domingo, 29 de enero de 2017

Homilía



Vivimos en una sociedad secularizada, que mide los triunfos económicos como éxitos y las glorias humanas como un camino a seguir.

No importa el juego sucio o la forma de conseguirlo; lo importante es estar arriba, vivir placenteramente y echar mano a la tarjeta de crédito cada vez que surge una necesidad.

La obsesión por el dinero oscurece la fe, agrava el egoísmo y apaga los grandes valores de la vida, especialmente el amor.

Es un fenómeno grave, que no garantiza la felicidad de la persona.

Lo malo es que quienes no logran entrar en este circuito diabólico quedan marginados o sometidos al ninguneo.

Es un drama para ellos, ¿Cómo conseguir la autoestima y entrar en una dinámica humana desvinculada del afán de poder y de la competencia por ser más que nadie, poseer más que nadie y obtener un reconocimiento público por la trayectoria profesional?

Jesús nos da la clave; es Dios quien mide los éxitos y fracasos.

La pobreza aceptada y valorada como servicio a los demás y como denuncia de la opulencia, de la acumulación de riquezas y del uso injusto de los bienes materiales, es la primera de las etapas en la carrera de la felicidad.

No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.

Y estamos llenos de cosas superfluas que se van acumulando y acaban en el trastero o en el cubo de la basura, sin que las hayamos dado un uso adecuado.


Recapacitemos.

Jesús llama “dichosos a los pobres de espíritu”. ¿Qué nos quiere comunicar con esta frase?

Pobres, en el sentido literal de la palabra, son los que carecen de bienes materiales, de trabajo, de familia, de amigos, de colegio, de seguridad social, de casa donde vivir…

El mundo está lleno de este tipo de pobres, que son el centro de la predicación de Jesús y de los signos evangélicos

Jesús se encarna en ellos, vive como ellos y muere como ellos: “Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mateo 8, 20).

Asume la condición más “ínfima” del hombre para enriquecernos a todos, para decirnos que está del lado de los que sufren todo tipo de humillaciones y vejaciones por su baja casta social.

Está claro que Dios no quiere la pobreza, pero sí que compartamos el sufrimiento del enfermo, la orfandad de quienes carecen de familia, o la angustia e indignación de los atropellados en sus derechos…

Compartir no significa aceptar su situación.

Se trata de superar juntos las adversidades.

Las Bienaventuranzas de Jesús rompen los esquemas del consumismo, al que nos hemos acostumbrado, para cuestionar, desde la perspectiva de Dios, la forma de enfocar la convivencia humana.

Da, por así decir, una vuelta a la tortilla, y pone en el escaparate de la felicidad la condición de los justos.

Desglosamos cada una de ellas:

“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios”

Dichosos los que no se dejan corromper por el dinero y actúan con sencillez, compartiendo sus posesiones sin pedir nada a cambio; los que actúan sin prepotencia, arrogancia y ostentación, porque ponen su confianza en Dios.

De ellos es el Reino de los Cielos.

“Dichosos lo sufridos, porque ellos serán consolados” (Mateo 5, 4).

Dichosos los que no se dejan arrastrar por el odio y la venganza, el resentimiento y la agresividad, sino que predican con el ejemplo Aguantando con paciencia la violencia ajena y respondiendo al mal con el bien.

Recibirán el consuelo de Dios.

“Dichosos los no violentos, porque heredarán la tierra” (Mateo 5, 5).

Dichosos los que obran el bien, se comportan con mansedumbre, dialogan y evitan las imposiciones por la fuerza, las amenazas y las descalificaciones a los adversarios.

Heredarán la Tierra Prometida por Dios.

“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5, 6)

Dichosos los que luchan por la justicia para construir un mundo más equitativo y en igualdad de oportunidades, donde nadie es declarado fuera de la ley por el color de su piel, categoría social o creencia religiosa.

Dichosos los que prefieren ser tomados por tontos antes que dejarse contaminar por la corrupción, la estafa y el tráfico de influencias.

“Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5, 7).

Dichosos los que renuncian al rigorismo y practican la misericordia con los pecadores para atraerlo a Dios.

Dichosos los que acogen a los degradados por la droga, el sexo, el alcohol… para cambiar su vida y rehabilitarlos, aún a costa de sufrir como ellos el rechazo de los puritanos.

Alcanzarán la misericordia de Dios, “que no vino a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lucas 5, 32):

“Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mateo 5, 8)

Dichosos los de corazón limpio, que miran de frente al prójimo, piensan siempre bien de los hermanos y combaten con nobleza la maledicencia y difamación.

Verán a Dios.

“Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5, 9).

Dichosos los que siembran la concordia en medio de los disturbios y las guerras; los que son capaces de aunar los corazones en busca de una paz estable y duradera, que permita la convivencia fraterna de los hombres.

Serán llamados hijos de Dios, Padre de todos y que quiere que vivamos como hermanos.

“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 10).

Dichosos los que sufren hostilidad y persecución, incluso hasta el martirio, por defender sus ideales y su fe. Es el camino más rápido para ser santos, para estar con Dios en su Reino.

Seremos felices todos y cada uno de nosotros si asumimos este programa de vida que Jesús nos propone, aparentemente sencillo, pero difícil de cumplir, porque no podemos escapar de la calumnia, las insidias y zancadillas, que son tachuelas en el caminar del justo, del que denuncia con su vida el proceder del malvado.

“El cristianismo es una religión práctica: no es para pensarla; es para practicarla, para hacerla” (Frase coloquial del papa Francisco).


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