los oídos acerca de todas las cosas.»
Así fueron deslizándose los días tristes, hasta que uno del 818 llegó un decreto imperial nombrando al anciano Eigil «para que fuese pastor y padre y hermano, según la Regla que con mucha discreción escribió Benito, lleno del Espíritu Santo». Con Eigil vino el reinado de la paz, y los buenos días del santo mártir Bonifacio volvieron a lucir para Fulda. Mauro recobró sus códices, dio cima a su bello poema Sobre las alabanzas de la Santa Cruz, continuó sus comentarios de los santos libros, y, con el corazón lleno de agradecimiento, se postró ante el altar, alabando a Cristo porque lo había escuchado cuando rezaba: «Señor, líbrame de la boca del león y del cuerno del unicornio.» Los ideales antiguos renacieron en su alma, y no pudo contener su gozo cuando le anunciaron que las puertas de Fulda quedaban de nuevo abiertas para todos los que anhelaban la sabiduría...
Rabano era el maestro general. Todo el mundo sabía que, después de la muerte de Alcuino, nadie podía competir con él en conocimientos literarios y científicos. Pronto se supo que en el fondo de Germania había reflorecido todo el saber del patriarca turonense, y, por primera vez, de los países del sol llegaban las juventudes a buscar la luz entre las brumas del Norte; venían de la corte suntuosa, de los monasterios lejanos, de la Italia clásica, de la misma Roma. Y Rabano se sentía feliz contemplando aquella multitud, esperanza de una nueva era; porque allí estaban los maestros de la futura generación, los pastores de los pueblos, los directores de los reyes, los paladines de la verdad, los conservadores de la luz en medio de una sociedad bárbara. Thegan, el historiador de Ludovico Pío; Rodulfo, canciller y cronista; Otfrido, el monje alsaciano, que pasará a la posteridad como uno de los creadores del alemán; Lupo de Ferrieres, gran maestro y discutidor sutil, futuro educador de la juventud francesa; Walafrido Eslabón, el bizco, gran poeta e ilustre escriturista; Fulgencio Godescalco, célebre por sus imprudentes disputas sobre los más altos misterios del dogma y las más arduas cuestiones de la filosofía.
Tales fueron los grandes discípulos de aquella famosa escuela: teólogos, historiadores, poetas, comentaristas y filósofos. Indudablemente, aquel maestro era un gran educador. Las dos grandes secciones de enseñanza eran las Sagradas Escrituras y los clásicos. El estudio de las letras iba acompañado de una sutileza crítica y filológica que apasionaba los espíritus. Levantábanse fogosas controversias sobre cuestiones prosódicas y gramaticales, sobre la interpretación de algún texto escrituristico, o sobre la filosofía aristotélica, que ya entonces se estudiaba en los libros de Porfirio. Para Rabano Mauro, el programa íntegro de la educación se encerraba en aquellas palabras que su maestro Alcuino había dirigido a la comunidad de Fulda: «No perdonéis ni lecciones ni cuidados por formar a la juventud estudiosa en la santa disciplina y en la ciencia católica. Recomendad a los adolescentes la limpieza del cuerpo y del corazón, la confesión frecuente, la constancia en el trabajo de manos y en el esfuerzo intelectual. Que se sometan sin murmurar a los ejercicios del cuerpo, y se entreguen sin vanagloria a los ejercicios de la inteligencia.»
Rabano enseñaba la ciencia juntamente con la piedad, y su enseñanza conseguía ese doble fruto, porque su primer esfuerzo era ganarse el corazón de los discípulos con la bondad de su corazón. De aquí aquel amor respetuoso con que Rodulfo escribió su vida; aquella fidelidad, parecida a la de un viejo dogo, con que le seguía el presbítero Samuel, otro de sus oyentes; aquella confianza con que Lupo le pedia sus eruditos comentarios de San Pablo. Padre bueno llamábale Estrabón, resumiendo el carácter de su magisterio, y él mismo acudió repetidas veces a aquella bondad con una libertad de hijo. Una vez le pedía que le corrigiese una composición; otra vez que le diese un criado, porque su habitación era demasiado grande para uno solo; otra, que se compadeciese de su pobreza y le proporcionase unos zapatos. Y todo se lo decía en verso, como se decían en aquellas escuelas las cosas más vulgares, porque la sutileza de la poesía lo conseguía y lo dominaba todo.
Más tarde, Rabano Mauro, la primera de las ofrendas literarias que la Germania hizo al cristianismo, fue abad de Fulda, arzobispo de Maguncia, consejero en las cortes y padre en los concilios; pero en medio de aquella brillantez engañosa se acordaba con envidia de los días en que sus discípulos le interrumpían a cada instante en sus comentarios bíblicos o en sus escritos litúrgicos. Aquellos años eran los más felices de su vida. Ahora, de cuando en cuando llegaba a sus manos un tratado filosófico, una carta, un poema, la noticia de algún maestro famoso que arrastraba a las juventudes, como él en sus mejores días, y entonces podía exclamar con razón: «No he trabajado en vano.»
Su alma, tan pronta a comunicarse, sentía la añoranza de la soledad. «Yo fui un amador de la celda», pudo decir en su epitafio. Y buena prueba dio de ese amor cuando, abrumado por las solicitudes del mundo, abandonó todas sus dignidades para retirarse a Petersberg. Allí, en la falda de la montaña, se alzaba la blanca ermita del apóstol Pedro, abrigada por las altas copas de los alisos. En ella pasó el maestro cinco años de oración y de estudio. En las largas noches del invierno septentrional, cuando la nieve caía lentamente, blanqueando los árboles oscuros y borrando las sendas, su espíritu caminaba por las sendas brillantes de la verdad, y su mano escribía el mejor de sus libros, aquel que tituló De Universo; el libro de todas las cosas, almacén de todo el saber de su época. Allá, en el fondo del valle, surgían las torres del monasterio, a cuya sombra sus hermanos y amigos militaban para Dios con las armas preclaras de la obediencia. Varias veces durante el día, y una vez a medianoche, volaban de su altura los ecos del bronce, invitando a alabar a Dios; entonces el solitario soltaba los códices y se dirigía al altar, donde se veía a San Pedro sentado majestuosamente con un libro en la mano; y allí, postrado, rezaba el salterio con lágrimas de amor.
En una ermita de la montaña de enfrente rezaba otro monje, en cuya frente se veían las huellas de una lucha tenaz contra la soberbia de la vida: era Ratgario, su antiguo abad.
Luego, el niño santo de Benito volvió a Fulda, su monasterio, donde se guardaba el cuerpo de San Bonifacio, el grande apóstol. En el camino iba pensando: «Ahora Fulda será como Tours, y San Bonifacio no tendrá que envidiar a San Martín. Enseñaremos las Sagradas Escrituras, los poetas antiguos y los antiguos Padres. Los nobles de Germania nos enviarán sus hijos, y de los bosques de Bokonia irradiará la luz de la sabiduría.»
El abad Ratgario recibió aquellos proyectos con una sonrisa burlona. Permitió que se abriese la escuela, pero fruncía el entrecejo cada vez que veía el hormigueo de los escolares. ¿Qué utilidad podía tener todo aquello, escuela, biblioteca y escritorio? Un buen día los copistas, los maestros y los lectores fueron proscritos, y los sueños de Rabano se desvanecieron. Afortunadamente, tenía sus cuadernos de apuntes. En ellos encontraba resumidas las lecciones de Tours, sus lecturas de los Santos Padres y de los autores clásicos. Quedábale el consuelo de leerlos a hurtadillas, en los intervalos de los largos trabajos con que el abad agobiaba a sus monjes, en el silencio de la selva, en el dormitorio, a la pálida luz de la única candela que en el centro ardía... Pero Ratgario lo supo, y también los cuadernos desaparecieron.
La aflicción del pobre monje sólo es comparable con su amor a los libros. Poco antes había escrito al hermano Gerhoch, el hermano clavipotens, el que tenía la llave de la sabiduría, el bibliotecario: «¿Qué podría yo decir en alabanza de los libros que tú guardas, carísimo amigo? En ellos están las palabras santas que Dios envió del Cielo a la tierra y cuanto produjo la sabiduría del mundo a través de los siglos. Busca allí tus delicias y déjate apresar por sus encantos. ¿Qué nos importa el mundo? El mundo pasa, y con él toda su hermosura; pero la palabra de Dios, y el que discretamente la investiga y guarda, permanecerán en la luz para siempre.»
Así cantaba Rabano, y al poco tiempo esa luz se eclipsaba para él. «¿Qué hacer ahora?», preguntábase tristemente, paseando a través del claustro. Una campana vibró en el aire. Era la respuesta. Los quinientos hermanos de Fulda aparecieron como un ejército, y Mauro fue a juntarse con ellos. Hubiérase dicho el hervidero de una colmena. Se oían las voces graves de los que guiaban las yuntas, los golpes de los que picaban las piedras, el martilleo de los herreros, el golpe de las hachas que derribaban los pinos, y los gritos de aliento de los que arrastraban los bloques de piedra hasta el edificio en construcción. Entre los trabajadores paseaba, erguido y severo, el abad. Era un abad singular aquel Dom Ratgario. Consideraba el monasterio como un castillo señorial, a los monjes como vasallos, y a sí mismo como un gran señor. Las letras le hacían daño. Pensaba que ya habían escrito bastante los Santos Padres. Trazó un plan de construcciones locas: torres, claustros, murallas, puentes..., y para realizarlo, en cada monje veía un obrero. Los que no valían para trabajar, enfermos y ancianos, tuvieron que salir de la abadía.
Un hermano escultor acertó a caracterizar admirablemente aquel hermano salvaje en una placa de bronce. Es una figura llena de malicia. En el fondo, el claustro con los primitivos arcos que Ratgario sabía construir; por la puerta aparece un unicornio, un caballo feroz, que con el largo cuerno que lleva en la frente y las pesadas patas, acomete a un montón de ovejas, que huyen delante de él despavoridas; al lado se ve la figura de un hombre que empuña el cayado abacial. No lleva tonsura, sino cabellera espesa y rebelde, y en vez de la cogulla, viste el manto de los centuriones. Al pie se lee esta inscripción: «Imagen del abad Ratgario», que, continuando la ironía sangrienta del artista, podría traducirse: «Ahí tenéis al buen pastor.»
Los monjes trabajaban resignados. Rabase se consolaba haciendo pequeños epigramas, que conservaba como podía. Unas veces eran oraciones inflamadas, otras saludos amistosos o palabras de aliento que dirigía a sus hermanos. El pensamiento de Dios le ayudaba a soportar aquella dura prueba: «¡Oh Dios eterno—decía—, que dispones santísimamente todos los sucesos de este mundo!; por ti está mi alma en un eterno pío. Tú eres mi sostén, mi alabanza, mi amor, mi hermosura y la lumbre clara de mi corazón. Dirige tu mirada hacia este desgraciado, y compadécete del que llora y sufre. He pecado, y por eso vivo lleno de tristeza. Líbrame, ¡oh Invicto!, de estos males, y arroja lejos de mí los crímenes que son causa de las penas de mi alma y los dolores de mi cuerpo.»
Otro motivo de aliento encontraba Rabano en la dulzura de la amistad, en la casta amistad del claustro. ¡Con qué fuerza y, a la vez con qué delicadeza tan pura, tan blanca, sentían aquellos monjes sus inefables ternuras! Mauro cantaba con ingenuo entusiasmo: «Salve, amor fiel, dilección feliz, salve; permanece siempre en el mundo, y en la boca y en el corazón de los hombres. Cuando te canto, hay en mis versos algo que no tenían los de Marón, son mejores que las odas de Horacio mis odas, tengo más palabras que Hornero, y no temo a los rethores cordobeses y africanos; porque tú estrechas encendidos lazos con palabras piadosas y derramas celestes dulzuras en los corazones. Los amigos para quienes Rabano Mauro escribía sus epigramas eran, sobre todo: Eigil, «su preceptor, su pastor, su gloria»; Gerhoch el bibliotecario, con quien le había unido un amor común por los viejos tesoros de la ciencia patrística; el presbítero Samuel, «cuyos cuidados fraternales eran un bálsamo para las aflicciones del poeta», y Aimón, el sabio Aimón, «al que todas las horas miraban las santas lumbres de Dios»; el que con la luz de esas luminarias investigó los hondos secretos de la escritura, como vemos en sus largos y luminosos Comentarios. Samuel era un anciano que no se desdeñaba de acudir en busca de sabiduría a su joven amigo. Éste le amaba como a un padre, y cierto día le envió una cajita de boj con esta inscripción: «Recibe este recuerdo de tu joven devoto. El boj es símbolo de tu canicie, y el interior del consejo de tu corazón. Salud, padre.»
Otro religioso con quien Rabano Mauro más alternaba era el pintor Donoso, a quien en su vejez dedicará un largo poema sobre la vanidad de las cosas humanas. Donoso estaba tan poseído de la excelencia de su arte, que tenía a menos toda otra ocupación, hasta la de los escritores. Con este motivo, Rabano escribió un epigrama saliendo por los fueros de la literatura, no sin caer en el exceso contrario al de su amigo: «No desprecies—le decía—lo vocación altísima del escritor, ni pongas toda tu alma en la pintura. Más vale lo que se escribe en el pergamino que las formas de una imagen vana. Mayor es la belleza que el alma recibe de la escritura, que la que puede hallarse en el arte de las cosas. La escritura nos da la norma perfecta de la salvación y entra en el sentido del hombre con más facilidad que el arte. Éste apenas si da alimento a los ojos; aquélla habla a los ojos y a los oídos acerca de todas las cosas.»
Así fueron deslizándose los días tristes, hasta que uno del 818 llegó un decreto imperial nombrando al anciano Eigil «para que fuese pastor y padre y hermano, según la Regla que con mucha discreción escribió Benito, lleno del Espíritu Santo». Con Eigil vino el reinado de la paz, y los buenos días del santo mártir Bonifacio volvieron a lucir para Fulda. Mauro recobró sus códices, dio cima a su bello poema Sobre las alabanzas de la Santa Cruz, continuó sus comentarios de los santos libros, y, con el corazón lleno de agradecimiento, se postró ante el altar, alabando a Cristo porque lo había escuchado cuando rezaba: «Señor, líbrame de la boca del león y del cuerno del unicornio.» Los ideales antiguos renacieron en su alma, y no pudo contener su gozo cuando le anunciaron que las puertas de Fulda quedaban de nuevo abiertas para todos los que anhelaban la sabiduría...
Rabano era el maestro general. Todo el mundo sabía que, después de la muerte de Alcuino, nadie podía competir con él en conocimientos literarios y científicos. Pronto se supo que en el fondo de Germania había reflorecido todo el saber del patriarca turonense, y, por primera vez, de los países del sol llegaban las juventudes a buscar la luz entre las brumas del Norte; venían de la corte suntuosa, de los monasterios lejanos, de la Italia clásica, de la misma Roma. Y Rabano se sentía feliz contemplando aquella multitud, esperanza de una nueva era; porque allí estaban los maestros de la futura generación, los pastores de los pueblos, los directores de los reyes, los paladines de la verdad, los conservadores de la luz en medio de una sociedad bárbara. Thegan, el historiador de Ludovico Pío; Rodulfo, canciller y cronista; Otfrido, el monje alsaciano, que pasará a la posteridad como uno de los creadores del alemán; Lupo de Ferrieres, gran maestro y discutidor sutil, futuro educador de la juventud francesa; Walafrido Eslabón, el bizco, gran poeta e ilustre escriturista; Fulgencio Godescalco, célebre por sus imprudentes disputas sobre los más altos misterios del dogma y las más arduas cuestiones de la filosofía.
Tales fueron los grandes discípulos de aquella famosa escuela: teólogos, historiadores, poetas, comentaristas y filósofos. Indudablemente, aquel maestro era un gran educador. Las dos grandes secciones de enseñanza eran las Sagradas Escrituras y los clásicos. El estudio de las letras iba acompañado de una sutileza crítica y filológica que apasionaba los espíritus. Levantábanse fogosas controversias sobre cuestiones prosódicas y gramaticales, sobre la interpretación de algún texto escrituristico, o sobre la filosofía aristotélica, que ya entonces se estudiaba en los libros de Porfirio. Para Rabano Mauro, el programa íntegro de la educación se encerraba en aquellas palabras que su maestro Alcuino había dirigido a la comunidad de Fulda: «No perdonéis ni lecciones ni cuidados por formar a la juventud estudiosa en la santa disciplina y en la ciencia católica. Recomendad a los adolescentes la limpieza del cuerpo y del corazón, la confesión frecuente, la constancia en el trabajo de manos y en el esfuerzo intelectual. Que se sometan sin murmurar a los ejercicios del cuerpo, y se entreguen sin vanagloria a los ejercicios de la inteligencia.»
Rabano enseñaba la ciencia juntamente con la piedad, y su enseñanza conseguía ese doble fruto, porque su primer esfuerzo era ganarse el corazón de los discípulos con la bondad de su corazón. De aquí aquel amor respetuoso con que Rodulfo escribió su vida; aquella fidelidad, parecida a la de un viejo dogo, con que le seguía el presbítero Samuel, otro de sus oyentes; aquella confianza con que Lupo le pedia sus eruditos comentarios de San Pablo. Padre bueno llamábale Estrabón, resumiendo el carácter de su magisterio, y él mismo acudió repetidas veces a aquella bondad con una libertad de hijo. Una vez le pedía que le corrigiese una composición; otra vez que le diese un criado, porque su habitación era demasiado grande para uno solo; otra, que se compadeciese de su pobreza y le proporcionase unos zapatos. Y todo se lo decía en verso, como se decían en aquellas escuelas las cosas más vulgares, porque la sutileza de la poesía lo conseguía y lo dominaba todo.
Más tarde, Rabano Mauro, la primera de las ofrendas literarias que la Germania hizo al cristianismo, fue abad de Fulda, arzobispo de Maguncia, consejero en las cortes y padre en los concilios; pero en medio de aquella brillantez engañosa se acordaba con envidia de los días en que sus discípulos le interrumpían a cada instante en sus comentarios bíblicos o en sus escritos litúrgicos. Aquellos años eran los más felices de su vida. Ahora, de cuando en cuando llegaba a sus manos un tratado filosófico, una carta, un poema, la noticia de algún maestro famoso que arrastraba a las juventudes, como él en sus mejores días, y entonces podía exclamar con razón: «No he trabajado en vano.»
Su alma, tan pronta a comunicarse, sentía la añoranza de la soledad. «Yo fui un amador de la celda», pudo decir en su epitafio. Y buena prueba dio de ese amor cuando, abrumado por las solicitudes del mundo, abandonó todas sus dignidades para retirarse a Petersberg. Allí, en la falda de la montaña, se alzaba la blanca ermita del apóstol Pedro, abrigada por las altas copas de los alisos. En ella pasó el maestro cinco años de oración y de estudio. En las largas noches del invierno septentrional, cuando la nieve caía lentamente, blanqueando los árboles oscuros y borrando las sendas, su espíritu caminaba por las sendas brillantes de la verdad, y su mano escribía el mejor de sus libros, aquel que tituló De Universo; el libro de todas las cosas, almacén de todo el saber de su época. Allá, en el fondo del valle, surgían las torres del monasterio, a cuya sombra sus hermanos y amigos militaban para Dios con las armas preclaras de la obediencia. Varias veces durante el día, y una vez a medianoche, volaban de su altura los ecos del bronce, invitando a alabar a Dios; entonces el solitario soltaba los códices y se dirigía al altar, donde se veía a San Pedro sentado majestuosamente con un libro en la mano; y allí, postrado, rezaba el salterio con lágrimas de amor.
En una ermita de la montaña de enfrente rezaba otro monje, en cuya frente se veían las huellas de una lucha tenaz contra la soberbia de la vida: era Ratgario, su antiguo abad.
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