domingo, 24 de septiembre de 2017

Homilía



Quizás sea ésta la idea motriz de la liturgia del presente domingo.

Los trabajadores de la primera hora, contratados por el dueño por un determinado jornal para trabajar en su viña, no comprenden cómo, al finalizar el día, reciben la misma paga que los que entraron a trabajar a última hora.

¿Es justo el proceder del dueño?

- No lo es para la sociedad de hoy. Menudearían las reclamaciones y protestas, bajo el patrocinio de los sindicatos y habría manifestaciones condenatorias contra él por su desigual proceder.

Estamos acostumbrados a juzgar fríamente los hechos y a movernos en el ámbito laboral dentro de los parámetros de derechos y deberes, pero no vemos más allá de lo que nos dicta el egoísmo de nuestros intereses. ¿Acaso consideramos la empresa en la que trabajamos como nuestra, o somos simples mercenarios?

El evangelio nos habla de Dios, que es quien nos invita a trabajar en la viña del mundo, en la que todos somos trabajadores de primera, mediana o última hora, para recibir un salario único y excepcional, el Reino de los cielos.

Nos habla también del trabajo humano y del modo de entenderlo.

Es cierto que hay gente en nuestra sociedad que querría vivir sin trabajar y acogerse a la cultura de la subvención, pero el trabajo es un bien escaso. Millones de personas se pasan, a menudo, por las oficinas del INEM o dejando curriculums en empresas esperando que alguien los contrate.

El paro es una tragedia que afecta gravemente el equilibrio de las familias y la salud física y mental de sus miembros.

Lo malo es que, a diferencia de la parábola, los trabajadores de la última hora reciben un contrato basura que no admite reclamaciones: “O esto o nada”.

La envidia nos mueve para reclamar más dinero del que figura en el contrato y recriminar al dueño por haber pagado la misma cantidad a los que han estado holgazaneando la mayor parte del día, según nuestra opinión.

No podemos comprender sus razones, cegados como estamos por las riquezas.

Nada sabemos de la bondad que anida en su corazón ni de los cuidados que otros necesitan.

Pero Dios es justo y equitativo; tiene planes distintos a los nuestros.

Para él somos todos iguales, y, como en una familia, los miembros más débiles reciben mayor atención y afecto.

No debemos extrañarnos de que sea bueno y dé prioridad a los últimos en llegar, porque han sufrido la angustia de la espera en la plaza y el dolor por no poder llevar el pan a los suyos.

Cuando el amor preside las relaciones humanas es más fácil aceptar las diferencias étnicas, económicas, culturales o religiosas.

Cuando la envidia, que es una forma más de egoísmo, nos ciega, terminamos juzgando injustamente a Dios y a los demás.


Todos estamos llamados, por generosidad de Dios, a la viña, que es cielo.

Los cristianos de toda la vida, los que hemos recibido por herencia el don de la fe, gozamos de la suerte de tener segura la recompensa de nuestro esfuerzo, de saber que Dios nos ama.

Otros, en cambio, descubren este amor infinito y misericordioso al final de su vida, después de muchos sinsabores, incomprensiones y sufrimientos.

Tienen, sin duda, más méritos que cualquiera de nosotros.

En ellos se cumple lo que dice Jesús:

“Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mateo 20, 26).

El hecho de sentirnos salvados por la benevolencia de Dios no nos exime de trabajar en su viña, la Iglesia.

Tampoco nos da privilegios sobre otros cristianos, que se acaban de incorporar a la misma y necesitan acogida, cariño y acompañamiento.

Son frecuentes las envidias, críticas y descalificaciones en nuestras parroquias por causa de algunos cristianos que, en lugar de enarbolar la bandera del servicio a los demás, de forma gratuita y desinteresada, exhiben sus “privilegios” para hacer valer su autoridad y controlar las distintas actividades, incluso por encima de los sacerdotes responsables de las tareas pastorales. Es una lacra que debemos extirpar con prudencia, amor y respeto.

Necesitamos ser evangelizados de nuevo y echar en el baúl de los trastos viejos el afán de mando, el orgullo y lo que creemos derechos adquiridos.

No tenemos derecho al cielo; Dios nos lo regala, porque nos ama, no porque lo hayamos conquistado con nuestras buenas obras.

Partiendo de esta premisa, podemos afirmar, como el salmista:

“El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (Salmo 144, 17-18).

Nos llama la atención en la parábola el proceder del propietario de la viña. No monta una oficina de empleo y aguarda en su finca a los trabajadores para escoger de entre ellos a los que necesita y cree que le darán mayor rendimiento.

Al contrario, sale durante las distintas horas del día a buscar jornaleros e invita a todos a trabajar. Nadie es desechado.

El Papa Francisco insiste en este detalle.

La Iglesia es evangelizada en la medida que es evangelizadora.

Debemos tener siempre las puertas abiertas a quienes demandan consejo, ayuda material o espiritual, piden sacramentos o cobijarse en un lugar para orar, reflexionar o compartir la fe en grupo. Pero el núcleo de los necesitamos está más fuera que dentro.

¿Cómo hacerles llegar la invitación? ¿Qué les ofrecemos?

Hay eslogans que propagan ideas equivocadas, que terminan derivando en “verdades”, que se acatan sin raciocinio previo. Cerramos así, por ejemplo, una conversación religiosa que nos incomoda con un lacónico: “con la Iglesia hemos topado”. No hay peor mentira que una media verdad.

Los tópicos nos afectan y crean estados de opinión difíciles de atajar, sobre todo en el campo de los jóvenes, más proclives a dejarse llevar por las modas del momento.

Y la moda es que se puede ser buen cristiano sin acudir a los sacramentos y entenderse directamente con Dios sin mediaciones de por medio que condicionen nuestra libertad, dando así vía libre al relativismo moral o al pasotismo.

Urge salir a la calle y presentar de nuevo un evangelio encarnado en la vida para que sea creíble y dé respuesta a las necesidades más profundas del ser humano: amar y ser amado, ser válido, vivir en pertenencia…

Tarea harto difícil si confiamos en nuestras fuerzas.

Sin embargo, la gracia supera nuestra debilidad y nos hace ser instrumentos útiles en las manos de Dios, que se hace presente a través de nuestras palabras y nuestro testimonio de vida.

Sabemos que Dios nos ama y nos busca. Nadie escapa al radio de su misericordia. Las lecturas de la Eucaristía lo corroboran. “Nunca es tarde si la dicha es buena”, dice el refrán castellano.


Cierto empresario, casado, pero sin hijos, con mucho dinero en el banco y una lujosa mansión, objeto de envidia de los vecinos, se topó un buen día con un joven negro, llamado Charles, que pedía limosna a la entrada de un supermercado.

Su sonrisa luminosa y el tono afable de su voz contrastaba con el gesto serio de los que entraban a comprar alimentos y salían con los carros llenos a rebosar; la mayoría sin mirar ni saludar al mendigo.

Por una vez, el empresario sintió curiosidad por saber el origen de su sonrisa y detalles sobre su vida.

Conoció así las penalidades que había pasado desde que salió de su país natal, Camerún, para encontrar una vida digna para sí y su familia, hasta que logró cruzar el Estrecho de Gibraltar en una patera.

“Pensé haber llegado a un paraíso donde realizar mis sueños y, ya ve, le dijo al empresario, mi familia está lejos y no tengo qué comer, ni casa, ni escuela, ni trabajo, ni papeles, ni amigos, ni dinero. Soy muy pobre. Mi única riqueza es la sonrisa. Es todo lo que puedo dar”.

-“No te preocupes- contestó, conmovido, el empresario- a mí me sobra de lo que a ti te falta y carezco de lo que tienes. Vente a vivir con nosotros y compartiremos nuestros bienes”.

Pocos años después murió el matrimonio y Charles heredó toda su fortuna, trajo a su familia y se convirtió en un hombre honorable y respetado.

La mansión recibió el nombre de “Sonrisa de Dios”. En recuerdo de un encuentro que transformó su vida.


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