domingo, 25 de junio de 2017

Homilías



Una vez finalizado el Tiempo Pascual, reanudamos Ordinario, interrumpido por la Cuaresma.

La primera lectura de hoy tiene como protagonista a Jeremías, profeta elegido por Dios para cumplir una difícil misión en medio de enemigos que urden una venganza y traman su muerte.

Perseguido y acorralado, acude al Señor, su único valedor en el peligro, para pedir su ayuda.

El salmo 68 se expresa en parecidos términos.

Tanto el profeta como el salmista, asumen afrentas y oprobios, porque saben que su sacrificio no será en vano si mantienen su confianza en el Señor.

“El Señor está conmigo” (Jeremías 20,11); “Que me escuche tu gran bondad el día de tu favor” (Salmo 68, 14); “Sé de quién me he fiado” (II Timoteo 1, 12).

Estos textos avalan la seguridad interior del “enviado” en los momentos más cruciales de la vida para iluminar la consistencia de su mensaje y la fuerza de quien alienta sus palabras y es capaz de protegerle de sus adversarios.

Estamos muy lejos, en esta época de cambios e incertidumbres, de abandonarnos a la Providencia.

Nos falta fe, incluso a los que nos confesamos seguidores de Jesús, para dejar que Dios actúe en nuestras vidas; más bien confiamos en los avances tecnológicos y en las seguridades que propicia la sociedad de consumo.

Los niños, como casi siempre y desde su ingenuidad, nos dan lecciones de fe cuando van del brazo de sus padres y perciben que nadie podrá hacerles daño, porque éstos son más poderosos que nadie.


El evangelio está escrito en unas concretas circunstancias históricas de persecución a los cristianos que, atenazados por el miedo, no se atreven a salir a la calle a dar testimonio de su fe.

Mateo pone en los labios de Jesús como ejemplo a los gorriones, los pájaros más insignificantes y sencillos, para dar a conocer a sus discípulos que Dios vela por nosotros, que somos más valiosos para él.

Los miedos surgen de la desconfianza y la inseguridad, y suponen un serio problema para el ser humano.

Los miedos condicionan nuestra libertad, ahogan la bondad y nos llevan a ir perdiendo de vista a Dios y a su Amor providente.

Así sentimos miedo cuando nuestro amor no se sustenta en una fe fuerte y nos dejamos llevar por otros miedos que atrapan nuestra mente y afligen nuestro corazón.

Los miedos tienen su caldo de cultivo en los logros adquiridos que tememos perder, sea la comodidad, el bienestar económico, el prestigio personal o nuestra influencia, con los que pretendemos conseguir la “felicidad”.

Uno de los miedos más fuertes es la soledad.

Nos atemoriza estar solos, no sentirnos amados, reconocidos y valorados.

Es terrible enfrentarse a la vida sin la compañía de nadie.

Por esta causa muchos hombres y mujeres mueren de pena, presas de un sufrimiento silencioso.

A menudo nos paraliza el miedo al ridículo, a no ser bien vistos, a las críticas y comentarios de rechazo.

Nos callamos, sin atrevernos a manifestar públicamente nuestras convicciones o nuestros sentimientos religiosos para no ser etiquetados y abandonados por nuestro entorno laboral o ciudadano.

El miedo al futuro nos invade a casi todos, mayormente por falta de seguridades, pero también por cobardía, por no vernos con capacidad suficiente para afrontar problemas como el paro o la enfermedad.

Hay un miedo, del que hablamos poco.

Se trata de la muerte.

Eludimos hablar de ella, porque aparentemente corta nuestras ilusiones y esperanzas.

Sin embargo, para algunos pueblos de la tierra es algo familiar y hasta festivo, porque creen en otra vida más feliz.

Los cristianos creemos en la resurrección, en el encuentro gozoso con Dios y con nuestros seres queridos, pero cuando la fe es débil, nos podemos sumergir en las sombras de la duda.

Muchos creyentes, para liberarse del miedo a la muerte, nos refugiamos al amparo de la Iglesia, con el fin de encontrar seguridades y un apoyo.

Nos equivocamos al considerar la religión como el agarradero de asustadizos y cobardes, que se ensimisman en los recuerdos y se aíslan de los problemas.

La fe bien entendida no elude responsabilidades, afronta de cara los conflictos, toma riesgos y no claudica ante las embestidas del mal.

No existen recetas ni prospectos que nos digan lo que tenemos que hacer en distintas circunstancias de la vida.

Surgen ocasiones en las que debemos “mojarnos”.

Y es en ellas donde se manifiesta el temple de cada uno y la medida del amor.

La fe auténtica se asienta en Dios y es el motor de la generosidad y de la entrega a los demás por causas nobles.

Es propia de gente audaz, alejada de pesimismos estériles y vacíos existenciales, que en nada contribuyen a una convivencia sana.

La actitud del joven Ignacio Echeverría, que perdió recientemente la vida en Londres defendiendo a la policía ante los asesinos islamistas, es un claro ejemplo de una fe dinámica y comprometida, reiteradamente manifestada en su parroquia.

Lo mismo cabe decir de los heroicos testimonios de cristianos iraquíes y sirios frente a la persecución del Estado Islámico.


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