El Bautista sigue cumpliendo su oficio de precursor, enderezando los caminos torcidos y abriendo los corazones a la luz que se acerca. Fulmina, exhorta, consuela y bautiza. Todavía no han encadenado sus manos ni encerrado su voz entre los muros de un sótano. Vive a la orilla del Jordán, no lejos de Jericó, junto a la entrada del desierto, donde ha pasado los años de su juventud en la mortificación y el ayuno. Pero ahora el solitario se ha convertido en un director de hombres, el silencioso habitante de la selva en un posible caudillo de pueblos. En toda Palestina sólo se habla de su aparición. Allá arriba, los pescadores del lago entretienen las esperas forzadas de su oficio repitiendo las palabras del penitente; los israelitas piadosos empiezan a ver en él una esperanza gozosa, y hasta en el Consejo nacional de Israel, en el Sanedrín, se revuelven las Escrituras para buscar algún texto luminoso referente al extraño personaje.
Entre tanto, Juan predica y bautiza. Hasta él llegan las muchedumbres, llenando de rumores el desierto. Unos vienen llorando y marchan riendo; otros vienen riendo y marchan llorando. Los curiosos y los arrepentidos, los pecadores y los inocentes, todos sienten la fuerza de aquella voz impaciente y austera. Y he aquí que un día, entre los publícanos y los epulones, entre las cortesanas y los soldados, se acercan lentamente; gravemente, envueltos en sus mantos doctorales, un grupo de fariseos, que inclinan sus cabezas en una actitud de profundo respeto. Juan, el profeta del fuego, el hombre que ha crecido entre esquenos y peñascos; no suele acariciar; pero sus mayores asperezas las guarda para esta gente: «Raza de víboras—solía decirles—, ¿quién os enseñará a huir de la ira que se acerca?».
No obstante, ahora recibe sereno a los recién venidos. No llegan para sumergirse en el río, ni para oír una palabra de edificación, ni para confesar sus pecados. Son embajadores del Sanedrín.
Aquella tierra de Israel seguía pensando siempre en el reino glorioso de David. Era una esperanza que la lectura de los libros santos mantenía fresca en los corazones; pero ahora más que nunca, cuando había que resistir los desprecios de la soldadesca imperial y soportar el yugo de los aventureros del Idumeo, y gozarse con los paganos, con los goim, que hollaban y profanaban y robaban la santa herencia de los mayores. Y el consuelo era soñar en las viejas grandezas, en el retorno de la victoria, en el advenimiento del misterioso libertador, del Ungido, que había de encarnar la furia de la venganza tanto tiempo contenida, y levantar su trono en una Jerusalén más fuerte, más bella, más poderosa que Salomón. Y éste es el momento en que allá, en las cercanías del mar Muerto, aparece aquel terrible predicador de penitencia, en quien todo, el origen, la presencia, la vida y la palabra, tenía necesariamente que sobreexcitar las imaginaciones.
Algo grande hay en él, decían las gentes; pero sin acertar a ver con claridad. Cierto, removía las turbas, pero sin los histerismos, sin las convulsiones que suscitaban diariamente en los campos de Judea las predicaciones de patriotas exaltados, que terminaban siempre en torbellinos de sangre. Para éste, el problema nacional parecía no tener importancia; lo que le preocupa es la cuestión moral, la renovación religiosa, el saneamiento de las conciencias. Habla como los antiguos profetas y tiene todo el aspecto de un profeta. Seiscientos años antes se había levantado en aquel mismo desierto un hombre de genio bravío, de varonil continente, de gesto intrépido y de larga barba, vestido de una tela de pelo de camello y ceñido con un cinturón de cuero. Era Elías, una de las más grandes figuras de Israel. Todo el mundo sabía que Elías no había muerto, que había sido transportado de este mundo por una cuadriga de llamas. Y en aquel mismo sitio surgía ahora rígido, apremiante, iracundo, este elocuente predicador de la penitencia. «Es Elías, que vuelve», murmuraban los campesinos en sus hogares, bajo el silencio de la noche, recordando aquellos versos que habían oído en la sinagoga: «Se ha levantado el profeta semejante al fuego; su palabra ardía como una antorcha; es el que cerró los Cielos con la llave de su voz; el que precipitó a los reyes al abismo; el que hizo saltar de su lecho a los soberbios, y oyó en la cima del Horeb el grito de la venganza. Arrebatado por la tempestad luminosa sobre un carro de caballos de fuego, volverá en el día de la hora fatal para detener los rayos inflamados de la ira.»
Es Elías, decían unos; no, replicaban otros, es el profeta de que habló Moisés al pueblo escogido; y algunos empezaban a pensar si no sería el mismo Cristo, el Mesías esperado, el Ungido, el Libertador. La incertidumbre inquietaba a los mismos doctores de la ley. En sus cátedras, adosadas a los pilares del templo, saltaba diariamente la pregunta ineludible: « ¿Quién es el asceta que bautiza en el Jordán?» Y nada seguro podían responder. Pero al fin iban a salir de dudas. Los embajadores habían llegado a Jericó, habían subido a la barca, amarrada a la orilla, y habían pasado al otro lado. Allí, el Bautista predicaba y bautizaba. Un momento interrumpe su tarea para recibir a los enviados. Parece como si los recibiese de mala gana, como si quisiera acabar cuanto antes aquella información, tal vez demasiado interesada.
— ¿Eres Elías?
—No.
— ¿Eres el Profeta?
—No.
— ¿Eres el Cristo?
—No.
Tres negaciones secas, rotundas, en que se nos revela la grandeza primitiva de aquel carácter enérgico y rectilíneo. No es nada. Sin embargo, el que todo lo sabe le llamará profeta, el más excelente de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y su virtud. A sus ojos, no es nada; es sólo la voz del que clama; una voz, un soplo, una vibración que se pierde en el aire. Resueltamente, el Bautista deshace todas aquellas hablillas que habían puesto una aureola semidivina en torno de su persona. Al día siguiente sus palabras se comentarían en la ciudad y en el campo, en la cocina de Betsaida y en las barcas del lago, sus devotos le abandonarían, su prestigio caería por el suelo. Era un soplo; era un picapedrero del camino del Mesías, indigno hasta de desatar la correa de su zapato. Lo decía sin dolor, sin amargura, sin envidia. No venía para sentarse, en el trono, sino sólo para prepararlo.
Porque algo positivo logran sacar los embajadores de aquella rápida entrevista: «Entre vosotros está uno a quien no conocéis.» Aquí sí que hay amargura; porque hay amor contenido y adoración profunda. La queja del Bautista no deja nunca de ser verdadera. Tiene a la vez la alegría de la buena nueva y la tristeza de la ingratitud. Una gran noticia se ha derramado por todos los ámbitos del mundo: el Señor está cerca. ¿Quién se prepara a recibirle? ¿Qué senderos tortuosos se enderezan? ¿Qué colinas son allanadas? ¿Qué anhelos se asoman a las ventanas de los corazones? Una vez más, la luz que esperamos pasará al lado nuestro sin iluminar nuestras tinieblas; una vez más, llamará a nuestras puertas el que pudiera remediar nuestras congojas, y nosotros estaremos dormidos. «Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron.»
Entre tanto, Juan predica y bautiza. Hasta él llegan las muchedumbres, llenando de rumores el desierto. Unos vienen llorando y marchan riendo; otros vienen riendo y marchan llorando. Los curiosos y los arrepentidos, los pecadores y los inocentes, todos sienten la fuerza de aquella voz impaciente y austera. Y he aquí que un día, entre los publícanos y los epulones, entre las cortesanas y los soldados, se acercan lentamente; gravemente, envueltos en sus mantos doctorales, un grupo de fariseos, que inclinan sus cabezas en una actitud de profundo respeto. Juan, el profeta del fuego, el hombre que ha crecido entre esquenos y peñascos; no suele acariciar; pero sus mayores asperezas las guarda para esta gente: «Raza de víboras—solía decirles—, ¿quién os enseñará a huir de la ira que se acerca?».
No obstante, ahora recibe sereno a los recién venidos. No llegan para sumergirse en el río, ni para oír una palabra de edificación, ni para confesar sus pecados. Son embajadores del Sanedrín.
Aquella tierra de Israel seguía pensando siempre en el reino glorioso de David. Era una esperanza que la lectura de los libros santos mantenía fresca en los corazones; pero ahora más que nunca, cuando había que resistir los desprecios de la soldadesca imperial y soportar el yugo de los aventureros del Idumeo, y gozarse con los paganos, con los goim, que hollaban y profanaban y robaban la santa herencia de los mayores. Y el consuelo era soñar en las viejas grandezas, en el retorno de la victoria, en el advenimiento del misterioso libertador, del Ungido, que había de encarnar la furia de la venganza tanto tiempo contenida, y levantar su trono en una Jerusalén más fuerte, más bella, más poderosa que Salomón. Y éste es el momento en que allá, en las cercanías del mar Muerto, aparece aquel terrible predicador de penitencia, en quien todo, el origen, la presencia, la vida y la palabra, tenía necesariamente que sobreexcitar las imaginaciones.
Algo grande hay en él, decían las gentes; pero sin acertar a ver con claridad. Cierto, removía las turbas, pero sin los histerismos, sin las convulsiones que suscitaban diariamente en los campos de Judea las predicaciones de patriotas exaltados, que terminaban siempre en torbellinos de sangre. Para éste, el problema nacional parecía no tener importancia; lo que le preocupa es la cuestión moral, la renovación religiosa, el saneamiento de las conciencias. Habla como los antiguos profetas y tiene todo el aspecto de un profeta. Seiscientos años antes se había levantado en aquel mismo desierto un hombre de genio bravío, de varonil continente, de gesto intrépido y de larga barba, vestido de una tela de pelo de camello y ceñido con un cinturón de cuero. Era Elías, una de las más grandes figuras de Israel. Todo el mundo sabía que Elías no había muerto, que había sido transportado de este mundo por una cuadriga de llamas. Y en aquel mismo sitio surgía ahora rígido, apremiante, iracundo, este elocuente predicador de la penitencia. «Es Elías, que vuelve», murmuraban los campesinos en sus hogares, bajo el silencio de la noche, recordando aquellos versos que habían oído en la sinagoga: «Se ha levantado el profeta semejante al fuego; su palabra ardía como una antorcha; es el que cerró los Cielos con la llave de su voz; el que precipitó a los reyes al abismo; el que hizo saltar de su lecho a los soberbios, y oyó en la cima del Horeb el grito de la venganza. Arrebatado por la tempestad luminosa sobre un carro de caballos de fuego, volverá en el día de la hora fatal para detener los rayos inflamados de la ira.»
Es Elías, decían unos; no, replicaban otros, es el profeta de que habló Moisés al pueblo escogido; y algunos empezaban a pensar si no sería el mismo Cristo, el Mesías esperado, el Ungido, el Libertador. La incertidumbre inquietaba a los mismos doctores de la ley. En sus cátedras, adosadas a los pilares del templo, saltaba diariamente la pregunta ineludible: « ¿Quién es el asceta que bautiza en el Jordán?» Y nada seguro podían responder. Pero al fin iban a salir de dudas. Los embajadores habían llegado a Jericó, habían subido a la barca, amarrada a la orilla, y habían pasado al otro lado. Allí, el Bautista predicaba y bautizaba. Un momento interrumpe su tarea para recibir a los enviados. Parece como si los recibiese de mala gana, como si quisiera acabar cuanto antes aquella información, tal vez demasiado interesada.
— ¿Eres Elías?
—No.
— ¿Eres el Profeta?
—No.
— ¿Eres el Cristo?
—No.
Tres negaciones secas, rotundas, en que se nos revela la grandeza primitiva de aquel carácter enérgico y rectilíneo. No es nada. Sin embargo, el que todo lo sabe le llamará profeta, el más excelente de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y su virtud. A sus ojos, no es nada; es sólo la voz del que clama; una voz, un soplo, una vibración que se pierde en el aire. Resueltamente, el Bautista deshace todas aquellas hablillas que habían puesto una aureola semidivina en torno de su persona. Al día siguiente sus palabras se comentarían en la ciudad y en el campo, en la cocina de Betsaida y en las barcas del lago, sus devotos le abandonarían, su prestigio caería por el suelo. Era un soplo; era un picapedrero del camino del Mesías, indigno hasta de desatar la correa de su zapato. Lo decía sin dolor, sin amargura, sin envidia. No venía para sentarse, en el trono, sino sólo para prepararlo.
Porque algo positivo logran sacar los embajadores de aquella rápida entrevista: «Entre vosotros está uno a quien no conocéis.» Aquí sí que hay amargura; porque hay amor contenido y adoración profunda. La queja del Bautista no deja nunca de ser verdadera. Tiene a la vez la alegría de la buena nueva y la tristeza de la ingratitud. Una gran noticia se ha derramado por todos los ámbitos del mundo: el Señor está cerca. ¿Quién se prepara a recibirle? ¿Qué senderos tortuosos se enderezan? ¿Qué colinas son allanadas? ¿Qué anhelos se asoman a las ventanas de los corazones? Una vez más, la luz que esperamos pasará al lado nuestro sin iluminar nuestras tinieblas; una vez más, llamará a nuestras puertas el que pudiera remediar nuestras congojas, y nosotros estaremos dormidos. «Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron.»
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