domingo, 25 de junio de 2017

San Guillermo de Vercelli

Un deseo insano hormigueaba en el corazón del rey Rogerio; quería ver al hombre de quien tantos prodigios se contaban. Era una curiosidad, como la que había tenido Herodes de conocer a Cristo.

Un día le dijeron que el fundador del Monte Virgine acababa de entrar en Palermo. Como siempre, iba montado en un borriquillo, y unos cuantos hombres blancos le acompañaban. Al correrse la noticia, volvieron a oírse por la corte y la ciudad las mil hablillas que circulaban por el vulgo acerca de aquel monje extraordinario: sus milagros, sus visiones, sus penitencias increíbles.

Había en palacio un caballero que contaba una cosa inaudita. Un día llegó a su casa un joven como de veinte años, cansado y maltrecho por los caminos y los trabajos. Era el propio Guillermo. Andaba descalzo, arrastrando unas cadenas que tenía atadas a los pies. Cinco años hacía que las llevaba, y con ellas había hecho el camino de Compostela.

—Pero me declaró—refería el noble caballero—que las cadenas tenían dos inconvenientes: se le rompían con frecuencia y eran demasiado aparatosas. En vista de esto, me suplicó encarecidamente que le diese una coraza para llevarla bajo su ropón de penitencia. Yo le introduje en mi cuarto de armas y le dije que cogiese lo que le gustase. En un momento se ajustó la loriga al cuerpo desfallecido, y viendo un capacete también de hierro, se lo ajustó a la cabeza. Luego me dio gentilmente las gracias y me dijo: «Es para creerme un verdadero soldado de Cristo.» Y salió de mi casa tambaleándose. Esto hace más de diez años, y he oído decir que nunca se ha quitado todavía la armadura.

Así hablaba el almirante del reino. Jorge de Antioquía, que era un gran admirador del santo; pero el rey y muchos cortesanos comentaban aquellas cosas con chocarrerías de un escepticismo burlón. Entre todos, ninguno más audaz que un gramático petulante que usufructuaba el amistoso trato del rey Rogerio. Ese gramático no podía olvidar que una vez había sido confundido por el santo en pública disputa; por eso no perdía ocasión de llamarle grosero, hipócrita, ignorante, y de hacer chistes burdos a cuenta de él.

—Cuentan que adivina lo más hondo de los corazones con la mirada; cuida de no ponerte delante de él—decía el gramático a una dama muy hermosa, pero de poquísima vergüenza.
—¡Bah!—repuso ella—. He oído decir que los santos no se escandalizan de nada.
—Pero es que podría convertirte—dijo el letrado maliciosamente—, aunque no sea tan fácil la tarea.
—¿Queréis ver cómo es más fácil convertirle a él?... No me fío de santidades. Todos tenemos nuestras pasiones, nuestra sangre que hierve; nuestras necesidades, si así queréis llamarlas. Vais a convenceros de que ese hombre no es una excepción, de que su virtud es tan quebradiza como la de los demás hombres.

Y se resolvió que aquella mala mujer iría a provocar al varón de Dios.

El monarca reía, los cortesanos reían, y ella también reía de la singular hazaña que iba a realizar. Esta mujer se llamaba Inés. Había de ser un vaso de lección, pero su corazón se encontraba todavía presa de Satanás.

Llegó al lugar donde paraba Guillermo, le habló de lo mucho que en la corte se hablaba de su persona, de su ingenio, de su vida, y añadió que el rey tenía grandes deseos de verle, y que todos los principales personajes le miraban con simpatía.

—Sin embargo—continuó—, no dejan de extrañarse de que vos, sin hacer caso de vuestra nobleza y de vuestra inteligencia, perdáis vuestra juventud entre hombres vulgares, practicando peregrinas penitencias. Y realmente, ¿no os parece esto una cosa bien anormal?
—Muy anormal—dijo Guillermo.
—Claro está—prosiguió aquella mujer—; vos no conocéis las dulzuras de la vida. El goce, la alegría y el amor. Desde los catorce años, según tengo oído, os metieron en esa vida extraña; así es que muy poco podéis saber de estas cosas.
—Nada, nada; os lo puedo asegurar—confirmó el asceta.
—Y, sin embargo—siguió diciendo ella, cada vez más tentadora—, con vuestro carácter audaz, con vuestro talento, con la nobleza de vuestra sangre y de vuestro corazón, vos pudierais haber alcanzado en el mundo lo que hubierais querido; y aun ahora, si queréis venir a la corte, tendríais honras, empleos, riquezas y una mujer hermosa.
—¿Una mujer hermosa? Pero, ¿no me engañáis? El rostro de Guillermo se iluminaba mientras hacía estas preguntas. Iluminábase también el de la cortesana, segura ya de su triunfo, y animada por las últimas palabras del monje aventuró el postrer asalto.
—No—dijo—; no os engaño. ¿Qué es lo que me ha traído aquí sino el amor? Soy la esclava de vuestra voluntad; esclava feliz si vos me admitís en vuestra gracia.
—Mi gracia y esta mi pobre posada—dijo Guillermo con la mayor galantería—están siempre abiertas para vos.
—Si así es, esta misma noche me tenéis aquí.
—Bueno, esta misma noche; y que seáis bien venida.
—Adiós.
—Adiós, hasta la noche.

Así terminó aquella primera entrevista. La dama se fue triunfante. Jamás pensó que fuera tan fácil sorprender a un santo. En palacio relató procazmente todos los incidentes de la visita; y sus palabras eran interrumpidas con burlas ruidosas.

Como muchos se resistieran a creerla, propuso el almirante que se enviasen espías, a la casa donde estaba el santo, «porque—decía él—esta mujer nos engaña miserablemente».

Entre tanto, Guillermo había reunido a sus compañeras y les había dado orden de traer brazados y brazados de leña, que iban colocando en medio del patio de la casa. Así se pasó la tarde. Al caer el sol, Guillermo puso fuego en aquel combustible. Era una inmensa pira. El abad dijo a sus monjes, que le miraban sin saber qué decir de él, sin comprender nada de todo aquello:

—No tenéis de qué extrañaros, porque voy a recibir una huéspeda muy hermosa.

Los hermanos se quedaron como antes; pero su admiración fue imponderable cuando vieron entrar una mujer muy perfumada y repintada y que se sentaba junto a su maestro, y que hablaba con él muy descarada y coquetonamente. Luego observaron que el maestro se levantaba y que la llevaba suavemente del brazo.

Estaban escandalizados; pero su escándalo se cambió en profundo respeto, viendo que el santo hacía un hoyo en las ascuas llameantes y se tumbaba en él diciendo:

—Mira, éste es mi lecho nupcial; ven, ven tú también y cúmpleme tu palabra.

La pobre mujer le miraba pálida, atónita y sin saber qué hacer. Al fin cayó de rodillas y empezó a llorar. Dios había tocado su corazón. El santo se levantó tranquilo, sin que las llamas hubieran tocado uno sólo de sus cabellos. El rey supo el milagro y vino a pedir perdón a Guillermo, que fue desde entonces su consejero en todos los negocios de su alma y de su estado.

Inés fue desde entonces una monja santa, y más tarde abadesa de un monasterio que San Guillermo levantó frente al palacio real de Palermo.

Los santos han sido grandes humoristas. San Bernardo gritaba en caso semejante: «¡Fuego, fuego!», y alborotaba el mesón, mientras él se quedaba tranquilo en el pajero. Santo Domingo de Silos hacía que dos ladrones, viniendo una noche a robar a su huerto, olvidasen su mala intención y se pusiesen a cavar, y llegándose a ellos por la mañana, les decía: «Vaya, muchachos, ya habéis ganado el almuerzo.» Es un humorismo delicioso y a veces terrible. Pero el caso de San Guillermo no tiene igual en los maravillosos anales de la historia de los santos.

San Guillermo murió a los cincuenta y siete años, después de haber levantado muchos monasterios, en los que mandó guardar la Regla de San Benito. Sus monjes visten de blanco, y el maestro les inculcó una, especial predilección por el trabajo de manos.

Entre todas sus casas, la primera y la más famosa es la de Monte Virgine. Como el gran patriarca, los reformadores benedictinos han tenido el vértigo de las alturas Testigos: Casino, Subíaco, el Císter, la Camáldula, Monte Olivete, Monte Corona, Monte Virgine, Grant-Mont. En este hecho hay un hondo simbolismo. El benedictino empieza por la ascensión. Su finalidad es la ascensión, pero no rechaza ninguna otra finalidad. Y cuando ha subido, cuando ha llegado a Dios y se ha llenado de Él, baja del monte, como Moisés, con la faz iluminada, con el poder divino en la frente, y entonces predica, enseña, escribe, guerrea, cura a los enfermos y guía al pueblo de Dios por el desierto de la vida.

Así hizo San Guillermo. Purificó con su palabra y con su ejemplo las cortes, los pueblos y ciudades; pero antes vivió orando en el retiro de Monte Virgine y allí reunió el primer grupo de sus discípulos. Era el lugar que se necesitaba para hablar con Dios y cantar las maravillas de Dios. Levantada sobre uno de los macizos más fuertes del Apenino, aquella cresta parece que tiene un contacto especial con el Cielo. Lejos de los hombres, cerca de los ángeles. Los paganos la consagraron a la madre de los dioses y la llamaron Monte Sacro. Después se creyó que Virgilio había recibido allí las respuestas de las Sibilas, y se le dio el nombre de Monte Virgiliano. San Guillermo hizo de él como un pedestal de la imagen de la Madre de Dios y de los hombres. Pudiera haber recobrado el nombre de Monte Sacro; pero era más bello el de Monte de la Virgen, que conserva todavía.

Desde él se descubren, por un lado, los golfos de Nápoles y Palermo y el mar de Gaeta; por otro, las montañas de Benevento, las sierras blancas de los Abruzos y los campos lujuriantes de las llanuras irpinas. ¡Qué instinto más certero tenían los santos para buscarse el campo de sus hazañas!

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