Primero se reveló el sabio, el sucesor de Gerberto y de — Hermán Contracto, el hombre apasionado de los viejos códices, de las experiencias científicas, de los números y de las máquinas. Nacido en un hogar humilde de Baviera, crece en el monasterio de San Emerano de Ratisbona, cantando en el coro monacal, escuchando con avidez en la escuela y practicando desde niño todos los deberes de la observancia. Antes de figurar en el número de los restauradores de la disciplina, ocupará un puesto distinguido entre los más ilustres promotores de la ciencia. Era la ciencia, más que las letras, el campo preferido de su actividad. Estudió, naturalmente, el trivio, y llegó a ser buen retórico, buen gramático y buen dialéctico; pero en las artes del cuatrivio, en la astronomía, en la geometría, en la música y en la aritmética, no había quien le igualase después que murieron los grandes maestros de Reims, de Arezzo y de Reichenau. Se le veía rodeado de rombos, pirámides, plomadas, esteras, manipulando con el monocordio, adaptando y sujetando tubos, alambres, ruedas y tornillos. Observaba los astros, hacía notables experiencias, disputada de las más sutiles cuestiones filosóficas y construía multitud de instrumentos y aparatos científicos. «Muchos son—decía luego a un monje de la abadía de San Emerano—los monumentos de su ingenio que aquí dejó, pero merece especial mención un reloj natural, a manera de hemisferio celeste. Enseñó, además, a descubrir de una manera sencilla los equinoccios y los solsticios y el estado del mundo en cualquier momento dado. En cuanto al cálculo y a la música, hizo observaciones que llenaron de admiración a sus contemporáneos.»
Según esta cita, puede considerarse a San Guillermo como el inventor de los relojes mecánicos. No podemos apreciar otras de sus novedades científicas, pues se han perdido los apuntes geométricos y astronómicos que escribió; pero aún conservamos un libro suyo que le coloca entre los mejores tratadistas musicales de la Edad Media. Son las instancias de un discípulo suyo las que le mueven a escribir, como nos insinúa él mismo en el prólogo. «Muy difícil—dice—es eso que me pides; pero porque manejas tan fuertemente la brida del amor, me lanzaré, aunque sea por las montañas, dispuesto a resbalar y caer, antes que a volver atrás. Invoquemos, pues, el nombre de Jesús, y bajo su dirección pongámonos en camino.» Guillermo se revela al mismo tiempo como un maestro en la teoría y en la práctica. Compone y enseña; recoge la doctrina de los antiguos y la enriquece con su propia observación. Este es el objeto de su tratado: resumir, aclarar, completar y explicar las obras que acerca de la música corrían en las escuelas medievales. Entre los antiguos, se inspira, sobre todo, en Boecio; entre los modernos, prefiere al hombre que por aquellos días revolucionaba los monasterios y catedrales de la cristiandad, Guido de Arezzo. Cuando Guillermo empezaba a estudiar en las cercanías del Rin, Guido descubría la gama musical en las orillas del Po. A pesar de su sencillez prodigiosa, el nuevo arte fue recibido con desconfianza, o; mejor aún, con hostilidad. Eran muchos los que preferían el vinagre revuelto a los dorados y chispeantes vinos, según la expresión del inventor. Y añadía: «No hay en nuestros tiempos hombres más fatuos que los cantores. Si, como ellos creen, el cantar consistiese únicamente en dar voces sin ton ni son, tendríamos que preferir los asnos a los ruiseñores; pero ya estamos acostumbrados a ver la caridad pisoteada por la envidia, que es tan frecuente entre los hombres de nuestra profesión.» En medio de la oposición general, Guillermo comprende el valor práctico, la originalidad y las enormes posibilidades que se encuentran en el nuevo método. El monje italiano es, en su sentir, la luz que ha disipado las tinieblas de errores y necedades; le sigue, le comenta y le cita con la misma veneración que a Boecio.
Pero este sabio, este ingenioso manipulador de retortas y tablas de cómputo, este investigador inquieto de los misterios de la Naturaleza, era más todavía: un explorador infatigable de los caminos de la vida interior. En la Naturaleza buscaba al Autor de la Naturaleza, y en la armonía un medio para levantar el alma hasta el origen de los números eternos. «Despreciando las alabanzas de los hombres—dice su biógrafo—, ponía todos sus esfuerzos en agradar a Dios.» Libre de toda ambición, enseñaba sencillamente a sus hermanos lo que sabía, pidiendo a Dios que le dejase ser siempre un simple monje, y conservar el espíritu de un simple monje. Pero Dios había dispuesto otra cosa: sin él haberlo imaginado, cuando su vida se acercaba a la vejez, los monjes de Hirsau, en la Selva Negra, le sacaron de su retiro y le pusieron al frente de la abadía. Esto era en 1069.
Desde entonces el hombre de ciencia se oculta para dejar paso al reformador. La reforma monástica, iniciada por Cluny, seguía avanzando, y Guillermo va a ser uno de sus más eficaces propagadores. Empieza por su monasterio. Hirsau quedó pronto convertido en un espejo del ideal evangélico: sus doscientos monjes celebran la alabanza divina con gravedad y magnificencia; sus escuelas se hacen famosas por la sabiduría de sus maestros; sus copistas llenan de libros todos los monasterios del Rin; reina el orden, la observancia y el trabajo. Ha aparecido una nueva institución: la de los hermanos legos. Guillermo, reuniendo a los antiguos familiares del monasterio, les ha puesto un hábito, les ha obligado a una observancia menos rigurosa que la de los monjes, y los ha destinado al servicio material de la abadía. El reformador busca por todas partes las costumbres que mejor interpretan la Regla benedictina. «Nuestro anhelo—dice—es imitar a los hombres más santos que han florecido en este instituto.» Ama, sobre todo, el espíritu de Cluny, y admira a San Hugo, su gran abad; pero sabe armonizar todas sus observancias en un conjunto vigoroso y original, en que infunde la savia del espíritu germánico. Guillermo le fija en sus dos libros de Las costumbres hirsaugíenses, uno de los documentos que mejor nos descubren la vida interna de los monasterios medievales. Ante todo, observamos un ambiente de rigidez militar. San Guillermo era un hombre minucioso, que sentía la necesidad de regular todos los gestos, todas las miradas, todos los movimientos de sus monjes. Busca en los hombres la misma exactitud que antes buscaba en los cómputos. Mide todas las inclinaciones que se deben hacer en el coro, la longitud de los pasos en el andar, la fuerza de la voz; determina la posición de los pies y de las manos, y precisa todos los detalles de la actitud del monje, cuando anda, cuando se sienta, cuando duerme o cuando está de pie. El monje sabe que, al levantarse, lo primero que debe hacer es ponerse la cogulla sentado en la cama; que luego se pone en pie y se termina de vestir; que no ha de olvidarse de coger el cuchillo y atarle a su ceñidor; que a continuación debe bajar al claustro para lavarse las manos, y, si quiere, la cara, para peinarse y para recibir la aspersión del agua bendita. La Regla le dice también que cuando está delante del abad, debe tener los dos pies juntos; que nunca puede saltar por encima de un objeto que se encuentre a su paso; que cuando se sienta en el claustro para leer, debe hacer una inclinación a los que leen cerca de él, y recoger un poco la túnica, de suerte que deje al descubierto los pies.
Los hermanos vigilantes recorren sin cesar el monasterio para ver si se observan todas estas prescripciones. Los culpables son delatados delante de la asamblea de la comunidad, y allí reciben el castigo. Es frecuente lo que se llama la pena del juicio: el reo, desnudas las espaldas, se postra en tierra y recibe los azotes, que deben ser suaves al principio, aumentando progresivamente en dureza según disposición del abad. El rebelde es castigado con el cepo, con las cadenas y con la cárcel. La cárcel no tiene puertas ni ventanas, siendo necesaria una escalera para entrar en ella. San Guillermo no condena al monje a un perpetuo mutismo; pero exige un silencio riguroso fuera de las horas destinadas al recreo. Una sola palabra en el refectorio, en la cocina, en el dormitorio o en la iglesia es castigada con la pena del juicio. Lo que sea indispensable debe decirse por medio de signos. Hay signos para toda clase de objetos: peces, legumbres, diversas clases de pan, de frutas, de comidas, de herramientas, de vasos, de edificios, de esencias, de ritos, de personas y de libros. Para pedir un libro se extiende una mano y se la mueve como para pasar una hoja; para pedir una obra profana, al signo general se añade el gesto de tocar la oreja con el dedo, «como el perro cuando se rasca con el pie, pues no sin razón podemos comparar a un pagano con ese animal».
Este legislador escrupuloso y austero era el hombre más sencillo, humilde y piadoso. Jamás consentía que en el altar le pusiesen ornamentos de oro o de cualquier otro material precioso. No podía ver que los monjes y los vasallos se postrasen delante de él para besarle los pies o las rodillas, según el uso del tiempo, y si no fuera por algunos ancianos de la comunidad, hubiera suprimido esta costumbre. «Se le veía siempre—dice un discípulo suyo—al frente del coro monacal, gimiendo y llorando, levantando los ojos y el corazón a Dios, y rogando por cada uno de los suyos. Si en la mesa le servían un plato especial, mandaba que se le llevasen a un enfermo. Tenía, sobre todo, una gran virtud, que es raro encontrar en los hombres poderosos, y es que si alguno le hacía una advertencia, la recibía como un aviso del Cielo. Amaba a todos los hombres, pero sobre todo a los desgraciados. No hubo pobre que se acercase a él sin marchar rico de alegría y hasta de dinero; se le veía recorriendo las aldeas para visitar a los enfermos y a los miserables; recibía bondadoso a todos los importunos, sin que nada pudiese fatigar su paciencia. Los mismos animales experimentaron la bondad inagotable de su corazón.»
Hubo un invierno más crudo, en que, día tras día; el cielo amanecía cubierto de una capa de plomo y la tierra vestida de una capa de nieve. Un pájaro vino a morir una mañana en la cámara abacial. El abad le vio, y creyó que aún podría volverle a la vida; pero estaba ya frío. Inmediatamente llamó a su mayordomo y le dijo:
—Los pájaros se mueren de hambre, y tenemos que mirar por ellos, porque también ellos son criaturas de Dios. Busca todos los manojos de avena que haya en casa, y colócalos alrededor del monasterio, sobre la cerca.
—Señor—respondió el monje—, no tenemos ni un solo manojo de avena.
—Habrá, sin embargo, de trigo—replicó el abad.
—Sí—dijo el mayordomo—, de trigo hay todavía bastantes.
—Pues vende éstos—ordenó el santo—, para comprar de los otros. Y date prisa, porque el tiempo no tiene traza de cambiar.
Aquel día todos los pájaros de la comarca se dieron cita en torno a la abadía de Hirsau. El abad bajó al jardín para verlos zambullirse alegres en las gavillas secas, y las avecillas le mostraban su agradecimiento piando y revoloteando a su alrededor.
Lo mismo que a los pájaros, Guillermo atraía a las almas y las ofrecía un refugio en su casa. Alemania ardía entonces en guerra, la guerra famosa de las investiduras, Gregorio VII, que tuvo siempre en Hirsau el centro más poderoso de su programa de reforma en las regiones del Rin y del Danubio, encontró ahora en su abad el auxiliar más decidido, el partidario más entusiasta. Y tal era el prestigo de Guillermo, que aunque todos sabían que su monasterio era la cindadela del papado en Alemania, ninguno de los cismáticos se atrevió a molestarle. Los monjes fugitivos, los obispos desterrados, los abades y los castellanos despojados por su fidelidad a Roma, el mismo legado del Pontífice, encontraban en Hirsau un asilo que las armas de Enrique IV no se atrevían a violar. La misma actividad de Guillermo parecía garantizada de toda violencia. Su ideal monástico empezaba a propagarse por todo el Imperio. Sin acobardarse por el ruido de las armas, el austero reformador pasaba de Baviera a Austria, de Suavia a Franconia, restaurando aquí un monasterio arruinado, allí levantando otro de nueva planta, más lejos restableciendo el rigor de la disciplina. Y a donde él no podía llegar, enviaba a sus discípulos: albañiles, arquitectos, escultores, decoradores, copistas y gramáticos. «Atraídos por su fama—dice el biógrafo—y por el prestigio de su elocuencia, los pueblos corrían hacia él como hacia el buen olor de Cristo; y él a todos los encendía en el amor de la vida celeste con su palabra y con su ejemplo.» Su voz fuerte y viril dominaba las multitudes; la suavidad de su palabra cautivaba los corazones, y si halagaba a los hombres cultos por la sutileza y la elegancia, a los ignorantes los arrastraba por la gracia de su bondad. En su mismo cuerpo veían sus contemporáneos como un vaso precioso, digno de contener la esencia de todas las virtudes: procer estatura, frente ancha, cabeza calva, rostro alargado y pálido, dedos largos, finos y de color de cera. Una bella figura, donde se reflejaban las luces de la inteligencia y las victorias del ascetismo. De la flexibilidad de su ingenio es buena prueba la facilidad con que supo adaptarse a las exigencias más variadas de la vida.
Repentinamente, el sabio se había transformado en gobernante, el gobernante en constructor y reformador, el reformador en apóstol; y lo fue todo de una manera eminente. En veinte años había realizado una obra prodigiosa, primero entre los libros y las máquinas, después en medio del coro monacal, en lo alto de los andamies, en las chozas de los labriegos, en las plazas y en los castillos; dispuesto más a sucumbir bajo la carga, como él decía, antes que a dar un paso atrás.
Esta energía alienta en él hasta su última hora. Casi agotado, se arrastra penosamente hasta el coro para seguir presidiendo y bendiciendo; aún ofrece el sacrificio de la misa, sostenido por dos monjes, y se hace llevar al capítulo para recordarles en pocas palabras la doctrina que les había predicado durante muchos años: ante todo, el amor de Dios; después, el celo por la observancia, la caridad fraterna, la práctica de la hospitalidad y el ejercicio de la limosna. «Hay una cosa—añadió—que nunca me ha dejado descansar tranquilo, y que me ha hecho derramar muchas lágrimas: ha habido con vosotros algunos hermanos que vivían según la prudencia de la carne, y me turbaban con sus palabras y se oponían a los consejos de la santa simplicidad; pero Dios los ha separado de nosotros y los ha arrojado del claustro. Por lo demás, pongo por testigo al Señor, que siempre me porté con vosotros sincera y benignamente. Este es el último capítulo: recoged la última recomendación del padre: conservad inviolablemente la unidad de la Iglesia, y permaneced en una amorosa obediencia a la Sede Apostólica.» Después se hizo llevar al oratorio de la Santísima Virgen, y delante del altar recibió los últimos sacramentos. Al verle morir, decían sus discípulos: «El fin de un hombre justo no puede llamarse muerte; es una transmigración, porque pasa de la tierra al Cielo, de la mortalidad a la inmortalidad.»
Según esta cita, puede considerarse a San Guillermo como el inventor de los relojes mecánicos. No podemos apreciar otras de sus novedades científicas, pues se han perdido los apuntes geométricos y astronómicos que escribió; pero aún conservamos un libro suyo que le coloca entre los mejores tratadistas musicales de la Edad Media. Son las instancias de un discípulo suyo las que le mueven a escribir, como nos insinúa él mismo en el prólogo. «Muy difícil—dice—es eso que me pides; pero porque manejas tan fuertemente la brida del amor, me lanzaré, aunque sea por las montañas, dispuesto a resbalar y caer, antes que a volver atrás. Invoquemos, pues, el nombre de Jesús, y bajo su dirección pongámonos en camino.» Guillermo se revela al mismo tiempo como un maestro en la teoría y en la práctica. Compone y enseña; recoge la doctrina de los antiguos y la enriquece con su propia observación. Este es el objeto de su tratado: resumir, aclarar, completar y explicar las obras que acerca de la música corrían en las escuelas medievales. Entre los antiguos, se inspira, sobre todo, en Boecio; entre los modernos, prefiere al hombre que por aquellos días revolucionaba los monasterios y catedrales de la cristiandad, Guido de Arezzo. Cuando Guillermo empezaba a estudiar en las cercanías del Rin, Guido descubría la gama musical en las orillas del Po. A pesar de su sencillez prodigiosa, el nuevo arte fue recibido con desconfianza, o; mejor aún, con hostilidad. Eran muchos los que preferían el vinagre revuelto a los dorados y chispeantes vinos, según la expresión del inventor. Y añadía: «No hay en nuestros tiempos hombres más fatuos que los cantores. Si, como ellos creen, el cantar consistiese únicamente en dar voces sin ton ni son, tendríamos que preferir los asnos a los ruiseñores; pero ya estamos acostumbrados a ver la caridad pisoteada por la envidia, que es tan frecuente entre los hombres de nuestra profesión.» En medio de la oposición general, Guillermo comprende el valor práctico, la originalidad y las enormes posibilidades que se encuentran en el nuevo método. El monje italiano es, en su sentir, la luz que ha disipado las tinieblas de errores y necedades; le sigue, le comenta y le cita con la misma veneración que a Boecio.
Pero este sabio, este ingenioso manipulador de retortas y tablas de cómputo, este investigador inquieto de los misterios de la Naturaleza, era más todavía: un explorador infatigable de los caminos de la vida interior. En la Naturaleza buscaba al Autor de la Naturaleza, y en la armonía un medio para levantar el alma hasta el origen de los números eternos. «Despreciando las alabanzas de los hombres—dice su biógrafo—, ponía todos sus esfuerzos en agradar a Dios.» Libre de toda ambición, enseñaba sencillamente a sus hermanos lo que sabía, pidiendo a Dios que le dejase ser siempre un simple monje, y conservar el espíritu de un simple monje. Pero Dios había dispuesto otra cosa: sin él haberlo imaginado, cuando su vida se acercaba a la vejez, los monjes de Hirsau, en la Selva Negra, le sacaron de su retiro y le pusieron al frente de la abadía. Esto era en 1069.
Desde entonces el hombre de ciencia se oculta para dejar paso al reformador. La reforma monástica, iniciada por Cluny, seguía avanzando, y Guillermo va a ser uno de sus más eficaces propagadores. Empieza por su monasterio. Hirsau quedó pronto convertido en un espejo del ideal evangélico: sus doscientos monjes celebran la alabanza divina con gravedad y magnificencia; sus escuelas se hacen famosas por la sabiduría de sus maestros; sus copistas llenan de libros todos los monasterios del Rin; reina el orden, la observancia y el trabajo. Ha aparecido una nueva institución: la de los hermanos legos. Guillermo, reuniendo a los antiguos familiares del monasterio, les ha puesto un hábito, les ha obligado a una observancia menos rigurosa que la de los monjes, y los ha destinado al servicio material de la abadía. El reformador busca por todas partes las costumbres que mejor interpretan la Regla benedictina. «Nuestro anhelo—dice—es imitar a los hombres más santos que han florecido en este instituto.» Ama, sobre todo, el espíritu de Cluny, y admira a San Hugo, su gran abad; pero sabe armonizar todas sus observancias en un conjunto vigoroso y original, en que infunde la savia del espíritu germánico. Guillermo le fija en sus dos libros de Las costumbres hirsaugíenses, uno de los documentos que mejor nos descubren la vida interna de los monasterios medievales. Ante todo, observamos un ambiente de rigidez militar. San Guillermo era un hombre minucioso, que sentía la necesidad de regular todos los gestos, todas las miradas, todos los movimientos de sus monjes. Busca en los hombres la misma exactitud que antes buscaba en los cómputos. Mide todas las inclinaciones que se deben hacer en el coro, la longitud de los pasos en el andar, la fuerza de la voz; determina la posición de los pies y de las manos, y precisa todos los detalles de la actitud del monje, cuando anda, cuando se sienta, cuando duerme o cuando está de pie. El monje sabe que, al levantarse, lo primero que debe hacer es ponerse la cogulla sentado en la cama; que luego se pone en pie y se termina de vestir; que no ha de olvidarse de coger el cuchillo y atarle a su ceñidor; que a continuación debe bajar al claustro para lavarse las manos, y, si quiere, la cara, para peinarse y para recibir la aspersión del agua bendita. La Regla le dice también que cuando está delante del abad, debe tener los dos pies juntos; que nunca puede saltar por encima de un objeto que se encuentre a su paso; que cuando se sienta en el claustro para leer, debe hacer una inclinación a los que leen cerca de él, y recoger un poco la túnica, de suerte que deje al descubierto los pies.
Los hermanos vigilantes recorren sin cesar el monasterio para ver si se observan todas estas prescripciones. Los culpables son delatados delante de la asamblea de la comunidad, y allí reciben el castigo. Es frecuente lo que se llama la pena del juicio: el reo, desnudas las espaldas, se postra en tierra y recibe los azotes, que deben ser suaves al principio, aumentando progresivamente en dureza según disposición del abad. El rebelde es castigado con el cepo, con las cadenas y con la cárcel. La cárcel no tiene puertas ni ventanas, siendo necesaria una escalera para entrar en ella. San Guillermo no condena al monje a un perpetuo mutismo; pero exige un silencio riguroso fuera de las horas destinadas al recreo. Una sola palabra en el refectorio, en la cocina, en el dormitorio o en la iglesia es castigada con la pena del juicio. Lo que sea indispensable debe decirse por medio de signos. Hay signos para toda clase de objetos: peces, legumbres, diversas clases de pan, de frutas, de comidas, de herramientas, de vasos, de edificios, de esencias, de ritos, de personas y de libros. Para pedir un libro se extiende una mano y se la mueve como para pasar una hoja; para pedir una obra profana, al signo general se añade el gesto de tocar la oreja con el dedo, «como el perro cuando se rasca con el pie, pues no sin razón podemos comparar a un pagano con ese animal».
Este legislador escrupuloso y austero era el hombre más sencillo, humilde y piadoso. Jamás consentía que en el altar le pusiesen ornamentos de oro o de cualquier otro material precioso. No podía ver que los monjes y los vasallos se postrasen delante de él para besarle los pies o las rodillas, según el uso del tiempo, y si no fuera por algunos ancianos de la comunidad, hubiera suprimido esta costumbre. «Se le veía siempre—dice un discípulo suyo—al frente del coro monacal, gimiendo y llorando, levantando los ojos y el corazón a Dios, y rogando por cada uno de los suyos. Si en la mesa le servían un plato especial, mandaba que se le llevasen a un enfermo. Tenía, sobre todo, una gran virtud, que es raro encontrar en los hombres poderosos, y es que si alguno le hacía una advertencia, la recibía como un aviso del Cielo. Amaba a todos los hombres, pero sobre todo a los desgraciados. No hubo pobre que se acercase a él sin marchar rico de alegría y hasta de dinero; se le veía recorriendo las aldeas para visitar a los enfermos y a los miserables; recibía bondadoso a todos los importunos, sin que nada pudiese fatigar su paciencia. Los mismos animales experimentaron la bondad inagotable de su corazón.»
Hubo un invierno más crudo, en que, día tras día; el cielo amanecía cubierto de una capa de plomo y la tierra vestida de una capa de nieve. Un pájaro vino a morir una mañana en la cámara abacial. El abad le vio, y creyó que aún podría volverle a la vida; pero estaba ya frío. Inmediatamente llamó a su mayordomo y le dijo:
—Los pájaros se mueren de hambre, y tenemos que mirar por ellos, porque también ellos son criaturas de Dios. Busca todos los manojos de avena que haya en casa, y colócalos alrededor del monasterio, sobre la cerca.
—Señor—respondió el monje—, no tenemos ni un solo manojo de avena.
—Habrá, sin embargo, de trigo—replicó el abad.
—Sí—dijo el mayordomo—, de trigo hay todavía bastantes.
—Pues vende éstos—ordenó el santo—, para comprar de los otros. Y date prisa, porque el tiempo no tiene traza de cambiar.
Aquel día todos los pájaros de la comarca se dieron cita en torno a la abadía de Hirsau. El abad bajó al jardín para verlos zambullirse alegres en las gavillas secas, y las avecillas le mostraban su agradecimiento piando y revoloteando a su alrededor.
Lo mismo que a los pájaros, Guillermo atraía a las almas y las ofrecía un refugio en su casa. Alemania ardía entonces en guerra, la guerra famosa de las investiduras, Gregorio VII, que tuvo siempre en Hirsau el centro más poderoso de su programa de reforma en las regiones del Rin y del Danubio, encontró ahora en su abad el auxiliar más decidido, el partidario más entusiasta. Y tal era el prestigo de Guillermo, que aunque todos sabían que su monasterio era la cindadela del papado en Alemania, ninguno de los cismáticos se atrevió a molestarle. Los monjes fugitivos, los obispos desterrados, los abades y los castellanos despojados por su fidelidad a Roma, el mismo legado del Pontífice, encontraban en Hirsau un asilo que las armas de Enrique IV no se atrevían a violar. La misma actividad de Guillermo parecía garantizada de toda violencia. Su ideal monástico empezaba a propagarse por todo el Imperio. Sin acobardarse por el ruido de las armas, el austero reformador pasaba de Baviera a Austria, de Suavia a Franconia, restaurando aquí un monasterio arruinado, allí levantando otro de nueva planta, más lejos restableciendo el rigor de la disciplina. Y a donde él no podía llegar, enviaba a sus discípulos: albañiles, arquitectos, escultores, decoradores, copistas y gramáticos. «Atraídos por su fama—dice el biógrafo—y por el prestigio de su elocuencia, los pueblos corrían hacia él como hacia el buen olor de Cristo; y él a todos los encendía en el amor de la vida celeste con su palabra y con su ejemplo.» Su voz fuerte y viril dominaba las multitudes; la suavidad de su palabra cautivaba los corazones, y si halagaba a los hombres cultos por la sutileza y la elegancia, a los ignorantes los arrastraba por la gracia de su bondad. En su mismo cuerpo veían sus contemporáneos como un vaso precioso, digno de contener la esencia de todas las virtudes: procer estatura, frente ancha, cabeza calva, rostro alargado y pálido, dedos largos, finos y de color de cera. Una bella figura, donde se reflejaban las luces de la inteligencia y las victorias del ascetismo. De la flexibilidad de su ingenio es buena prueba la facilidad con que supo adaptarse a las exigencias más variadas de la vida.
Repentinamente, el sabio se había transformado en gobernante, el gobernante en constructor y reformador, el reformador en apóstol; y lo fue todo de una manera eminente. En veinte años había realizado una obra prodigiosa, primero entre los libros y las máquinas, después en medio del coro monacal, en lo alto de los andamies, en las chozas de los labriegos, en las plazas y en los castillos; dispuesto más a sucumbir bajo la carga, como él decía, antes que a dar un paso atrás.
Esta energía alienta en él hasta su última hora. Casi agotado, se arrastra penosamente hasta el coro para seguir presidiendo y bendiciendo; aún ofrece el sacrificio de la misa, sostenido por dos monjes, y se hace llevar al capítulo para recordarles en pocas palabras la doctrina que les había predicado durante muchos años: ante todo, el amor de Dios; después, el celo por la observancia, la caridad fraterna, la práctica de la hospitalidad y el ejercicio de la limosna. «Hay una cosa—añadió—que nunca me ha dejado descansar tranquilo, y que me ha hecho derramar muchas lágrimas: ha habido con vosotros algunos hermanos que vivían según la prudencia de la carne, y me turbaban con sus palabras y se oponían a los consejos de la santa simplicidad; pero Dios los ha separado de nosotros y los ha arrojado del claustro. Por lo demás, pongo por testigo al Señor, que siempre me porté con vosotros sincera y benignamente. Este es el último capítulo: recoged la última recomendación del padre: conservad inviolablemente la unidad de la Iglesia, y permaneced en una amorosa obediencia a la Sede Apostólica.» Después se hizo llevar al oratorio de la Santísima Virgen, y delante del altar recibió los últimos sacramentos. Al verle morir, decían sus discípulos: «El fin de un hombre justo no puede llamarse muerte; es una transmigración, porque pasa de la tierra al Cielo, de la mortalidad a la inmortalidad.»
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