Hay algo paradójico en el Adviento que celebramos los cristianos.
Por un lado, predicamos la esperanza, a la espera de la venida de Dios y a través de ella dar un sentido último al corazón humano.
Esta búsqueda es especialmente urgente en el mundo de hoy que parece haber perdido el rumbo y provocado la caída de valores fundamentales, donde el mismo Dios es cuestionado en su existencia y la dignidad humana es agredida -algo inaudito- por los mismos representantes del pueblo con posturas, en algunos casos, insultantes y despectivas contra la Iglesia Católica, a la que ponen como “chivo expiatorio” de los males de nuestra sociedad.
No se entiende que, en una sociedad mayoritariamente católica, se quiten crucifijos de centros públicos o se intente borrar la clase de religión de las escuelas en nombre de la democracia y de la igualdad de oportunidades.
Algo demencial cuando la cultura europea no se puede explicar si no es en relación al cristianismo.
Los creyentes debemos involucrarnos más en la búsqueda de Dios para no caer en las garras del neopaganismo, el agnosticismo y la indiferencia.
Por otro lado, repetimos constantemente durante este tiempo que “Dios está entre nosotros”.
La primera lectura de Sofonías nos confirma esta apreciación: “Regocíjate... porque el Señor está dentro de ti”
Por un lado, predicamos la esperanza, a la espera de la venida de Dios y a través de ella dar un sentido último al corazón humano.
Esta búsqueda es especialmente urgente en el mundo de hoy que parece haber perdido el rumbo y provocado la caída de valores fundamentales, donde el mismo Dios es cuestionado en su existencia y la dignidad humana es agredida -algo inaudito- por los mismos representantes del pueblo con posturas, en algunos casos, insultantes y despectivas contra la Iglesia Católica, a la que ponen como “chivo expiatorio” de los males de nuestra sociedad.
No se entiende que, en una sociedad mayoritariamente católica, se quiten crucifijos de centros públicos o se intente borrar la clase de religión de las escuelas en nombre de la democracia y de la igualdad de oportunidades.
Algo demencial cuando la cultura europea no se puede explicar si no es en relación al cristianismo.
Los creyentes debemos involucrarnos más en la búsqueda de Dios para no caer en las garras del neopaganismo, el agnosticismo y la indiferencia.
Por otro lado, repetimos constantemente durante este tiempo que “Dios está entre nosotros”.
La primera lectura de Sofonías nos confirma esta apreciación: “Regocíjate... porque el Señor está dentro de ti”
Este Domingo es conocido bajo el nombre de “Laetare”= Alegría.
Por fin son colmadas las esperanzas de todo el pueblo, porque la figura del Mesías insufla aire fresco al peregrinar de los hombres y encontramos en el un horizonte seguro para llegar a la plenitud que anhelamos: la felicidad sin límites.
La fe en Cristo nos impulsa a transformar el mundo y a predicar un sistema de valores, con Dios como primera garantía de nuestra existencia y de la meta definitiva.
En esta dimensión de fe, el dolor, la enfermedad, la pobreza, las desilusiones, los contratiempos, las desgracias familiares, personales y sociales y todo lo que acaece... son aceptadas como algo consustancial a la existencia humana y valoradas con perspectiva salvadora..
Sabemos que Jesús no ha venido a quitarnos los sufrimientos, sino a darles sentido.
La seguridad de sentirnos salvados nos anima a juzgar los sucesos con mirada positiva y a vivir alegres; un cristiano triste es un triste cristiano.
La razón de ser de esta alegría, que cantan los profetas y todo el pueblo, es la llegada del Mesías. “Está cerca el Señor” (Filipenses 4, 5).
Algo nuevo y maravilloso debe suceder para disipar las tinieblas del mundo y levantar los ánimos decaídos por el odio y la violencia.
El Mesías llega para traer consigo la paz y anunciando a los pastores, después de su nacimiento en Belén, una Gran Alegría.
El mismo Mesías, ya adulto, inicia su predicación evangélica con un estallido de alegría, cuyos primeros destinatarios son los más pobres: viudas, ciegos, paralíticos, leprosos…
Llega el Señor revestido del Espíritu como un fuego que purifica y renueva los corazones para enarbolar la bandera de los justos, hacer temblar a los que menosprecian y abusan de los más débiles, transformar la tristeza en gozo, las tinieblas en luz y los caminos escabrosos en autopistas por donde circula la salvación.
Trae consigo la única fuerza capaz de cambiar el mundo: el Amor que nos invita a darnos y compartir lo que somos y tenemos con los demás.
Por fin son colmadas las esperanzas de todo el pueblo, porque la figura del Mesías insufla aire fresco al peregrinar de los hombres y encontramos en el un horizonte seguro para llegar a la plenitud que anhelamos: la felicidad sin límites.
La fe en Cristo nos impulsa a transformar el mundo y a predicar un sistema de valores, con Dios como primera garantía de nuestra existencia y de la meta definitiva.
En esta dimensión de fe, el dolor, la enfermedad, la pobreza, las desilusiones, los contratiempos, las desgracias familiares, personales y sociales y todo lo que acaece... son aceptadas como algo consustancial a la existencia humana y valoradas con perspectiva salvadora..
Sabemos que Jesús no ha venido a quitarnos los sufrimientos, sino a darles sentido.
La seguridad de sentirnos salvados nos anima a juzgar los sucesos con mirada positiva y a vivir alegres; un cristiano triste es un triste cristiano.
La razón de ser de esta alegría, que cantan los profetas y todo el pueblo, es la llegada del Mesías. “Está cerca el Señor” (Filipenses 4, 5).
Algo nuevo y maravilloso debe suceder para disipar las tinieblas del mundo y levantar los ánimos decaídos por el odio y la violencia.
El Mesías llega para traer consigo la paz y anunciando a los pastores, después de su nacimiento en Belén, una Gran Alegría.
El mismo Mesías, ya adulto, inicia su predicación evangélica con un estallido de alegría, cuyos primeros destinatarios son los más pobres: viudas, ciegos, paralíticos, leprosos…
Llega el Señor revestido del Espíritu como un fuego que purifica y renueva los corazones para enarbolar la bandera de los justos, hacer temblar a los que menosprecian y abusan de los más débiles, transformar la tristeza en gozo, las tinieblas en luz y los caminos escabrosos en autopistas por donde circula la salvación.
Trae consigo la única fuerza capaz de cambiar el mundo: el Amor que nos invita a darnos y compartir lo que somos y tenemos con los demás.
Año de la Misericordia.
Acabamos de estrenar el Año de la Misericordia.
Nada en esta vida es comparable al abrazo de Dios a todos los hijos pródigos y a la fiesta del pecado perdonado.
Dice el papa Francisco:
“La Misericordia es como el cielo”.
"Nosotros miramos el cielo, y vemos las estrellas, pero cuando sale el sol, por la mañana, con tanta luz, las estrellas no se ven.
Y así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura.
Dios perdona, pero no con un decreto, sino con una caricia. Dios no se cansa de perdonar”
La misericordia es el contrapunto al desconcierto que invade nuestras comunicaciones humanas y al deterioro de la sensibilidad ocasionado por los continuos actos de violencia sin castigo.
Además suaviza las tensiones y da “carta de ciudadanía” a la conversión personal y comunitaria.
El adviento que estamos viviendo es un tiempo favorable para profundizar en el mensaje mesiánico de los profetas, cuyo centro es el amor gratuito de Dios que nos da a su Hijo Jesús, el esperado de todos los pueblos.
Cuando todavía sigue presente en la calle la indignación por las masacres perpetradas por los islamistas en París y Bamako o la profanación de la Eucaristía en una exposición celebrada por un “artista” de bajo perfil en Pamplona auspiciada por Bildu, es bueno que impere la cordura y la sensatez.
No vamos a ninguna parte alimentando la intolerancia, el insulto, la descalificación o los complejos atávicos que debieran haber sido superados hace tiempo.
El anticlericalismo “vende” en sectores radicalizados por ideologías de izquierdas, que lo utilizan como tapadera propagandística para encubrir su falta de argumentos. Lo mismo cabe decir de las acusaciones de pederastia a todo el clero por algunos casos aislados.
Hemos de entonar, una vez más, el “perdónales, porque no saben lo que hacen lo que hacen” (Lucas 23, 34).
Acabamos de estrenar el Año de la Misericordia.
Nada en esta vida es comparable al abrazo de Dios a todos los hijos pródigos y a la fiesta del pecado perdonado.
Dice el papa Francisco:
“La Misericordia es como el cielo”.
"Nosotros miramos el cielo, y vemos las estrellas, pero cuando sale el sol, por la mañana, con tanta luz, las estrellas no se ven.
Y así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura.
Dios perdona, pero no con un decreto, sino con una caricia. Dios no se cansa de perdonar”
La misericordia es el contrapunto al desconcierto que invade nuestras comunicaciones humanas y al deterioro de la sensibilidad ocasionado por los continuos actos de violencia sin castigo.
Además suaviza las tensiones y da “carta de ciudadanía” a la conversión personal y comunitaria.
El adviento que estamos viviendo es un tiempo favorable para profundizar en el mensaje mesiánico de los profetas, cuyo centro es el amor gratuito de Dios que nos da a su Hijo Jesús, el esperado de todos los pueblos.
Cuando todavía sigue presente en la calle la indignación por las masacres perpetradas por los islamistas en París y Bamako o la profanación de la Eucaristía en una exposición celebrada por un “artista” de bajo perfil en Pamplona auspiciada por Bildu, es bueno que impere la cordura y la sensatez.
No vamos a ninguna parte alimentando la intolerancia, el insulto, la descalificación o los complejos atávicos que debieran haber sido superados hace tiempo.
El anticlericalismo “vende” en sectores radicalizados por ideologías de izquierdas, que lo utilizan como tapadera propagandística para encubrir su falta de argumentos. Lo mismo cabe decir de las acusaciones de pederastia a todo el clero por algunos casos aislados.
Hemos de entonar, una vez más, el “perdónales, porque no saben lo que hacen lo que hacen” (Lucas 23, 34).
Todos los domingos durante el ADVIENTO, encenderemos una vela, hasta completar los cuatro domingos, hoy encendemos la tercera vela, la de la ALEGRÍA, porque le sentimos cerca y hemos de recibirle con GOZO.
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