domingo, 30 de abril de 2017

Homilía



El evangelio de hoy es una verdadera catequesis sobre la resurrección de Jesús.

Los dos discípulos, que van camino de Emaus, una aldea cercana a Jerusalén, de regreso a su casa, son un vivo retrato de las ilusiones rotas, de las esperanzas frustradas.

Creen en Jesús como salvador de Israel, aguardan la instauración de su Reino, pero su muerte en cruz quiebra sus proyectos humanos.

Ahora, presos de la desilusión y el desencanto, vuelven al aburrimiento y la vida anodina de sus antiguos quehaceres.

Todo se ha perdido para ellos.

¡Cuántas veces experimentamos esta misma tristeza y abatimiento!

Ellos esperan un Mesías triunfador, y se encuentran con un hombre aparentemente derrotado, humillado y fracasado.

Nosotros esperamos un trabajo bien remunerado y una estabilidad política, económica y social, y nos encontramos con paro, ahogados por las deudas y a merced de la caridad pública.

Pero por muy postrados que nos hallemos por los problemas que se nos acumulan, casi siempre tenemos a alguien que nos eche una mano para elevar nuestra moral, dentro o fuera de nuestra familia.

Si este recurso falla, contamos con Jesús, el amigo que nunca nos abandona.

Al igual que con los discípulos de Emaus, Jesús se hace el encontradizo con nosotros, nos invita a aceptarle y camina a nuestro lado para hablarnos al corazón y disipar nuestra tristeza.

Las fuerzas del mal nos invaden por doquier, las esperanzas se frustran, las ilusiones se apagan, y queda un poso de amargura de lo que pudo ser y nunca fue.

El mundo deja desengaños, ídolos rotos, promesas incumplidas, injusticias hirientes y un inmenso vacío de soledad en quienes ponen su ideal en los bienes materiales y en el éxito.

Escuchar las Sagradas Escrituras es como una bocanada de aire fresco en el apagado ánimo de los discípulos. Arde, de nuevo, la alegría en su corazón.

¿Cuántas veces, en momentos de depresión, las abrimos para serenar el espíritu y dejarnos empapar del bálsamo relajante del mensaje salvador de Dios?

Por desgracia, vivimos frecuentemente como si Él no existiese, ajemos a planteamientos espirituales, e inmersos en ideologías cambiantes o ídolos emergentes, que no terminan de colmar nuestros sueños.


Necesitamos dar sentido a nuestra existencia, valorar lo que nos ha sido dado, crear cauces de unión, compartir sentimientos y, sobre todo, la fe inquebrantable, con la alegría de amar y sentirnos amados, sin esperar recompensa.

Jesús se ofrece, como un peregrino más en nuestro itinerario de búsqueda, a través de personas que nos le dan a conocer, nos acompañan, iluminan nuestros pasos y nos hacen sentir su presencia vitalizadota.

La Eucaristía es la parte final del encuentro con Jesús, muerto y resucitado, que se convierte para nosotros en alimento que vivifica y en bebida que nos fortalece.

Quienes hemos tenido la suerte de experimentar la proximidad de Jesús, de escucharle, de sentarnos con él a la mesa y de hacer memoria de su infinito amor, nos sentimos empujados a proclamar su evangelio con entusiasmo, contando con su seguro apoyo:

“Yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo” 
(Mateo 28, 20).

Los dos discípulos no aguardan la llegada del día.

En cuanto desaparece la visión de Jesús, después de la fracción del pan, regresan a toda prisa a Jerusalén.

Les apremia compartir cuanto antes todo lo sucedido por el camino y en su casa a los apóstoles y discípulos, que se hallan reunidos en el Cenáculo.

Ahora también nos sentimos huérfanos y desamparados. Tenemos cosas, pero nos falta amor.

No le dejemos pasar de largo a Jesús, como si fuera un extraño o un gorrón, que viene a alterar el pulso de nuestra vida.

Invitémosle, porque con él entra la regeneración a nuestra casa, se superan las penas y renace la esperanza perdida.

Digámosle, como los discípulos: “Quédate con nosotros, porque atardece, el día va de caída” (Lucas 24, 29) y nos movemos a tientas e inseguros por caminos peligrosos.

Quédate con nosotros, Señor, porque nos sentimos acosados por los vientos laicistas y necesitamos tu protección.

Quédate con nosotros, Señor, porque nos sentimos solos y atemorizados por el ambiente hostil a la religión que nos rodea.

Quédate con nosotros, Señor, porque somos débiles y el poder seductor del mal nos arrastra por derroteros alejados de ti.

Quédate con nosotros, Señor, porque nuestra fe flaquea y nos sentimos confundidos por mensajes contradictorios, que apagan la esperanza y endurecen el corazón.

Quédate con nosotros, Señor, porque estamos enfermos y necesitamos la medicina curativa de tu Palabra y de tu Amor.

Quédate con nosotros, Señor, para que, con el calor de tu presencia, no se enfríe nuestro corazón.

Quédate con nosotros, Señor, porque te necesitamos para dar sentido a la enfermedad, el dolor y la muerte.

Quédate, Señor, para que, al compartir con nosotros el pan, te reconozcamos como nuestro Salvador y Señor.

Quédate, Señor, con nosotros, para que no vacilen nuestros pasos e inundes de gozo los senderos de nuestras vidas.

Quédate, Señor,  y confórtanos con tu Espíritu, para que llevemos el anuncio de tu muerte y la proclamación de tu resurrección hasta que vuelvas.


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