domingo, 30 de abril de 2017

Santa María de la Encarnación Guyart


Gracias a la iniciativa del Papa Francisco, la Iglesia universal celebra este año por primera vez la fiesta de la “madre de la Iglesia canadiense”, que integró negocios y contemplación.

El 3 de abril de 2014, el Papa Francisco hizo un regalo a la Iglesia canadiense y a su población: inscribió en el catálogo de los santos a la hermana María de la Encarnación (1599-1672), fundadora del convento de las ursulinas en Quebec, y a Francisco de Laval (1623-1708), primer obispo canadiense y fundador del seminario de Quebec.

Estas canonizaciones, llamadas “equivalentes”, es decir, sin milagro y sin que tenga lugar una celebración formal, muestran que la vida de estos dos modelos de evangelizadores es una especie de milagro.

Si Francisco de Laval es considerado el padre de la Iglesia canadiense, María de la Encarnación es la madre. La vida y los escritos de esta gran mística siempre continúan atrayendo a la gente. Algunos se reúnen aquí y allá para profundizar en su mensaje.

Nacida como María Guyart, se convirtió en la señora Martín y después en la hermana María de la Encarnación. Mujer de acción y contemplación, plantó su experiencia espiritual y misionera en el jardín de su vida cotidiana.

Contribuyó a traer al mundo a un pueblo de creyentes en tierras americanas tras integrar perfectamente el servicio al prójimo y el amor a la Trinidad.

Mujer de negocios y de Dios

Cuarta hija de Jeanne Michelet y del panadero Forent Guyart, María nació el 28 de octubre de 1599 en Tours. A los 7 años, vio a Jesús en un sueño, que le pedía: “¿Quieres ser mía?”. Ella respondió espontáneamente: “¡Sí!”.

En 1617, sus padres le dieron en matrimonio a Claude Martin, un fabricante de telas y sedas que falleció dos años más tarde.

La joven viuda quedó con un hijo de seis meses en los brazos y un comercio en bancarrota. Arregló las deudas, liquidó los bienes y se fue con su padre con su pequeño hijo Claude. No quería casarse en seguida y se ocupó de su hijo y de su padre.

Durante este periodo, el más tranquilo de su vida, desarrolló el gusto por Dios y por la oración. La víspera de la Anunciación del 1620, tuvo una experiencia de la misericordia divina que la marcó para siempre y que llamó “el día de mi conversión”.

En medio de una gran luz, tomó conciencia de su miseria, y al mismo tiempo, se vio inmensa en la Sangre de Cristo. Más tarde, en 1654, escribiría a su hijo: “Volví a nuestra casa, cambiada en otra criatura, pero cambiada con tanta fuerza que ya no me conocía a mí misma”.

María Guyart desarrolló su unión con Cristo en medio de exigentes ocupaciones. En 1621, trabajó en la empresa de transporte de su hermano, junto al Loira, negociando contratos, ocupándose de los empleados, cuidando caballos.

En esta trepidante existencia, vivió una gran intimidad amorosa con la Trinidad, integrando los negocios y la oración. Ayudaba a la gente hablándoles de Jesús.

Misionera en Nueva Francia

Tras repetidos llamamientos del Señor, entró en la congregación de las religiosas ursulinas en Tours en 1631 y recibió el nombre de María. Pidió que se le añadiera el de la Encarnación por su certeza de saber a Dios encarnado en los hombres.

Sufrió la separación de su hijo de diez años que le lanzaba gritos bajo las ventanas del convento, pero sentía que el Señor le preparaba otra cosa. ¡Cuántas lágrimas, de todas maneras!, pero su relación fue de una gran profundidad, tejida de vínculos de intimidad fuera de lo común.

Durante treinta años, mantuvo una correspondencia regular con este hijo, que se convirtió en monje benedictino. Gracias a él, conocemos la vida mística de su madre, sus estados de oración, sus recuerdos íntimos, sus inicios en Nueva Francia, su experiencia trinitaria.

Para ella, el Padre es su Padre; el Verbo, su Esposo; el Espíritu, quien actúa en ella. Se ve como una nada perdida en este gran Todo. Ella ve el mundo a la luz eterna de la Trinidad.

En 1634, en un nuevo sueño, ve “un lugar muy difícil” que reconoce a su llegada a Quebec. Recibe del mismo Dios el don del “espíritu apostólico” que la hace viajar espiritualmente a distintos países.

Mientras tanto, es nombrada asistente de la maestra de novicias y les ofrece conversaciones espirituales que se publicarán más tarde. Descubre que la verdadera oración es más una cuestión de corazón que de cabeza.

La religiosa recibe del padre Poncet la Relación de 1634 en la que las misioneras piden una “valiente maestra” para dirigir una escuela de niñas. Se siente llamada a esta misión.

Pide a san José que la ayude, viéndolo como el guardián de este gran país: “Sentía en el alma que Jesús, María y José no debían ser separados”. La devoción a la Sagrada Familia será importante en Nueva Francia y san José será proclamado patrón de Canadá.

En París, los jesuitas confiaron al padre Poncet que escribiera a María de la Encarnación para anunciarle que la querían en Canadá, aunque fuera en clausura. El arzobispo de Tours autorizó que se ocupara de un seminario de niñas.

Finalmente partió para Quebec, a los cuarenta años, con otras religiosas y una viuda rica de Alenzón, Madeleine de La Peltrie, que quiso consagrar su fortuna a la conversión de las jóvenes amerindias. Seis años antes, ella ya la había visto en un sueño sin conocerla.

María no volverá a ver a su hijo, que entonces tenía casi veinte años.

La travesía fue larga y peligrosa, el barco incluso chocó contra un iceberg. El 1 de agosto de 1639, María desembarcó finalmente en Quebec, que contaba con unas 250 personas.

Todo estaba por hacer: construir un monasterio, aprender las lenguas indias, acoger a las niñas para enseñarles la fe cristiana, recibir a visitantes amerindios y franceses, componer diccionarios, catecismos e historias de santos en las lenguas amerindias. Además, mantuvo una correspondencia constante con su hijo, sus amigos y bienhechores de Francia: en total escribió unas 13.000 cartas.

La Teresa del Nuevo Mundo

La vida no era nada fácil: duro invierno, amenaza iroquesa, enfermedades, incomprensión de las autoridades, incendios –entre ellos el del monasterio a finales de diciembre de 1659, que ella reconstruyó.

En 1654, en respuesta a las peticiones de su hijo Claude, convertido en superior de los benedictinos de Saint-Maur, le envió su autobiografía, la Relación de su vida. Este texto, una de las obras maestras de la literatura mística, hizo decir a Bossuet que María de la Encarnación era la “Teresa del Nuevo Mundo y de nuestro tiempo”.

De 1639 a 1672, María da a luz a esta joven Iglesia de América sin salir de su clausura: es una verdadera epopeya mística la fundación de este Canadá. Ella nutrió a la joven Iglesia con su fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que irradiaba desde lo profundo de su alma, constantemente en espera, en oración.

“Dios nunca me ha conducido a través de un espíritu de miedo, sino por el del amor y la confianza”, escribió en 1668. Sus múltiples ocupaciones no la alejaron de la presencia de Dios en su vida.

La palabra que puede resumir mejor la vida de esta gran mística es el amor. Ya fuera María Guyart, la señora Martín, la madre de Claude o la hermana María de la Encarnación, siempre fue una gran enamorada de Dios y de las almas, hasta su entrada en la vida eterna el 30 de abril de 1672 a los 72 años, unos meses después del fallecimiento de la señora de La Peltrie.

Su hijo escribió una primera biografía: “Rindió su bella alma a los brazos de aquel por quien había suspirado toda su vida” (don Claude Martin).

Juan Pablo II la proclamó beata el 22 de junio de 1980. Vio en ella una “alma profundamente contemplativa”, “maestra de vida espiritual” en quien “la mujer cristiana se realiza plenamente y con un extraordinario equilibrio”. El Papa Francisco la canonizó con Francisco de Laval el 3 de abril de 2014.

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