Sombrío aparecía el horizonte de la civilización en aquella segunda mitad del siglo V: un Imperio milenario que se hundía, una sociedad que agonizaba entre espasmos de horror, un orden, creado por los esfuerzos de tantos hombres geniales, destruido en pocos años por aquellos hombres rubios salidos de las selvas septentrionales. Era una hora en que los corazones más fuertes llegaban a dudar y a desmayar presagiando que había llegado el reino del Anticristo, precursor de la catástrofe universal.
En medio del general desaliento se yerguen algunos hombres animosos, que, aunque salidos de la generación antigua, se resignan a dar por muerto un pasado glorioso para trabajar con entusiasmo en la formación de una nueva sociedad y de un orden distinto del antiguo orden romano. Entre estos reconstructores ocupa Remigio un lugar eminente. Descendiente de una ilustre familia galorromana del país de Laón. Educado en las célebres escuelas de la ciudad de Reims, sobresaliendo desde muy joven por encima de todos sus contemporáneos, según dice uno de ellos, Sidonio Apolinar, tanto por la madurez de su espíritu como por la extensión de su ciencia, fue designado para ocupar la sede episcopal de Reims cuando sólo tenía veintidós años de edad. Y «tan bien—dijo un poeta que llegó a conocerle, Venancio Fortunato—se hubo desde el primer día en tan alta dignidad, como si hubiera tenido ya la experiencia de las canas. Era largo en las limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar constante y devoto, en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas». Consideraba la bondad como la joya más preciosa de un hombre. «La serenidad de su rostro no era más que el reflejo de la dulcedumbre de su alma, y en la suavidad de su acento se adivinaba la piedad de su clementísimo corazón.» Las mismas aves del cielo sabían algo de aquel tesoro de ternuras y misericordias. «Cuando le acontecía—sigue hablando el poeta—tener algún convite con sus domésticos y amigos, porque le gustaba regocijarse en santa libertad con los que amaba, los pájaros descendían a él sin reparo alguno para coger de su mano las sobras de la mesa. Iban los unos saciados y los otros venían a saciarse, y la gracia de las virtudes amansaba maravillosamente el recelo natural de los animales.»
Más difíciles, tal vez, de amansar eran aquellos guerreros, «bestias rubias», que venían a deshacer todo lo que los cesares habían construido; pero este hombre de corazón piadoso y de ojos que sabían adivinar la lejanía del porvenir. Este noble, este letrado, este orador cumplido, no era de los que, obstinados, como Sidonio, en las añoranzas de la antigua Roma, no podían soportar la lengua del bárbaro, ni su olor, ni su manera de andar; como el marsellés Salviano y el español Paulo Orosio, olvidó su nobleza y su literatura y su antigua Roma para salir al encuentro de aquella raza bárbara, que llegaba con la furia de un tornado, que iba a apoderarse del cetro del mundo y que tendría en sus manos los destinos de la Iglesia. Remigio presenció la violencia de una de aquellas invasiones. Saliendo de las llanuras de Holanda, los francos se habían dirigido hacia el sur. Tournai, Cambrai, Soissons y París habían señalado las etapas principales de su marcha victoriosa. Un día su rey recibió, no sin grande admiración, una carta que decía: «Un gran rumor nos ha llegado; dícese que acabas de tomar las riendas del gobierno de nuestra nación. No es una maravilla que seas tú lo que fueron tus padres; pero mira que no te abandone nunca el juicio de Dios, a fin de que por tus méritos logres conservar ese puesto donde te han colocado tu industria y tu nobleza, porque, como dice el vulgo, los actos del hombre se prueban por su fin. Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto; honra a los sacerdotes y atiende a sus consejos, pues si vives en armonía con ellos darás el bienestar al país. Consuela a los afligidos, protege a las viudas, alimenta a los huérfanos, haz que todo el mundo te ame y te tema. Salga de tus labios la voz de la justicia, deja abierta a todo el mundo la puerta de tu tienda, y no permitas que nadie se marche triste de tu presencia. Juega con los jóvenes, puesto que eres joven; pero aconséjate con los ancianos, y si quieres reinar, muéstrate digno de ello.»
Quien en tan nobles palabras condensaba todo un plan de gobierno cristiano era el obispo de Reims, el metropolitano de la Galia Bélgica; quien escuchaba este lenguaje era un rey de quince años, que sabía ya llevar sus gentes a la victoria. Se llamaba Clovis. Aún temía a Odín y reverenciaba a Thor y esperaba en el Walhalla; pero la franqueza y la dignidad de aquella carta le impresionaron fuertemente; más tarde llegó a conocer al que se la había enviado, y en el noble continente de Remigio, iluminado por dos ojos de lealtad, le pareció ver a un semidiós. Su presencia inspiraba ciertamente veneración y respeto. Era, dice Gregorio Turonense, de rostro agradable e ingenuo, de talla prócer, pues medía casi siete pies; de frente grande y austera, de nariz bastante aguileña y algo encendida, de barba muy larga, de andar grave, de venerable aspecto; de suerte que todo en él respiraba serenidad y majestad. La belleza de alma, que se reflejaba en su virtud, era tal, que al verle hubierais creído tener delante la imagen de la santidad.
La obra que el obispo de Reims había comenzado en el corazón del joven príncipe fue proseguida por la influencia bienhechora de la reina Clotilde, hija del rey de los borgoñeses. Sus virtudes, más todavía que sus exhortaciones, conmovieron de tal modo el alma del rey bárbaro, que un día, en el campo de Toibiac, viendo a los suyos ceder ante el choque de los alemanes, invocó al Dios de Clotilde, prometiendo bautizarse si alcanzaba la victoria. Vencedor, cumplió su promesa, después de haber aprendido de labios del obispo de Reims la esencia de la doctrina evangélica. La mayor parte de sus guerreros le imitaron en esta resolución. «Rey piadoso—le decían—, contigo renunciaremos a los dioses efímeros para seguir al Dios inmortal que Remigio nos predica.» La ceremonia se celebró en la catedral de Reims el día de Navidad del año 496. Remigio quiso revestirla de la pompa que merecía un hecho que iba a ser la primera página de una historia milenaria. Desde el palacio a la catedral, el camino aparecía adornado de tapicerías y guirnaldas; las calles estaban cubiertas de enramadas y alfombras orientales; el pórtico de la iglesia lanzaba al Cielo el resplandor de las luminarias; los perfumes ardían, embalsamando la atmósfera; y maravillado de tal magnificencia, el rey, que caminaba al lado del Pontífice, preguntó ingenuamente: «Padrino, ¿es éste el reino de Dios que me has prometido?» «No—respondió Remigio—: es la entrada del camino que conduce a él.» Poco después se acercaba a la piscina pidiendo el agua bautismal. Entonces fue cuando Remigio pronunció aquellas palabras famosas: «Humilla la cerviz, sicambro altivo; adora lo que has quemado y quema lo que has adorado.» Y era un hombre nuevo el que al amanecer salía de la basílica adornado con la blanca vestidura de los neófitos. Así se lo daba a entender otro obispo galo, amigo de Remigio, en una carta famosa: «Tus abuelos te dejaron grandes destinos; pero tú has querido dejar otros mayores a los que vendrán después de ti. Te enseñaron a reinar sabré la tierra; tú enseñas a tus descendientes a reinar en el Cielo. Ya no es sólo el Oriente el que tiene un emperador de nuestra fe; una nueva luz brilla en la persona de un rey occidental, una luz que se ha encendido en el día en que celebrábamos la Natividad de nuestro Redentor. Has nacido para Cristo el día en que Cristo nació para ti. ¡Oh maravillosa regeneración! Yo no pude asistir a ella; pero durante esa santa noche mi pensamiento estaba lleno de ti, y en espíritu seguí todo el curso de la ceremonia. Parecíame ver a los Pontífices reunidos y a ti inclinado, bajo la bendición de sus manos, una cabeza que hacía temblar a las naciones, y cambiando la coraza del combate por los blancos vestidos del bautismo. ¡Oh, el más ilustre de los reyes!, No creas que esos vestidos de nieve lleguen a hacer tus miembros inútiles para las armas. Tu virtud será más poderosa que tu fortuna.» Así hablaba el obispo de Viena, San Avito, y resumía su pensamiento en aquella sentencia que resonaba como el grito triunfante de la civilización: «Tu fe es nuestra victoria.»
Remigio continuó en la corte, en el campamento y en toda la nación aquella obra evangelizadora que le ha dado el título de Apóstol de los Francos. Era preciso asegurar la victoria ganada y robustecer la fe del monarca. Un momento, Clovis parece haber dudado de aquella buena estrella que los obispos le anunciaban con motivo de su bautismo. A los pocos meses perdía una hermana que había sido bautizada con él y a la cual amaba con hondo cariño. Esta pérdida vino a sumirle en el mayor abatimiento, en medio del cual llegó hasta él la voz, siempre humana y compasiva, del obispo de Reims: «No puedo menos—decía Remigio—de mezclar mis lágrimas a las tuyas en este momento doloroso. Hay, sin embargo, un pensamiento que debe consolarnos, y es que al dejar este mundo tu hermana nos ha dejado virtudes que honrar, más que lágrimas que derramar. Su vida fue tal, que bien podemos decir que Dios se la llevó para coronarla. Aunque haya desaparecido para tus ojos, está viva para tu fe. No lloremos, pues, cuando Dios nos depara intercesores más cerca de su corazón y del nuestro. Destierra, oh rey y señor mío, esos sentimientos de un dolor demasiado humano. Vuelve a tomar animosamente las riendas de tu Imperio, y no dudes que en la serenidad de la fe encontrarás la fuente de las sabias inspiraciones. Eres el jefe de los pueblos, y no puede dejarse abatir por la tristeza aquel de quien los demás esperaban su felicidad. Confía; el Rey de los Cielos ha recibido en el coro de las vírgenes, entre el canto de los coros angélicos, el alma de esa dulce hermana a quien lloras.»
Así sabía llegar al corazón aquel santo anciano. Toda su vida, su larga vida de noventa años, fue una obra de bondad y una siembra de consuelo. A los detractores de Clodoveo solía desarmarles con estas palabras: «Hay que perdonar mucho al que se ha convertido en propagador de la fe y salvador de las provincias.» A unos obispos que le achacaban su mucha indulgencia, les decía: «Estamos en nuestro alto puesto, no para dominar a los hombres, sino para curarlos; para servir a la piedad y no a la ira.» Conservamos aún su testamento, en que se refleja una vez más la benignidad de aquel corazón apostólico. Pobres socorridos, esclavos libertados, iglesias pobres remediadas. A un hombre que había comprado para librarle de la muerte, le deja veinte sueldos de oro; a los presbíteros de Lyón, lo necesario para un banquete anual, a fin de que se acuerden de él todos los domingos en la misa; a todos sus presbíteros, sacerdotes y familiares, abundancia de dineros y telas preciosas, túnicas, sayos, casullas, tapetes, copas y cucharas; a la iglesia remense, viñas, campos, colonos, y también un manto blanco de Pascua, dos colchas columbinas, tres vetos, que los días de fiesta solía colocar en las puertas del triclinio, de la cámara y de la cocina; un cáliz con imágenes esculpidas y «un vaso de plata que me dio el rey Clodoveo, de ilustre memoria, a quien recibí en la fuente sagrada del bautismo».
En medio del general desaliento se yerguen algunos hombres animosos, que, aunque salidos de la generación antigua, se resignan a dar por muerto un pasado glorioso para trabajar con entusiasmo en la formación de una nueva sociedad y de un orden distinto del antiguo orden romano. Entre estos reconstructores ocupa Remigio un lugar eminente. Descendiente de una ilustre familia galorromana del país de Laón. Educado en las célebres escuelas de la ciudad de Reims, sobresaliendo desde muy joven por encima de todos sus contemporáneos, según dice uno de ellos, Sidonio Apolinar, tanto por la madurez de su espíritu como por la extensión de su ciencia, fue designado para ocupar la sede episcopal de Reims cuando sólo tenía veintidós años de edad. Y «tan bien—dijo un poeta que llegó a conocerle, Venancio Fortunato—se hubo desde el primer día en tan alta dignidad, como si hubiera tenido ya la experiencia de las canas. Era largo en las limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar constante y devoto, en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas». Consideraba la bondad como la joya más preciosa de un hombre. «La serenidad de su rostro no era más que el reflejo de la dulcedumbre de su alma, y en la suavidad de su acento se adivinaba la piedad de su clementísimo corazón.» Las mismas aves del cielo sabían algo de aquel tesoro de ternuras y misericordias. «Cuando le acontecía—sigue hablando el poeta—tener algún convite con sus domésticos y amigos, porque le gustaba regocijarse en santa libertad con los que amaba, los pájaros descendían a él sin reparo alguno para coger de su mano las sobras de la mesa. Iban los unos saciados y los otros venían a saciarse, y la gracia de las virtudes amansaba maravillosamente el recelo natural de los animales.»
Más difíciles, tal vez, de amansar eran aquellos guerreros, «bestias rubias», que venían a deshacer todo lo que los cesares habían construido; pero este hombre de corazón piadoso y de ojos que sabían adivinar la lejanía del porvenir. Este noble, este letrado, este orador cumplido, no era de los que, obstinados, como Sidonio, en las añoranzas de la antigua Roma, no podían soportar la lengua del bárbaro, ni su olor, ni su manera de andar; como el marsellés Salviano y el español Paulo Orosio, olvidó su nobleza y su literatura y su antigua Roma para salir al encuentro de aquella raza bárbara, que llegaba con la furia de un tornado, que iba a apoderarse del cetro del mundo y que tendría en sus manos los destinos de la Iglesia. Remigio presenció la violencia de una de aquellas invasiones. Saliendo de las llanuras de Holanda, los francos se habían dirigido hacia el sur. Tournai, Cambrai, Soissons y París habían señalado las etapas principales de su marcha victoriosa. Un día su rey recibió, no sin grande admiración, una carta que decía: «Un gran rumor nos ha llegado; dícese que acabas de tomar las riendas del gobierno de nuestra nación. No es una maravilla que seas tú lo que fueron tus padres; pero mira que no te abandone nunca el juicio de Dios, a fin de que por tus méritos logres conservar ese puesto donde te han colocado tu industria y tu nobleza, porque, como dice el vulgo, los actos del hombre se prueban por su fin. Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto; honra a los sacerdotes y atiende a sus consejos, pues si vives en armonía con ellos darás el bienestar al país. Consuela a los afligidos, protege a las viudas, alimenta a los huérfanos, haz que todo el mundo te ame y te tema. Salga de tus labios la voz de la justicia, deja abierta a todo el mundo la puerta de tu tienda, y no permitas que nadie se marche triste de tu presencia. Juega con los jóvenes, puesto que eres joven; pero aconséjate con los ancianos, y si quieres reinar, muéstrate digno de ello.»
Quien en tan nobles palabras condensaba todo un plan de gobierno cristiano era el obispo de Reims, el metropolitano de la Galia Bélgica; quien escuchaba este lenguaje era un rey de quince años, que sabía ya llevar sus gentes a la victoria. Se llamaba Clovis. Aún temía a Odín y reverenciaba a Thor y esperaba en el Walhalla; pero la franqueza y la dignidad de aquella carta le impresionaron fuertemente; más tarde llegó a conocer al que se la había enviado, y en el noble continente de Remigio, iluminado por dos ojos de lealtad, le pareció ver a un semidiós. Su presencia inspiraba ciertamente veneración y respeto. Era, dice Gregorio Turonense, de rostro agradable e ingenuo, de talla prócer, pues medía casi siete pies; de frente grande y austera, de nariz bastante aguileña y algo encendida, de barba muy larga, de andar grave, de venerable aspecto; de suerte que todo en él respiraba serenidad y majestad. La belleza de alma, que se reflejaba en su virtud, era tal, que al verle hubierais creído tener delante la imagen de la santidad.
La obra que el obispo de Reims había comenzado en el corazón del joven príncipe fue proseguida por la influencia bienhechora de la reina Clotilde, hija del rey de los borgoñeses. Sus virtudes, más todavía que sus exhortaciones, conmovieron de tal modo el alma del rey bárbaro, que un día, en el campo de Toibiac, viendo a los suyos ceder ante el choque de los alemanes, invocó al Dios de Clotilde, prometiendo bautizarse si alcanzaba la victoria. Vencedor, cumplió su promesa, después de haber aprendido de labios del obispo de Reims la esencia de la doctrina evangélica. La mayor parte de sus guerreros le imitaron en esta resolución. «Rey piadoso—le decían—, contigo renunciaremos a los dioses efímeros para seguir al Dios inmortal que Remigio nos predica.» La ceremonia se celebró en la catedral de Reims el día de Navidad del año 496. Remigio quiso revestirla de la pompa que merecía un hecho que iba a ser la primera página de una historia milenaria. Desde el palacio a la catedral, el camino aparecía adornado de tapicerías y guirnaldas; las calles estaban cubiertas de enramadas y alfombras orientales; el pórtico de la iglesia lanzaba al Cielo el resplandor de las luminarias; los perfumes ardían, embalsamando la atmósfera; y maravillado de tal magnificencia, el rey, que caminaba al lado del Pontífice, preguntó ingenuamente: «Padrino, ¿es éste el reino de Dios que me has prometido?» «No—respondió Remigio—: es la entrada del camino que conduce a él.» Poco después se acercaba a la piscina pidiendo el agua bautismal. Entonces fue cuando Remigio pronunció aquellas palabras famosas: «Humilla la cerviz, sicambro altivo; adora lo que has quemado y quema lo que has adorado.» Y era un hombre nuevo el que al amanecer salía de la basílica adornado con la blanca vestidura de los neófitos. Así se lo daba a entender otro obispo galo, amigo de Remigio, en una carta famosa: «Tus abuelos te dejaron grandes destinos; pero tú has querido dejar otros mayores a los que vendrán después de ti. Te enseñaron a reinar sabré la tierra; tú enseñas a tus descendientes a reinar en el Cielo. Ya no es sólo el Oriente el que tiene un emperador de nuestra fe; una nueva luz brilla en la persona de un rey occidental, una luz que se ha encendido en el día en que celebrábamos la Natividad de nuestro Redentor. Has nacido para Cristo el día en que Cristo nació para ti. ¡Oh maravillosa regeneración! Yo no pude asistir a ella; pero durante esa santa noche mi pensamiento estaba lleno de ti, y en espíritu seguí todo el curso de la ceremonia. Parecíame ver a los Pontífices reunidos y a ti inclinado, bajo la bendición de sus manos, una cabeza que hacía temblar a las naciones, y cambiando la coraza del combate por los blancos vestidos del bautismo. ¡Oh, el más ilustre de los reyes!, No creas que esos vestidos de nieve lleguen a hacer tus miembros inútiles para las armas. Tu virtud será más poderosa que tu fortuna.» Así hablaba el obispo de Viena, San Avito, y resumía su pensamiento en aquella sentencia que resonaba como el grito triunfante de la civilización: «Tu fe es nuestra victoria.»
Remigio continuó en la corte, en el campamento y en toda la nación aquella obra evangelizadora que le ha dado el título de Apóstol de los Francos. Era preciso asegurar la victoria ganada y robustecer la fe del monarca. Un momento, Clovis parece haber dudado de aquella buena estrella que los obispos le anunciaban con motivo de su bautismo. A los pocos meses perdía una hermana que había sido bautizada con él y a la cual amaba con hondo cariño. Esta pérdida vino a sumirle en el mayor abatimiento, en medio del cual llegó hasta él la voz, siempre humana y compasiva, del obispo de Reims: «No puedo menos—decía Remigio—de mezclar mis lágrimas a las tuyas en este momento doloroso. Hay, sin embargo, un pensamiento que debe consolarnos, y es que al dejar este mundo tu hermana nos ha dejado virtudes que honrar, más que lágrimas que derramar. Su vida fue tal, que bien podemos decir que Dios se la llevó para coronarla. Aunque haya desaparecido para tus ojos, está viva para tu fe. No lloremos, pues, cuando Dios nos depara intercesores más cerca de su corazón y del nuestro. Destierra, oh rey y señor mío, esos sentimientos de un dolor demasiado humano. Vuelve a tomar animosamente las riendas de tu Imperio, y no dudes que en la serenidad de la fe encontrarás la fuente de las sabias inspiraciones. Eres el jefe de los pueblos, y no puede dejarse abatir por la tristeza aquel de quien los demás esperaban su felicidad. Confía; el Rey de los Cielos ha recibido en el coro de las vírgenes, entre el canto de los coros angélicos, el alma de esa dulce hermana a quien lloras.»
Así sabía llegar al corazón aquel santo anciano. Toda su vida, su larga vida de noventa años, fue una obra de bondad y una siembra de consuelo. A los detractores de Clodoveo solía desarmarles con estas palabras: «Hay que perdonar mucho al que se ha convertido en propagador de la fe y salvador de las provincias.» A unos obispos que le achacaban su mucha indulgencia, les decía: «Estamos en nuestro alto puesto, no para dominar a los hombres, sino para curarlos; para servir a la piedad y no a la ira.» Conservamos aún su testamento, en que se refleja una vez más la benignidad de aquel corazón apostólico. Pobres socorridos, esclavos libertados, iglesias pobres remediadas. A un hombre que había comprado para librarle de la muerte, le deja veinte sueldos de oro; a los presbíteros de Lyón, lo necesario para un banquete anual, a fin de que se acuerden de él todos los domingos en la misa; a todos sus presbíteros, sacerdotes y familiares, abundancia de dineros y telas preciosas, túnicas, sayos, casullas, tapetes, copas y cucharas; a la iglesia remense, viñas, campos, colonos, y también un manto blanco de Pascua, dos colchas columbinas, tres vetos, que los días de fiesta solía colocar en las puertas del triclinio, de la cámara y de la cocina; un cáliz con imágenes esculpidas y «un vaso de plata que me dio el rey Clodoveo, de ilustre memoria, a quien recibí en la fuente sagrada del bautismo».
Guerra de sangre en las fronteras; guerra de argumentos en la corte. Sobre el Rin y el Danubio, las legiones detienen el empuje de los bárbaros; en la corte, los obispos ruegan, intrigan, cabildean. Atanasio de Alejandría anda errante a través del Imperio; el Papa Liberio vive lejos de Roma, relegado en una playa del Oriente; todos los hombres de lucha, Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli, Lucífero de Cagliari, están en el destierro o en la cárcel. Los discípulos de Arrio celebran su triunfo con ruidosas fiestas, y el emperador Constancio se jacta de haber enterrado para siempre el Símbolo de Nicea. Es el momento en que aparece en escena el nuevo atleta, el que va a recoger en Occidente la herencia de Osio, el obispo centenario. «Feliz Augusto—dice al emperador con noble y respetuosa palabra—, no con palabras, sino con lágrimas, te suplico que no permitas más ultrajes a la Iglesia católica. Todo está tranquilo entre nosotros; no hay asomo de facción, ni quejas ni murmuraciones. Sólo una cosa pedimos a tu clemencia: que esos confesores eminentes, que esos obispos vuelvan a ocupar sus sillas, y reine en todas partes la alegría y la libertad.» Era el lenguaje del antiguo curial, del magistrado que se interesaba por el bienestar de las ciudades. A continuación aparece el filósofo protestando, en nombre de la dignidad humana, contra el empleo de la fuerza en negocios de religión: «Oh emperador—dice—, tú gobiernas el Imperio con sabias máximas, velas día y noche para que tus súbditos disfruten de bienestar. También Dios tiene su autoridad sobre los hombres. Inspirando por la admiración de sus obras el respeto a sus mandamientos, desprecia todo homenaje conseguido por la violencia. Si alguien quisiese exigirlo, la sabiduría episcopal se presentaría delante de él diciendo: Dios es Señor de todas las cosas; no necesita homenajes forzados, ni profesiones de fe arrancadas por la violencia. Hay que servirle, no engañarle; sólo puede acoger al que se le acerca espontáneamente, sólo escuchar al que reza. ¿Quién oyó nunca hablar de sacerdotes obligados a temer a Dios por las cadenas y los suplicios?»
El que hacía oír en el palacio de Constancio este lenguaje sereno y respetuoso, era un joven obispo galo, a quien la elección popular acababa de poner al frente de la diócesis de Poitiers. Llamábase Hilario, y descendía de una familia noble, que le había educado en el culto de la ciencia antigua y en las prácticas del paganismo. Él mismo nos ha contado las etapas del camino laborioso que le había llevado hasta la cumbre de la fe. Joven aún, rico, padre de una hija a quien adoraba, influyente en su ciudad poitevina, sintió un día que del fondo de su conciencia se levantaba la cuestión terrible: ¿Cuál es el fin de la vida? ¿Basta, acaso, dejar que se deslice, plácidamente, en medio del placer y la opulencia? «No—protestaba su razón—; la vida no puede ser sólo un camino hacia la muerte; el dulce sentimiento de la existencia sería muy amargo si nos llevase únicamente al miedo doloroso de perderla... Pensando de esta suerte—continúa—llegué a la convicción de que si la vida presente no se nos ha dado para hacer algún progreso hacia la eternidad, no hay que considerarla como un presente de Dios. Entonces mi alma se inflamaba en un deseo ardiente de comprender a Dios, o de conocerle al menos; de apoyar en Él mi esperanza y de abrigarme en Él como en un puerto seguro y protector.» Pero ¿dónde encontrar la enseñanza auténtica acerca de la divinidad? El amable patricio consultaba la mitología pagana en que había sido educado. «Unos—dice—me hablaban de numerosas familias de dioses; otros hacían distinción entre dioses mayores y menores; la mayoría, afirmando la existencia de una divinidad, la declaraban indiferente para las cosas humanas, o adoraban tan sólo la Naturaleza, que se revela en el movimiento ciego y el concurso fortuito de los átomos. Más mi espíritu tenía por cierto que el Ser eterno y divino es necesariamente simple y único, y que no tiene principio o elemento fuera de Sí mismo.»
En medio de estas perplejidades, tuvo el filósofo la suerte de dar con los libros de los hebreos, que le dieron la respuesta suspirada, revelándole sucesivamente los diversos atributos divinos: la unidad absoluta, la eternidad, la infinidad, la bondad inagotable y la soberana hermosura. Admiró, sobre todo, aquellas palabras famosas: «El que es, me ha enviado a vosotros»; definición sublime, que traduce la noción incomprensible de la naturaleza divina con la expresión más apropiada a la inteligencia humana. Hilario cree haber llegado al termino de su investigación, pensando, acaso, que su espíritu está ya satisfecho: «La ciencia perfecta—escribe—consiste en conocer a Dios como imposible de ignorar y como imposible de describir. Hay que creerle, sentirle, adorarle y hablar de Él únicamente con nuestro vasallaje.» No tarda, sin embargo, en llegar a sus manos el Evangelio de San Juan. Entonces ve con más claridad el destino del hombre y las relaciones de la criatura con el Criador. Avanza a través de las interpretaciones de las sectas hasta las profundidades luminosas donde antes de los tiempos es engendrado el Verbo; adopta, como Atanasio, el camino de la perfecta unidad de la naturaleza divina, manifestada en la segunda Persona, y, sin dejar de pasear su espíritu por las alturas magníficas de la abstracción, doblega su pensamiento ante el explícito testimonio de la Escritura. Hay, sobre todo, una frase que le domina con su majestad deslumbradora: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.» Al leer estas palabras, aprendió más de lo que se había atrevido a esperar. Se halló en posesión de la verdad total, cesó su angustia, pidió el bautismo, y apenas había sido hecho cristiano, cuando sus compatriotas le aclamaron obispo. Su esposa, dando un ejemplo que fue muchas veces imitado en la primitiva Iglesia, se resolvió a no mírale sino en el altar, transfigurado por la llama del sacrificio.
La fe de Hilario en la divinidad del Verbo se mezclaba con una veneración apasionada que nacía de la gratitud personal. Era el misterio en el cual había hallado el reposo su inteligencia, agitada por una larga peregrinación espiritual. Podíase descontar su actitud en las contiendas dogmáticas del siglo. No obstante, como su nombre era desconocido, la solicitud presentada en la corte imperial cayó como una bomba en los círculos de la herejía. Al asombro sucedió la indignación, y a la indignación, las intrigas más odiosas para castigar al atrevido. En los últimos meses del año 356, Hilario salía para el destierro, encaminándose a la otra extremidad del mundo romano. Durante tres años recorrió las provincias del Asia, visitó las principales ciudades del Oriente y discutió con los corifeos de la herejía, hablándoles siempre con mansedumbre, buscándoles en sus iglesias y agregándose a sus asambleas. El fruto de este apostolado suavizaba su destierro. «Permanezcamos siempre desterrados—decía—, con tal que se predique la verdad.» Al mismo tiempo enviaba a Occidente su tratado de los Sínodos, destinado a servir a los occidentales como hilo conductor en el laberinto de las fórmulas dogmáticas de los bizantinos; y en 359 publicaba los doce libros sobre la Trinidad, que son su grande obra, la más completa y una de las más profundas de cuantas nos ofrece la historia de las controversias arrianas. Las discusiones de Atanasio son más personales, más violentas, más apasionadas. Reflejan el ambiente de la lucha. Hilario, en cambio, se mueve en el campo de las ideas eternas; tiene menos fuego, pero hay más orden en su lógica. El obispo no se olvida del rétor que brilló en las escuelas durante los días de su mocedad. El patricio conserva los ademanes heredados de elegancia y dignidad. Escoge la dicción, distribuye sabiamente las partes y desarrolla las ideas de una manera armoniosa. A diferencia de otros autores eclesiásticos, Hilario tiene en todo momento la preocupación de escribir bien, de dar amplitud al período, de multiplicar las imágenes y presentarlas artísticamente, de dejar las frases con rítmicas cadencias. Es un concienzudo discípulo de Quintiliano, como lo observó ya San Jerónimo. Tenía como principio que el que maneja la palabra de Dios debe hacer honor al Autor de esa palabra; como el notario de un rey debe estar a la altura de la grandeza de su amo. Al fin de la obra sobre la Trinidad, leemos estas palabras: «El Apóstol no nos ha enseñado una fe desnuda y pobre de razón. Es verdad que la fe es lo más necesario para la salvación; pero si no la adorna la ciencia, podrá acaso en la hora del combate encontrar un refugio para defenderse, pero no podrá avanzar contra el enemigo con la certidumbre de vencer. Será como el campamento en que los débiles se refugian, pero no se lanzará al combate con la audacia del guerrero.»
Esta fe ilustrada es la que daba alientos al gran campeón de Nicea. Fuerte con ella, recorría las provincias asiáticas destrozando monstruos de errores, se presentaba en el Concilio de Seleucia (359), defendía la ortodoxia contra todos los obispos del Oriente arriano, llegaba a Constantinopla, conseguía una audiencia del emperador; y viendo que todos aquellos esfuerzos resultaban inútiles, asqueado por la atmósfera de opresión, de violencia y de hipocresía que reinaba en la corte, dejaba escapar su indignación en un escrito amargo, en que el alma altiva del patricio y del cristiano se revolvió iracunda contra los atropellos de la tiranía. «Pasó, al fin, el tiempo de callar—escribía Hilario—; los mercenarios han huido, y el pastor debe levantar la voz.»
Todo el mundo sabe que desde que soy un proscrito, nunca he dejado de confesar la fe, pero sin rechazar ningún medio aceptable y honroso de establecer la paz. Y pues he guardado el silencio hasta ahora, de suerte que ni la amargura de las injurias ha podido hacerme hablar, es evidente que si al fin levanto la voz con la libertad de un cristiano, no soy impelido por la pasión humana. Quisiera haber vivido en tiempo de Decio y de Nerón. Inflamado por el Espíritu Santo, sostenido por la misericordia de Dios, me hubiera reído de la tortura y del fuego, y ni la cruz misma me hubiera aterrado... Mas he aquí que ahora combatimos contra un perseguidor disfrazado, contra un enemigo que acaricia, con el anticristo Constancio. No nos condena para hacernos nacer a la vida; nos enriquece para llevarnos a la muerte. No nos encierra en una cárcel para hacernos libres; nos honra en su palacio para esclavizarnos. No corta nuestra cabeza con la espada; mata nuestra alma con el oro. No nos amenaza con la hoguera; pero enciende secretamente el fuego del infierno. Reprime la herejía para que no haya cristianos; honra a los sacerdotes para que no haya obispos; edifica iglesias para demoler la fe… Pero yo te declaro, ¡oh Constancio!, lo que hubiera dicho a Nerón, a Decio y a Maximiano: combates contra Dios; te levantas contra su Iglesia; persigues a los santos; odias a los predicadores de Cristo; arruinas la religión; eres un tirano, no de las cosas humanas, sino de las divinas…»
Algunos meses más tarde, Hilario entraba triunfalmente en su ciudad episcopal. Asustados de aquella intrepidez terrible, los mismos arrianos trabajaron para que se volviese a su tierra, presentándole al principio como el perturbador del Oriente. Las invectivas que pudieron haberle llevado al suplicio le restituyeron a su iglesia. Y empieza para el confesor de la fe una era de paz, durante la cual sigue trabajando para arrancar de las Galias los últimos brotes del arrianismo; era fecunda en obras exegéticas: como los tratados sobre los Misterios, sobre los Salmos y sobre San Mateo, que nos revelan al discípulo y admirador de Orígenes en la interpretación alegórica de las Escrituras. Hilario había aprendido mucho de los Padres griegos; pero su pensamiento es siempre original y personal, siempre atrevido y profundo. El contacto con el Oriente le hizo también poeta. Fue en Frigia donde oyó por vez primera la poesía religiosa de los orientales, que él transplantó antes que nadie al Occidente. Conservamos aún tres himnos suyos, que nos encantan por la sobria elegancia de la forma. «Oh tú, que eres el verdadero astro del día—dice en el himno a la mañana—, no aquel cuya luz efímera anuncia la pálida aurora; tú que brillas más que el sol, tú que eres pleno día y luz soberana, ven, ilumina lo íntimo de mi corazón... Soy indigno de levantar hacia las brillantes estrellas mis ojos infortunados, que el peso abrumador de mis culpas inclina hacia la tierra. ¡Oh, Cristo, ten piedad de los que has redimido!»
Pero el último gesto que conocemos de Hilario es gesto de luchador. Había pasado la reacción pagana de Juliano; con Jovino, el Evangelio vuelve a subir al trono; reaparece la ambición entre el episcopado herético y comienzan de nuevo las querellas dogmáticas. En Occidente el arrianismo está representado por Auxencio de Milán. Hilario le ataca públicamente, es arrastrado ante el cuestor por introducir la discordia en la Iglesia milanesa, y con este motivo pronuncia un discurso memorable: «Hay que deplorar—dice—la miseria de nuestro siglo, en que se cree que los hombres pueden proteger a Dios, en que se trabaja para defender a Cristo con las intrigas del mundo. Decidme, vosotros que os creéis obispos, ¿necesitaron algún patrocinio los Apóstoles para predicar el Evangelio? ¿Fundó Pablo las iglesias en edictos de príncipes?... Pero hoy, ¡oh dolor!, se impone por la fuerza una fe acatada antaño a pesar de hogueras y calabozos.»
Siempre el batallador ardiente, hasta en la extrema vejez; siempre la frase nerviosa y violenta; siempre, como decía el solitario de Belén, «el Ródano de elocuencia», rápido e impetuoso.
El que hacía oír en el palacio de Constancio este lenguaje sereno y respetuoso, era un joven obispo galo, a quien la elección popular acababa de poner al frente de la diócesis de Poitiers. Llamábase Hilario, y descendía de una familia noble, que le había educado en el culto de la ciencia antigua y en las prácticas del paganismo. Él mismo nos ha contado las etapas del camino laborioso que le había llevado hasta la cumbre de la fe. Joven aún, rico, padre de una hija a quien adoraba, influyente en su ciudad poitevina, sintió un día que del fondo de su conciencia se levantaba la cuestión terrible: ¿Cuál es el fin de la vida? ¿Basta, acaso, dejar que se deslice, plácidamente, en medio del placer y la opulencia? «No—protestaba su razón—; la vida no puede ser sólo un camino hacia la muerte; el dulce sentimiento de la existencia sería muy amargo si nos llevase únicamente al miedo doloroso de perderla... Pensando de esta suerte—continúa—llegué a la convicción de que si la vida presente no se nos ha dado para hacer algún progreso hacia la eternidad, no hay que considerarla como un presente de Dios. Entonces mi alma se inflamaba en un deseo ardiente de comprender a Dios, o de conocerle al menos; de apoyar en Él mi esperanza y de abrigarme en Él como en un puerto seguro y protector.» Pero ¿dónde encontrar la enseñanza auténtica acerca de la divinidad? El amable patricio consultaba la mitología pagana en que había sido educado. «Unos—dice—me hablaban de numerosas familias de dioses; otros hacían distinción entre dioses mayores y menores; la mayoría, afirmando la existencia de una divinidad, la declaraban indiferente para las cosas humanas, o adoraban tan sólo la Naturaleza, que se revela en el movimiento ciego y el concurso fortuito de los átomos. Más mi espíritu tenía por cierto que el Ser eterno y divino es necesariamente simple y único, y que no tiene principio o elemento fuera de Sí mismo.»
En medio de estas perplejidades, tuvo el filósofo la suerte de dar con los libros de los hebreos, que le dieron la respuesta suspirada, revelándole sucesivamente los diversos atributos divinos: la unidad absoluta, la eternidad, la infinidad, la bondad inagotable y la soberana hermosura. Admiró, sobre todo, aquellas palabras famosas: «El que es, me ha enviado a vosotros»; definición sublime, que traduce la noción incomprensible de la naturaleza divina con la expresión más apropiada a la inteligencia humana. Hilario cree haber llegado al termino de su investigación, pensando, acaso, que su espíritu está ya satisfecho: «La ciencia perfecta—escribe—consiste en conocer a Dios como imposible de ignorar y como imposible de describir. Hay que creerle, sentirle, adorarle y hablar de Él únicamente con nuestro vasallaje.» No tarda, sin embargo, en llegar a sus manos el Evangelio de San Juan. Entonces ve con más claridad el destino del hombre y las relaciones de la criatura con el Criador. Avanza a través de las interpretaciones de las sectas hasta las profundidades luminosas donde antes de los tiempos es engendrado el Verbo; adopta, como Atanasio, el camino de la perfecta unidad de la naturaleza divina, manifestada en la segunda Persona, y, sin dejar de pasear su espíritu por las alturas magníficas de la abstracción, doblega su pensamiento ante el explícito testimonio de la Escritura. Hay, sobre todo, una frase que le domina con su majestad deslumbradora: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.» Al leer estas palabras, aprendió más de lo que se había atrevido a esperar. Se halló en posesión de la verdad total, cesó su angustia, pidió el bautismo, y apenas había sido hecho cristiano, cuando sus compatriotas le aclamaron obispo. Su esposa, dando un ejemplo que fue muchas veces imitado en la primitiva Iglesia, se resolvió a no mírale sino en el altar, transfigurado por la llama del sacrificio.
La fe de Hilario en la divinidad del Verbo se mezclaba con una veneración apasionada que nacía de la gratitud personal. Era el misterio en el cual había hallado el reposo su inteligencia, agitada por una larga peregrinación espiritual. Podíase descontar su actitud en las contiendas dogmáticas del siglo. No obstante, como su nombre era desconocido, la solicitud presentada en la corte imperial cayó como una bomba en los círculos de la herejía. Al asombro sucedió la indignación, y a la indignación, las intrigas más odiosas para castigar al atrevido. En los últimos meses del año 356, Hilario salía para el destierro, encaminándose a la otra extremidad del mundo romano. Durante tres años recorrió las provincias del Asia, visitó las principales ciudades del Oriente y discutió con los corifeos de la herejía, hablándoles siempre con mansedumbre, buscándoles en sus iglesias y agregándose a sus asambleas. El fruto de este apostolado suavizaba su destierro. «Permanezcamos siempre desterrados—decía—, con tal que se predique la verdad.» Al mismo tiempo enviaba a Occidente su tratado de los Sínodos, destinado a servir a los occidentales como hilo conductor en el laberinto de las fórmulas dogmáticas de los bizantinos; y en 359 publicaba los doce libros sobre la Trinidad, que son su grande obra, la más completa y una de las más profundas de cuantas nos ofrece la historia de las controversias arrianas. Las discusiones de Atanasio son más personales, más violentas, más apasionadas. Reflejan el ambiente de la lucha. Hilario, en cambio, se mueve en el campo de las ideas eternas; tiene menos fuego, pero hay más orden en su lógica. El obispo no se olvida del rétor que brilló en las escuelas durante los días de su mocedad. El patricio conserva los ademanes heredados de elegancia y dignidad. Escoge la dicción, distribuye sabiamente las partes y desarrolla las ideas de una manera armoniosa. A diferencia de otros autores eclesiásticos, Hilario tiene en todo momento la preocupación de escribir bien, de dar amplitud al período, de multiplicar las imágenes y presentarlas artísticamente, de dejar las frases con rítmicas cadencias. Es un concienzudo discípulo de Quintiliano, como lo observó ya San Jerónimo. Tenía como principio que el que maneja la palabra de Dios debe hacer honor al Autor de esa palabra; como el notario de un rey debe estar a la altura de la grandeza de su amo. Al fin de la obra sobre la Trinidad, leemos estas palabras: «El Apóstol no nos ha enseñado una fe desnuda y pobre de razón. Es verdad que la fe es lo más necesario para la salvación; pero si no la adorna la ciencia, podrá acaso en la hora del combate encontrar un refugio para defenderse, pero no podrá avanzar contra el enemigo con la certidumbre de vencer. Será como el campamento en que los débiles se refugian, pero no se lanzará al combate con la audacia del guerrero.»
Esta fe ilustrada es la que daba alientos al gran campeón de Nicea. Fuerte con ella, recorría las provincias asiáticas destrozando monstruos de errores, se presentaba en el Concilio de Seleucia (359), defendía la ortodoxia contra todos los obispos del Oriente arriano, llegaba a Constantinopla, conseguía una audiencia del emperador; y viendo que todos aquellos esfuerzos resultaban inútiles, asqueado por la atmósfera de opresión, de violencia y de hipocresía que reinaba en la corte, dejaba escapar su indignación en un escrito amargo, en que el alma altiva del patricio y del cristiano se revolvió iracunda contra los atropellos de la tiranía. «Pasó, al fin, el tiempo de callar—escribía Hilario—; los mercenarios han huido, y el pastor debe levantar la voz.»
Todo el mundo sabe que desde que soy un proscrito, nunca he dejado de confesar la fe, pero sin rechazar ningún medio aceptable y honroso de establecer la paz. Y pues he guardado el silencio hasta ahora, de suerte que ni la amargura de las injurias ha podido hacerme hablar, es evidente que si al fin levanto la voz con la libertad de un cristiano, no soy impelido por la pasión humana. Quisiera haber vivido en tiempo de Decio y de Nerón. Inflamado por el Espíritu Santo, sostenido por la misericordia de Dios, me hubiera reído de la tortura y del fuego, y ni la cruz misma me hubiera aterrado... Mas he aquí que ahora combatimos contra un perseguidor disfrazado, contra un enemigo que acaricia, con el anticristo Constancio. No nos condena para hacernos nacer a la vida; nos enriquece para llevarnos a la muerte. No nos encierra en una cárcel para hacernos libres; nos honra en su palacio para esclavizarnos. No corta nuestra cabeza con la espada; mata nuestra alma con el oro. No nos amenaza con la hoguera; pero enciende secretamente el fuego del infierno. Reprime la herejía para que no haya cristianos; honra a los sacerdotes para que no haya obispos; edifica iglesias para demoler la fe… Pero yo te declaro, ¡oh Constancio!, lo que hubiera dicho a Nerón, a Decio y a Maximiano: combates contra Dios; te levantas contra su Iglesia; persigues a los santos; odias a los predicadores de Cristo; arruinas la religión; eres un tirano, no de las cosas humanas, sino de las divinas…»
Algunos meses más tarde, Hilario entraba triunfalmente en su ciudad episcopal. Asustados de aquella intrepidez terrible, los mismos arrianos trabajaron para que se volviese a su tierra, presentándole al principio como el perturbador del Oriente. Las invectivas que pudieron haberle llevado al suplicio le restituyeron a su iglesia. Y empieza para el confesor de la fe una era de paz, durante la cual sigue trabajando para arrancar de las Galias los últimos brotes del arrianismo; era fecunda en obras exegéticas: como los tratados sobre los Misterios, sobre los Salmos y sobre San Mateo, que nos revelan al discípulo y admirador de Orígenes en la interpretación alegórica de las Escrituras. Hilario había aprendido mucho de los Padres griegos; pero su pensamiento es siempre original y personal, siempre atrevido y profundo. El contacto con el Oriente le hizo también poeta. Fue en Frigia donde oyó por vez primera la poesía religiosa de los orientales, que él transplantó antes que nadie al Occidente. Conservamos aún tres himnos suyos, que nos encantan por la sobria elegancia de la forma. «Oh tú, que eres el verdadero astro del día—dice en el himno a la mañana—, no aquel cuya luz efímera anuncia la pálida aurora; tú que brillas más que el sol, tú que eres pleno día y luz soberana, ven, ilumina lo íntimo de mi corazón... Soy indigno de levantar hacia las brillantes estrellas mis ojos infortunados, que el peso abrumador de mis culpas inclina hacia la tierra. ¡Oh, Cristo, ten piedad de los que has redimido!»
Pero el último gesto que conocemos de Hilario es gesto de luchador. Había pasado la reacción pagana de Juliano; con Jovino, el Evangelio vuelve a subir al trono; reaparece la ambición entre el episcopado herético y comienzan de nuevo las querellas dogmáticas. En Occidente el arrianismo está representado por Auxencio de Milán. Hilario le ataca públicamente, es arrastrado ante el cuestor por introducir la discordia en la Iglesia milanesa, y con este motivo pronuncia un discurso memorable: «Hay que deplorar—dice—la miseria de nuestro siglo, en que se cree que los hombres pueden proteger a Dios, en que se trabaja para defender a Cristo con las intrigas del mundo. Decidme, vosotros que os creéis obispos, ¿necesitaron algún patrocinio los Apóstoles para predicar el Evangelio? ¿Fundó Pablo las iglesias en edictos de príncipes?... Pero hoy, ¡oh dolor!, se impone por la fuerza una fe acatada antaño a pesar de hogueras y calabozos.»
Siempre el batallador ardiente, hasta en la extrema vejez; siempre la frase nerviosa y violenta; siempre, como decía el solitario de Belén, «el Ródano de elocuencia», rápido e impetuoso.
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