El siglo XIII dio a la Iglesia dos figuras femeninas cuya santidad fue en parte el resultado de una amistad profunda. Este es el motivo que las une aquí. Son Matilde de Hackeborn y Gertrudis, llamada la Magna, cuya ascendencia nos es desconocida. Las dos pertenecen al monasterio de Helfta, en el norte de Alemania. Las dos ingresaron niñas en el convento.
En aquella centuria en que el problema del saber iba ocupando un primer plano cada vez más definido en la tabla de los valores humanos, las hijas de las familias nobles, dirigentes de entonces, eran enviadas a monasterios femeninos para ser educadas en las artes liberales y en las reglas de la cortesía francesa, que la moda de entonces imponía.
Ya durante el siglo anterior se había ido extendiendo la idea del monasterio-asilo. Todavía muy jóvenes, las niñas eran entregadas por sus padres al monasterio, al cual se consideraban obligados a corresponder con una dote en nombre de la hija. En cierto sentido ellos creían haber asegurado así para ella una mansión temporal y eterna. Estas ideas obscurecían el verdadero sentido de la vocación.
Fue así como entró la relajación en los monasterios femeninos. Puede ser considerado producto natural de una nobleza que, al mismo tiempo que defendía una posición en la vida, buscaba asegurarse el favor de Dios.
El monacato atravesaba una crisis grave. Y el pueblo se hacía eco de ella. Escandalizado por las costumbres mundanas de los que no debían ser del mundo, por el ansia desmedida de riquezas que contemplaban en los monjes y en el clero, sufría ante este espectáculo.
Pero, una vez más, la Iglesia, contra la que no prevalecen las puertas del infierno, sacó de entre sus cenizas nueva vida espiritual para sus hijos.
Muy a principios de siglo, Santo Domingo, español, de los Guzmanes, y San Francisco, "el enamorado de la dama pobreza", se levantaron en nombre de Dios "por una Iglesia mejor". Y con su vida austera dieron el gran ejemplo que el clero y la vida monacal de entonces necesitaban. Intelectualmente bien preparados, los dominicos se entregaron de lleno a la guía de almas.
Llegaron a Helfa, marcando con su espíritu nuevo una nueva etapa de espiritualidad en aquel monasterio, que, por lo demás, ya atrapa la atención de los que lo rodeaban por la santidad poco común de sus monjas.
Por una especial providencia de Dios, gobernó el monasterio durante cuarenta años la abadesa Gertrudis de Hackeborn, de espíritu recio y grandes cualidades de educadora, con una decidida aspiración a la santidad, que intentó imprimir en sus súbditas.
Allí llegaron nuestras dos Santas: una, Matilde, hermana de la abadesa, a los siete años, y la otra, Gertrudis, de familia desconocida y probablemente humilde, a los cinco años de edad. Encontraron un ambiente propicio para la perfección, a la que se entregaron con sinceridad total.
Matilde fue maestra de la escuela monacal; Gertrudis fue algo más sencillo; fue una monja sin más título que su espléndida santidad y entrega total a Cristo. El Maestro correspondió por su parte a esta exquisita generosidad mostrándosele en visiones místicas y revelaciones. Pero no hay que olvidar que a estas gracias del Señor precedió con seguridad una época de gran purificación en estas dos mujeres, de esfuerzo personal constante, de fidelidad exquisita a Jesucristo. De un seguir adelante "a pesar de". El que esas luchas no hayan llegado descritas hasta nosotros es en cierto aspecto natural en la mentalidad de la Edad Media, más dispuesta a dejarse deslumbrar por lo portentoso que por lo sencillo y oscuro. Hay que considerar, además, que los testimonios que de estas dos Santas han llegado hasta nosotros son noticias dadas por ellas mismas. Es lógico concluir que consideraron más interesante dar testimonio de Cristo y sus revelaciones que de su lucha ascética.
Tampoco de sus vidas sabemos mucho. Matilde nació en 1242 y murió en 1299. Tenía veinte años cuando llegó Gertrudis al monasterio, quien, quince años más joven, murió en 1302.
Matilde fue directora de estudios de la niña. Tanto Matilde como la abadesa percibieron rápidamente las cualidades intelectuales extraordinarias de la pequeña discípula. Y ambas se esmeraron en cultivar su inteligencia con el estudio de las artes liberales y divinas. Así preparada, Gertrudis llegó a ser la amanuense de su propia maestra. Durante la larga enfermedad que el Señor envió a Matilde, ella fue escribiendo en secreto las confidencias de la monja sobre su extraordinaria intimidad con Jesucristo. A través y con motivo del año litúrgico, el Señor se iba entregando a aquella alma, dándole a conocer la intensidad del amor de su corazón. Los favores y revelaciones recibidos por Matilde quedaron así expresados por Santa Gertrudis en un libro deliciosamente ingenuo llamado Libro de la gracia especial. También Gertrudis fue favorecida a los veinticinco años con la gracia de las revelaciones de Cristo. Por deseo expreso de Jesús nos las legó en su libro El embajador de la divina piedad.
Es un mensaje común el que Cristo dio a estas dos monjas benedictinas.
Las dos penetraron finamente el misterio de Dios hecho hombre. A través de sus revelaciones, el amor de Dios llega palpitante y vivo hasta nosotros. Ellas recibieron la gracia de comprender mejor cuál es "la anchura y longitud, la altura y profundidad de este misterio" (Eph. 3,18).
Su papel ha sido hermoso. En aquellos momentos de debilidad espiritual y tibieza en el monacato, ellas acercaron el corazón del hombre al corazón de Dios. Y dieron a conocer el poder casi infinito que el amor da al alma sobre ese corazón: "Discurría (Matilde) en una ocasión sobre el poder del amor divino, que, arrancando a Cristo del seno del Padre, le abajó al seno de su Madre, y el Señor le dice: "Heme aquí a discreción de tu alma como cautivo tuyo para que hagas de mí cuanto te plazca, y yo, como cautivo que nada puede más que lo preceptuado por su dueño, estaré a merced de tu querer" (Libro de la gr. esp., c.31).
De esta nueva categoría de valores en la vida espiritual surgió el principio de la devoción al Corazón de Cristo, símbolo definitivo del amor.
Una corriente de vitalidad se extendió por el monasterio y sus alrededores, pues la santidad de estas dos mujeres llamó pronto la atención de los que visitaban el convento. Los dominicos, los santos de entonces, con su prestigio, defendieron las teorías místicas que sobre el Corazón de Jesús sostenían aquellas benedictinas.
Hoy, refrendadas sus revelaciones por las que Cristo hizo a Santa Margarita María, corresponde a estas dos mujeres un puesto importante en la espiritualidad de la Iglesia, que desea, por su intercesión, que sus hijos lleguemos también "a conocer aquel amor de Cristo que sobrepuja a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios" (Eph. 3,19).
En aquella centuria en que el problema del saber iba ocupando un primer plano cada vez más definido en la tabla de los valores humanos, las hijas de las familias nobles, dirigentes de entonces, eran enviadas a monasterios femeninos para ser educadas en las artes liberales y en las reglas de la cortesía francesa, que la moda de entonces imponía.
Ya durante el siglo anterior se había ido extendiendo la idea del monasterio-asilo. Todavía muy jóvenes, las niñas eran entregadas por sus padres al monasterio, al cual se consideraban obligados a corresponder con una dote en nombre de la hija. En cierto sentido ellos creían haber asegurado así para ella una mansión temporal y eterna. Estas ideas obscurecían el verdadero sentido de la vocación.
Fue así como entró la relajación en los monasterios femeninos. Puede ser considerado producto natural de una nobleza que, al mismo tiempo que defendía una posición en la vida, buscaba asegurarse el favor de Dios.
El monacato atravesaba una crisis grave. Y el pueblo se hacía eco de ella. Escandalizado por las costumbres mundanas de los que no debían ser del mundo, por el ansia desmedida de riquezas que contemplaban en los monjes y en el clero, sufría ante este espectáculo.
Pero, una vez más, la Iglesia, contra la que no prevalecen las puertas del infierno, sacó de entre sus cenizas nueva vida espiritual para sus hijos.
Muy a principios de siglo, Santo Domingo, español, de los Guzmanes, y San Francisco, "el enamorado de la dama pobreza", se levantaron en nombre de Dios "por una Iglesia mejor". Y con su vida austera dieron el gran ejemplo que el clero y la vida monacal de entonces necesitaban. Intelectualmente bien preparados, los dominicos se entregaron de lleno a la guía de almas.
Llegaron a Helfa, marcando con su espíritu nuevo una nueva etapa de espiritualidad en aquel monasterio, que, por lo demás, ya atrapa la atención de los que lo rodeaban por la santidad poco común de sus monjas.
Por una especial providencia de Dios, gobernó el monasterio durante cuarenta años la abadesa Gertrudis de Hackeborn, de espíritu recio y grandes cualidades de educadora, con una decidida aspiración a la santidad, que intentó imprimir en sus súbditas.
Allí llegaron nuestras dos Santas: una, Matilde, hermana de la abadesa, a los siete años, y la otra, Gertrudis, de familia desconocida y probablemente humilde, a los cinco años de edad. Encontraron un ambiente propicio para la perfección, a la que se entregaron con sinceridad total.
Matilde fue maestra de la escuela monacal; Gertrudis fue algo más sencillo; fue una monja sin más título que su espléndida santidad y entrega total a Cristo. El Maestro correspondió por su parte a esta exquisita generosidad mostrándosele en visiones místicas y revelaciones. Pero no hay que olvidar que a estas gracias del Señor precedió con seguridad una época de gran purificación en estas dos mujeres, de esfuerzo personal constante, de fidelidad exquisita a Jesucristo. De un seguir adelante "a pesar de". El que esas luchas no hayan llegado descritas hasta nosotros es en cierto aspecto natural en la mentalidad de la Edad Media, más dispuesta a dejarse deslumbrar por lo portentoso que por lo sencillo y oscuro. Hay que considerar, además, que los testimonios que de estas dos Santas han llegado hasta nosotros son noticias dadas por ellas mismas. Es lógico concluir que consideraron más interesante dar testimonio de Cristo y sus revelaciones que de su lucha ascética.
Tampoco de sus vidas sabemos mucho. Matilde nació en 1242 y murió en 1299. Tenía veinte años cuando llegó Gertrudis al monasterio, quien, quince años más joven, murió en 1302.
Matilde fue directora de estudios de la niña. Tanto Matilde como la abadesa percibieron rápidamente las cualidades intelectuales extraordinarias de la pequeña discípula. Y ambas se esmeraron en cultivar su inteligencia con el estudio de las artes liberales y divinas. Así preparada, Gertrudis llegó a ser la amanuense de su propia maestra. Durante la larga enfermedad que el Señor envió a Matilde, ella fue escribiendo en secreto las confidencias de la monja sobre su extraordinaria intimidad con Jesucristo. A través y con motivo del año litúrgico, el Señor se iba entregando a aquella alma, dándole a conocer la intensidad del amor de su corazón. Los favores y revelaciones recibidos por Matilde quedaron así expresados por Santa Gertrudis en un libro deliciosamente ingenuo llamado Libro de la gracia especial. También Gertrudis fue favorecida a los veinticinco años con la gracia de las revelaciones de Cristo. Por deseo expreso de Jesús nos las legó en su libro El embajador de la divina piedad.
Es un mensaje común el que Cristo dio a estas dos monjas benedictinas.
Las dos penetraron finamente el misterio de Dios hecho hombre. A través de sus revelaciones, el amor de Dios llega palpitante y vivo hasta nosotros. Ellas recibieron la gracia de comprender mejor cuál es "la anchura y longitud, la altura y profundidad de este misterio" (Eph. 3,18).
Su papel ha sido hermoso. En aquellos momentos de debilidad espiritual y tibieza en el monacato, ellas acercaron el corazón del hombre al corazón de Dios. Y dieron a conocer el poder casi infinito que el amor da al alma sobre ese corazón: "Discurría (Matilde) en una ocasión sobre el poder del amor divino, que, arrancando a Cristo del seno del Padre, le abajó al seno de su Madre, y el Señor le dice: "Heme aquí a discreción de tu alma como cautivo tuyo para que hagas de mí cuanto te plazca, y yo, como cautivo que nada puede más que lo preceptuado por su dueño, estaré a merced de tu querer" (Libro de la gr. esp., c.31).
De esta nueva categoría de valores en la vida espiritual surgió el principio de la devoción al Corazón de Cristo, símbolo definitivo del amor.
Una corriente de vitalidad se extendió por el monasterio y sus alrededores, pues la santidad de estas dos mujeres llamó pronto la atención de los que visitaban el convento. Los dominicos, los santos de entonces, con su prestigio, defendieron las teorías místicas que sobre el Corazón de Jesús sostenían aquellas benedictinas.
Hoy, refrendadas sus revelaciones por las que Cristo hizo a Santa Margarita María, corresponde a estas dos mujeres un puesto importante en la espiritualidad de la Iglesia, que desea, por su intercesión, que sus hijos lleguemos también "a conocer aquel amor de Cristo que sobrepuja a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios" (Eph. 3,19).
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