martes, 31 de enero de 2017
Lecturas
Hermanos:
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al mar.
Palabra del Señor.
Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo.
Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al mar.
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
«Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor.
Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con sólo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente y preguntaba:
«¿Quién me ha tocado el manto?». Los discípulos le contestaron:
«Ves como te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado? “».
Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice:
«Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
«No temas; basta que tengas fe».
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encontra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida».
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
-«Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
San Juan Bosco
La casa de un labrador, en la aldea de los Becchi, a una legua de la pequeña villa de Castelnuovo d'Asti y a cinco leguas de la gran ciudad de Turín. Casa de cristianos y de trabajadores, donde el pobre y el peregrino encontraban siempre un pedazo de pan, un plato de sopa y un asiento junto al fuego. Al frente de ella, una viuda joven, una mujer fuerte, como aquellas mujeres bíblicas cuyas manos dejan sementera de milagros. Se llama Margarita. Dos hijos, Juan y José, y un hijastro, Antonio, viven bajo su dirección, y ella les señala el trabajo, los educa y los enseña a ser hombres. Todos trabajan, cada cual según sus fuerzas: Juanito pastorea la vaca junto a los caminos. Por ser el más pequeño, las gentes le llaman Boschetto. A pesar de sus pocos años, empieza ya a hacerse popular en el pueblo vecino de Castelnuovo, adonde llega en compañía de su madre los días de mercado. Mientras Margarita vende su saco de maíz o su canasta de huevos, el muchacho se junta a la multitud que rodea a los juglares y prestidigitadores, o bien comercia con los pájaros que ha cogido en el bosque, mientras guardaba su vaca en el prado comunal. Tiene un verdadero genio para el comercio. No sabe leer; aún no ha hecho la primera comunión, pero nunca deja de colocar su mercancía. Y después se sube a un árbol o a una silla para observar a los saltimbanquis. Sus ojos ardientes chispean de curiosidad, sus cabellos negros y ensortijados se encrespan en los momentos de emoción. Quiere aprender el oficio, para reunir también él a las multitudes y llevarlas a Dios.
A los nueve años recibe el primer mensaje del Cielo: «Tuve un sueño—dice él mismo—, un sueño que me impresionó profundamente y para toda la vida.» Parecióle que se encontraba entre un corro de muchachos que se divertían jugando y blasfemando. Indignado al oír sus blasfemias, se arroja sobre ellos repartiendo bofetadas y puntapiés. Pero oye una voz que le dice: «¡Así, no! Todos éstos serán amigos tuyos por la caridad y la dulzura.» Y repentinamente vio que aquellos muchachos, parecidos antes a manadas de osos, de perros y de jabalíes, se transformaban en mansos corderillos. Juan cuenta su sueño, y todos en casa se esfuerzan en interpretarle: «Serás pastor», dice José. «Serás capitán de bandidos», observa Antonio, que tiene ya veinte años y no mira con buenos ojos a su hermano menor. Pero la madre dice pensativa: «¡Quién sabe si no será sacerdote!» Juan siente los primeros gérmenes de una vocación divina: la de atraer a los muchachos para hacerlos buenos; y piensa que no en vano se fijó en las piruetas de los saltimbanquis de Castelnuovo. Ya sabe bailar en la cuerda y caminar con las manos y cortar la cabeza a un pollo para resucitarle luego, y tragar un sable y comer fuego. Tiene, además, una memoria prodigiosa, hasta poder repetir palabra por palabra el sermón que ha oído al cura el último Domingo. Es ágil, fuerte, despierto, imaginativo y nervioso. Un vecino de los Becchi, que tiene cuatro libros, le enseña a leer en unas semanas. Cuando se dirige al prado con su vaca, en el zurrón del pastor, junto con el pan, mete un librito viejo y manoseado. Es un catecismo, y, sentado junto al arroyo, se pasa las horas leyendo. Ya no busca nidos como antes, ya no se mezcla en los juegos con los demás muchachos; a lo más, cuida sus vacas mientras ellos se divierten. Ellos le interpelan, le instan, le insultan y le golpean; pero él los desarma con una sola palabra: «Quiero estudiar para sacerdote.» Desde entonces le empiezan a mirar con tal veneración, que se agrupan en torno suyo para escuchar sus sermones.
El Boschetto inaugura su apostolado: los domingos atrae a la gente con sus acrobacias y sus juglerías. Junto a su casa hay un soto donde crecen dos perales. Ata una cuerda que va del uno al otro, trepa en un balancín y camina sobre ella; hace juegos de prestidigitación y echa las cartas con una limpieza maravillosa. Ya puede dar representaciones al aire libre: lleva su cuerda, su pedazo de alfombra, su baraja, un cubilete, una caja de doble fondo que él mismo se ha fabricado, los utensilios todos de un charlatán de feria. Lleva también una gallina, un conejo y un pichón, que pide prestados a un vecino. Su voz fuerte llega a todos los ángulos de la aldea, y arrastra a los viejos lo mismo que a los niños, a los hombres lo mismo que a las mujeres. Van dispuestos a conocer los grandes secretos de la ciencia moderna; pero antes tienen que oír una lección de catecismo, o la explicación del Evangelio de aquel día, o el relato de algún suceso bíblico. Tal vez más de uno se marcha impacientado, pero el Boschetto sabe amenizar su sermón con alusiones a la próxima cosecha o con imágenes caseras. Cuando termina la plática, se santigua y empieza a manifestar sus habilidades. De pronto, en lo mejor de un experimento, se interrumpe, diciendo: «Ahora recemos el rosario.» Al fin, el pollo aparecía decapitado sobre la alfombra, y acto seguido empezaba a cantar y saltaba alborozado. Los circunstantes aplaudían, salvo alguno que pensaba si todo aquello sería efecto de un pacto con el demonio; salvo, también, el hermanastro, que solía recibir al vencedor a la puerta de casa con palabras como éstas: «¡Imbécil! Se han reído de ti.» «¡Qué importa!—contestaba Juan—; se han divertido honestamente, se han librado de la blasfemia, han rezado y han aprendido la doctrina cristiana.»
Pero el hijo de Margarita no estaba satisfecho: quería ser sacerdote; una locura, tratándose de un pobre aldeano sin medios para costear la carrera. Cerca de los Becci vive un sacerdote, que se ofrece a enseñarle; y empieza a aprender italiano, pues su lengua materna era el piamontés. Diariamente recorre Juan los diez kilómetros que hay desde los Becchi a Murialdo y desde Murialdo a los Becchi. Antes del alba ya está en su camino con el libro bajo el brazo. Pero Antonio considera que aquello es perder tiempo. ¡Italiano, latín! ¿Para qué sirve eso en una casa de labradores? «Yo me he criado fuerte y no conozco esas cosas», dice, con un argumento contundente. Y Juan le hace esta picante observación: «No sabes lo que dices. Por muy ignorante que seas, nunca serás más fuerte que nuestro burro.» Como consecuencia de aquella antipatía, Juan tuvo que salir de casa y marchar a servir, a guardar vacas en una casa ajena. Guardaba sus vacas, seguía estudiando bajo los sauces y ganaba quince liras anuales.
Dos años más tarde, un extraño alumno se presentaba en la escuela comunal de Castelnuovo. Venia de los Becchi con los zapatos en la mano, para no embarrarlos; un zurrón de pastor a la espalda, y en el zurrón, la comida: queso y pan. Los escolares le reciben con risas maliciosas; los maestros, con miradas adustas. Con uno de ellos tiene que sostener este diálogo:
—¿Cómo te llamas?
—Juan Bosco.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¿Qué escuelas has frecuentado?
—Ninguna.
Juan Bosco consigue a duras penas que le admitan a aprender latín. Cada mañana llega a Castelnuovo fatigado y jadeante, hasta que encuentra caritativo alojamiento en una familia cristiana. Semanalmente su madre le lleva un saco de pan, que debe ser su desayuno, su comida y su cena, y sólo de tarde en tarde prueba un cazuelo de sopa humeante. Estudia heroicamente, aunque los maestros no hacen caso de él. Al mismo tiempo perfecciona sus habilidades de prestidigitador y se hace sastre, herrero, tocador de vihuela y cantor de iglesias. Todo oficio es bueno para él. No sólo aprendía lo que un día u otro podría servirle, sino que de paso ganaba algunos sueldos para comprar libros. Tiene la pasión de los libros. En una librería de viejo ve las obras de San Alfonso de Ligorio. Quiere comprarlas, pero no tiene las veinte liras que cuestan. En esto le dicen que el pueblo cercano de Montana celebra una gran fiesta, en la cual no falta el juego de la cucaña con premios. El Boschetto llega a Montafia, ve el largo mástil plantado en medio de la plaza, un mástil pulido a garlopa y jabonado, y se dispone a tomar parte en la lucha. Uno a uno van trepando los que intentan la hazaña, y uno tras otro caen desalentados. A su vez, Juan se abraza al poste, avanza despacio, cruza las piernas, descansa en los talones y se limpia las manos del jabón escurridizo. Sube lentamente, pero seguro; y la multitud le contempla sin pestañear. Al llegar a la cima, encuentra una bolsa, y en la bolsa las veinte liras que necesita para comprar las obras de San Alfonso.
Al poco tiempo Juan ya no tiene nada que aprender en Castelnuovo, y gracias a la caridad de algunas almas buenas, logra entrar en el liceo de Chieri, que es toda una ciudad. Al verle por primera vez con sus pobres vestidos, con sus manazas de herrero y sus zapatos de aldeano, el director le recibe con este exabrupto: «Este mozarrón es un gran talento o un gran burro.» Bosco estudia con la tenacidad de su temperamento y a la vez aprende un oficio nuevo, el de caballerizo. Sus condiscípulos le rodean, le admiran, le escuchan y le aman, y entonces funda la Sociedad de la Alegría, una reunión de muchachos que trabajan y estudian durante la semana, y el domingo se divierten. Las conversaciones malas, las blasfemias, los malos ejemplos, los insultos, están prohibidos en ella. Pero en todo Chieri los muchachos más alegres, los más felices, son los amigos del Bochetto. Juan vive ahora en casa de un confitero, que le enseña el oficio de la repostería y le propone una participación ventajosa en el negocio. Él rechaza la oferta, resuelto a consagrarse a Dios. Durante algún tiempo piensa hacerse franciscano; y al exponer a su madre la idea, recibe esta respuesta admirable: «Sólo una cosa tengo que decirte, y es que examines tu vocación, y después la sigas sin vacilar. Lo primero, la salvación de tu alma. Hay quien me dice que te niegue mi permiso para hacerte fraile, porque el día de mañana podría necesitar de ti; pero yo no quiero nada ni espero nada. He nacido en la pobreza y en ella quiero morir. Y ahora te digo solemnemente que si te hicieras sacerdote y, por desventura, llegaras a ser rico, yo no iría nunca más a verte.»
A los sueños franciscanos sucedieron los anhelos misioneros. El joven estudiante se imaginaba que los lobos simbólicos de su sueño infantil eran los paganos de más allá de los mares, y durante algún tiempo pensó marcharse a Tonquín. Esta incertidumbre no le impedía seguir estudiando la retórica y la filosofía, ni divertir a sus compañeros con sus prodigiosas habilidades de juglar. El 25 de octubre de 1835 viste por vez primera el hábito clerical, y en el fervor de su nuevo estado, en la generosa plenitud de los veinte años, se entrega completamente a Dios. «Desde ese día —refiere él mismo—tuve que preocuparme más seriamente de mí. Era preciso reformar la vida que hasta entonces había llevado. Sin ser un criminal, había sido disipado, vanidoso, amigo de paseos, juegos, saltos y cosas parecidas, que me alegraban momentáneamente, pero que no me saciaban el corazón.» Había tenido todo el entusiasmo de un apóstol, pero ahora empezaba a darse cuenta del peligro de la acción exterior, cuando no corre pareja con el cultivo de la vida interna. Recordaba la palabra del Kempis: «Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido propio hacer milagros.» Mucho le sirvió en esta época el trato con otro seminarista, espejo de inocencia, que se llamaba Luis Comollo, y le consagró la más dulce amistad. Con él hizo el Boschetto un pacto terrible, que desaprobó más tarde. Los dos prometieron solemnemente que el primero que muriera volvería a este mundo a avisar al otro de su destino. Y de tal manera les obsesionaba este pensamiento, que no podían verse sin recordar el compromiso. «Yo seré el que volverá», decía Luis siempre. Y, efectivamente, el 2 de abril de 1839 fue arrebatado a su amigo. «Al día siguiente de su sepultura—dice Don Bosco—, estábamos ya acostados todos los alumnos del curso de teología. Yo no podía dormir; lleno de inquietud, pensaba en nuestro pacto.» Al sonar las doce, un fragor sordo avanza por el corredor. Parecía un carro arrastrado por muchos caballos. Los seminaristas se despertaron y corrieron despavoridos a cobijarse en un rincón del dormitorio. Petrificado de horror, Bosco vio que se abría violentamente la puerta, y entre una luz que se acercaba a su lecho, oyó estas palabras: «¡Bosco, Bosco, Bosco! ¡Me he salvado! » «Fue tal mi terror—añade—, que hubiera preferido morir.»
El día 6 de junio de 1841, el pastorcillo de los Becchi decía su primera misa en la iglesia de San Francisco, de Turín, y ese mismo día escribía estas palabras: «El sacerdote no va solo al Cielo ni al infierno; por eso me empeñaré en observar las siguientes resoluciones: Ocupar bien el tiempo; padecer, trabajar y humillarme en todo y siempre que se trate de salvar almas; tomar por guía la caridad y dulzura de San Francisco de Sales; no conversar con mujeres, si no es por una necesidad espiritual.» Y cuando, unos días más tarde, entraba en su casuca de los Becchi, su madre, sentándose frente a él y poniendo sus manos sobre sus rodillas, le miró cara a cara y le habló así: «Ya eres sacerdote; dices misa, estás más cerca de Cristo. Pero acuérdate, Juan, de mis palabras: comenzar a decir misa significa comenzar a padecer. No lo advertirás en seguida; pero más tarde verás que tu madre no te ha engañado. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa en la salud de las almas.» Un pronóstico semejante acababa de hacer acerca del ordenado un viejo sacerdote de Turín, que gozaba fama de santo: «¡Qué joven eres y qué inexperto!», le dijo tirándole de la sotana, cual si quisiera desgarrársela. «¿La encontráis acaso demasiado fina?», preguntó Juan Bosco. «¡Qué inexperto eres!—repuso, con aire de profeta, Don Cottolengo—. Los muchachos te rodearán a millares; uno te tirará de la derecha, otro de la izquierda, y tu pobre sotana se hará trizas; procura hacerla de una tela más fuerte.»
Poco tiempo después, Don Bosco se encuentra en Turín rodeado de biricchini, es decir, de tunantes. Llega primero uno, y el nuevo sacerdote le recibe en la sacristía de la iglesia, le acaricia, le enseña a santiguarse, a rezar y a leer. Este trae a otros seis, aprendices de albañil, pero más acostumbrados a correr las calles que a manejar la llana. Don Bosco los entretiene, contándoles historias edificantes, poniendo en juego todos los resortes de su ingenio inagotable y enseñándoles canciones compuestas por él mismo. Tal fue el origen de aquellas reuniones de muchachos que el fundador llamó oratorios festivos. Al mes son ya ciento; a los tres meses, doscientos; aquellos golfillos, que acababan tal vez de salir de la prisión, que no tenían educación, ni trabajo, ni morada fija, escuchaban ahora religiosamente le explicación del Evangelio, aprendían la doctrina cristiana, y luego atravesaban las calles en alegre procesión, entonando bellas canciones y buscando una iglesia donde oír la misa. Obra noble, espléndidamente civilizadora, pero que no todo el mundo supo comprender. Las buenas gentes se escandalizaban de la alegría de aquella tropa bulliciosa, su extravagante capitán era considerado como un loco, y las mismas autoridades, interesadas en sanear la ciudad, se opusieron tercamente a aquella empresa disparatada. Los mismos curas murmuraban de aquella educación al aire libre, como de una cosa herética, y fruncían el entrecejo cuando Don Boco les decía: «Mis biricchini no tienen parroquia, porque no tienen domicilio ni familia. Si vosotros queréis atraerlos, sea en buen hora; preparad un patio con juegos y música; enseñadles catecismo, lecturas y cuentas; dadles también el desayuno y un poco de merienda por la tarde; y buscadles trabajo en las fábricas, porque ellos quieren ganarse la vida.»
Todo esto era lo que Don Bosco hacía con sus pequeñuelos. Ninguna contradicción podía desalentarle; ninguna dificultad acobardarle. Quisieron detenerle, como a un revolucionario; quisieron llevarle al manicomio, como a un demente; pero logró superar todos los obstáculos con su diplomacia maravillosa. Le desalojaron de los patios, de las iglesias y hasta de las calles, y él buscó un prado en las afueras de la ciudad. «Mi misión es consagrarme a la juventud—decía, poniendo una vibración apasionada en el acento de su voz y un fulgor extraordinario en sus ojos negros—. La divina Providencia me ha mandado mis biricchini; y cuantos más vengan, mejor.» Parecía un sonador, pero un instinto infalible le guiaba, o, por mejor decir, una ciencia sobrenatural, en que se fundían equilibradamente la discreción, la prudencia y el don de gentes. Este juicio claro en medio del caos de los tiempos en que vive, le saca triunfante de todas las luchas. Su institución se amplía sin cesar; la turba de chicuelos se multiplica; el Oratorio festivo se convierte en los Oratorios de San Francisco de Sales, organismo permanente, que es al mismo tiempo taller, templo, escuela, salón de juego y vivienda. Allí Don Bosco enseña el trabajo, la oración, la música, las letras y los juegos; allí su madre, mamá Margarita, como dicen los muchachos, reparte un plato de menestra, un pedazo de pan y un poco de fruta, si lo tiene. Y los niños viven contentos, rezan, juegan, corren, trabajan y obedecen ciegamente las órdenes de su director. Los lobos han sido transformados en corderos, y las gentes preguntan al prodigioso encantador: «Pero, ¿cómo hacéis para atraerlos de esa manera?» «Amándolos», responde él, sonriente.
Pero Don Bosco no es sólo su educador, el educador más grande de los tiempos modernos. Su corazón de apóstol le lleva a desarrollar su actividad en todos los campos donde se combate a la Iglesia: predica, confiesa, escribe, propaga la devoción a María Auxiliadora, discute con la palabra y con la pluma, se hace periodista, publica libros de ciencia y de religión, confunde a los herejes, aconseja a los extraviados y deshace las tramas de los enemigos de la fe. Es el tipo auténtico del soldado de Cristo, del conquistador ambicioso de almas. Los adversarios no pueden perdonarle sus derrotas y conjuran contra él. Muchas veces pasan las balas silbando en torno suyo; muchas veces aguardan los asesinos la ocasión propicia para asestar el golpe mortal; pero él sigue trabajando con el mismo aliento. Un día el arma de fuego atraviesa su sotana: «¡Bah! —exclama él—; mamá Margarita tendrá que remendarla.» Una providencia especial le saca de todos los peligros, y durante doce años un perro misterioso, un ejemplar imponente de la raza fuerte y ágil de los perros de pastor, aparecía a su lado en medio de los momentos difíciles. Muchas veces se le vio rondar en torno al Oratorio; pero nadie pudo averiguar su origen. Se le llamaba el Gris. «Una noche—dice Don Bosco—volvía solo a casa, con algún recelo, a causa de los numerosos atentados de que fui víctima por aquel tiempo, cuando veo junto a mí un porrazo, que de pronto me asustó; pero como no mostrase intenciones hostiles; y más bien me hiciera cariños, pronto nos hicimos amigos, y me acompañó hasta casa. Lo mismo que esa noche, ocurrió otras muchas veces.»
El prestigio de Don Bosco se había aumentado prodigiosamente, y con su prestigio, su obra. Tenía colaboradores, se multiplicaban los discípulos, su nombre corría por toda Italia, su instinto pasaba las fronteras, se extendía por Francia y por España y llegaba a las naciones del otro lado del Océano. Los Pontífices aprobaban sus iniciativas, los pueblos le admiraban, los príncipes le favorecían, y él seguía trabajando con la misma sencillez, con el mismo fervor, con el mismo fruto que en sus primeros días. A su lado trabajaban sus hijos, los Padres salesianos, dominados de su mismo entusiasmo, empujados por su mismo espíritu. Burla burlando, ha logrado formar una de las más bellas instituciones de los tiempos modernos. Con legítima satisfacción contempla a sus primeros biricchini convertidos en hombres, en ciudadanos, en cristianos. Unos son carpinteros, otros tipógrafos, otros sastres, otros ingenieros o militares. Algunos se han unido con él para trabajar a su lado en aquella obra magnífica: se han hecho salesianos. Son maravillosos los frutos de aquel sistema de enseñanza. Porque, aunque no escribió obras de pedagogía, Don Bosco transmitió a los suyos un sistema, y se lo expuso en unas páginas cuya extraordinaria sencillez llega a desconcertarnos y casi a decepcionarnos. «Para que vuestra palabra—dice a los maestros—tenga prestigio, es necesario que cada superior destruya su propio yo.» Y añade: «Los jóvenes son muy finos observadores, y advierten cuándo en un superior hay celos, envidia, soberbia, avidez de aparecer, y entonces su influencia está perdida.» Ninguna amistad particular con los alumnos; libertad completa para saltar, correr y levantar barullo a sus anchas; confesión frecuente y misa cotidiana como columnas del edificio educativo, pero sin obligar a nadie a recibir los sacramentos. Los castigos, sólo en último extremo, y, a ser posible, nunca en público. El golpear, poner de rodillas y otras penas semejantes son cosas que envilecen al que las impone. «Jamás castigos materiales—decía en una carta—; nunca palabras humillantes ni reproches severos delante de otros. En las clases resuene la palabra dulce, caritativa, paciente.»
Y así realizó el pastorcillo de los Becchi una de las obras más nobles que han visto nuestros días. Es una labor sobrehumana: miles de sacerdotes y de monjas se han formado en las congregaciones por él fundadas; centenares de miles de alumnos salieron de sus escuelas, millones de libros, revistas y folletos se imprimieron en sus talleres. Obra de amor, de energía indomable, de paciencia infinita, de alegría y de luz.
A los nueve años recibe el primer mensaje del Cielo: «Tuve un sueño—dice él mismo—, un sueño que me impresionó profundamente y para toda la vida.» Parecióle que se encontraba entre un corro de muchachos que se divertían jugando y blasfemando. Indignado al oír sus blasfemias, se arroja sobre ellos repartiendo bofetadas y puntapiés. Pero oye una voz que le dice: «¡Así, no! Todos éstos serán amigos tuyos por la caridad y la dulzura.» Y repentinamente vio que aquellos muchachos, parecidos antes a manadas de osos, de perros y de jabalíes, se transformaban en mansos corderillos. Juan cuenta su sueño, y todos en casa se esfuerzan en interpretarle: «Serás pastor», dice José. «Serás capitán de bandidos», observa Antonio, que tiene ya veinte años y no mira con buenos ojos a su hermano menor. Pero la madre dice pensativa: «¡Quién sabe si no será sacerdote!» Juan siente los primeros gérmenes de una vocación divina: la de atraer a los muchachos para hacerlos buenos; y piensa que no en vano se fijó en las piruetas de los saltimbanquis de Castelnuovo. Ya sabe bailar en la cuerda y caminar con las manos y cortar la cabeza a un pollo para resucitarle luego, y tragar un sable y comer fuego. Tiene, además, una memoria prodigiosa, hasta poder repetir palabra por palabra el sermón que ha oído al cura el último Domingo. Es ágil, fuerte, despierto, imaginativo y nervioso. Un vecino de los Becchi, que tiene cuatro libros, le enseña a leer en unas semanas. Cuando se dirige al prado con su vaca, en el zurrón del pastor, junto con el pan, mete un librito viejo y manoseado. Es un catecismo, y, sentado junto al arroyo, se pasa las horas leyendo. Ya no busca nidos como antes, ya no se mezcla en los juegos con los demás muchachos; a lo más, cuida sus vacas mientras ellos se divierten. Ellos le interpelan, le instan, le insultan y le golpean; pero él los desarma con una sola palabra: «Quiero estudiar para sacerdote.» Desde entonces le empiezan a mirar con tal veneración, que se agrupan en torno suyo para escuchar sus sermones.
El Boschetto inaugura su apostolado: los domingos atrae a la gente con sus acrobacias y sus juglerías. Junto a su casa hay un soto donde crecen dos perales. Ata una cuerda que va del uno al otro, trepa en un balancín y camina sobre ella; hace juegos de prestidigitación y echa las cartas con una limpieza maravillosa. Ya puede dar representaciones al aire libre: lleva su cuerda, su pedazo de alfombra, su baraja, un cubilete, una caja de doble fondo que él mismo se ha fabricado, los utensilios todos de un charlatán de feria. Lleva también una gallina, un conejo y un pichón, que pide prestados a un vecino. Su voz fuerte llega a todos los ángulos de la aldea, y arrastra a los viejos lo mismo que a los niños, a los hombres lo mismo que a las mujeres. Van dispuestos a conocer los grandes secretos de la ciencia moderna; pero antes tienen que oír una lección de catecismo, o la explicación del Evangelio de aquel día, o el relato de algún suceso bíblico. Tal vez más de uno se marcha impacientado, pero el Boschetto sabe amenizar su sermón con alusiones a la próxima cosecha o con imágenes caseras. Cuando termina la plática, se santigua y empieza a manifestar sus habilidades. De pronto, en lo mejor de un experimento, se interrumpe, diciendo: «Ahora recemos el rosario.» Al fin, el pollo aparecía decapitado sobre la alfombra, y acto seguido empezaba a cantar y saltaba alborozado. Los circunstantes aplaudían, salvo alguno que pensaba si todo aquello sería efecto de un pacto con el demonio; salvo, también, el hermanastro, que solía recibir al vencedor a la puerta de casa con palabras como éstas: «¡Imbécil! Se han reído de ti.» «¡Qué importa!—contestaba Juan—; se han divertido honestamente, se han librado de la blasfemia, han rezado y han aprendido la doctrina cristiana.»
Pero el hijo de Margarita no estaba satisfecho: quería ser sacerdote; una locura, tratándose de un pobre aldeano sin medios para costear la carrera. Cerca de los Becci vive un sacerdote, que se ofrece a enseñarle; y empieza a aprender italiano, pues su lengua materna era el piamontés. Diariamente recorre Juan los diez kilómetros que hay desde los Becchi a Murialdo y desde Murialdo a los Becchi. Antes del alba ya está en su camino con el libro bajo el brazo. Pero Antonio considera que aquello es perder tiempo. ¡Italiano, latín! ¿Para qué sirve eso en una casa de labradores? «Yo me he criado fuerte y no conozco esas cosas», dice, con un argumento contundente. Y Juan le hace esta picante observación: «No sabes lo que dices. Por muy ignorante que seas, nunca serás más fuerte que nuestro burro.» Como consecuencia de aquella antipatía, Juan tuvo que salir de casa y marchar a servir, a guardar vacas en una casa ajena. Guardaba sus vacas, seguía estudiando bajo los sauces y ganaba quince liras anuales.
Dos años más tarde, un extraño alumno se presentaba en la escuela comunal de Castelnuovo. Venia de los Becchi con los zapatos en la mano, para no embarrarlos; un zurrón de pastor a la espalda, y en el zurrón, la comida: queso y pan. Los escolares le reciben con risas maliciosas; los maestros, con miradas adustas. Con uno de ellos tiene que sostener este diálogo:
—¿Cómo te llamas?
—Juan Bosco.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¿Qué escuelas has frecuentado?
—Ninguna.
Juan Bosco consigue a duras penas que le admitan a aprender latín. Cada mañana llega a Castelnuovo fatigado y jadeante, hasta que encuentra caritativo alojamiento en una familia cristiana. Semanalmente su madre le lleva un saco de pan, que debe ser su desayuno, su comida y su cena, y sólo de tarde en tarde prueba un cazuelo de sopa humeante. Estudia heroicamente, aunque los maestros no hacen caso de él. Al mismo tiempo perfecciona sus habilidades de prestidigitador y se hace sastre, herrero, tocador de vihuela y cantor de iglesias. Todo oficio es bueno para él. No sólo aprendía lo que un día u otro podría servirle, sino que de paso ganaba algunos sueldos para comprar libros. Tiene la pasión de los libros. En una librería de viejo ve las obras de San Alfonso de Ligorio. Quiere comprarlas, pero no tiene las veinte liras que cuestan. En esto le dicen que el pueblo cercano de Montana celebra una gran fiesta, en la cual no falta el juego de la cucaña con premios. El Boschetto llega a Montafia, ve el largo mástil plantado en medio de la plaza, un mástil pulido a garlopa y jabonado, y se dispone a tomar parte en la lucha. Uno a uno van trepando los que intentan la hazaña, y uno tras otro caen desalentados. A su vez, Juan se abraza al poste, avanza despacio, cruza las piernas, descansa en los talones y se limpia las manos del jabón escurridizo. Sube lentamente, pero seguro; y la multitud le contempla sin pestañear. Al llegar a la cima, encuentra una bolsa, y en la bolsa las veinte liras que necesita para comprar las obras de San Alfonso.
Al poco tiempo Juan ya no tiene nada que aprender en Castelnuovo, y gracias a la caridad de algunas almas buenas, logra entrar en el liceo de Chieri, que es toda una ciudad. Al verle por primera vez con sus pobres vestidos, con sus manazas de herrero y sus zapatos de aldeano, el director le recibe con este exabrupto: «Este mozarrón es un gran talento o un gran burro.» Bosco estudia con la tenacidad de su temperamento y a la vez aprende un oficio nuevo, el de caballerizo. Sus condiscípulos le rodean, le admiran, le escuchan y le aman, y entonces funda la Sociedad de la Alegría, una reunión de muchachos que trabajan y estudian durante la semana, y el domingo se divierten. Las conversaciones malas, las blasfemias, los malos ejemplos, los insultos, están prohibidos en ella. Pero en todo Chieri los muchachos más alegres, los más felices, son los amigos del Bochetto. Juan vive ahora en casa de un confitero, que le enseña el oficio de la repostería y le propone una participación ventajosa en el negocio. Él rechaza la oferta, resuelto a consagrarse a Dios. Durante algún tiempo piensa hacerse franciscano; y al exponer a su madre la idea, recibe esta respuesta admirable: «Sólo una cosa tengo que decirte, y es que examines tu vocación, y después la sigas sin vacilar. Lo primero, la salvación de tu alma. Hay quien me dice que te niegue mi permiso para hacerte fraile, porque el día de mañana podría necesitar de ti; pero yo no quiero nada ni espero nada. He nacido en la pobreza y en ella quiero morir. Y ahora te digo solemnemente que si te hicieras sacerdote y, por desventura, llegaras a ser rico, yo no iría nunca más a verte.»
A los sueños franciscanos sucedieron los anhelos misioneros. El joven estudiante se imaginaba que los lobos simbólicos de su sueño infantil eran los paganos de más allá de los mares, y durante algún tiempo pensó marcharse a Tonquín. Esta incertidumbre no le impedía seguir estudiando la retórica y la filosofía, ni divertir a sus compañeros con sus prodigiosas habilidades de juglar. El 25 de octubre de 1835 viste por vez primera el hábito clerical, y en el fervor de su nuevo estado, en la generosa plenitud de los veinte años, se entrega completamente a Dios. «Desde ese día —refiere él mismo—tuve que preocuparme más seriamente de mí. Era preciso reformar la vida que hasta entonces había llevado. Sin ser un criminal, había sido disipado, vanidoso, amigo de paseos, juegos, saltos y cosas parecidas, que me alegraban momentáneamente, pero que no me saciaban el corazón.» Había tenido todo el entusiasmo de un apóstol, pero ahora empezaba a darse cuenta del peligro de la acción exterior, cuando no corre pareja con el cultivo de la vida interna. Recordaba la palabra del Kempis: «Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido propio hacer milagros.» Mucho le sirvió en esta época el trato con otro seminarista, espejo de inocencia, que se llamaba Luis Comollo, y le consagró la más dulce amistad. Con él hizo el Boschetto un pacto terrible, que desaprobó más tarde. Los dos prometieron solemnemente que el primero que muriera volvería a este mundo a avisar al otro de su destino. Y de tal manera les obsesionaba este pensamiento, que no podían verse sin recordar el compromiso. «Yo seré el que volverá», decía Luis siempre. Y, efectivamente, el 2 de abril de 1839 fue arrebatado a su amigo. «Al día siguiente de su sepultura—dice Don Bosco—, estábamos ya acostados todos los alumnos del curso de teología. Yo no podía dormir; lleno de inquietud, pensaba en nuestro pacto.» Al sonar las doce, un fragor sordo avanza por el corredor. Parecía un carro arrastrado por muchos caballos. Los seminaristas se despertaron y corrieron despavoridos a cobijarse en un rincón del dormitorio. Petrificado de horror, Bosco vio que se abría violentamente la puerta, y entre una luz que se acercaba a su lecho, oyó estas palabras: «¡Bosco, Bosco, Bosco! ¡Me he salvado! » «Fue tal mi terror—añade—, que hubiera preferido morir.»
El día 6 de junio de 1841, el pastorcillo de los Becchi decía su primera misa en la iglesia de San Francisco, de Turín, y ese mismo día escribía estas palabras: «El sacerdote no va solo al Cielo ni al infierno; por eso me empeñaré en observar las siguientes resoluciones: Ocupar bien el tiempo; padecer, trabajar y humillarme en todo y siempre que se trate de salvar almas; tomar por guía la caridad y dulzura de San Francisco de Sales; no conversar con mujeres, si no es por una necesidad espiritual.» Y cuando, unos días más tarde, entraba en su casuca de los Becchi, su madre, sentándose frente a él y poniendo sus manos sobre sus rodillas, le miró cara a cara y le habló así: «Ya eres sacerdote; dices misa, estás más cerca de Cristo. Pero acuérdate, Juan, de mis palabras: comenzar a decir misa significa comenzar a padecer. No lo advertirás en seguida; pero más tarde verás que tu madre no te ha engañado. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa en la salud de las almas.» Un pronóstico semejante acababa de hacer acerca del ordenado un viejo sacerdote de Turín, que gozaba fama de santo: «¡Qué joven eres y qué inexperto!», le dijo tirándole de la sotana, cual si quisiera desgarrársela. «¿La encontráis acaso demasiado fina?», preguntó Juan Bosco. «¡Qué inexperto eres!—repuso, con aire de profeta, Don Cottolengo—. Los muchachos te rodearán a millares; uno te tirará de la derecha, otro de la izquierda, y tu pobre sotana se hará trizas; procura hacerla de una tela más fuerte.»
Poco tiempo después, Don Bosco se encuentra en Turín rodeado de biricchini, es decir, de tunantes. Llega primero uno, y el nuevo sacerdote le recibe en la sacristía de la iglesia, le acaricia, le enseña a santiguarse, a rezar y a leer. Este trae a otros seis, aprendices de albañil, pero más acostumbrados a correr las calles que a manejar la llana. Don Bosco los entretiene, contándoles historias edificantes, poniendo en juego todos los resortes de su ingenio inagotable y enseñándoles canciones compuestas por él mismo. Tal fue el origen de aquellas reuniones de muchachos que el fundador llamó oratorios festivos. Al mes son ya ciento; a los tres meses, doscientos; aquellos golfillos, que acababan tal vez de salir de la prisión, que no tenían educación, ni trabajo, ni morada fija, escuchaban ahora religiosamente le explicación del Evangelio, aprendían la doctrina cristiana, y luego atravesaban las calles en alegre procesión, entonando bellas canciones y buscando una iglesia donde oír la misa. Obra noble, espléndidamente civilizadora, pero que no todo el mundo supo comprender. Las buenas gentes se escandalizaban de la alegría de aquella tropa bulliciosa, su extravagante capitán era considerado como un loco, y las mismas autoridades, interesadas en sanear la ciudad, se opusieron tercamente a aquella empresa disparatada. Los mismos curas murmuraban de aquella educación al aire libre, como de una cosa herética, y fruncían el entrecejo cuando Don Boco les decía: «Mis biricchini no tienen parroquia, porque no tienen domicilio ni familia. Si vosotros queréis atraerlos, sea en buen hora; preparad un patio con juegos y música; enseñadles catecismo, lecturas y cuentas; dadles también el desayuno y un poco de merienda por la tarde; y buscadles trabajo en las fábricas, porque ellos quieren ganarse la vida.»
Todo esto era lo que Don Bosco hacía con sus pequeñuelos. Ninguna contradicción podía desalentarle; ninguna dificultad acobardarle. Quisieron detenerle, como a un revolucionario; quisieron llevarle al manicomio, como a un demente; pero logró superar todos los obstáculos con su diplomacia maravillosa. Le desalojaron de los patios, de las iglesias y hasta de las calles, y él buscó un prado en las afueras de la ciudad. «Mi misión es consagrarme a la juventud—decía, poniendo una vibración apasionada en el acento de su voz y un fulgor extraordinario en sus ojos negros—. La divina Providencia me ha mandado mis biricchini; y cuantos más vengan, mejor.» Parecía un sonador, pero un instinto infalible le guiaba, o, por mejor decir, una ciencia sobrenatural, en que se fundían equilibradamente la discreción, la prudencia y el don de gentes. Este juicio claro en medio del caos de los tiempos en que vive, le saca triunfante de todas las luchas. Su institución se amplía sin cesar; la turba de chicuelos se multiplica; el Oratorio festivo se convierte en los Oratorios de San Francisco de Sales, organismo permanente, que es al mismo tiempo taller, templo, escuela, salón de juego y vivienda. Allí Don Bosco enseña el trabajo, la oración, la música, las letras y los juegos; allí su madre, mamá Margarita, como dicen los muchachos, reparte un plato de menestra, un pedazo de pan y un poco de fruta, si lo tiene. Y los niños viven contentos, rezan, juegan, corren, trabajan y obedecen ciegamente las órdenes de su director. Los lobos han sido transformados en corderos, y las gentes preguntan al prodigioso encantador: «Pero, ¿cómo hacéis para atraerlos de esa manera?» «Amándolos», responde él, sonriente.
Pero Don Bosco no es sólo su educador, el educador más grande de los tiempos modernos. Su corazón de apóstol le lleva a desarrollar su actividad en todos los campos donde se combate a la Iglesia: predica, confiesa, escribe, propaga la devoción a María Auxiliadora, discute con la palabra y con la pluma, se hace periodista, publica libros de ciencia y de religión, confunde a los herejes, aconseja a los extraviados y deshace las tramas de los enemigos de la fe. Es el tipo auténtico del soldado de Cristo, del conquistador ambicioso de almas. Los adversarios no pueden perdonarle sus derrotas y conjuran contra él. Muchas veces pasan las balas silbando en torno suyo; muchas veces aguardan los asesinos la ocasión propicia para asestar el golpe mortal; pero él sigue trabajando con el mismo aliento. Un día el arma de fuego atraviesa su sotana: «¡Bah! —exclama él—; mamá Margarita tendrá que remendarla.» Una providencia especial le saca de todos los peligros, y durante doce años un perro misterioso, un ejemplar imponente de la raza fuerte y ágil de los perros de pastor, aparecía a su lado en medio de los momentos difíciles. Muchas veces se le vio rondar en torno al Oratorio; pero nadie pudo averiguar su origen. Se le llamaba el Gris. «Una noche—dice Don Bosco—volvía solo a casa, con algún recelo, a causa de los numerosos atentados de que fui víctima por aquel tiempo, cuando veo junto a mí un porrazo, que de pronto me asustó; pero como no mostrase intenciones hostiles; y más bien me hiciera cariños, pronto nos hicimos amigos, y me acompañó hasta casa. Lo mismo que esa noche, ocurrió otras muchas veces.»
El prestigio de Don Bosco se había aumentado prodigiosamente, y con su prestigio, su obra. Tenía colaboradores, se multiplicaban los discípulos, su nombre corría por toda Italia, su instinto pasaba las fronteras, se extendía por Francia y por España y llegaba a las naciones del otro lado del Océano. Los Pontífices aprobaban sus iniciativas, los pueblos le admiraban, los príncipes le favorecían, y él seguía trabajando con la misma sencillez, con el mismo fervor, con el mismo fruto que en sus primeros días. A su lado trabajaban sus hijos, los Padres salesianos, dominados de su mismo entusiasmo, empujados por su mismo espíritu. Burla burlando, ha logrado formar una de las más bellas instituciones de los tiempos modernos. Con legítima satisfacción contempla a sus primeros biricchini convertidos en hombres, en ciudadanos, en cristianos. Unos son carpinteros, otros tipógrafos, otros sastres, otros ingenieros o militares. Algunos se han unido con él para trabajar a su lado en aquella obra magnífica: se han hecho salesianos. Son maravillosos los frutos de aquel sistema de enseñanza. Porque, aunque no escribió obras de pedagogía, Don Bosco transmitió a los suyos un sistema, y se lo expuso en unas páginas cuya extraordinaria sencillez llega a desconcertarnos y casi a decepcionarnos. «Para que vuestra palabra—dice a los maestros—tenga prestigio, es necesario que cada superior destruya su propio yo.» Y añade: «Los jóvenes son muy finos observadores, y advierten cuándo en un superior hay celos, envidia, soberbia, avidez de aparecer, y entonces su influencia está perdida.» Ninguna amistad particular con los alumnos; libertad completa para saltar, correr y levantar barullo a sus anchas; confesión frecuente y misa cotidiana como columnas del edificio educativo, pero sin obligar a nadie a recibir los sacramentos. Los castigos, sólo en último extremo, y, a ser posible, nunca en público. El golpear, poner de rodillas y otras penas semejantes son cosas que envilecen al que las impone. «Jamás castigos materiales—decía en una carta—; nunca palabras humillantes ni reproches severos delante de otros. En las clases resuene la palabra dulce, caritativa, paciente.»
Y así realizó el pastorcillo de los Becchi una de las obras más nobles que han visto nuestros días. Es una labor sobrehumana: miles de sacerdotes y de monjas se han formado en las congregaciones por él fundadas; centenares de miles de alumnos salieron de sus escuelas, millones de libros, revistas y folletos se imprimieron en sus talleres. Obra de amor, de energía indomable, de paciencia infinita, de alegría y de luz.
lunes, 30 de enero de 2017
Lecturas
Hermanos:
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos.
Palabra del Señor.
¿Para qué seguir? No me da tiempo de referir la historia de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David,
Samuel y los profetas; estos, por fe, conquistaron reinos, administraron justicia, vieron promesas cumplidas, cerraron fauces de leones, apagaron hogueras voraces, esquivaron el filo de la espada, se curaron de enfermedades, fueron valientes en la guerra, rechazaron ejércitos extranjeros; hubo mujeres que recobraron resucitados a sus muertos. Pero otros fueron torturados hasta la muerte, rechazando el rescate, para obtener una resurrección mejor. Otros pasaron por la prueba de las burlas y los azotes, de las cadenas y la cárcel; los apedrearon, los aserraron, murieron a espada, rodaron por el mundo vestidos con pieles de oveja y de cabra, faltos de todo, oprimidos, maltratados; el mundo no era digno de ellos: vagabundos por desiertos y montañas, por grutas y cavernas de la tierra. Y todos éstos, aun acreditados por su fe, no consiguieron lo prometido; porque Dios tenía preparado algo mejor a favor nuestro, para que ellos no llegaran sin nosotros a la perfección.
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos.
Apenas desembarcó, le salió al encuentro, de entre los sepulcros, un hombre poseído de espíritu inmundo.
Y es que vivía entre los sepulcros; ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo; muchas veces lo habían sujetado con cepos y cadenas, pero él rompía las cadenas y destrozaba los cepos, y nadie tenía fuerza para dominarlo. Se pasaba el día y la noche en los sepulcros y en los montes, gritando e hiriéndose con piedras.
Viendo de lejos a Jesús, echó a correr, se postró ante él y gritó con voz potente:
«¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, Hijo de Dios altísimo? Por Dios te lo pido, no me atormentes».
Porque Jesús le estaba diciendo:
«Espíritu inmundo, sal de este hombre». Y le preguntó:
«¿Cómo te llamas?». Él respondió:
«Me llamo Legión, porque somos muchos».
Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella comarca.
Había cerca una gran piara de cerdos paciendo en la falda del monte. Los espíritus le rogaron:
«Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos».
Él se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó acantilado abajo al mar y se ahogó en el mar. Los porquerizos huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en los campos. Y la gente fue a ver qué había pasado.
Se acercaron a Jesús y vieron al endemoniado que había tenido la legión, sentado, vestido y en su juicio. Y se asustaron.
Los que lo habían visto les contaron lo que había pasado al endemoniado y a los cerdos. Ellos le rogaban que se marchase de su comarca. Mientras se embarcaba, el que había estado poseído por el demonio le pidió que le permitiese estar con él. Pero no se lo permitió, sino que le dijo:
-«Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti».
El hombre se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; todos se admiraban.
Palabra del Señor.
Santa Jacinta de Mariscotti
Santa Jacinta Mariscotti, hija de Marcantonio Mariscotti y de Ottavia Orsiní, condesa de Vignanello, lugar cercano a Viterbo, nació en Vignanello el año 1585, al parecer el 16 de marzo. El matrimonio Mariscotti tuvo cuatro hijos más, que fueron los siguientes: Ginebra, que el año 1594 ingresó religiosa en el convento de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, donde, con el nombre de sor Inocencia, vivió santamente hasta su muerte, que tuvo lugar en el mes de julio de 1631. Hortensia (1586-1626), joven virtuosa, el año 1605 casó con Paolo Capizucchi, marqués de Podio Catino. Sforza (1589 - 1655) casó en 1616 con Vittoría Ruspoli, y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazzo (1599 -1626) fue abreviador de las letras apostólicas, y murió en la Curia Romana.
Jacinta, a quien en el bautismo habían impuesto el nombre de Clarix, niña aún, fue enviada por sus padres al monasterio de San Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de cerca la santa vida que practicaba su hermana y las venerables sor Inés Guerrien, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por muy virtuosas dentro y fuera del convento, se educara en el santo temor de Dios. Pero estos buenos ejemplos y los de otras piadosas religiosas influyeron poco en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más que en la mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura y hablar con vanidad y jactancia de la prosapia de su familia. Como no soñaba más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo para regresar al lado de sus padres.
Bella y coqueta, tenía sus pretensiones y aspiraba conseguir un matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y virtuosa, casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras que a ella no se le presentaba ningún partido ventajoso. Se volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en afeites y reuniones profanas y parecía incapaz de poder tener alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija que, al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada que podía terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque la joven manifiesta una extrema repugnancia hacia la vida religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio. Accedió Clarix, con más despecho que vocación y afecto a la nueva vida que se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana en el mismo convento de San Bernardino de Viterbo que unos años antes habla abandonado, cambiando el nombre de pila por el de Jacinta con que ahora la conocemos. Sucedió esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven contaba veinte años de edad. Los asistentes derramaron abundantes lágrimas en el rito de la vestición, mientras que ella no dio señales de la menor emoción al pronunciar las palabras rituales de su total entrega a Dios.
Durante los diez primeros años (1605-1615) lleva en el convento una vida mundana, detestando de las pequeñas habitaciones de las religiosas, por lo que se hace construir para sí una celda magnífica que adorna con todo lujo, más propio de una princesa mundana que de una servidora de Cristo. Practica con tibieza los ejercicios de piedad y soporta con fastidio los rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo la vida regalada y cómoda. Ni las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de septiembre de 1608 por Ubaldino y Hércules de Marsciano en el lugar de Parrano, fueron suficientes para volverla a una conducta de vida más conforme con el espíritu del santo instituto que había profesado.
Pero en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó echar sobre ella una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar horrorizada qué seria de su alma sí en aquel estado calamitosa y de infidelidades fuera llamada a juicio delante de Dios Nuestro Señor. Pidió, pues, con insistencia la presencia de un sacerdote que la oyera en confesión, y para atenderla espiritualmente llegó al monasterio el franciscano P. Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el cual, al penetrar en una habitación tan suntuosamente enriquecida con tantos objetos lujosos impropios de la pobreza franciscana, retrocediendo rehusó oírla en confesión, declarando que el paraíso no estaba reservado para los soberbios y las religiosas de vida cómoda.
Ante esta enérgica decisión por parte del padre franciscano, muy dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente confesión general de todos ellos, determinándose resueltamente a cambiar de la vida que llevaba. Pronto dio evidentes señales de este sincero arrepentimiento. No obstante la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal la fina ropa de seda que hasta entonces usaba, presentóse en el refectorio, donde se dio la disciplina en presencia de sus hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en los ojos. Las religiosas, llenas de alegría, en vista de esta súbita transformación, la consolaban y animaban a continuar en esta santa vida, prometiéndole por su parte la ayuda de sus mejores Oraciones. Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo sucesivo le recordaran la grandeza de los Mariscotti, para lo cual rogó que le llamaran solamente sor Jacinta de Santa María.
Eligió por patronos en el cielo a santos que como ella se habían dejado arrastrar en los primeros años de su vida por los atractivos de las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre, a Santa María Egipciaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana, a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente, por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia. Con la ayuda de esta familia celestial que ella misma se había elegido, se proponía más fácilmente conseguir los fines que se había propuesto: santificarse en esta vida y ganar el cielo en la otra. Abrazó entonces una vida de penitencia tan austera que no podemos pensar en ella sin estremecernos. Se impuso el sacrificio de no volver a ver a sus parientes y amigos mientras no se lo ordenara abadesa, para practicar de esta manera la virtud de la obediencia que tantas veces había despreciado; Jesucristo sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora su único pensamiento y su único amor,
Jacinta poseía la virtud de la humildad en sumo grado. Rica en todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios y de los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más pobre hermana conversa tenía un hábito mejor que el suyo y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para ejercitar la virtud santa de la humildad. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda echada al cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas pidiéndoles perdón por los escándalos que les había dado con su mala vida pasada. Cuando la nombraron vicesuperiora del convento y maestra de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no quería aceptarlo, pretextando que, no sabiendo gobernarse a si misma, mal podía gobernar a las demás.
Profundamente convencida de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta soportaba con una tranquilidad y una calma perfectas los sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle y que ella consideraba el mejor medio para limpiarse y purificarse de su vida pasada. Durante diecisiete años fue atacada de cólicos casi continuos, producidos por las malas comidas a las que se había sometido y por las austeridades excesivas que se había impuesto. El demonio, que veía con furor cómo esta alma privilegiada se le escapaba de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios y la gracia del Espíritu Santo, las largas meditaciones al pie del Crucificado, la lectura de los buenos libros y los sabios consejos de su confesor el P. Bianchetti.
Sentía hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la enmienda y la vuelta al seno de la Iglesia. Entre los pecadores de Viterbo sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente convirtió al Señor y lo convenció a llevar una vida de ermitaño, sino que fue en lo sucesivo su principal colaborador en la organización y desarrollo de las dos Cofradías por ella fundadas.
La primera fue la Compagnia del Sacconí (o Cofradía de los encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede en la iglesia de Santa María delle Rose, regida por unos Estatutos que, compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el cardenal Tiberio Mutí († 1636), obispo de Viterbo. El fin de la Cofradía era procurar el cuidado material de los enfermos y ayudarles a bien morir espiritualmente. Santa Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades especiales ejercicios que se habían de hacer en los últimos días de carnaval, con públicas procesiones y visita a las iglesias donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por lo que introdujo entre estos cofrades la práctica del piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior ya había adoptado el papa Clemente VIII.
La Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San Nicolás, en el llano de Ascazano, donde los oblatos de San Carlos Borromeo les hicieron donación del hospicio que ellos habían erigido en 1611 para ancianos e inválidos. La Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no pequeñas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas por Santa Jacinta. Según las mismas, la Casa Madre era conocida con el nombre de Il Fratello (el Hermano); se prescribe un año de probación, y el noviciado, el Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a monjas contemplativas de clausura que a una congregación de seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas. fue la causa principal de que la Congregación de los oblatos de María tuviera escasa duración.
Sería muy largo enumerar aquí todas las conversiones que consiguió la Santa, los conventos que ella reformó por medio de severas cartas dirigidas a superioras demasiado remisas en el cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad cambió en reuniones piadosas las asambleas mundanas y frívolas. De todas partes le pedían consejos y oraciones. Debido a su iniciativa, Camila Savellí. duquesa de Farnesio y de Savella, fundó dos monasterios de clarisas en Farnesio y en Roma; las novicias acudían al convento de Viterbo para marchar bajo su dirección por el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas que murieron en olor de santidad.
Haba en el coro del convento siete capillas donde las religiosas podían ganar las indulgencias de las siete iglesias de Roma. Todas las noches, aun en invierno, Jacinta recorría las siete capillas orando devotamente delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen y de los demás santos que allí se veneraban. Hacia esta especie de peregrinación llevando los pies desnudos y con una pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo otras duras penitencias. Tenía gran devoción al arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus necesidades. Mas su principal abogada en el cielo era la Santísima Virgen, de manera que su corazón se consumía de amor cada vez que pronunciaba su dulce nombre. El santo sacrificio de la misa, donde el Salvador se ofrece todos los días como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar abundantes lágrimas. Oraba continuamente y sacaba de sus oraciones el consuelo y la esperanza que necesitaba para sobrellevar los sufrimientos de su vida. Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo concediéndole el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales y otros favores que sería largo enumerar aquí. Una vida tan rica en méritos y en virtudes no podía ser coronada más que con una muerte preciosa delante del Señor. El 30 de enero de 1640 el alma de sor Jacinta volaba a las eternas moradas del cielo.
Desde el momento en que la nueva de su muerte se extendió por la villa de Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella resucitó, los enfermos que ella curó y tantos otros prodigios por ella realizados después de su muerte manifestaron claramente el gran poder de que ella gozaba delante de Dios. Esta ilustre virgen fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII, de, la familia de los Orsiní, a la cual pertenecía Ottavia. la madre de nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807 el papa Pío Villa inscribió en el catálogo de los santos. El cuerpo de Santa Jacinta descansa en el monasterio de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo de sus virtudes heroicas, después de dos siglos, allí se conserva incorrupto a la veneración de los fieles.
Jacinta, a quien en el bautismo habían impuesto el nombre de Clarix, niña aún, fue enviada por sus padres al monasterio de San Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de cerca la santa vida que practicaba su hermana y las venerables sor Inés Guerrien, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por muy virtuosas dentro y fuera del convento, se educara en el santo temor de Dios. Pero estos buenos ejemplos y los de otras piadosas religiosas influyeron poco en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más que en la mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura y hablar con vanidad y jactancia de la prosapia de su familia. Como no soñaba más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo para regresar al lado de sus padres.
Bella y coqueta, tenía sus pretensiones y aspiraba conseguir un matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y virtuosa, casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras que a ella no se le presentaba ningún partido ventajoso. Se volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en afeites y reuniones profanas y parecía incapaz de poder tener alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija que, al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada que podía terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque la joven manifiesta una extrema repugnancia hacia la vida religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio. Accedió Clarix, con más despecho que vocación y afecto a la nueva vida que se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana en el mismo convento de San Bernardino de Viterbo que unos años antes habla abandonado, cambiando el nombre de pila por el de Jacinta con que ahora la conocemos. Sucedió esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven contaba veinte años de edad. Los asistentes derramaron abundantes lágrimas en el rito de la vestición, mientras que ella no dio señales de la menor emoción al pronunciar las palabras rituales de su total entrega a Dios.
Durante los diez primeros años (1605-1615) lleva en el convento una vida mundana, detestando de las pequeñas habitaciones de las religiosas, por lo que se hace construir para sí una celda magnífica que adorna con todo lujo, más propio de una princesa mundana que de una servidora de Cristo. Practica con tibieza los ejercicios de piedad y soporta con fastidio los rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo la vida regalada y cómoda. Ni las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de septiembre de 1608 por Ubaldino y Hércules de Marsciano en el lugar de Parrano, fueron suficientes para volverla a una conducta de vida más conforme con el espíritu del santo instituto que había profesado.
Pero en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó echar sobre ella una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar horrorizada qué seria de su alma sí en aquel estado calamitosa y de infidelidades fuera llamada a juicio delante de Dios Nuestro Señor. Pidió, pues, con insistencia la presencia de un sacerdote que la oyera en confesión, y para atenderla espiritualmente llegó al monasterio el franciscano P. Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el cual, al penetrar en una habitación tan suntuosamente enriquecida con tantos objetos lujosos impropios de la pobreza franciscana, retrocediendo rehusó oírla en confesión, declarando que el paraíso no estaba reservado para los soberbios y las religiosas de vida cómoda.
Ante esta enérgica decisión por parte del padre franciscano, muy dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente confesión general de todos ellos, determinándose resueltamente a cambiar de la vida que llevaba. Pronto dio evidentes señales de este sincero arrepentimiento. No obstante la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal la fina ropa de seda que hasta entonces usaba, presentóse en el refectorio, donde se dio la disciplina en presencia de sus hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en los ojos. Las religiosas, llenas de alegría, en vista de esta súbita transformación, la consolaban y animaban a continuar en esta santa vida, prometiéndole por su parte la ayuda de sus mejores Oraciones. Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo sucesivo le recordaran la grandeza de los Mariscotti, para lo cual rogó que le llamaran solamente sor Jacinta de Santa María.
Eligió por patronos en el cielo a santos que como ella se habían dejado arrastrar en los primeros años de su vida por los atractivos de las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre, a Santa María Egipciaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana, a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente, por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia. Con la ayuda de esta familia celestial que ella misma se había elegido, se proponía más fácilmente conseguir los fines que se había propuesto: santificarse en esta vida y ganar el cielo en la otra. Abrazó entonces una vida de penitencia tan austera que no podemos pensar en ella sin estremecernos. Se impuso el sacrificio de no volver a ver a sus parientes y amigos mientras no se lo ordenara abadesa, para practicar de esta manera la virtud de la obediencia que tantas veces había despreciado; Jesucristo sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora su único pensamiento y su único amor,
Jacinta poseía la virtud de la humildad en sumo grado. Rica en todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios y de los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más pobre hermana conversa tenía un hábito mejor que el suyo y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para ejercitar la virtud santa de la humildad. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda echada al cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas pidiéndoles perdón por los escándalos que les había dado con su mala vida pasada. Cuando la nombraron vicesuperiora del convento y maestra de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no quería aceptarlo, pretextando que, no sabiendo gobernarse a si misma, mal podía gobernar a las demás.
Profundamente convencida de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta soportaba con una tranquilidad y una calma perfectas los sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle y que ella consideraba el mejor medio para limpiarse y purificarse de su vida pasada. Durante diecisiete años fue atacada de cólicos casi continuos, producidos por las malas comidas a las que se había sometido y por las austeridades excesivas que se había impuesto. El demonio, que veía con furor cómo esta alma privilegiada se le escapaba de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios y la gracia del Espíritu Santo, las largas meditaciones al pie del Crucificado, la lectura de los buenos libros y los sabios consejos de su confesor el P. Bianchetti.
Sentía hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la enmienda y la vuelta al seno de la Iglesia. Entre los pecadores de Viterbo sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente convirtió al Señor y lo convenció a llevar una vida de ermitaño, sino que fue en lo sucesivo su principal colaborador en la organización y desarrollo de las dos Cofradías por ella fundadas.
La primera fue la Compagnia del Sacconí (o Cofradía de los encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede en la iglesia de Santa María delle Rose, regida por unos Estatutos que, compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el cardenal Tiberio Mutí († 1636), obispo de Viterbo. El fin de la Cofradía era procurar el cuidado material de los enfermos y ayudarles a bien morir espiritualmente. Santa Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades especiales ejercicios que se habían de hacer en los últimos días de carnaval, con públicas procesiones y visita a las iglesias donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por lo que introdujo entre estos cofrades la práctica del piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior ya había adoptado el papa Clemente VIII.
La Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San Nicolás, en el llano de Ascazano, donde los oblatos de San Carlos Borromeo les hicieron donación del hospicio que ellos habían erigido en 1611 para ancianos e inválidos. La Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no pequeñas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas por Santa Jacinta. Según las mismas, la Casa Madre era conocida con el nombre de Il Fratello (el Hermano); se prescribe un año de probación, y el noviciado, el Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a monjas contemplativas de clausura que a una congregación de seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas. fue la causa principal de que la Congregación de los oblatos de María tuviera escasa duración.
Sería muy largo enumerar aquí todas las conversiones que consiguió la Santa, los conventos que ella reformó por medio de severas cartas dirigidas a superioras demasiado remisas en el cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad cambió en reuniones piadosas las asambleas mundanas y frívolas. De todas partes le pedían consejos y oraciones. Debido a su iniciativa, Camila Savellí. duquesa de Farnesio y de Savella, fundó dos monasterios de clarisas en Farnesio y en Roma; las novicias acudían al convento de Viterbo para marchar bajo su dirección por el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas que murieron en olor de santidad.
Haba en el coro del convento siete capillas donde las religiosas podían ganar las indulgencias de las siete iglesias de Roma. Todas las noches, aun en invierno, Jacinta recorría las siete capillas orando devotamente delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen y de los demás santos que allí se veneraban. Hacia esta especie de peregrinación llevando los pies desnudos y con una pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo otras duras penitencias. Tenía gran devoción al arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus necesidades. Mas su principal abogada en el cielo era la Santísima Virgen, de manera que su corazón se consumía de amor cada vez que pronunciaba su dulce nombre. El santo sacrificio de la misa, donde el Salvador se ofrece todos los días como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar abundantes lágrimas. Oraba continuamente y sacaba de sus oraciones el consuelo y la esperanza que necesitaba para sobrellevar los sufrimientos de su vida. Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo concediéndole el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales y otros favores que sería largo enumerar aquí. Una vida tan rica en méritos y en virtudes no podía ser coronada más que con una muerte preciosa delante del Señor. El 30 de enero de 1640 el alma de sor Jacinta volaba a las eternas moradas del cielo.
Desde el momento en que la nueva de su muerte se extendió por la villa de Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella resucitó, los enfermos que ella curó y tantos otros prodigios por ella realizados después de su muerte manifestaron claramente el gran poder de que ella gozaba delante de Dios. Esta ilustre virgen fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII, de, la familia de los Orsiní, a la cual pertenecía Ottavia. la madre de nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807 el papa Pío Villa inscribió en el catálogo de los santos. El cuerpo de Santa Jacinta descansa en el monasterio de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo de sus virtudes heroicas, después de dos siglos, allí se conserva incorrupto a la veneración de los fieles.
domingo, 29 de enero de 2017
Lecturas
Buscad al Señor, los humildes de la tierra, los que practican su derecho, buscad la justicia, buscad la humildad, quizá podáis resguardaros el día de la ira del Señor.
Fijaos en vuestra asamblea, hermanos, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor. El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca.
Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete.
Fijaos en vuestra asamblea, hermanos, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso.
Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría, de parte de Dios, justicia, santificación y redención.
Y así - como está escrito -: «el que se gloríe, que se gloríe en el Señor».
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Vivimos en una sociedad secularizada, que mide los triunfos económicos como éxitos y las glorias humanas como un camino a seguir.
No importa el juego sucio o la forma de conseguirlo; lo importante es estar arriba, vivir placenteramente y echar mano a la tarjeta de crédito cada vez que surge una necesidad.
La obsesión por el dinero oscurece la fe, agrava el egoísmo y apaga los grandes valores de la vida, especialmente el amor.
Es un fenómeno grave, que no garantiza la felicidad de la persona.
Lo malo es que quienes no logran entrar en este circuito diabólico quedan marginados o sometidos al ninguneo.
Es un drama para ellos, ¿Cómo conseguir la autoestima y entrar en una dinámica humana desvinculada del afán de poder y de la competencia por ser más que nadie, poseer más que nadie y obtener un reconocimiento público por la trayectoria profesional?
Jesús nos da la clave; es Dios quien mide los éxitos y fracasos.
La pobreza aceptada y valorada como servicio a los demás y como denuncia de la opulencia, de la acumulación de riquezas y del uso injusto de los bienes materiales, es la primera de las etapas en la carrera de la felicidad.
No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.
Y estamos llenos de cosas superfluas que se van acumulando y acaban en el trastero o en el cubo de la basura, sin que las hayamos dado un uso adecuado.
No importa el juego sucio o la forma de conseguirlo; lo importante es estar arriba, vivir placenteramente y echar mano a la tarjeta de crédito cada vez que surge una necesidad.
La obsesión por el dinero oscurece la fe, agrava el egoísmo y apaga los grandes valores de la vida, especialmente el amor.
Es un fenómeno grave, que no garantiza la felicidad de la persona.
Lo malo es que quienes no logran entrar en este circuito diabólico quedan marginados o sometidos al ninguneo.
Es un drama para ellos, ¿Cómo conseguir la autoestima y entrar en una dinámica humana desvinculada del afán de poder y de la competencia por ser más que nadie, poseer más que nadie y obtener un reconocimiento público por la trayectoria profesional?
Jesús nos da la clave; es Dios quien mide los éxitos y fracasos.
La pobreza aceptada y valorada como servicio a los demás y como denuncia de la opulencia, de la acumulación de riquezas y del uso injusto de los bienes materiales, es la primera de las etapas en la carrera de la felicidad.
No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.
Y estamos llenos de cosas superfluas que se van acumulando y acaban en el trastero o en el cubo de la basura, sin que las hayamos dado un uso adecuado.
Recapacitemos.
Jesús llama “dichosos a los pobres de espíritu”. ¿Qué nos quiere comunicar con esta frase?
Pobres, en el sentido literal de la palabra, son los que carecen de bienes materiales, de trabajo, de familia, de amigos, de colegio, de seguridad social, de casa donde vivir…
El mundo está lleno de este tipo de pobres, que son el centro de la predicación de Jesús y de los signos evangélicos
Jesús se encarna en ellos, vive como ellos y muere como ellos: “Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mateo 8, 20).
Asume la condición más “ínfima” del hombre para enriquecernos a todos, para decirnos que está del lado de los que sufren todo tipo de humillaciones y vejaciones por su baja casta social.
Está claro que Dios no quiere la pobreza, pero sí que compartamos el sufrimiento del enfermo, la orfandad de quienes carecen de familia, o la angustia e indignación de los atropellados en sus derechos…
Compartir no significa aceptar su situación.
Se trata de superar juntos las adversidades.
Las Bienaventuranzas de Jesús rompen los esquemas del consumismo, al que nos hemos acostumbrado, para cuestionar, desde la perspectiva de Dios, la forma de enfocar la convivencia humana.
Da, por así decir, una vuelta a la tortilla, y pone en el escaparate de la felicidad la condición de los justos.
Desglosamos cada una de ellas:
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios”
Dichosos los que no se dejan corromper por el dinero y actúan con sencillez, compartiendo sus posesiones sin pedir nada a cambio; los que actúan sin prepotencia, arrogancia y ostentación, porque ponen su confianza en Dios.
De ellos es el Reino de los Cielos.
“Dichosos lo sufridos, porque ellos serán consolados” (Mateo 5, 4).
Dichosos los que no se dejan arrastrar por el odio y la venganza, el resentimiento y la agresividad, sino que predican con el ejemplo Aguantando con paciencia la violencia ajena y respondiendo al mal con el bien.
Recibirán el consuelo de Dios.
“Dichosos los no violentos, porque heredarán la tierra” (Mateo 5, 5).
Dichosos los que obran el bien, se comportan con mansedumbre, dialogan y evitan las imposiciones por la fuerza, las amenazas y las descalificaciones a los adversarios.
Heredarán la Tierra Prometida por Dios.
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5, 6)
Dichosos los que luchan por la justicia para construir un mundo más equitativo y en igualdad de oportunidades, donde nadie es declarado fuera de la ley por el color de su piel, categoría social o creencia religiosa.
Dichosos los que prefieren ser tomados por tontos antes que dejarse contaminar por la corrupción, la estafa y el tráfico de influencias.
“Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5, 7).
Dichosos los que renuncian al rigorismo y practican la misericordia con los pecadores para atraerlo a Dios.
Dichosos los que acogen a los degradados por la droga, el sexo, el alcohol… para cambiar su vida y rehabilitarlos, aún a costa de sufrir como ellos el rechazo de los puritanos.
Alcanzarán la misericordia de Dios, “que no vino a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lucas 5, 32):
“Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mateo 5, 8)
Dichosos los de corazón limpio, que miran de frente al prójimo, piensan siempre bien de los hermanos y combaten con nobleza la maledicencia y difamación.
Verán a Dios.
“Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5, 9).
Dichosos los que siembran la concordia en medio de los disturbios y las guerras; los que son capaces de aunar los corazones en busca de una paz estable y duradera, que permita la convivencia fraterna de los hombres.
Serán llamados hijos de Dios, Padre de todos y que quiere que vivamos como hermanos.
“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 10).
Dichosos los que sufren hostilidad y persecución, incluso hasta el martirio, por defender sus ideales y su fe. Es el camino más rápido para ser santos, para estar con Dios en su Reino.
Seremos felices todos y cada uno de nosotros si asumimos este programa de vida que Jesús nos propone, aparentemente sencillo, pero difícil de cumplir, porque no podemos escapar de la calumnia, las insidias y zancadillas, que son tachuelas en el caminar del justo, del que denuncia con su vida el proceder del malvado.
“El cristianismo es una religión práctica: no es para pensarla; es para practicarla, para hacerla” (Frase coloquial del papa Francisco).
Jesús llama “dichosos a los pobres de espíritu”. ¿Qué nos quiere comunicar con esta frase?
Pobres, en el sentido literal de la palabra, son los que carecen de bienes materiales, de trabajo, de familia, de amigos, de colegio, de seguridad social, de casa donde vivir…
El mundo está lleno de este tipo de pobres, que son el centro de la predicación de Jesús y de los signos evangélicos
Jesús se encarna en ellos, vive como ellos y muere como ellos: “Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mateo 8, 20).
Asume la condición más “ínfima” del hombre para enriquecernos a todos, para decirnos que está del lado de los que sufren todo tipo de humillaciones y vejaciones por su baja casta social.
Está claro que Dios no quiere la pobreza, pero sí que compartamos el sufrimiento del enfermo, la orfandad de quienes carecen de familia, o la angustia e indignación de los atropellados en sus derechos…
Compartir no significa aceptar su situación.
Se trata de superar juntos las adversidades.
Las Bienaventuranzas de Jesús rompen los esquemas del consumismo, al que nos hemos acostumbrado, para cuestionar, desde la perspectiva de Dios, la forma de enfocar la convivencia humana.
Da, por así decir, una vuelta a la tortilla, y pone en el escaparate de la felicidad la condición de los justos.
Desglosamos cada una de ellas:
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios”
Dichosos los que no se dejan corromper por el dinero y actúan con sencillez, compartiendo sus posesiones sin pedir nada a cambio; los que actúan sin prepotencia, arrogancia y ostentación, porque ponen su confianza en Dios.
De ellos es el Reino de los Cielos.
“Dichosos lo sufridos, porque ellos serán consolados” (Mateo 5, 4).
Dichosos los que no se dejan arrastrar por el odio y la venganza, el resentimiento y la agresividad, sino que predican con el ejemplo Aguantando con paciencia la violencia ajena y respondiendo al mal con el bien.
Recibirán el consuelo de Dios.
“Dichosos los no violentos, porque heredarán la tierra” (Mateo 5, 5).
Dichosos los que obran el bien, se comportan con mansedumbre, dialogan y evitan las imposiciones por la fuerza, las amenazas y las descalificaciones a los adversarios.
Heredarán la Tierra Prometida por Dios.
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5, 6)
Dichosos los que luchan por la justicia para construir un mundo más equitativo y en igualdad de oportunidades, donde nadie es declarado fuera de la ley por el color de su piel, categoría social o creencia religiosa.
Dichosos los que prefieren ser tomados por tontos antes que dejarse contaminar por la corrupción, la estafa y el tráfico de influencias.
“Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5, 7).
Dichosos los que renuncian al rigorismo y practican la misericordia con los pecadores para atraerlo a Dios.
Dichosos los que acogen a los degradados por la droga, el sexo, el alcohol… para cambiar su vida y rehabilitarlos, aún a costa de sufrir como ellos el rechazo de los puritanos.
Alcanzarán la misericordia de Dios, “que no vino a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lucas 5, 32):
“Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios” (Mateo 5, 8)
Dichosos los de corazón limpio, que miran de frente al prójimo, piensan siempre bien de los hermanos y combaten con nobleza la maledicencia y difamación.
Verán a Dios.
“Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5, 9).
Dichosos los que siembran la concordia en medio de los disturbios y las guerras; los que son capaces de aunar los corazones en busca de una paz estable y duradera, que permita la convivencia fraterna de los hombres.
Serán llamados hijos de Dios, Padre de todos y que quiere que vivamos como hermanos.
“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 10).
Dichosos los que sufren hostilidad y persecución, incluso hasta el martirio, por defender sus ideales y su fe. Es el camino más rápido para ser santos, para estar con Dios en su Reino.
Seremos felices todos y cada uno de nosotros si asumimos este programa de vida que Jesús nos propone, aparentemente sencillo, pero difícil de cumplir, porque no podemos escapar de la calumnia, las insidias y zancadillas, que son tachuelas en el caminar del justo, del que denuncia con su vida el proceder del malvado.
“El cristianismo es una religión práctica: no es para pensarla; es para practicarla, para hacerla” (Frase coloquial del papa Francisco).
Beato Manuel Domingo y Sol
Hubo un hombre enviado por Dios que se llamó Manuel. No era la luz; pero vino para dar testimonio de la luz. Y dio gran testimonio, porque era un «Sol».
Nació en Tortosa (Tarragona, España) el 1 de abril de 1836. Era Viernes Santo. Hijo de Francisco Domingo Ferré y de Josefa Sol Cid. Era el penúltimo de doce hermanos. Fue bautizado al día siguiente de nacer, Sábado Santo. Sus padres eran cristianos ejemplares y mosén Sol siempre recordaba a su madre como a una santa de cuerpo entero. Ella fue la que formó su corazón en piedad sincera, en caridad inagotable. Daba limosnas a cuantos lo necesitaban. Hasta tenía encargado en una tienda que a cierta señora muy necesitada le dieran cuanto pidiera y ella pagaría todo.
Y su hijo lo aprendió muy bien y lo cumplió siempre. Quiso ir al sacerdocio en pobreza absoluta. «Procuraré con anuencia de mi director en las festividades principales quedarme sin nada» (Escritos III, 62, 110). Era un gran limosnero. Estando él en casa, no estaba segura su hermana María de que tuviese la comida dispuesta, pues, al menor descuido, se la daba a los pobres. Y así fue toda su vida.
Cursó los estudios de latín y humanidades en el colegio de San Matías de Tortosa, bajo la férula del Dómine Sena, que llevaba a rajatabla aquello de la letra con sangre entra». A los 15 años ingresó en el Seminario de Tortosa, en 1851, donde cursó tres años de filosofía, siete años de teología y uno de derecho.
SACERDOTE DE JESUCRISTO
Recibió la tonsura en Tortosa el 26 de marzo de 1852. Las órdenes menores en Tarragona el día 18 de diciembre de 1857.
El subdiaconado en Tarragona el 19 de diciembre de 1857. El diaconado en Vich el 24 de septiembre de 1859. Y el presbiterado en Tortosa el 2 de junio de 1860.
Su primer cargo como sacerdote fue el de regente de La Aldea, entonces barrio de Tortosa. En muy poco tiempo se ganó totalmente el corazón de sus feligreses. A los seis meses lo nombraron ecónomo de la parroquia de Santiago, en Tortosa, donde trabajó lo indecible y donde nunca olvidaron su celo apostólico, porque cumplía a rajatabla lo que después enseñaría a sus seminaristas: «La ocupación de un sacerdote: asediar a las almas» (Escritos 1, 79, 43).
El obispo de Tortosa, monseñor Benito Vilamitjana, se fijó en él para encomendarle el apostolado con la juventud tortosina y lo envió a Valencia para que obtuviera grados y darle la cátedra de Religión y Moral en el Instituto de Tortosa. En Valencia obtuvo la licenciatura el 6 de mayo de 1863; el doctorado el 26 de febrero de 1867. Y el 24 de diciembre de 1866 obtuvo el bachillerato en Artes por la Universidad de Barcelona.
El 1 de octubre de 1863 fue nombrado auxiliar de la cátedra. Y el 5 de febrero de 1864 fue nombrado catedrático. Fue además secretario del instituto.
No se equivocó Vilamitjana, porque mosén Sol trabajó denodadamente por y con la juventud.
Actuó en el instituto hasta septiembre de 1868, cuando la revolución suprimió la enseñanza religiosa en los centros oficiales.
Pero sus alumnos pidieron a mosén Sol que los atendiera con nuevas formas de apostolado. Y así lo hizo. Creó las «Escuelas nocturnas y dominicales» para obreros y artesanos, y difundió por toda la diócesis numerosos «Círculos católicos» y «Círculos obreros.
El año 1880 fue nombrado director de la Congregación de San Luis e inmediatamente fundó una revista, órgano de las congregaciones, que animase y pusiera en comunicación a muchos jóvenes que, por vivir en pueblos pequeños, se sentían aislados. El primer número vio la luz en diciembre de 1881. Se titulaba El Congregante, y fue la primera revista que aparecía en España destinada a dichas congregaciones juveniles. Además compró un terreno en el ensanche del Temple, en Tortosa, donde edificó un gimnasio para los jóvenes, con capilla, biblioteca, salas de recreo y campo libre. Nunca abandonó el apostolado con la juventud y lo legó como uno de sus principales cometidos a la hermandad. Podía decir con toda sinceridad: «La juventud es mi ideal» (Escritos 1, 89, 147). Y es que, desde seminarista, en los últimos meses, trabajó mucho en la catequesis y ya entonces decía: «Me ocuparé siempre y todos los días de mi vida de esta obra: ser amigo y padre de la juventud» (Escritos 1, 129, 34).
Fue interminable su apostolado. Trabajó mucho en el apostolado de la prensa; primero colaborando con su gran amigo San Enrique de Ossó en el semanario El Amigo del Pueblo; después, por su cuenta y riesgo, establece mosén Sol una biblioteca popular, una librería católica e intentó crear una asociación para divulgar la Biblia.
Extendió por toda la diócesis el «Apostolado de la Oración» y la «Adoración Nocturna». También estableció la asociación de «Camareras del Santísimo». En el pueblo de San Mateo fundó una escuela que llegó a contar con 300 alumnas.
Fue muy importante su apostolado con las religiosas. Suscitaba vocaciones incansablemente y atendía a las que habían profesado. Del confesonario de mosén Sol salieron multitud de vocaciones y eso le dio merecida fama.
AL SERVICIO DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES
Pero don Manuel no estaba satisfecho. Decía: «En el fondo de nuestra alma despertaban mayores aspiraciones y una ambición santa parecía querernos lanzar al mismo tiempo a todos los campos» (Escritos 1, 5'2, 221). Y Dios colmó su santa ambición de modo muy sencillo una tarde de febrero de 1872, cuando se encontró con el seminarista Ramón Valero Carceller, que le contó todas las miserias que padecía: vivía en una buhardilla, comía de limosnas y ni siquiera podía comprar una vela para estudiar por las noches. Y como él había otros muchos. Don Manuel vio claro y para siempre que dar pan y formación y cariño, ilusión y formación sacerdotal a los aspirantes al sacerdocio era lo suyo, e inmediatamente alquiló una casa para acoger y formar a seminaristas pobres.
Cada año aumentaba el número de alumnos y tenía que buscar más casas, hasta que en el curso 1872-1873 edificó en Tortosa el colegio de San José para la formación de seminaristas diocesanos. Pero veía que los esfuerzos individuales no dan garantía de continuidad. Mueren con el hombre.
El 29 de enero de 1883, después de celebrar la misa, durante la acción de gracias, le vino la inspiración de una pía unión de sacerdotes que, libres de otros cargos y empleos, se dedicaran al fomento, sostenimiento y formación de las vocaciones eclesiásticas (Escritos III, 24). El 4 de mayo de 1883 se lo expuso a su obispo de Tortosa, a quien envió las bases el día 8, y el obispo las aprobó. Don Manuel, del 16 al 19 de julio de ese año, se reunió con un pequeño grupo de sacerdotes de su diócesis en el convento de los carmelitas del Desierto de las Palmas, hoy provincia de Castellón. Y allí comenzó la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús.
A semejanza del colegio San José de Tortosa, mosén Sol fue levantando otros en las diócesis de Valencia, Murcia, Orihuela, Toledo, Almería, Plasencia, Lisboa. El año 1892 fundó también el Colegio Español de Roma, para la formación de seminaristas de todas las diócesis de España. Los obispos le apremiaban para que la hermandad se hiciera cargo de la dirección de sus propios seminarios. Y así lo fue haciendo hasta su muerte, asumiendo sucesivamente los seminarios de Astorga, Toledo, Zaragoza, Sigüenza, Cuenca, Badajoz, Baeza, Jaén, Málaga, Ciudad Real, Barcelona, Segovia, Almería y Tarragona. Para la intercomunicación de los seminarios y colegios diocesanos de vocaciones fundó la revista El Correo Josefino. Y no sólo le pedían desde España, sino también desde América. Ya había aceptado un colegio en Portugal. Le urgen desde Brasil, desde Colombia. Desde Bolivia, el año 1900, le ofrecen el seminario de Santa Cruz y todos los seminarios de la República.
El obispo de Chilapa (México) viajó a España en 1898 para hablar directamente con mosén Sol. El 8 de marzo de ese mismo año escribe a Miñana: ,Mucho me ilusiona la empresa de América por lo que oigo decir de la falta de clero allí». Y a Chilapa envió a los primeros operarios que viajaron a México ese mismo año; y al siguiente se hicieron cargo también del Templo Nacional Expiatorio de San Felipe en la capital. Algo que al Beato Manuel Domingo y Sol le satisfacía porque deseaba muchísimo fundar templos de reparación. Luego la hermandad se hizo cargo del seminario de Puebla de los Ángeles, de Cuernavaca y Querétaro.
Deseaba a toda costa levantar un templo de reparación en Tortosa, porque la nota más característica de su espiritualidad era el espíritu de reparación a Jesús Sacramentado, y quería que fuera «un carácter permanente, visible y que se incrustara en los operarios» (Escritos II, 69, 6 agosto 1893, a B. Miñana).
El día 22 de noviembre de 1903, después de vencer muchas dificultades, tuvo lugar la inauguración del templo.
El 25 de enero de 1909 murió lleno de méritos y proyectos. No pudo estar en la inauguración de su templo de reparación por encontrarse ya bastante enfermo; pero el 21 de abril de 1926 sus restos mortales fueron trasladados al mausoleo edificado en el templo, para que allí estuviera como en una adoración perpetua.
El 13 de noviembre de 1930 comenzó en Tortosa el proceso ordinario de canonización que se clausuró el 22 de septiembre de 1934. El 4 de mayo de 1970 se declararon las virtudes heroicas de mosén Sol, donde se dice de él. «Puesto que en el fomento de las vocaciones sacerdotales, incluso en las circunstancias dificilísimas de su tiempo, no dejó nada por intentar, puede ser llamado con toda razón el santo apóstol de las vocaciones sacerdotales.
Para llegar a la beatificación hacía falta un milagro. Y el milagro vino de Venezuela, de Caracas. En las diversas votaciones que se realizaron entre los médicos nunca hubo un solo voto discordante. El día 29 de marzo de 1987, Su Santidad Juan Pablo II, en la basílica de San Pedro, beatificó a don Manuel Domingo y Sol.
Nació en Tortosa (Tarragona, España) el 1 de abril de 1836. Era Viernes Santo. Hijo de Francisco Domingo Ferré y de Josefa Sol Cid. Era el penúltimo de doce hermanos. Fue bautizado al día siguiente de nacer, Sábado Santo. Sus padres eran cristianos ejemplares y mosén Sol siempre recordaba a su madre como a una santa de cuerpo entero. Ella fue la que formó su corazón en piedad sincera, en caridad inagotable. Daba limosnas a cuantos lo necesitaban. Hasta tenía encargado en una tienda que a cierta señora muy necesitada le dieran cuanto pidiera y ella pagaría todo.
Y su hijo lo aprendió muy bien y lo cumplió siempre. Quiso ir al sacerdocio en pobreza absoluta. «Procuraré con anuencia de mi director en las festividades principales quedarme sin nada» (Escritos III, 62, 110). Era un gran limosnero. Estando él en casa, no estaba segura su hermana María de que tuviese la comida dispuesta, pues, al menor descuido, se la daba a los pobres. Y así fue toda su vida.
Cursó los estudios de latín y humanidades en el colegio de San Matías de Tortosa, bajo la férula del Dómine Sena, que llevaba a rajatabla aquello de la letra con sangre entra». A los 15 años ingresó en el Seminario de Tortosa, en 1851, donde cursó tres años de filosofía, siete años de teología y uno de derecho.
SACERDOTE DE JESUCRISTO
Recibió la tonsura en Tortosa el 26 de marzo de 1852. Las órdenes menores en Tarragona el día 18 de diciembre de 1857.
El subdiaconado en Tarragona el 19 de diciembre de 1857. El diaconado en Vich el 24 de septiembre de 1859. Y el presbiterado en Tortosa el 2 de junio de 1860.
Su primer cargo como sacerdote fue el de regente de La Aldea, entonces barrio de Tortosa. En muy poco tiempo se ganó totalmente el corazón de sus feligreses. A los seis meses lo nombraron ecónomo de la parroquia de Santiago, en Tortosa, donde trabajó lo indecible y donde nunca olvidaron su celo apostólico, porque cumplía a rajatabla lo que después enseñaría a sus seminaristas: «La ocupación de un sacerdote: asediar a las almas» (Escritos 1, 79, 43).
El obispo de Tortosa, monseñor Benito Vilamitjana, se fijó en él para encomendarle el apostolado con la juventud tortosina y lo envió a Valencia para que obtuviera grados y darle la cátedra de Religión y Moral en el Instituto de Tortosa. En Valencia obtuvo la licenciatura el 6 de mayo de 1863; el doctorado el 26 de febrero de 1867. Y el 24 de diciembre de 1866 obtuvo el bachillerato en Artes por la Universidad de Barcelona.
El 1 de octubre de 1863 fue nombrado auxiliar de la cátedra. Y el 5 de febrero de 1864 fue nombrado catedrático. Fue además secretario del instituto.
No se equivocó Vilamitjana, porque mosén Sol trabajó denodadamente por y con la juventud.
Actuó en el instituto hasta septiembre de 1868, cuando la revolución suprimió la enseñanza religiosa en los centros oficiales.
Pero sus alumnos pidieron a mosén Sol que los atendiera con nuevas formas de apostolado. Y así lo hizo. Creó las «Escuelas nocturnas y dominicales» para obreros y artesanos, y difundió por toda la diócesis numerosos «Círculos católicos» y «Círculos obreros.
El año 1880 fue nombrado director de la Congregación de San Luis e inmediatamente fundó una revista, órgano de las congregaciones, que animase y pusiera en comunicación a muchos jóvenes que, por vivir en pueblos pequeños, se sentían aislados. El primer número vio la luz en diciembre de 1881. Se titulaba El Congregante, y fue la primera revista que aparecía en España destinada a dichas congregaciones juveniles. Además compró un terreno en el ensanche del Temple, en Tortosa, donde edificó un gimnasio para los jóvenes, con capilla, biblioteca, salas de recreo y campo libre. Nunca abandonó el apostolado con la juventud y lo legó como uno de sus principales cometidos a la hermandad. Podía decir con toda sinceridad: «La juventud es mi ideal» (Escritos 1, 89, 147). Y es que, desde seminarista, en los últimos meses, trabajó mucho en la catequesis y ya entonces decía: «Me ocuparé siempre y todos los días de mi vida de esta obra: ser amigo y padre de la juventud» (Escritos 1, 129, 34).
Fue interminable su apostolado. Trabajó mucho en el apostolado de la prensa; primero colaborando con su gran amigo San Enrique de Ossó en el semanario El Amigo del Pueblo; después, por su cuenta y riesgo, establece mosén Sol una biblioteca popular, una librería católica e intentó crear una asociación para divulgar la Biblia.
Extendió por toda la diócesis el «Apostolado de la Oración» y la «Adoración Nocturna». También estableció la asociación de «Camareras del Santísimo». En el pueblo de San Mateo fundó una escuela que llegó a contar con 300 alumnas.
Fue muy importante su apostolado con las religiosas. Suscitaba vocaciones incansablemente y atendía a las que habían profesado. Del confesonario de mosén Sol salieron multitud de vocaciones y eso le dio merecida fama.
AL SERVICIO DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES
Pero don Manuel no estaba satisfecho. Decía: «En el fondo de nuestra alma despertaban mayores aspiraciones y una ambición santa parecía querernos lanzar al mismo tiempo a todos los campos» (Escritos 1, 5'2, 221). Y Dios colmó su santa ambición de modo muy sencillo una tarde de febrero de 1872, cuando se encontró con el seminarista Ramón Valero Carceller, que le contó todas las miserias que padecía: vivía en una buhardilla, comía de limosnas y ni siquiera podía comprar una vela para estudiar por las noches. Y como él había otros muchos. Don Manuel vio claro y para siempre que dar pan y formación y cariño, ilusión y formación sacerdotal a los aspirantes al sacerdocio era lo suyo, e inmediatamente alquiló una casa para acoger y formar a seminaristas pobres.
Cada año aumentaba el número de alumnos y tenía que buscar más casas, hasta que en el curso 1872-1873 edificó en Tortosa el colegio de San José para la formación de seminaristas diocesanos. Pero veía que los esfuerzos individuales no dan garantía de continuidad. Mueren con el hombre.
El 29 de enero de 1883, después de celebrar la misa, durante la acción de gracias, le vino la inspiración de una pía unión de sacerdotes que, libres de otros cargos y empleos, se dedicaran al fomento, sostenimiento y formación de las vocaciones eclesiásticas (Escritos III, 24). El 4 de mayo de 1883 se lo expuso a su obispo de Tortosa, a quien envió las bases el día 8, y el obispo las aprobó. Don Manuel, del 16 al 19 de julio de ese año, se reunió con un pequeño grupo de sacerdotes de su diócesis en el convento de los carmelitas del Desierto de las Palmas, hoy provincia de Castellón. Y allí comenzó la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús.
A semejanza del colegio San José de Tortosa, mosén Sol fue levantando otros en las diócesis de Valencia, Murcia, Orihuela, Toledo, Almería, Plasencia, Lisboa. El año 1892 fundó también el Colegio Español de Roma, para la formación de seminaristas de todas las diócesis de España. Los obispos le apremiaban para que la hermandad se hiciera cargo de la dirección de sus propios seminarios. Y así lo fue haciendo hasta su muerte, asumiendo sucesivamente los seminarios de Astorga, Toledo, Zaragoza, Sigüenza, Cuenca, Badajoz, Baeza, Jaén, Málaga, Ciudad Real, Barcelona, Segovia, Almería y Tarragona. Para la intercomunicación de los seminarios y colegios diocesanos de vocaciones fundó la revista El Correo Josefino. Y no sólo le pedían desde España, sino también desde América. Ya había aceptado un colegio en Portugal. Le urgen desde Brasil, desde Colombia. Desde Bolivia, el año 1900, le ofrecen el seminario de Santa Cruz y todos los seminarios de la República.
El obispo de Chilapa (México) viajó a España en 1898 para hablar directamente con mosén Sol. El 8 de marzo de ese mismo año escribe a Miñana: ,Mucho me ilusiona la empresa de América por lo que oigo decir de la falta de clero allí». Y a Chilapa envió a los primeros operarios que viajaron a México ese mismo año; y al siguiente se hicieron cargo también del Templo Nacional Expiatorio de San Felipe en la capital. Algo que al Beato Manuel Domingo y Sol le satisfacía porque deseaba muchísimo fundar templos de reparación. Luego la hermandad se hizo cargo del seminario de Puebla de los Ángeles, de Cuernavaca y Querétaro.
Deseaba a toda costa levantar un templo de reparación en Tortosa, porque la nota más característica de su espiritualidad era el espíritu de reparación a Jesús Sacramentado, y quería que fuera «un carácter permanente, visible y que se incrustara en los operarios» (Escritos II, 69, 6 agosto 1893, a B. Miñana).
El día 22 de noviembre de 1903, después de vencer muchas dificultades, tuvo lugar la inauguración del templo.
El 25 de enero de 1909 murió lleno de méritos y proyectos. No pudo estar en la inauguración de su templo de reparación por encontrarse ya bastante enfermo; pero el 21 de abril de 1926 sus restos mortales fueron trasladados al mausoleo edificado en el templo, para que allí estuviera como en una adoración perpetua.
El 13 de noviembre de 1930 comenzó en Tortosa el proceso ordinario de canonización que se clausuró el 22 de septiembre de 1934. El 4 de mayo de 1970 se declararon las virtudes heroicas de mosén Sol, donde se dice de él. «Puesto que en el fomento de las vocaciones sacerdotales, incluso en las circunstancias dificilísimas de su tiempo, no dejó nada por intentar, puede ser llamado con toda razón el santo apóstol de las vocaciones sacerdotales.
Para llegar a la beatificación hacía falta un milagro. Y el milagro vino de Venezuela, de Caracas. En las diversas votaciones que se realizaron entre los médicos nunca hubo un solo voto discordante. El día 29 de marzo de 1987, Su Santidad Juan Pablo II, en la basílica de San Pedro, beatificó a don Manuel Domingo y Sol.
sábado, 28 de enero de 2017
Lecturas
Hermanos:
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
Palabra del Señor.
La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos.
Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba.
Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.
Por fe, también Sara, siendo estéril, obtuvo “vigor para concebir” cuando ya le había pasado la edad, porque consideró fiel al que se lo prometía.
Y así, de un hombre, marcado ya por la muerte, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas.
Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra. Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues, si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver.
Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.
Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad.
Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac; ofreció a su hijo único, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «lsaac continuará tu descendencia». Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar de entre los muertos, de donde en cierto sentido recobró a Isaac.
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar:
«¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros:
« ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! ».
Palabra del Señor.