Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, cual guerrero implacable sobre una tierra condenada al exterminio; empuñaba la espada afilada de tu decreto irrevocable, se detuvo y todo lo llenó de muerte, mientras tocaba el cielo, pisoteaba la tierra.
Toda la creación, obediente a tus órdenes, cambió radicalmente su misma naturaleza, para guardar incólumes a tus hijos.
Se vio una nube que daba sombra al campamento, la tierra firme que emergía donde antes había agua, el mar Rojo convertido en un camino practicable y el oleaje impetuoso en una verde llanura, por donde pasaron en masa los protegidos por tu mano, contemplando prodigios admirables Pacían como caballos, y retozaban como corderos, alabándote a ti, Señor, su libertador.
En aquel tiempo, Jesús, dijo a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer.
«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle:
“Hazme justicia frente a mi adversario”.
Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo:
“Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viviendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió:
«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el
Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Palabra del Señor.
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