Durante éste y los dos próximos domingos, la liturgia nos presenta las siete parábolas del Reino: el sembrador, la cizaña, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro escondido, la perla preciosa y la red barredera.
La parábola del sembrador, correspondiente a este domingo, describe mejor que ninguna otra la realidad del Reino de Dios, que predica Jesús, y la respuesta del hombre a la palabra que es sembrada en su corazón.
Nos hallamos en Cafarnaún, pueblo de pescadores, ubicado junto al lago de Galilea, pero también encrucijada de culturas y lugar de paso de las caravanas que se dirigen a Siria.
Jesús se hace presente entre sus moradores, que conocen sus andanzas por la comarca como rabí judío.
Es probablemente otoño.
Jesús, subido a una barca habla a la multitud, que lo escucha embelesada y ansiosa de escuchar su Palabra.
A lo lejos, a contraluz del sol, un sembrador esparce las semillas sobre un campo recién arado.
Este sembrador palestino no trabaja en las fértiles llanuras de Europa Occidental. Su tierra se asienta en bancales sostenidos por paredes; hay zonas pedregosas con ligeras capas de tierra, caminos que la surcan y zarzas, pero también existen fértiles terrenos de vega.
Sabe este sembrador a lo que se expone en cada grano lanzado a voleo sobre una tierra desigual y, a veces, desagradecida.
La semilla, aun brotando, está expuesta a las lluvias, las heladas y los calores.
Las plagas acechan la futura cosecha.
Jesús se identifica y se describe a sí mismo en la figura de este labrador palestino.
Ambos esparcen la semilla, con la esperanza de que el mañana fructifique lo que hoy siembran con amor.
La parábola del sembrador, correspondiente a este domingo, describe mejor que ninguna otra la realidad del Reino de Dios, que predica Jesús, y la respuesta del hombre a la palabra que es sembrada en su corazón.
Nos hallamos en Cafarnaún, pueblo de pescadores, ubicado junto al lago de Galilea, pero también encrucijada de culturas y lugar de paso de las caravanas que se dirigen a Siria.
Jesús se hace presente entre sus moradores, que conocen sus andanzas por la comarca como rabí judío.
Es probablemente otoño.
Jesús, subido a una barca habla a la multitud, que lo escucha embelesada y ansiosa de escuchar su Palabra.
A lo lejos, a contraluz del sol, un sembrador esparce las semillas sobre un campo recién arado.
Este sembrador palestino no trabaja en las fértiles llanuras de Europa Occidental. Su tierra se asienta en bancales sostenidos por paredes; hay zonas pedregosas con ligeras capas de tierra, caminos que la surcan y zarzas, pero también existen fértiles terrenos de vega.
Sabe este sembrador a lo que se expone en cada grano lanzado a voleo sobre una tierra desigual y, a veces, desagradecida.
La semilla, aun brotando, está expuesta a las lluvias, las heladas y los calores.
Las plagas acechan la futura cosecha.
Jesús se identifica y se describe a sí mismo en la figura de este labrador palestino.
Ambos esparcen la semilla, con la esperanza de que el mañana fructifique lo que hoy siembran con amor.
Por desgracia, hay personas que son como el camino.
La dureza de su corazón, mediatizado por ideologías malsanas, impide que la semilla se hunda en la tierra, y termina comida por el mal.
Jesús experimenta cómo la mayoría de los escribas, fariseos, saduceos y herodianos, gente con estudios y, por tanto, conocedores de las Sagradas Escrituras, se cierran a la escucha de la Palabra o se oponen a su mensaje.
Es difícil predicar entre quienes se sienten poseedores de la “verdad” y con capacidad de juzgar o condenar a sus opositores.
Proliferan como chinches en las transacciones comerciales, en los vaivenes del capitalismo económico o en las mismas capas bajas de la sociedad de consumo, donde el dinero emerge como valor o aspiración suprema.
Se acalla sistemáticamente la Palabra, porque puede comprometer un futuro de prosperidad en aras de la corrupción.
Otras personas aceptan la Palabra, pero se dejan seducir fácilmente por cualquier novedad.
Son volubles y superficiales.
Como abejas, van de flor en flor en pos del néctar de la felicidad, sin encontrar un marco adecuado en el que asentar sus vidas.
No puede dar fruto en ellas la semilla, porque carecen de sólidas raíces, viniéndose abajo cuando llegan los contratiempos.
Muchos de los que siguen a Jesús entran en este apartado.
Son los que le abandonan en el momento de la prueba, después del primer anuncio de la Eucaristía.
Somos también nosotros, seguidores de Jesús, cuando nos acomodamos en un cristianismo de mínimos, carente de compromisos serios y ausente de entrega a los demás y de sensibilidad ante los problemas que nos azotan.
Algunas reciben la Palabra con nobleza, y hasta crecen con fuerza, pero dejan que la maleza absorba la savia del bien, sin acabar de madurar y dar fruto.
El joven del evangelio habría sido un apóstol excepcional si hubiera puesto el seguimiento de Jesús por encima de sus bienes materiales.
¿Cuántas oportunidades de regeneración moral malgastamos por miedo a perder las comodidades adquiridas y las falsas seguridades en las que vivimos inmersos?
Por último, hay una semilla que da fruto, y supone el desquite del sembrador.
Son todos los que escuchan la Palabra, la reciben con alegría y se dejan empapar por el riego del Espíritu.
Tomemos el ejemplo de la Virgen María, de las mujeres que siguen a Jesús por el camino y le acompañan con sus bienes, de María Magdalena, del centurión romano, de Nicodemo, José de Arimatea y de tantos otros, que se dejaron seducir por Jesús y confiaron en él.
La dureza de su corazón, mediatizado por ideologías malsanas, impide que la semilla se hunda en la tierra, y termina comida por el mal.
Jesús experimenta cómo la mayoría de los escribas, fariseos, saduceos y herodianos, gente con estudios y, por tanto, conocedores de las Sagradas Escrituras, se cierran a la escucha de la Palabra o se oponen a su mensaje.
Es difícil predicar entre quienes se sienten poseedores de la “verdad” y con capacidad de juzgar o condenar a sus opositores.
Proliferan como chinches en las transacciones comerciales, en los vaivenes del capitalismo económico o en las mismas capas bajas de la sociedad de consumo, donde el dinero emerge como valor o aspiración suprema.
Se acalla sistemáticamente la Palabra, porque puede comprometer un futuro de prosperidad en aras de la corrupción.
Otras personas aceptan la Palabra, pero se dejan seducir fácilmente por cualquier novedad.
Son volubles y superficiales.
Como abejas, van de flor en flor en pos del néctar de la felicidad, sin encontrar un marco adecuado en el que asentar sus vidas.
No puede dar fruto en ellas la semilla, porque carecen de sólidas raíces, viniéndose abajo cuando llegan los contratiempos.
Muchos de los que siguen a Jesús entran en este apartado.
Son los que le abandonan en el momento de la prueba, después del primer anuncio de la Eucaristía.
Somos también nosotros, seguidores de Jesús, cuando nos acomodamos en un cristianismo de mínimos, carente de compromisos serios y ausente de entrega a los demás y de sensibilidad ante los problemas que nos azotan.
Algunas reciben la Palabra con nobleza, y hasta crecen con fuerza, pero dejan que la maleza absorba la savia del bien, sin acabar de madurar y dar fruto.
El joven del evangelio habría sido un apóstol excepcional si hubiera puesto el seguimiento de Jesús por encima de sus bienes materiales.
¿Cuántas oportunidades de regeneración moral malgastamos por miedo a perder las comodidades adquiridas y las falsas seguridades en las que vivimos inmersos?
Por último, hay una semilla que da fruto, y supone el desquite del sembrador.
Son todos los que escuchan la Palabra, la reciben con alegría y se dejan empapar por el riego del Espíritu.
Tomemos el ejemplo de la Virgen María, de las mujeres que siguen a Jesús por el camino y le acompañan con sus bienes, de María Magdalena, del centurión romano, de Nicodemo, José de Arimatea y de tantos otros, que se dejaron seducir por Jesús y confiaron en él.
La Palabra continúa sembrándose hoy en el corazón de los hombres.
¿Cómo es valorado su eco -haciendo caricatura- entre las distintas capas sociales?:
- Los científicos analizan su contenido, se enzarzan en discusiones estériles y terminan relegándola a un segundo plano, porque lo que cuenta es lo tangible, lo experimentable.
Para muchos de ellos, Dios es una figura alienadora, una idea que se opone al progreso del mundo y a la libertad del hombre.
- Los poderes económicos y políticos temen la difusión de la Palabra y la acallan o persiguen.
Van en aumento los parlamentarios y cabecillas de masas, que intentan reducir la práctica religiosa al ámbito de lo `privado e incluso borrar las huellas o vestigios cristianos del pasado, con el propósito de crear una sociedad libre de prejuicios y sometida al dictamen caprichoso de cada individuo.
Prevalecen los discursos demagógicos, que enarbolan la bandera del “respeto” para atropellar finalmente los derechos de la sociedad a la que dicen servir.
- Los pobres y marginados, siempre sometidos a la esclavitud de las ideas y a la acción violenta de los opresores, reciben la Palabra como una liberación, hastiados de tanta explotación, de tanto engaño, de tanta corruptela.
La Palabra es aquí sustentadora de esperanza, de comunión fraterna y de alegría, dentro de un mundo que pierde la sonrisa en la medida que se aleja de Dios.
- Los humildes, las mujeres piadosas y los niños escuchan la Palabra como un don de Dios y una alegría duradera. “Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra- añade Jesús- porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mateo 11, 25).
¡Qué sería de la Iglesia sin las mujeres y los niños!
- Los santos viven la Palabra día a día, la anuncian y la comparten con los demás. Nos basta abrir los ojos y estar atentos a los cristianos que testimonian su fe en medio de circunstancias adversas. Abundan los ejemplos.
Gracias a su fe y tesón, podemos afirmar que está viva y operante.
- Los mártires, que han dado su vida por la Palabra, confesando a Cristo, son el signo más patente de la actuación de Dios en el mundo y de la eficacia del Mensaje evangélico, ya preconizado por los profetas:
¿Cómo es valorado su eco -haciendo caricatura- entre las distintas capas sociales?:
- Los científicos analizan su contenido, se enzarzan en discusiones estériles y terminan relegándola a un segundo plano, porque lo que cuenta es lo tangible, lo experimentable.
Para muchos de ellos, Dios es una figura alienadora, una idea que se opone al progreso del mundo y a la libertad del hombre.
- Los poderes económicos y políticos temen la difusión de la Palabra y la acallan o persiguen.
Van en aumento los parlamentarios y cabecillas de masas, que intentan reducir la práctica religiosa al ámbito de lo `privado e incluso borrar las huellas o vestigios cristianos del pasado, con el propósito de crear una sociedad libre de prejuicios y sometida al dictamen caprichoso de cada individuo.
Prevalecen los discursos demagógicos, que enarbolan la bandera del “respeto” para atropellar finalmente los derechos de la sociedad a la que dicen servir.
- Los pobres y marginados, siempre sometidos a la esclavitud de las ideas y a la acción violenta de los opresores, reciben la Palabra como una liberación, hastiados de tanta explotación, de tanto engaño, de tanta corruptela.
La Palabra es aquí sustentadora de esperanza, de comunión fraterna y de alegría, dentro de un mundo que pierde la sonrisa en la medida que se aleja de Dios.
- Los humildes, las mujeres piadosas y los niños escuchan la Palabra como un don de Dios y una alegría duradera. “Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra- añade Jesús- porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mateo 11, 25).
¡Qué sería de la Iglesia sin las mujeres y los niños!
- Los santos viven la Palabra día a día, la anuncian y la comparten con los demás. Nos basta abrir los ojos y estar atentos a los cristianos que testimonian su fe en medio de circunstancias adversas. Abundan los ejemplos.
Gracias a su fe y tesón, podemos afirmar que está viva y operante.
- Los mártires, que han dado su vida por la Palabra, confesando a Cristo, son el signo más patente de la actuación de Dios en el mundo y de la eficacia del Mensaje evangélico, ya preconizado por los profetas:
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