Las dos damas de honor estaban intrigadas por la conducta de la princesa. «¿Para qué querrá—decían ellas— esa gracia encantadora que Dios le ha dado, y, sobre todo, esos estupendos ojos que subyugan cuanto se les pone delante?» Porque su señora, la ilustrísima princesa Salomé, la sobrina muy amada de Athelwolfo, huía de las fiestas regias, de las alegrías cortesanas, de los banquetes de honor, y viviendo en el magnífico palacio real, pasaba los días oculta en una de sus habitaciones más retiradas. Sin embargo; no estaba triste; al contrario, llevaba en el alma el secreto de una gran alegría.
Puestas a sospechar, las doncellas imaginaron que en aquélla vida enigmática se escondía algún amor muy hondo. No podía ser otra cosa en la primavera de aquellos veinte años tan espléndidos y prometedores. Y deseando resolver su duda, se pusieron a curiosear en la cámara de su ama. «Mira un montón de libros—dijo una—; tú, que entiendes de estas cosas, fíjate bien; tal vez sean versos amatorios.» Y cogiendo los códices, se los entregaba a su compañera, la cual iba leyendo los títulos: Historia de los Anglas, por el Venerable Beda; Cartas selectas, de San Jerónimo; Lamento de Penitencia, de San Isidoro; Morales, de San Gregorio Magno; Regla, del Padre San Benito; Vidas de los Padres... Todo aquello les parecía demasiado serio. En un rincón hallaron cadenillas, cilicios, ceniza, y quedaron horrorizadas.
Así las sorprendió la princesa. Ellas no sabían si reír o caer a sus plantas. Optaron por esto último, y confesaron ingenuamente su curiosidad y sus dudas. «No os habéis engañado—dijo ella sonriente—. Es cierto que tengo mi amador; y os voy a decir cómo he llegado a descubrirle. ¿Veis, hermanas queridas, el esplendor del firmamento, las luminarias del sol, el globo pálido de la luna, los coros de las estrellas que fulgen por perpetuas eternidades? Cada astro tiene su color propio y sus propias cualidades: unos tiemblan, otros están en completo reposo; unos son blancos, otros azules; otros rojos, otros amarillos, y hay algunos oscuros, nebulosos. Y si tendéis la vista por la tierra, os pasmaréis de la multitud de seres que la pueblan y su variedad: racionales e irracionales, sensibles e insensibles; divididos en especies innumerables, cada una con su propiedad, con sus potencias, con sus instrumentos de defensa y sus medios de vida; y luego, las flores, con sus matices variadísimos; los árboles, con sus múltiples frutos; las aves, con sus cantos inimitables. Todo tan bien dispuesto, que hay cosas agradables al paladar, otras apacibles a la vista; éstas aptas para alegrar la vida, aquéllas útiles para la gloria o saludables para la medicina. Si todo esto es tan bello, tan suave, tan agradable, ¿cuál no será la dulzura, la belleza del que ha creado y ordenado estas cosas y ahora las gobierna? Pues, ¿qué nos resta, una vez convencidas de esta verdad, sino que, tomando las criaturas perecederas como una escala, subamos por ella hasta el Sumo Bien, que no puede fallar?»
Con tanta suavidad hablaba la princesa, que sus damas se sintieron como encantadas y dominadas por su amorosa elocuencia. Dijéronle, al fin, que harían lo que ella les mandase y que la seguirían hasta el fin del mundo, y las tres heroínas, trocando sus principescas alhajas por modestos vestidos, resolvieron ir en peregrinación a los Santos Lugares.
Pasaron el mar, desembarcaron en Flandes y continuaron su camino por las llanuras de Baviera. Pero Salomé llevaba en sus ojos dos grandes enemigos. Aquellos ojos subyugaban los corazones en las márgenes del Danubio lo mismo que en la corte de Cantorbery. Por ellos un caballero perseguía a la joven princesa con palabras de amor. Ella no sabía cómo defenderse; hasta que una noche, saliendo de la posada, se dirigió a un prado solitario, donde, puesta de rodillas, rogó al Señor que no fuese su hermosura escándalo para ningún alma.
Unos instantes después se levantaba ciega. Sus ojos habían perdido la luz que tanto fascinaba. Anduvo largo rato a la ventura, ignorando dónde la llevarían sus pasos, hasta que cayó en las aguas del Danubio, donde habría perecido ahogada si no la recogieran unos pescadores. Pronto su cuerpo empezó a cubrirse de blancas escamas, de las que salía un hedor insoportable. Era el terrible mal de lepra, que vino a borrar todos los recuerdos de su antigua hermosura.
Sus deseos estaban cumplidos. Hecha horror de todo el mundo, la costó mucho trabajo darse a conocer a su pariente el abad de Altaich, a quien pidió por caridad una estrecha celda junto al altar mayor. Allí vivió reclusa, hasta que su pobre cuerpo quedó consumido por la terrible plaga. Pero ella estaba más contenta con aquel regalo de Dios que con todas las gracias que en otro tiempo la adornaron.
Los sábados y las fiestas de la Virgen eran para ella los días de mayor contento. En ellos, Dios le restituía la vista para que viese los coros de los bienaventurados que bajaban a consolarla en la cárcel. Y cuando, por este favor singular, tenía la dicha de contemplar la belleza de los Cielos a través de su estrecha ventanilla, decíase en su interior que eran bien pequeños aquellos dolores por cuya virtud había de ver muy pronto al Creador de tantas grandezas.
Puestas a sospechar, las doncellas imaginaron que en aquélla vida enigmática se escondía algún amor muy hondo. No podía ser otra cosa en la primavera de aquellos veinte años tan espléndidos y prometedores. Y deseando resolver su duda, se pusieron a curiosear en la cámara de su ama. «Mira un montón de libros—dijo una—; tú, que entiendes de estas cosas, fíjate bien; tal vez sean versos amatorios.» Y cogiendo los códices, se los entregaba a su compañera, la cual iba leyendo los títulos: Historia de los Anglas, por el Venerable Beda; Cartas selectas, de San Jerónimo; Lamento de Penitencia, de San Isidoro; Morales, de San Gregorio Magno; Regla, del Padre San Benito; Vidas de los Padres... Todo aquello les parecía demasiado serio. En un rincón hallaron cadenillas, cilicios, ceniza, y quedaron horrorizadas.
Así las sorprendió la princesa. Ellas no sabían si reír o caer a sus plantas. Optaron por esto último, y confesaron ingenuamente su curiosidad y sus dudas. «No os habéis engañado—dijo ella sonriente—. Es cierto que tengo mi amador; y os voy a decir cómo he llegado a descubrirle. ¿Veis, hermanas queridas, el esplendor del firmamento, las luminarias del sol, el globo pálido de la luna, los coros de las estrellas que fulgen por perpetuas eternidades? Cada astro tiene su color propio y sus propias cualidades: unos tiemblan, otros están en completo reposo; unos son blancos, otros azules; otros rojos, otros amarillos, y hay algunos oscuros, nebulosos. Y si tendéis la vista por la tierra, os pasmaréis de la multitud de seres que la pueblan y su variedad: racionales e irracionales, sensibles e insensibles; divididos en especies innumerables, cada una con su propiedad, con sus potencias, con sus instrumentos de defensa y sus medios de vida; y luego, las flores, con sus matices variadísimos; los árboles, con sus múltiples frutos; las aves, con sus cantos inimitables. Todo tan bien dispuesto, que hay cosas agradables al paladar, otras apacibles a la vista; éstas aptas para alegrar la vida, aquéllas útiles para la gloria o saludables para la medicina. Si todo esto es tan bello, tan suave, tan agradable, ¿cuál no será la dulzura, la belleza del que ha creado y ordenado estas cosas y ahora las gobierna? Pues, ¿qué nos resta, una vez convencidas de esta verdad, sino que, tomando las criaturas perecederas como una escala, subamos por ella hasta el Sumo Bien, que no puede fallar?»
Con tanta suavidad hablaba la princesa, que sus damas se sintieron como encantadas y dominadas por su amorosa elocuencia. Dijéronle, al fin, que harían lo que ella les mandase y que la seguirían hasta el fin del mundo, y las tres heroínas, trocando sus principescas alhajas por modestos vestidos, resolvieron ir en peregrinación a los Santos Lugares.
Pasaron el mar, desembarcaron en Flandes y continuaron su camino por las llanuras de Baviera. Pero Salomé llevaba en sus ojos dos grandes enemigos. Aquellos ojos subyugaban los corazones en las márgenes del Danubio lo mismo que en la corte de Cantorbery. Por ellos un caballero perseguía a la joven princesa con palabras de amor. Ella no sabía cómo defenderse; hasta que una noche, saliendo de la posada, se dirigió a un prado solitario, donde, puesta de rodillas, rogó al Señor que no fuese su hermosura escándalo para ningún alma.
Unos instantes después se levantaba ciega. Sus ojos habían perdido la luz que tanto fascinaba. Anduvo largo rato a la ventura, ignorando dónde la llevarían sus pasos, hasta que cayó en las aguas del Danubio, donde habría perecido ahogada si no la recogieran unos pescadores. Pronto su cuerpo empezó a cubrirse de blancas escamas, de las que salía un hedor insoportable. Era el terrible mal de lepra, que vino a borrar todos los recuerdos de su antigua hermosura.
Sus deseos estaban cumplidos. Hecha horror de todo el mundo, la costó mucho trabajo darse a conocer a su pariente el abad de Altaich, a quien pidió por caridad una estrecha celda junto al altar mayor. Allí vivió reclusa, hasta que su pobre cuerpo quedó consumido por la terrible plaga. Pero ella estaba más contenta con aquel regalo de Dios que con todas las gracias que en otro tiempo la adornaron.
Los sábados y las fiestas de la Virgen eran para ella los días de mayor contento. En ellos, Dios le restituía la vista para que viese los coros de los bienaventurados que bajaban a consolarla en la cárcel. Y cuando, por este favor singular, tenía la dicha de contemplar la belleza de los Cielos a través de su estrecha ventanilla, decíase en su interior que eran bien pequeños aquellos dolores por cuya virtud había de ver muy pronto al Creador de tantas grandezas.
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