La persecución de Decio hizo muchos apóstatas, enervados en el largo tiempo de paz que había precedido. Bien se vio en Esmirna, «la perla del Oriente», la ciudad asiática, donde un pueblo alegre se divertía gozando de la suavidad de un clima delicioso, de los encantos de vinos claros y exquisitos, de los juegos del estadio y de las ingeniosas charlas del agora. En este apacible ambiente jónico, muchos cristianos renegaron desde el primer momento de la persecución, y, entre ellos, el obispo, el sucesor de San Policarpo. Pero no faltaron ejemplos notables de valor y de constancia, como el del sacerdote Pionio, que inmortalizó su nombre en la hoguera.
Pionio se había reunido con otros dos cristianos, Asclepíades y Sabina, para celebrar los misterios eucarísticos. Esperando ser detenidos de un momento a otro, se habían echado unas sogas al cuello para indicar que estaban dispuestos a morir antes que apostatar. Efectivamente, apenas habían tomado el Cuerpo de Cristo, cuando se abrieron las puertas de la casa, entrando uno de los principales magistrados de la ciudad, llamado Polemón. Llevados al agora, los tres cristianos se vieron en medio de una inmensa multitud, donde figuraban muchas mujeres judías. Los judíos, que habían tomado parte muy importante en el martirio de
San Policarpo, estaban ahora gozosos al ver los efectos desastrosos de la persecución de Decio en las comunidades cristianas. Ya entonces los hebreos eran los peores enemigos de Cristo, y Tertuliano había podido decir «que las sinagogas eran las fuentes de las cuales brotaba la persecución».
La curiosidad había llenado ahora la inmensa plaza. Todas las terrazas y los tejados de las basílicas y de los templos estaban cubiertos de espectadores. Los esmirniotas sabían que el viejo arrestado era un hombre de aguda inteligencia y palabra elegante; un orador que llevaba la barba de los filósofos. Esperaban, por tanto, asistir a un torneo oratorio. La muchedumbre se apartó, respetuosa, para dejar paso a los tres prisioneros. Una vez en medio de la plaza, Polemón dijo al sacerdote:
—Pionio, debes obedecer como los demás para evitar los suplicios.
Pionio levantó la mano, y, sin dar muestras de turbación, dirigió al pueblo un largo discurso.
—Habitantes de Esmirna—dijo—: vosotros, que amáis la fortaleza de vuestros muros, la belleza de vuestra ciudad, la gloria de vuestro poeta Homero, escuchadme.
Después de este hábil exordio, con exquisita delicadeza, pidió a sus conciudadanos que no mirasen con excesivo desdén a los pobres cristianos que habían renegado de su fe, recordando un verso de La Odisea que pide el respeto para los muertos; pues muertos eran para él aquellos desgraciados que acababan de renunciar a la vida cristiana. A los judíos les reprochó su injusticia y su cobarde regocijo. Recogió luego algunos recuerdos de viaje, hizo una curiosa descripción del Mar Muerto, y esto Je condujo a hablar claramente de la divinidad de Cristo.
—Nosotros—terminó—no adoramos vuestros dioses ni tenemos respeto alguno por sus estatuas de oro.
Al oír estas palabras, el pueblo, que había escuchado muy atentamente, se apoderó del orador y le llevó a uno de los edificios que rodeaban el agora. Todo el mundo miraba con simpatía a aquel hombre que tan bellamente sabía defender y exponer sus teorías.
—Pionio—le decían—, escúchanos: tú tienes muchos motivos para amar la vida. Hombre puro y dulce, tú mereces vivir. Vivir es bueno, es bueno respirar el aire luminoso.
—Sí—respondió Pionio—, la vida y la luz son buenas, pero es otra la luz que nosotros deseamos. No despreciamos estos dones de Dios; renunciamos a ellos para buscar otros mejores. Os alabo de que me juzguéis digno de amor y de honor; pero vuestras palabras son sospechosas. Más quiero un odio franco que peligrosas adulaciones.
La multitud, a quien deleitaban las respuestas del acusado, quiso llevarle al teatro para oírle mejor; pero algunos fanáticos consiguieron de Polemón que no le dejase hablar de nuevo. Entonces el magistrado, dirigiéndose a Pionio, le dijo:
—Si no quieres sacrificar, ven al menos al templo. Pensaba que si conseguía esto del sacerdote cristiano, había hecho lo suficiente para ejecutar el edicto. Pero el mártir, viendo el lazo que le tendían, respondió irónicamente:
—No es decoroso para vuestros templos que nosotros entremos en ellos.
—¿Es que te has cerrado a toda persuasión?
—¡Ojalá pudiese yo persuadiros a vosotros a que os hicieseis cristianos!
—¡Antes la hoguera!—gritaron algunos de la turba.
—Peor es arder después de la muerte—replicó Pionio.
Al oír estas discusiones, Sabina no podía contener la risa.
—Ahora ríes—la dijeron algunos, viendo su buen humor.
—Sí—contestó ella—, río con el beneplácito de Dios, porque somos cristianos.
—Ya sufrirás lo que no quieres. Las mujeres como tú son llevadas a los lupanares para vivir en compañía de las rameras.
—Sea lo que Dios quiera—respondió Sabina.
Entre tanto, seguía el diálogo entre Pionio y Polemón:
—Te han ordenado—decía el primero—que persuadas o castigues; castiga, puesto que no puedes persuadir.
—Sacrifica—respondió Polemón, herido por el tono del mártir.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque soy cristiano.
—¿Qué Dios adoras?
—Al Dios todopoderoso que ha hecho el cielo y la tierra, el mar, las cosas todas y a nosotros mismos; todo lo recibimos de Él, y le conocemos por su Verbo, Jesucristo.
—Sacrifica, al menos, al emperador—añadió Polemón, buscando siempre una salida.
—Yo no sacrifico a un hombre.
Los mártires fueron conducidos a la prisión. Seguíales una muchedumbre inmensa, que admiraba el rostro de Pionio, pálido de ordinario, pero encendido e iluminado ahora por una luz sobrenatural. La benevolencia de antes se iba resfriando, y sobre los tres presos caían miradas de odio y palabras hostiles. A Sabina, que iba asida del manto del viejo sacerdote por temor de que el oleaje de la turba la separase de él, le dijeron:
—Te agarras a su vestido como si tuvieses miedo de ser privada de su leche.
Otro gritó:
—Que se les castigue si rehusan sacrificar.
Polemón hizo saber que él no tenía derecho de espada.
—Ya sacrificarán—decían algunos.
—No es posible—contestó Pionio.
—Tal y tal han sacrificado.
—Cada uno es dueño de su voluntad. Yo soy Pionio. Lo que hacen los otros no tiene que ver conmigo.
En medio del barullo general, oyóse una voz que decía:
—¿Cómo tú, tan sabio, te obstinas en correr a la muerte?
—Debo permanecer fiel a mis comienzos. ¿Qué importa la muerte? Acordaos de las miserias de la vida, acordaos del hambre que habéis sufrido no ha mucho.
—Tú la sufriste como nosotros.
—Sí, pero la esperanza en Dios me sostenía.
Según la costumbre, los fieles desfilaron por la cárcel trayendo víveres. Pionio los rehusaba diciendo:
—Jamás he sido carga para nadie; es tarde para empezar ahora.
Los carceleros, molestos por aquella austeridad, que les privaba de los beneficios del soborno, pusieron a los prisioneros en una prisión más rigurosa, donde ellos pasaban el tiempo cantando y meditando. No tardaron, sin embargo, en volverlos a la sala común; y allí fueron visitados por un gran número de paganos deseosos de salvar a Pionio.
—Vuestro obispo—les dijo uno de ellos—ha sacrificado, y para que le imitéis vais a ser llevados al templo.
Ellos se resistieron echándose por tierra; pero fueron arrastrados violentamente. Colocado junto al ara, Pionio vio allí a su antiguo obispo, convertido ahora en sacerdote de los ídolos.
—¿Por qué no sacrificáis?—les preguntaron los jueces.
—Porque somos cristianos—dijeron ellos.
Intentaron hacerles sacrificar violentamente; pero el viejo filósofo cristiano les detuvo diciendo:
—Avergonzaos, adoradores de los dioses, y obedeced a vuestras leyes, que os mandan castigar, no forzar.
Un sofista, que, sin duda, veía en Pionio un rival, le acusó de complacerse en vanos discursos; pero el mártir reivindicó su derecho a la palabra, citando los nombres de Sócrates, Arístides y Anaxágoras, «tanto más elocuentes cuantos más bellas eran sus doctrinas».
En este momento intervino uno de los principales de la ciudad, diciendo:
—No declames, oh Pionio.
—Y tú no seas violento—respondió el mártir—; si quieres, prepara una hoguera para que subamos a ella.
—La autoridad de éste impide que sacrifiquen sus compañeros.
Pusieron coronas sobre la cabeza de Pionio, y él las rompió, arrojándolas al suelo; presentáronle las carnes inmoladas, pero él rehusó tocarlas. El pueblo comenzaba a irritarse. Injuriaba a los confesores de la fe, se burlaba de ellos y los maltrataba.
Llegó, por fin, a Esmima el procónsul de Asia, Julio Próculo, y habiendo llamado a Pionio, le interrogó oficialmente:
—¿Tu nombre?
—Pionio.
—Sacrifica.
—No.
—¿De qué secta eres?
—De la católica.
—¿Eres tú el maestro de tus compañeros?
—Yo enseñaba.
—Enseñabas la locura.
—La piedad.
—¿Qué piedad?
—La piedad hacia el Dios que ha hecho el cielo, la tierra y el mar.
—Sacrifica, pues.
—He aprendido a adorar al Dios vivo.
—Nosotros adoramos a todos los dioses, al cielo y a los que habitan en él. ¿Por qué levantas los ojos al cielo? Sacrifica en su honor.
—No levanto los ojos al cielo, sino al Dios que le ha hecho.
—El que ha hecho el cielo es Júpiter, con el cual reinan todos los dioses y las diosas. Sacrifica al que reina sobre todos los dioses del cielo.
El procónsul, deseoso de evitar la muerte del reo, trataba de buscar un equívoco, confundiendo a Júpiter con el Dios supremo de los cristianos. El mártir no respondió. Julio Próculo hizo que le extendiesen en el potro, y siguió interrogando:
—¿No sacrificas?
—No.
—Muchos han sacrificado.
—Yo, no.
—¿Qué exaltación te hace correr a la muerte?
—No soy un exaltado; temo al Dios eterno.
—Sacrifica a los dioses.
—No puedo.
El procónsul hesitaba todavía. Hacía años que la sangre cristiana no había corrido en Esmirna, y no quería ser el primero en reanudar los suplicios. Deliberó algún tiempo con su asesor, y luego, volviéndose hacia Pionio, preguntóle de nuevo:
—¿Persistes todavía? ¿No te arrepientes?
—No.
—Voy a dejarte todo el tiempo que quieras para reflexionar.
—No quiero un solo minuto.
—Bueno; puesto que tienes prisa en morir, serás quemado vivo.
E inmediatamente pronunció la sentencia:
—Ordenamos que Pionio, hombre sacrilego, que se ha confesado cristiano, sea arrojado a las llamas vengadoras, a fin de inspirar terror a los hombres y satisfacer la venganza de los dioses.
Como Policarpo un siglo antes, Pionio debía ser quemado en el estadio, y hacia él se dirigió con paso firme y sereno. Llegado al pie de la hoguera, despojóse de sus vestidos sin aguardar la orden del verdugo. Dio luego gracias a Dios por haber conservado puro aquel cuerpo que iba a ser entregado a las llamas, y se extendió sobre el madero en que le iban a sujetar. Al verle clavado, el pueblo gritaba, movido a compasión:
—Pionio, promete obedecer y te quitarán los clavos.
El mártir respondió:
—Ya he sentido las heridas,.. He querido morir para que todo el mundo comprenda que hay una resurrección después de la muerte.
Levantáronle en el centro de la pira y encendieron el fuego. Pionio, entre tanto, rezaba silenciosamente, con los ojos cerrados. Poco después su rostro se iluminaba con una alegría celeste; vio la llama que le rodeaba, y exclamó:
—Amén.
Con esta palabra entregó su espíritu.
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