Lecturas


En aquellos días, Amasías, sacerdote de Betel envió un mensaje a Jeroboam, rey de Israel:
-«Amós está conspirando contra ti en medio de Israel. El país no puede ya soportar sus palabras.
Esto es lo que dice Amos: Jeroboam morirá a espada e Israel será deportado de su tierra».
Y Amasias dijo a Amós:
-«Vidente, vete, huye al territorio de Judá. Allí podrás ganarte el pan y allí profetizaras. Pero en
Betel no vuelvas a profetizar, porque es el santuario del rey y la casa del reino».
Pero Amós respondió a Amasías:
-«Yo no soy profeta ni hijo de profeta. Yo era un pastor y un cultivador de sicomoros. Pero el
Señor me arrancó de mi rebaño y me dijo: “Ve, profetiza a mi pueblo Israel”.
Pues bien, escucha la palabra del Señor: Tú me dices. “No profetices sobre Israel y no vaticines contra la casa de Isaac”.
Por eso, esto dice el Señor:
“Tu mujer deberá prostituirse en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán por la espada, tu tierra será repartida a cordel, tú morirás en un país impuro e Israel será deportado de su tierra”».

En aquel tiempo, subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. En eso le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico:
-«¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados».
Algunos de los escribas se dijeron:
-«Éste blasfema».
Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo:
-«¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate- y echa a andar”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados - entonces dice al paralítico -:
“Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”».
Se puso en pie, y se fue a su casa.
Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.

Palabra del Señor.

Primeros Mártires Cristianos

Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.

Lecturas


En aquellos días, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos miembros de la Iglesia. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener a Pedro. Era la semana de Pascua. Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel, encargando de su custodia a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenía intención de presentarlo al pueblo pasadas las fiestas de Pascua, Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él.
La noche antes de que lo sacara Herodes, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel.
De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro, lo despertó y le dijo:
-«Date prisa, levántate».
Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió:
-«Ponte el cinturón y las sandalias».
Obedeció, y el ángel le dijo:
-«Échate el manto y sígueme».
Pedro salió detrás, creyendo que lo que hacía el ángel era una visión y no realidad. Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la calle, y se abrió solo.
Salieron, y al final de la calle se marchó el ángel.
Pedro recapacitó y dijo:
-«Pues era verdad: el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos».

Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe.
Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.
El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león.
El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
-«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».
Ellos contestaron:
-«Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
Él les preguntó:
-«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
-«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Jesús le respondió:
-«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo».

Palabra del Señor.

San Pedro y San Pablo Apóstoles

SAN PEDRO, APÓSTOL

Parecía destinado a vivir en la oscuridad de la aldea. De niño, jugó medio desnudo en la playa del lago de Genesareth. Hijo de pescador, creció entre el agua y la arena, y desde que pudo ayudar a recoger con su mano infantil la plata húmeda de los peces que se agitan en la red, fue también él pescador. Dormía en la barca mientras caían los besugos, remendaba las redes a la orilla del lago, y por la mañana atravesaba las calles de Betsaida, con las cestas llenas, al lado de su padre, Jonás, y de Andrés, su hermano. En casa encontraba honradez y bienestar. Jonás, patrón de una barca, podía dar a sus hijos pan en abundancia; buen israelita, les daba también una instrucción religiosa según los principios de la Ley. Con frecuencia, Simón se dirigía a la ciudad cercana, a Cafarnaún, para vender los peces, o renovar las velas de la nave, o comprar las cosas necesarias en el mercado. Fácilmente inflamable, se dejó coger en las redes del amor, se casó con una mujer de la ciudad y se hizo ciudadano. No obstante, sigue siendo pescador, sigue surcando el lago en compañía de su padre, de su hermano y de sus amigos Santiago y Juan, hijos del Cebedeo.

Los hijos del Cebedeo y los hijos de Jonás tenían el mismo oficio y los mismos gustos. Después de vaciar las redes, después de amarrar las barcas en el desembarcadero, muchas veces permanecían sentados en la playa, hablando .de la redención de Israel, tratando de penetrar el sentido de las viejas profecías; cuando apareció Juan el Bautista, el profeta de las montañas de Judea, se hizo el tema favorito de su conversación. Y empiezan a recorrer los cien kilómetros que separan el mar de Tiberíades del valle de Jericó, donde bautiza aquel hombre misterioso, y se hacen sus discípulos, y le escuchan con avidez, y recibieron su bautismo. Eran almas piadosas, entusiastas, acuciadas por el deseo del reino de Dios, preocupadas por la idea fija de la próxima venida del Mesías. Y una tarde Andrés se acercó a su hermano con el rostro radiante de felicidad; y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías.» Y Pedro no dudó un solo instante, ni preguntó, como Natanael: ¿De Nazareth puede salir algo bueno? «Llévame a Él», suplicó a su hermano; y, sin perder tiempo, echaron a andar. Toda su audacia, toda su espontaneidad natural, debieron de quedar como paralizadas ante el hombre divino, cuya frente parecía iluminada por una luz celeste, cuya mirada, suave y profunda al mismo tiempo, se clavaba en él con una insistencia desconcertante. Después de mirarle, dice San Juan Evangelista, Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas.»

Tal fue el primer encuentro de Cristo con el hombre que fue su primer vicario en la tierra. Después Jesús se volvió a Galilea y los pescadores a pescar. Pero en medio del lago, mientras aguardaba sentado, bajo la claridad de la luna, que los peces llenasen su red, Simón seguía pensando en aquellas palabras misteriosas que le había dicho el Rabbí de Nazareth, y aquella mirada no podía apartarse de su imaginación. Y he aquí que una mañana, cuando atracaba en el puerto de Cafarnaún, el Rabbí apareció delante de ellos, y, entrando en la barca, rogó que la separasen un poco de la tierra para no ser agobiado por el gentío. Y en pie, junto al timón, anunció la buena nueva de su reino. Y luego dijo a Simón: «Intérnate en el mar, y echa las redes.» «Maestro —dijo el pescador—, después de trabajar toda la noche no hemos sacado ni un pececillo; no obstante, confiando en tu palabra, voy a obedecerte.» Y, apartándose de la orilla, echaron la red en el agua, y al sacarla, al poco rato, estaba tan llena, que las mallas se rompían. «¡Milagro!», gritaron los que estaban en la nave; pero Simón, más impulsivo, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: «Señor, apártate de mí; un pecador como yo no es digno de tener un profeta en su barca.» Y Jesús le dijo, sonriendo: «Ven conmigo, cree en mi palabra y yo te haré pescador de hombres.»

Era el llamamiento definitivo. Desde aquel día, Simón, abandonando la barca, las redes, la casa y la mujer, siguió a Jesús, dispuesto a ir por dondequiera que le quisiese llevar, a partir el pan con Él, a compartir sus riesgos y su fortuna, a repetir su doctrina y a obedecer, como antes había obedecido a su padre Jonás. Va a ser el más entusiasta de los discípulos de Cristo, el capitán de los Doce, el hombre de las iniciativas, el que habla en nombre de sus compañeros, el que transmite los recados del Maestro y camina siempre a su lado, orgulloso de aparecer junto al hombre del día, cuyo trato le enaltece, cuya amistad le promete el más halagüeño porvenir. Entre las figuras que forman el retablo apostólico, es la que se nos presenta con mayor relieve. Naturaleza algo tosca y ruda, carne quemada desde la niñez por los vientos y los soles del lago, tal vez tardó mucho tiempo en comprender las primeras palabras que le había dicho el Señor; tal vez no cayó de pronto en el sentido simbólico de aquellos dos vocablos: Cefas y Jonás: «Hijo de la paloma, tímido y débil como ella, serás, no obstante, inquebrantable como la roca.» Esta frase era un retrato y una historia; ella encerraba el presente y el porvenir del príncipe de los apóstoles. Desde entonces la paloma y la piedra empiezan a luchar en aquella alma generosa. Durante la vida de Jesús, Pedro es el hombre de las contradicciones: temeroso y arriesgado, cobarde y entusiasta, modelo de amor y de fe, pero siempre rudo y tosco y algo inconsciente en aquellos arrebatos de su naturaleza impetuosa. Seleccionando algunos pasajes evangélicos, enemigos suyos han podido bosquejar una fisonomía; aunque, en realidad, el mayor enemigo, el más implacable calumniador, es él mismo, pues el Evangelio de San Marcos, el que peor le trata, es su propio Evangelio.

Para comprender a San Pedro, debemos tener presente que era un galileo, un hijo de aquella tierra cuyos habitantes se distinguían entre los judíos por su amor a la independencia, por su intrepidez, por su impresionabilidad y por su inconstancia. Eran francos, abiertos, generosos y espontáneos. Así se nos presenta también el hijo de Jonás en la serie de los cuadros evangélicos: de una candidez emocionante, de una lealtad apasionada, de una impetuosidad ciega; brusco y ardiente, sencillo y petulante, tímido y obstinado. Es accesible a todos los sentimientos nobles, amable hasta en su rudeza; tan natural, tan humano, que desde el primer momento despierta la simpatía. Los demás apóstoles reconocen de buen grado su jefatura; entre ellos, hay uno que le disputa la predilección del Maestro; y, sin embargo, no abriga en su pecho la menor animosidad contra él. Pedro y Juan caminan siempre juntos antes y después de la Pasión de Jesús.

Sin embargo, no todo en él es puro idealismo: cuando Jesús pronuncia duras palabras contra los ricos, él se atreve a insinuar una pregunta, en que se transparentan las preocupaciones del prestamista: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué nos vas a dar en cambio?» Jesús le promete un trono para juzgar a las tribus de Israel, y él no duda que ese trono será el primero a la derecha de su Maestro. Tenía la cabeza algo dura para comprender; no era un espíritu despierto; se duerme en la nave, en el monte Tabor, en el olivar. Después de pasar años al lado del Rabbí, todavía tiene que decirle: «Explícanos esta parábola.» Y escucha esta respuesta del Señor: «También vosotros estáis aún sin inteligencia.» En el momento de la Transfiguración, sólo se le ocurre pensar que se está muy bien en aquella altura, y que podrían improvisarse tres tiendas, una para el Maestro y las otras para los dos huéspedes. Pero, siempre generoso, se olvida de sí mismo. Tiene por Cristo un amor ciego que compensa todas sus debilidades; aunque ese mismo amor le lleva a los mayores desvaríos, y hace brotar de los labios del Redentor una frase terrible. En vísperas de la Pasión, su mente estaba aún ofuscada por la idea de un mesianismo triunfante; en vano anuncia Jesús a los discípulos sus ignominias cercanas; Pedro le coge del brazo, le lleva aparte y empieza a resistirle, diciendo: «¡No lo permita Dios! ¡Eso que dices no puede suceder!» Pero Jesús le interrumpió, diciendo: «Vete de aquí, Satanás, que eres un tropiezo en mi camino.» Amaba a Jesús, pero, con ser tan arrebatado, su amor, muy terrenal todavía, se rebelada contra el pensamiento de que su Dios hubiera de ser vilipendiado, de que su rey había de morir. No obstante, fue el primero en reconocer al Mesías en el profeta perseguido por los fariseos, y esa primacía es tan grande, que nada ha podido borrarla.

Cada palabra, cada gesto, cada acción de San Pedro en la epopeya evangélica, es la manifestación del temperamento vehemente y fogoso, del alma noble y naturalmente buena, del hombre de la naturaleza, sin complicaciones psicológicas, sin reservas mentales. Unas veces le inspira la fe: «Si eres Tú, mándame que vaya a Ti sobre las aguas... Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; otras veces, el amor: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna... ¿Por qué no puedo seguirte desde ahora?» Sus palabras son reveladoras, lo mismo que sus acciones: viendo que su Maestro camina sobre las aguas, él se arroja también al lago, pero al minuto siguiente tiene miedo y se cree próximo a hundirse; en Getsemaní desenvaina la espada, corta una oreja y acto seguido huye; el día de la Resurrección, corre anhelante desde el cenáculo al monte, y aunque es más viejo que San Juan, entra antes en el sepulcro. Es un hombre de acción; un apasionado que no puede descansar; un corazón que no puede estar pasivo, que tiene necesidad de manifestar su energía, su adhesión, con una actividad devoradora. Los incidentes de la última Cena nos presentan por última vez su figura con todas las sombras de la realidad humana. Es temerario, voluble, rebelde y obstinado. Un exceso de respeto le hace pronunciar estas palabras: «Jamás consentiré que me laves los pies.» Y en un exceso de amor, decía un instante después: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.» Su presunción es mayor que nunca: «Señor—exclama—, contigo estoy dispuesto a ir a la prisión y a la muerte. Aunque te abandonen todos, yo no te negaré.» Jesús insiste; él porfía, sinceramente, sin duda, pero irreflexivamente. Y aquella misma noche, cuando estaba en el patio de Caifás calentándose en el brasero, mientras los sacerdotes insultaban a su Dios, tuvo miedo de la voz de una criada, y le negó tres veces, y juró y perjuró, y prorrumpió en anatemas e imprecaciones. Pero en este momento oyó el canto del gallo, y vio unos ojos que se clavaban en él, suaves, profundos y compasivos, y recordó aquella otra mirada de la orilla del Jordán, y salió fuera y lloró amargamente.

Desde este momento es otro hombre; ya no vacila su fe, ni se debilita su amor, ni la vanidad le conmueve; las torres de su petulancia se han derrumbado al soplo de la sublimidad, de la virtud de Dios. Aparece otra vez al frente de sus hermanos, el primero en buscar al Maestro resucitado, el primero en encontrarle, el primero en subir a la barca el día de la pesca milagrosa, el primero en sacar a tierra los ciento cincuenta y tres peces, que están a punto de romper la red. Allí, junto al lago, que le recordaba el entusiasmo de los primeros días, después de la victoria sobre la muerte, borra la triple negación confesando su amor por tres veces. «¿Me amas?», pregunta Jesús. Ahora Pedro se conoce mejor a sí mismo: después de haberle negado, ya no se atrevía a decir que le ama. «Tú sabes que te quiero bien», responde tímidamente. Pero Jesús pide amor; no se contenta con una simple amistad. Y repite otra vez: «¿Me amas?» Más asustado que antes, replica Pedro: «Sí, te quiero bien.» Jesús insta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres bien, de veras?» Y entonces, Pedro, vencido al fin, casi impaciente, dice las palabras que le arranca Jesús: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo.» Y en recompensa de aquel amor. Jesús le establece doctor infalible, juez supremo, pastor universal de la Iglesia: «Apacienta mis ovejas», le dice; no sólo los corderos y las ovejas, los críos y las madres; los misinos pastores, que para Pedro no dejan de ser ovejas. «Todo lo que atares sobre la tierra, quedará atado en el Cielo; y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el Cielo.

Jesús desaparece entre la nube, pero Pedro está allí para organizar la Iglesia naciente. La pequeña comunidad se reúne en torno suyo, aguardando sus órdenes. Él, con la conciencia de su caída, parece olvidar aquella acometividad primera. Como la mirada de los demás, la suya se fija en el Cielo. Y del Cielo le viene la idea de completar el colegio apostólico. Entonces pronuncia su primer discurso, práctico, sencillo, esmaltado de recuerdos bíblicos. Los ciento veinte cristianos que entonces componen la Iglesia, le escuchan respetuosos y acatan sus iniciativas. A los pocos días viene el huracán celeste y la llama del Espíritu Santo. El amor de Pedro es iluminado con la sabiduría perfecta; el apóstol sale del éxtasis, y, transformado por el bautismo de fuego, habla otra vez, y proclama la divinidad de Jesús. Sus oyentes aumentan sin cesar; son miles y miles de hombres: partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, ciudadanos de Roma, peregrinos del norte africano, del Asia y de las islas del Mediterráneo. Su palabra, luminosa, fuerte, inflamada en la fe, iluminaba los espíritus y cautivaba los corazones. Tres mil hombres entraron en la Iglesia de aquella redada. Después sigue hablando y organizando, rodeado siempre de un aureola de bondad simple e incomparable. Sigue hablando delante de los hermanos y delante de los príncipes de los sacerdotes: palabras rudas y fuertes, en que respira aún algo de su antigua rudeza; palabras definitivas e inolvidables, como éstas que dice al cojo del templo: «No poseo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y vete.» Como éstas que pronuncia en medio del Sanedrín: «Juzgad vosotros mismos si es justo obedecer a Dios o a los hombres.» Habla y obra. Ya no tiene miedo de la sangre: sufre los azotes y las cadenas, y se prepara a sufrir tranquilo la muerte, cuando liega el ángel para sacarle de su prisión. «Con toda fortaleza da testimonio de la resurrección del Salvador.» De su voz, de su mirada, de su persona, salen efluvios de poder divino; cuando pasa por la calle, las gentes se pelean por tocar su sombra, porque saben que hasta su sombra cura y santifica.

En los momentos decisivos, Pedro aparece aportando la decisión salvadora. Más terrible que la persecución farisaica es en los principios de la Iglesia el conflicto interno de las observancias judaicas. Pedro da el primer paso hacia la solución bautizando en Cesárea al primer pagano, al centurión Cornelio, sin exigir de él la circuncisión. Los retrógrados, los puritanos, protestan, surge la gran cuestión: ¿se va a imponer a los creyentes del helenismo el yugo de las observancias legales? Gracias al príncipe de los Apóstoles, las amplias miras de Pablo triunfan en el Concilio de Jerusalén; pero los extremistas no se dan por Vencidos. Poco tiempo después, Pedro llega a Antioquía, donde Pablo de Tarso mantiene los derechos de la libertad. Siempre confiado, toma parte en los ágapes de los gentiles, sin hacer caso de manjares limpios o inmundos. Esta condescendencia irrita a los judaizantes. Asediado por sus ruegos, por sus críticas, por sus ataques, Pedro se deja secuestrar por el clan de los extremistas. En su rectitud un poco escrupulosa no quería escandalizar a nadie; aguardaba la inspiración del Espíritu para decidirse a obrar en aquellas circunstancias. Y el Espíritu habló por boca de Pablo. «Si tú, que eres judío—le dijo el apóstol en medio de la asamblea—, vives como los gentiles, ¿cómo puedes obligar a los gentiles a judaizar?» Debemos bendecir aquella ruptura aparente de los dos apóstoles, que nos permite conocer más a fondo sus almas generosas. Admiramos el amor furioso de Pablo, que lanza su dialéctica por los derroteros de la hipérbole y le hace prorrumpir en aquel grito fulgurante: «Vivo yo; no, no soy yo quien vive, es Cristo el que vive en mí.» Pero no es menos sublime la conducta de Pedro, que reconoce su imprudencia, se humilla, y corre hacia su compañero, llorando de alegría.

Después de todo esto, dice la Escritura, «Pedro salió y marchó a otro lugar». Los Libros Santos ya no vuelven a hablarnos de él; es la tradición quien alumbra sus pasos. Ella nos le representa recorriendo el Asia Menor, predicando en las riberas del Mar Negro, caminando de ciudad en ciudad, a la manera de los judíos pobres, hospedándose en los barrios de sus compatriotas y hablándoles de la vida y la muerte de Jesús, unas veces en las casas, junto al hogar; otras, en el interior de las tiendas, o en las plazas, o en el mercado, o bajo los pórticos. Cuenta la Pasión de su Maestro, expone esquemáticamente su doctrina, y cuando llega al episodio de su cobarde conducta en la casa de Caifás, su voz tiembla, su palabra se hace más viva, sus ojos se arrasan en lágrimas. Hombre siempre práctico, su lenguaje es un tejido de hechos, más que una construcción ideológica; pero el amor anima sus relatos, la fe los hace vibrantes y luminosos.

Un barco le lleva desde las costas del Oriente hasta Roma. Es el fundador de la Iglesia romana, el que abre la serie de los Pontífices, el primer vicario de Cristo en la tierra. Su ministerio se desarrolla en la oscuridad, primero en el barrio de los judíos, después entre los primeros neófitos de la gentilidad. Su bondad era la fuerza de su predicación. Se le escucha porque no excluye a nadie de la salud; porque, en medio de una sociedad al parecer feliz, busca a los que lloran y tienen hambre y sed de justicia; porque despliega ante los ojos de los miserables la esperanza radiosa de la libertad espiritual. Los esclavos, los menestrales, las pobres mujeres se alegran cuando le oyen decir que la verdad les hace libres, y que no hay más servidumbre que la del pecado. «Todo lo que ha sido vencido—di ce Pedro—se hace esclavo de aquel que le ha vencido.» Los verdaderos esclavos eran aquellos patricios entregados a todas las concupiscencias de la carne y a todas las inquietudes de la ambición. No obstante, el apóstol predicaba: «Siervos, estad sujetos a vuestros señores, no sólo a los buenos y piadosos, sino también a los duros y severos, porque es una gracia sufrir, para agradar a Dios, los castigos injustos. Es una gloria sufrir por Cristo, que ha sufrido por vosotros; por vosotros, que sois una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo formado por Dios, a fin de anunciaros las grandezas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.»

El 19 de julio del año 64 los almacenes de aceite que estaban en las cercanías del circo Máximo empezaron a arder; el fuego invadió todo el centro de Roma, llegó al Palatino, y continuó haciendo estragos durante seis días. De las catorce regiones de la ciudad, diez habían sido arrasadas. Contemplando las fauces rojas de las llamas que devoraban implacables su capital, Nerón había pasado los momentos más divertidos de su vida. Pronto se supo que el rumor popular le acusaba de incendiario. Fue preciso desviar el golpe y buscar otras víctimas. Popea, la mujer judía que dominaba al emperador, los histriones hebreos que llenaban el palacio, se encargaron de señalar los presuntos culpables: aquellos oficiales, libertos y esclavos cristianos que infestaban ya la casa del cesar, y eran, como Tácito decía, enemigos del género humano. Siguieron las matanzas en Roma, los martirios en masa y la promulgación del edicto neroniano en toda la extensión del Imperio: «Christiani non sint. Que los cristianos sean aniquilados.» En este momento de aflicción, surge de entre la oscuridad la voz del jefe de la Iglesia. Pedro ha recobrado la palabra de Jesús: «Tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.»

Las Iglesias de Asia, las cristiandades formadas por él mismo y por Pablo, «su hermano muy querido», gimen en la prueba, necesitan una voz de aliento, un consejo que las guíe en aquella hora difícil. Tal es el pensamiento que inspira la carta del apóstol, la primera de las encíclicas que desde entonces no han cesado de instruir y dirigir el mundo. Pedro escribe desde Babilonia, que en el lenguaje simbólico de los primeros cristianos es lo mismo que Roma. No se propone desarrollar una tesis, sino alentar a los perseguidos y prepararles al sufrimiento y al martirio. Su escrito es una homilía conmovedora y sublime, en que la exposición doctrinal se mezcla con las palabras de aliento y los consejos morales: reflejo auténtico del corazón ardiente que conocimos junto al lago de Genesareth, más inclinado a la acción y a las súbitas iluminaciones que a los largos y sutiles razonamientos. No obstante, descubrimos un acento elocuente, una fuerza de expresión y una elevación de pensamiento que no aparecen en los primeros discursos pronunciados en Jerusalén: el amor, la contemplación de Jesús durante cinco lustros, han producido en él esta transformación. San Pablo ha influido también sobre él. Pedro amaba aquel corazón generoso, tan distinto del suyo, pero, como el suyo, inflamado en el amor de Jesús. Ha leído sus epístolas, las ha meditado largamente, «porque le parecen difíciles de comprender»; admira aquel estilo fuerte y aquel vuelo de águila, y ahora, sin perder nada de su originalidad, le imita visiblemente, no dudando en repetir pensamientos y expresiones de las epístolas a los romanos y a los efesios, y en calcar la forma exterior, la amplitud de la frase y el lenguaje cargado de incisos.

Poco después, Pedro recibe noticias alarmantes de las Iglesias de Oriente; la herejía, anatematizada ya por San Pablo y San Judas, siembra la inquietud entre los hermanos; gnósticos y judaizantes llegan oscureciendo y adulterando el Evangelio. Antes de morir, el príncipe de los apóstoles dirige al mundo sus últimas palabras, destinadas a ponerle en guardia contra las seducciones del error. Empieza ponderando el don precioso de la fe, que hace brotar en nosotros una fuente irrestañable «de vida y de piedad», o, mejor aún, que nos une a la vida misma de Dios, pues por ella «somos participantes de la naturaleza divina. Y hablo —continúa Pedro—, no exponiendo fábulas ingeniosas, como los herejes, sino porque fui testigo ocular de la majestad, pues me hallaba presente cuando Jesús recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la gloria descendió de la nube y se oyó la voz que decía: «Éste es mi Hijo muy amado». Pedro ahora recoge las palabras de San Judas y las amplía, representando a los falsos doctores como fuentes sin agua, como nubes agitadas por la tempestad, como a pérfidos traficantes, lanzados de aquí para allá por la marejada de la avaricia.

Pedro siente la necesidad de tranquilizar a los fieles, aterrados por el pensamiento de la parusia inmediata de Cristo. Cristo vendrá, dice; pasarán los Cielos en el silbido de la tempestad, todos los elementos serán consumidos por el fuego, y entonces habrá un Cielo y una tierra donde habitará la justicia; pero ignora lo que ha de tardar en venir este día. Una cosa sabe: que el llamamiento definitivo no puede tardar para él, que las puertas «del reino eterno de su Señor y Salvador Jesús» están abiertas. «La hora de mi muerte se acerca rápidamente; el Señor me lo ha revelado.» Perseguido por la policía, a ruego de los fieles se había decidido a salir de Roma; pero al llegar a las puertas de la ciudad encontró a su Maestro, que entraba por la vía Apia. «Señor, ¿adonde vas?», preguntó el discípulo; y recibió esta respuesta: «A ser crucificado de nuevo.» Pedro comprendió; desanduvo el camino y apareció de nuevo entre sus neófitos, dispuesto a afrontar todos los peligros. Poco tiempo después era detenido y encerrado en la cárcel Mamertina, donde le había precedido el apóstol de las Gentes. No era ciudadano romano, no tenía ningún privilegio, no podía conseguir que su causa se instruyese de una manera legal. Para él sólo quedaba uno de estos tres suplicios: la cruz, la hoguera o el anfiteatro. El capricho de los perseguidores le destinó la muerte del madero. Sólo una gracia pudo conseguir: que se le crucificase cabeza abajo. Morir sobre un trono de gloria, con la frente alta y las manos extendidas para abrazar al mundo entero; compararse en la muerte al Maestro, hubiera sido un tormento para el penitente humilde que había llorado largos años su flaqueza de una noche. «Murió en el Vaticano, cerca del palacio de Nerón»; y allí sigue su cuerpo, venerado por toda la cristiandad, en el templo más grandioso de la tierra. El arte cristiano se encargó de conservarnos su fisonomía, como los evangelistas retrataron su alma. En los frescos más antiguos de las catacumbas, aparece ya con su cara redonda, su barba bien poblada, su cabellera corta y sus rasgos de campesino galileo, iluminados por un halo inefable de inteligencia y de bondad.

SAN PABLO APÓSTOL

Al mismo tiempo que los verdugos levantaban a Pedro en el patíbulo, Pablo, su compañero, atravesaba las calles de Roma en medio de un pelotón de soldados. Junto a la puerta de Ostia, una mujer de porte aristocrático salió al camino sollozando y diciendo: «Pablo, hombre de Dios, acuérdate de mí en la presencia del Señor Jesús.» El apóstol, reconociendo a Plantila, una gran dama que se sentaba entre sus oyentes con los esclavos, dijo con tono festivo:

«Buenos días, Plantila, hija de la eterna salud; préstame el velo de tu cabeza para cubrirme los ojos. En el nombre de Cristo, dejaré a tu dilección esta prenda de mi afecto.» La escolta siguió la vía ostiense, acercándose de cuando en cuando a las aguas del Tíber, y deteniéndose en un valle desierto y silencioso. Allí Pablo rezó mirando hacia el Oriente, recibió una vez más en su accidentada existencia la caricia de las varas, vendó sus ojos con el velo de la ilustre patricia, y tendió su cuello a la espada. Así murió aquel hebreo incomparable, aquel luchador heroico, aquel ciudadano romano, que mereció más que nadie ser llamado ciudadano de todo el mundo. Poco tiempo antes había podido decir aquellas palabras sublimes: «He combatido el buen combate; he terminado mi carrera; he guardado la fe. Ahora está reservada para mí la corona de la justicia, que Dios, justo Juez, me dará en su día; no sólo a mí, sino a todos los que suspiran por su advenimiento.» No es que esté cansado el viejo atleta; se siente más tuerte que nunca, con la fortaleza de la fe; pero debe irse, porque ha llegado a la meta.

Nadie podía imaginar lo que había corrido aquel hombre desde el camino de Damasco; lo que había luchado aquel fariseo, que empezó combatiendo a los discípulos de Jesús, y, transformado repentinamente, se había obstinado durante treinta años en una terrible y gigantesca aventura. Nadie corrió más que él, «y no en vano—como él mismo dice—, no como quien azota el viento», sino con la mirada fija en el término infalible, empujado por el anhelo de la gloria de Cristo, aguijoneado por el espíritu del triunfo, esperando contra toda esperanza, sin desalentarse jamás, poseyendo su alma en la paciencia, él, que fue el más impaciente de los hombres. Ya conocemos sus primeros pasos: le hemos visto guardando los mantos de los que apedrearon a Esteban, derribado en el camino, convertido en un vaso de elección; hemos admirado al gran propagandista, que defiende los fueros de la libertad cristiana en el Concilio de Jerusalén; que deja ciego con una palabra al mago Elimas; que se lanza a través del Asia, hollando sendas desconocidas, juntamente con su amigo San Bernabé; organizando Iglesias, luchando con los judíos y los gentiles y levantando como un faro el nombre de Cristo en medio de las tinieblas. Su figura se agiganta sin cesar; sus empresas se hacen más vastas; sus pensamientos, más altos; su ardor, más furioso. Es el año 52: va a empezar la segunda misión.

Con dos o tres compañeros, o una pequeña escolta, o a veces solo. Pablo se interna de nuevo en el imperio inmenso de los ídolos: países bárbaros, ciudades paganas, caminos enseñoreados por cuadrillas de bandidos, y, lo que es peor, colonias hebreas fanáticas y rencorosas. Primero, la visita a las Iglesias formadas unos años antes: de Antioquía a Licaonia, de Licaonia a Pisidia, de Pisidia a Galacia; ganándose el pan con sus manos como un obrero, caminando con los pies ensangrentados, anunciando a un Dios nuevo donde reinan tantos dioses; al Mesías profetizado, Hijo de Dios, Señor, Redentor y Juez de vivos y muertos; a un Dios que veinte años antes recorrió vagabundo las provincias de Judea, y fue rechazado por el pueblo y colgado en un patíbulo por blasfemo y sedicioso. Predica en las sinagogas, pero los hebreos se tapan los oídos, gritan furiosos y se conjuran para asesinarle; predica a los gentiles en las plazas y en los anfiteatros, y mientras unos se hacen sus discípulos, otros se amotinan, le apedrean y le maldicen. Camina como un huracán de Oriente a Occidente, incendiando el aire con las llamaradas de su voz; va y viene: se aleja y súbitamente reaparece cuando nadie le espera. Se le expulsa de todas las ciudades, y a todas llega de nuevo con mayor intrepidez. La persecución le exalta, la contradicción renueva su energía y su fe en el triunfo.

En esta segunda misión, su mirada escruta los más lejanos horizontes. Ya ha evangelizado la región de Galacia; está enfermo, la fiebre le consume, pero el celo le devora. Se interna por caminos nuevos, atraviesa el Halis, deja atrás la ciudad de Alcira y camina en dirección a las llanuras inmensas del Ponto. Detrás de él está el mundo romano; delante, las regiones del Éufrates, cuna de antiguos imperios. El brillo lejano de Nínive y Babilonia parece deslumbrarle un momento; pero su genio práctico reacciona; guiado siempre por el Espíritu, vuelve a saludar a los gálatas, y siguiendo hacia Occidente a través de la Frigia y la Misia, entra en el valle de Escamandro y deja a su derecha las pendientes hirsutas del Ida majestuoso. Ha llegado a Troade, la tierra clásica llena de ritmos homéricos. Allí, el mar le alucina; pero no se decide a dar el salto. Su ruta no obedece a un plan riguroso: unas veces va donde le lleva el camino; otras, donde ve una posibilidad de éxito, atento siempre a las inspiraciones del guía invisible que le acompaña. Ahora el guía habla con toda claridad: durante el sueño se le aparece un hombre de cuya espalda cuelga una clámide y cuya cabeza cubre un sombrero de amplias alas. Es un macedonio, que le dice: «Ven a mi tierra; ayúdame. Y a los pocos días se embarcó para Filipos.

Una mujer llamada Lidia, que traficaba en púrpura, fue allí el primer creyente; su casa, el primer refugio del cristianismo occidental, y aquella colonia de veteranos de Roma, el primer suelo europeo que Pablo enrojeció con su sangre. Irritado por el éxito de su predicación, el pueblo se arrojó un día sobre él y le arrastró ante el tribunal de los duunviros, gritando: «Este judío alborota la ciudad y propaga costumbres que no podemos aceptar los romanos.» Pablo y sus compañeros sufrieron el tormento de los azotes y fueron arrojados en un calabozo, en compañía de las arañas, los ratones y las sabandijas. Una alegría incontenible llenaba sus almas. El carcelero les oyó cantar, vio una luz que inundaba la prisión, sintió el ruido de las cadenas que caían rotas; creyó, fue bautizado y trajo de comer a sus presos. Y todos juntos partieron el pan del amor. El pobre hombre se presentó al día siguiente, rebosando de gozo, para transmitir la orden de sus jefes: «Salid y marchad en paz.» Pero, en medio del dolor, Pablo conservaba su buen humor para reírse bondadosamente de los magistrados: «Di a esas gentes—contestó—si es que se puede tratar así y despellejar a unos ciudadanos romanos.» Estas palabras sembraron el terror; los pretores llegaron temblorosos pidiendo perdón, y ellos mismos desataron las cadenas de los cautivos.

De Filipos, siguiendo la vía Egnacia, hasta Tesalónica, capital de la región, punto de confluencia de ideas religiosas y tráfico mercantil, el celo del apóstol debió de inflamarse en presencia del Olimpo, coronado de nubes y nieve, que debieron parecerle como la mortaja de los dioses condenados a morir. En medio de una ciudad de comerciantes y cortesanas, consagrada al culto de Afrodita, predicar la continencia y el desprecio del oro parecía una locura; pero Pablo hizo prosélitos, y pronto tuvo una Iglesia floreciente. Como siempre, los hebreos se irritan, soliviantan al pueblo contra él, atentan contra su vida; y el misionero, verdadero judío errante del apostolado, vióse obligado a huir. «Los que le guiaban—dice San Lucas enigmáticamente—le llevaron hasta Atenas.» Se diría que Pablo llegaba a aquel foco de la civilización antigua sin entusiasmo, contra su voluntad. No era un helenizante; en vez de admiración y placer, el suelo ático causó en él exasperación y tristeza. Él, que aborrecía, como buen fariseo, hasta la sombra de la sombra de un ídolo, no podía ver tranquilo aquel bosque de estatuas de dioses, de semidioses, de héroes y de ideas abstractas. Paseaba afligido y solitario por las plazas, los pórticos y las cercanías de los templos, leyendo distraído los títulos de los pedestales marmóreos; y un día, descendiendo hacia el puerto, advirtió en una ara votiva esta inscripción: «Al dios desconocido.» Fue un descubrimiento que, sin reconciliarle con Atenas, le trajo como la solución de un conflicto ideológico.

Al llegar el primer sábado, habló en la sinagoga; pero diariamente se mezclaba en el ágora a los grupos de gramáticos, retores y filósofos, aprovechando cualquier coyuntura para exponer su evangelio. Sus palabras empezaron a despertar la curiosidad de aquellos espíritus, que, como en tiempo de Demóstenes, se despertaban cada día preguntando: «¿Qué hay de nuevo?» Grupos de ociosos empezaron a rodearle medio burlones; unos le abandonaban alzando los hombros, pero otros llegaban a ocupar su puesto, preguntando: «¿Qué quiere este gorrión?» Y los primeros respondían: «Es un importador de divinidades extranjeras.» Otros, más serios, deseando conocer mejor su doctrina, le invitaron a exponerla en una conferencia pública; y sin darle tiempo a reflexionar, le cogieron y le llevaron a la colina de Ares, en la parte occidental de la Acrópolis. Contento de poder atacar al politeísmo en la ciudadela de la mitología, Pablo empieza a hablar. San Lucas nos ha conservado aquel discurso memorable, modelo de habilidad, de agudeza dialéctica y de nobleza de pensamiento. Partiendo de aquel dios desconocido que adoran los atenienses, el orador llega a la revelación del Dios que ha creado todas las cosas, que nos ha hecho a nosotros mismos, «pues somos de su raza»; que nos ha redimido, y que un día resucitará nuestra carne. Al hablar de la resurrección de los muertos, su voz fue interrumpida por gritos, murmullos y carcajadas. Un gran número de los oyentes desfilaron; otros, más corteses, se acercaron al orador y le dijeron: «Por hoy, basta; otra vez nos hablarás de estas cosas.» Sin embargo, algunos creyeron, entre ellos un asesor del Areópago, llamado Dionisio, y una mujer que llevaba el nombre de Dámaris.

Al salir de Atenas, Pablo debía de pensar con tristeza que había trabajado con poco fruto. Su discurso, no obstante, señalaba un momento culminante de la expansión del cristianismo: después de aquel reto lanzado a la Palas Atenea de Fidias y Platón, era evidente que la sabiduría antigua no podía dar al mundo lo que le había prometido, que la razón debía ser iluminada por la fe. En medio de todo, podía estar satisfecho. Infatigable en su esperanza, caminaba hacia una nueva conquista. Iba hacia Corinto, donde reinaba Cipris, servida por un colegio de mil sacerdotisas; pero tal vez se consolaba pensando que los demonios de la carne ofrecerían menos resistencia que el orgullo de los sabios.

Efectivamente, encontró una masa cosmopolita propicia a la levadura evangélica. Todo le prometía una estancia larga y fructuosa en la gran ciudad del estrecho; y así, buscó el medio de ganarse la vida. Un fabricante de tiendas le tomó a su servicio; y pronto el nuevo trabajador tuvo tal ascendiente en la casa, «que se apoderó de todas sus almas, no por los discursos persuasivos de la sabiduría, sino por la manifestación del espíritu y del poder». A todos los dones sobrenaturales se juntaba en él una caridad cortante como el cuchillo, dulce como el aceite, que suaviza las heridas. Cada sábado disputaba en la sinagoga, hasta que un día, cansado por las blasfemias y las injurias de sus enemigos; sacudió el polvo de su manto y salió diciendo: «Que vuestra sangre caiga sobre vuestra cabeza; yo estoy sin mancha; ahora me dirigiré a los gentiles.» El jefe de la comunidad hebrea y muchos otros se fueron con él. Su palabra tuvo una eficacia prodigiosa. Durante un año y seis meses no cesó de bautizar, de predicar y de discutir; y ya tenía una Iglesia numerosa, cuando estalló el odio de los judíos. No atreviéndose a dar muerte al innovador, le arrastraron ante los tribunales romanos. Gallón, procónsul entonces de Acaia, digno hermano de Séneca, que alaba su carácter bondadoso, comprendió que se trataba de un asunto de doctrina, y haciendo un signo a los lictores, ordenó que arrojasen de su presencia a los acusadores y al acusado.

Este suceso aceleró la marcha del apóstol. Tenía verdaderas ansias de visitar las iglesias de Palestina, en las cuales habían intrigado sin descanso los judaizantes durante los tres años de la segunda misión (52-55). Para hacer irrevocable su vuelta a Jerusalén, había pronunciado el voto del nazirato, que le obligaba a abstenerse de vino durante treinta días, a rasurarse la cabeza y a realizar ciertos ritos en el templo. Así terminó aquella marcha, llena de peripecias emocionantes, a través de medio mundo.

La figura del apóstol se nos presenta con un relieve tan prodigioso a través de aquellas correrías, que ningún pincel podrá abarcarla nunca en toda su espléndida complejidad. El mundo no verá jamás otro hombre como Pablo, dijo San Juan Crisóstomo, el más ilustre de sus comentaristas. Su misma fisonomía condensa tan múltiples caracteres, que ninguna imagen plástica logrará reproducirla completa. Era feo y pequeño. La medalla del siglo II, en que aparece frente a la cara redonda de San Pedro, le representa calvo, el rostro arrugado, la nariz aplastada, huidiza la frente, y en lo más alto los ojos. Pero allí no se descubre nada de la tensión de su fuerza incontrastable, ni de su llamarada mística, ni de aquel ademán que subyugaba a los hombres de una manera fulminante. Voluntad magnética, tenía el don de reaccionar enérgicamente contra todas las contradicciones. Su mirada y su gesto eran los del hombre de mundo, y el acento de su voz hacía posible lo imposible. Convencía porque enseñaba por el ejemplo. Le bastaba descubrir los callos de sus manos y las cicatrices de su cuerpo para probar que ni el hambre, ni las varas, ni los caminos, ni los naufragios, pueden detener al que Dios guía. Nada puede compararse a la sutileza y claridad de su inteligencia. Con la lámpara de la fe en la mano, descubre en las conciencias misterios que ni los más grandes filósofos habían llegado a adivinar. Es un psicólogo sutilísimo, un dialéctico formidable, un estilista único. Sin embargo, ni razona, ni analiza, ni escribe por puro placer, sino sólo por iluminar las almas, por transformarlas, por lanzarlas a Dios. Tenía una gran cultura, capaz de deslumbrar a los hombres más cultos, como nos lo prueba la burla del procónsul Festo: «Has leído mucho, Pablo, y eso te ha vuelto los sesos agua.» Sin embargo, desprecia la ciencia rabínica, las disciplinas de los retóricos y las disputas profanas de los sabios. Discurre de una manera violenta, rápida, intuitiva; dramatiza sus argumentos, los deja sin completar, arrastrado por el torbellino de las ideas, y lo mismo sus premisas que sus conclusiones, se nos presentan tumultuosamente y de improviso. Poco importan los saltos ideológicos, las transiciones oscuras, las salidas inesperadas; si seguimos investigando bajo la oscuridad aparente, que en realidad es profundidad, encontraremos luminosidad radiosa, y el escritor acabará subyugándonos con su vehemencia huracanada, por su límpida amplitud, por su lirismo.

La frase de San Pablo es su misma palabra vibrante y nerviosa, con la nerviosidad apasionada de un hombre que, en virtud de los principios de la razón, ha logrado el dominio perfecto de sus ímpetus terribles; de un hombre que, a diferencia de San Pedro, más que un temperamento impulsivo, tiene una violencia razonada y dogmática. Al leerle nos parece escuchar sus disputas en las sinagogas. Hasta se diría que se resiste a escribir, aunque en realidad no escribe; él dicta y Timoteo recoge sus argumentos. No puede estar en todas partes; y esto le obliga a extender la palabra muerta sobre la hoja muerta del pergamino. Pero las Iglesias reclaman soluciones urgentes: aquí un cisma, allí una persecución, más allá un escándalo, o un ataque de la herejía, o el terror de la parusía cercana. Y llega la carta con la solución neta, firme, definitiva; y con la solución, aquellos consejos prácticos que condensan toda la moral cristiana y aquella teología inmensa que ningún comentario ha podido agotar todavía; aquella doctrina, siempre profunda y precisa, nunca hipotética o vacilante, que nos lleva de misterio en misterio, «de claridad en claridad, como reflejando en un espejo la gloria del Señor», desde las lejanías de la predestinación hasta las magnificencias del reino celeste; desde el abismo de la caída a las sublimidades de la redención, de la comunión de los santos, de la humillación del Verbo y de la acción misteriosa del Paráclito en las almas. Y ¿quién ha cantado como Pablo la caridad? ¿No basta aquel himno de la primera epístola a los corintios para consagrarle como poeta soberano? «Siempre que oigo esa trompeta espiritual—exclama el Crisóstomo—, me estremezco de júbilo, me inflamo, y hierve mi pecho en un deseo celeste; me parece oír una voz amiga, ver un rostro inolvidable, escuchar al mismo Pablo exponiendo el reino de Cristo. Todo lo que sé, si sé alguna cosa, se lo debo a la agudeza y bondad de este ingenio, porque he de confesar que no tengo valor para apartarme de su lectura.»

Por un momento, el hombre cuyo destino parece ser caminar siempre, nos da la impresión de haber encontrado una residencia fija. Sin embargo, no descansa. Está en Éfeso trabajando y enseñando. Ha empezado su tercera misión (55-59). La gran metrópoli asiática, nudo de todas las rutas orientales y occidentales, es un punto estratégico para arrojar la semilla evangélica. Según su método, empieza en la sinagoga; pero a los tres meses tiene que romper con los judíos. Entonces alquila por dos horas, de once a una, el gimnasio de un profesor de filosofía, y allí instruye a sus discípulos. El resto del día zurce y teje para ganarse el pan, y por la noche va de casa en casa, animando a los fieles, convenciendo a los paganos y exhortando «con lágrimas a los judíos a la penitencia». «Una puerta grande y poderosa se abría delante de él—según su propia expresión—; pero los enemigos son muchos», añadía con tristeza. Y más tarde podría decir: «Al combatir en Éfeso con las bestias feroces, ¿qué fruto he sacado, si los muertos no resucitan?» Los magos y encantándoles empezaron a envidiar sus poderes sobrenaturales, muy estimados en aquella ciudad famosa por sus libros de encantamientos, por sus prácticas mágicas y por su afición a los misterios de la brujería. A la envidia se juntó el interés. Los orfebres advirtieron que no vendían tantos objetos religiosos como antes. Había disminuido, sobre todo, la venta de imágenes de Artemis, que era la patrona de la ciudad. Un demagogo se propuso explotar esta circunstancia para arruinar al predicador judío, y estuvo a punto de conseguir su objeto. Excitado por sus palabras, el pueblo se amotinó contra el apóstol, y se dirigió hacia el anfiteatro, gritando furioso: «Grande es la Artemis de los efesios.» Exaltado por el peligro, Pablo quiso lanzarse en medio del tumulto, pero los hermanos le disuadieron y le sacaron de la ciudad. Sus huéspedes estuvieron a punto de perecer; todo eran odios, persecuciones y emboscadas contra el hombre que era todo una brasa incandescente y palpitante de amor. Esta prueba le dejó completamente abatido. «Me encuentro abrumado —exclamaba—, hasta el punto de no saber cómo vivir.» Una fatiga mortal había agotado las energías de su cuerpo: «El hombre exterior, en mí, se desmorona.» El interior, sin embargo, se renovaba constantemente: «Cuando estoy débil, entonces soy más poderoso.» Y añadía magníficamente: «A fin de que no pongamos la confianza en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos.»

Nuevamente aparece en la Hélade, visita las iglesias antes fundadas, funda otras nuevas, y por primera vez llega hasta el mar Adriático. «Mi campo de acción—dice a los romanos—se extiende en todos los sentidos, desde Jerusalén hasta la Iliria.» Pero ahora piensa en Roma, en los confines del Imperio, en Finisterre. «Aquí ya no hay sitio para mí. Hace muchos años que deseo veros. Si voy a España, espero, de paso, veros; y después de haberme saciado en cierto modo de vosotros, vosotros me pondréis en el camino de aquella tierra.» ¡Si voy a España! ¡Porque iré a España! La amplitud de su ambición no tiene otros límites que los del mundo; tiene impaciencias divinas por ver el nombre de Cristo pregonado y adorado hasta en las extremidades de la tierra. Pero antes va a despedirse de Jerusalén. Es un viaje lleno de tristes presentimientos y de incidentes dolorosos. Hay que ir de la tierra al mar y del mar a la tierra, porque los sicarios y los piratas espían los caminos. En Mileto, aquella escena desgarradora y aquella despedida emocionante, en que el peregrino infatigable llora porque ya no va a ver el rostro de los que ama. «Sé que me aguardan las cadenas, pero lo único que me importa es terminar alegremente mi carrera.. Vosotros sois testigos de que estoy limpio de la sangre de todos... Jamás he dado un paso atrás, tratándose de anunciar la voluntad de Dios... No he deseado ni plata, ni oro, ni manto de nadie.... Os he enseñado a recordar las palabras del Salvador Jesús: «Más dicha es dar que recibir.» Cuando los discípulos se cubren la cara, porque no se vean sus lágrimas. Pablo les interpela diciendo: «¿Por qué lloráis? ¿Por qué me rompéis el corazón? Sabed que estoy dispuesto no sólo a ser encadenado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.»

Y sucedió que durante las fiestas de Pentecostés del año 59, paseando Pablo por las cercanías del Templo con un hermano procedente de la gentilidad, estalló de repente este grito terrible: «Miradle, ha metido a los griegos en el Templo.» «Sí—replicaban otros—, ha manchado el lugar santo; es el hombre que va por el mundo enseñando contra la Ley y contra el Templo.» Pablo protestaba de su inocencia, pero nadie le hacía caso; una turba feroz caía sobre el, empujándole, golpeándole, apaleándole. Parecía haber llegado el último momento de su vida; de repente, sonaron los clarines guerreros; al primer ruido del pueblo amotinado, una cohorte había salido de la torre Antonia, y el tribuno aparecía, con la espada levantada, abriéndose paso entre el populacho: «Dejad ese hombre; es nuestro», gritó imperiosamente; y los legionarios le arrancaron del furor judaico. En este momento, Pablo, arrebatado por una idea sublime, dijo al tribuno: «Voy a pedirte una cosa, y es que me permitas hablar a este pueblo.» «Habla», respondió secamente el guerrero. Y Pablo se volvió hacia la multitud de judíos de la ciudad y de la diáspora, de prosélitos y de paganos, de curiosos y de fanáticos, que gritaban todavía, blandiendo los puños y los bastones. Al primer gesto de aquel hombre sudoroso, polvoriento, desgreñado y destrozado, siguió un silencio mezclado de estupor; y, una vez más, en presencia del Templo de Salomón, como antes delante del Partenón, expuso en un lenguaje magnifico la doctrina fundamental de su Evangelio, dirigido a los judíos y a los gentiles. Al oír esta palabra, los gentiles, los goim odiosos e inmundos, los ladridos se renovaron; piedras, basuras y salivazos caían sobre el orador; tal era el delirio de la multitud, que el tribuno se apresuró a meter al prisionero en la torre.

Después, el viaje de Jerusalén a Cesarea entre numerosa escolta; allí, dos años de prisión, mientras se sustanciaba el proceso del sanedrín contra el apóstol (60-62); la apelación de San Pablo al césar; el viaje terrible a través del Mediterráneo y el naufragio memorable que San Lucas nos ha pintado con un dramatismo emocionante. Al pasar junto a las costas de Creta, un viento africano asalta violentamente el navío. Pablo previene el peligro, pero el capitán sonríe escéptico, alzando las espaldas, y da la orden de avanzar. Súbitamente, las montañas de la isla arrojan sobre las aguas un espantoso huracán. «¡El euroáquilo!», gritan los marinos, aterrados. Hubo que arriar velas y dejar la nave a merced de la noche y de la tempestad. El mar rugía, y las olas tocaban las nubes, como si las agitase una horda de demonios. Los días pasaban, y el sol se obstinaba en ocultarse. Una mañana, cuando todos se juzgaban perdidos, Pablo, siempre en el puente, hizo renacer la esperanza. «Hombres—dijo—, debierais haberme escuchado antes; pero confiad todavía: se perderá el barco, pero ninguno de nosotros perecerá. Os lo digo en el nombre del Dios a quien sirvo.» Al día siguiente se oyó el ruido del áncora, que arañaba el fondo. Se acercaban a tierra. Temblaron pensando que podían encontrar un arrecife; lanzaron cuatro áncoras para evitar el peligro, y cayeron en otro peligro mayor; el agua llenaba el barco. Los marinos piensan en la fuga, y en aquel momento Pablo salva la situación. Es el jefe, el místico y el hombre de acción. Camina entre los hombres extenuados, detiene a los fugitivos, organiza el salvamento, y pensando que, ante todo, conviene reparar las fuerzas, toma el pan, lo bendice y lo reparte. Luego ordena: «Que los que saben nadar se lancen al agua; que los demás salten a las lanchas.» La quilla había chocado en un banco de arena; pero el pasaje había llegado a las playas de Malta. Allí, la hoguera, la picadura de la víbora, el pasmo de los isleños: «Muy desalmado debe de ser este hombre...» Y al ver que continuaba sereno: «No, no; es un Dios.» Y, finalmente, la llegada a Roma después de muchos meses de peligros y aventuras.

En Roma, las cosas van también despacio; se aguarda a que los judíos de Jerusalén presenten sus quejas; pero los enviados del sanedrín no llegan nunca. Otros dos años de cautiverio (62-64). Pero el apóstol sigue predicando y dirigiendo. Su voz poderosa no se calló ni un solo día durante aquellos largos años de prisión. La finura de su trato, su poder de persuasión, le atraen toda suerte de consideraciones. Durante toda su vida había logrado convertir la cárcel en una cátedra. Ahora su detención es una simple custodia militar: lleva una cadena; un soldado, atado a él constantemente, vigila noche y día sus movimientos; pero puede alojarse a su gusto, puede caminar por la ciudad, puede visitar a sus hermanos. Y está contento de padecer por Cristo. «Todo esto—dice, escribiendo a los filipenses—me llena de alegría, porque sirve para la propagación del Evangelio; mis cadenas son conocidas en el pretorio, en la casa del cesar, y en otras muchas partes, y, a causa de ellas, veo que los hermanos tienen más confianza en Cristo y más valor para decir la palabra.» Pablo predica, escribe, dirige las Iglesias lejanas y piensa en todos los cristianos de Oriente y Occidente. «Ojo a los perros, ojo a los malos obreros, ojo a los circuncidados», clama, pensando en sus enemigos de siempre. Con más insistencia que nunca, expone ahora en sus cartas el misterio esencial de la unión de Cristo y su Iglesia. Estas cartas de la cautividad son las que mejor nos descubren la inmensidad de su amor.

Pablo era un místico, el más grande de los místicos, y el maestro de todos. Por temperamento, puede contársele entre los mayores apasionados que han removido la tierra. Pero desde que su corazón había sido dilatado, iluminado por el Espíritu, su vida se inflama con la fulguración del relámpago y la ingravidez de la estrella. Ahora tiene impaciencias formidables por llegar a la unión definitiva, «por verse libre de su cuerpo de muerte». «Morir es mi ganancia», dice con aire triunfal; pero una lucha sublime se entabla en su interior. «Deseo disolverme y estar con Cristo, porque esto es lo mejor; pero es preciso permanecer en la carne, a causa de vosotros.»

Poco después de escritas estas palabras, en la primavera del año 64, el tribunal de Nerón ponía en libertad al prisionero. A los pocos meses estallaba el incendio de Roma, y tras él la primera persecución. Los discípulos de Pablo cantaban en las cruces y las hogueras; pero él, caballero andante de la verdad, realizaba su largo deseo de evangelizar los pueblos ibéricos, «tocaba el extremo del Occidente», volvía a las regiones orientales, visitaba las iglesias de Acaia y Macedonia, iba a buscar su manto en Troos y, desafiando a los tiranos, «se metía en la boca del león». Esta vez llegaba a Roma para morir, para descansar. Bien lo merecía el que, resumiendo sólo la mitad de su carrera, había podido decir: «Cinco veces he recibido de los judíos cuarenta latigazos menos uno; tres veces he sido azotado con varas; tres veces he naufragado; una vez me han apedreado, y he pasado una noche y un día en el profundo del mar. Y mi rodar por los caminos: peligros de los ríos, peligros de los ladrones, peligros por parte de mis compatriotas, peligros de los gentiles, peligros en las ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros de los falsos hermanos; en el cansancio y en la tristeza; en el hambre y en la sed; en la desnudez y el frío; y sin contar cosas exteriores, mi preocupación cotidiana, la solicitud de todas las Iglesias.»

Lecturas


Escuchad la palabra que el Señor ha pronunciado contra vosotros, hijos de Israel, contra toda tribu que saqué de Egipto:
«Solo a vosotros he escogido, de entre todas las tribus de la tierra. Por eso os pediré cuentas de todas vuestras transgresiones».
¿Acaso dos caminan juntos sin haberse puesto de acuerdo?
¿Acaso ruge el león en la foresta sino tiene una presa?
¿Deja el cachorro oír su voz desde el cubil si no ha apresado nada?
¿Acaso cae el pájaro en la red, a tierra, si no hay un lazo?
¿Salta la trampa del suelo si no tiene una presa?
¿Se toca el cuerno en una ciudad sin que ese estremezca la gente?
¿Sucede una desgracia en una ciudad sin que el Señor la haya causado?
Ciertamente, nada hace el Señor Dios sin haber revelado su designio a sus servidores los profetas.
Ha rugido el león, ¿quién no temerá?
El Señor, Dios ha hablado ¿quién no profetizará?
Os transformé como Dios transformó a Sodoma y Gomorra y quedasteis como tizón sacado del incendio.
Pero no os convertisteis a mí - oráculo del Señor -. Por eso, así voy a tratarte, Israel. Sí, así voy a tratarte: prepárate al encuentro con tu Dios.

En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron.
En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía.
Se acercaron y lo despertaron gritándole:
-«¡Señor, sálvanos, que perecemos!».
Él les dijo:
-«¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?».
Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados:
-«¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar lo obedecen?».

Palabra del Señor.

San Irineo de Lyon

Irineo significa: amigo de la paz. (Irene - paz).

San Irineo es considerado como uno de los padres de la Iglesia, porque en la antigüedad con su sabiduría y sus escritos libró a la cristiandad de las dañosísimas enseñanzas de los Gnósticos, y supo detener a esta secta que amenazaba con hacer mucho mal.

En una hermosa carta San Irineo le dice a un amigo suyo que se pasó a los gnósticos: "Te recuerdo que siendo yo un niño, allá en Asia Menor me eduqué junto al gran obispo Policarpo. Y también tú aprendiste con él, antes de pasarte a la perniciosa secta. ¡Con qué cariño recuerdo las enseñanzas de este gran sabio Policarpo! Podría señalar todavía el sitio donde se colocaba para enseñar, y su modo de andar y de accionar, y los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a la muchedumbre. Podría todavía repetir (aunque han pasado tantos años) las palabras con las cuales nos contaba como él había tratado con Juan el Evangelista y con otros que conocieron personalmente a Nuestro Señor. Y como el apóstol Juan les repetía las mismas palabras que el Redentor dijo a ellos y les contaba los hechos maravillosos que ellos presenciaron cuando vivieron junto al Hijo de Dios. Todo esto lo repetía muchas veces Policarpo y lo que él enseñaba estaba totalmente de acuerdo con las Sagradas Escrituras. Yo oía todo aquello con inmensa emoción y se me quedaba grabado en el corazón y en la memoria. Y lo pienso y lo medito, y lo recuerdo, con la gracia de Dios cada día".

Y después de anotar tan hermosos recuerdos de su niñez le dice al gnóstico: "en la presencia del Señor Dios, te puedo asegurar que aquel santo anciano Policarpo, si oyera las herejías gnósticas que tú enseñas, se taparía los oídos y exclamaría: '¡Oh Dios: que cosas tan horribles me ha tocado escuchar en mi vida! ¡A que excesos de error se ha llegado en estos tiempos! ¿Por qué tengo que escuchar semejantes errores?', y saldría huyendo de aquél lugar donde se escuchan tus dañosas enseñanzas".

San Irineo nació en el Asia Menor hacia el año 125 y como lo dice en su carta, tuvo el privilegio de ser educado por San Policarpo, un santo que fue discípulo del evangelista San Juan. Después se fue a vivir a Lyon que era la ciudad más comercial y populosa de Francia en ese tiempo.

Era el sacerdote más sabio de Lyon y por ello los católicos de esta ciudad lo enviaron a Roma como jefe de una embajada que tenía como oficio obtener que el Sumo Pontífice concediera su perdón a un grupo de cristianos que antes habían sido infieles pero que ahora querían otra vez ser fieles a la Santa Religión.

Y sucedió que mientras él estaba en Roma estalló en Lyon la terrible persecución en la cual murieron el obispo San Potino y un inmenso número de mártires. Irineo hubiera sido también martirizado si se hubiera encontrado en esos días en Lyon. Pero cuando regresó ya se había calmado la persecución. Dios lo tenía destinado para defender con sus escritos la Santa Religión.

A su regreso a Lyon fue proclamado por el pueblo como sucesor del obispo San Potino, y se dedicó con todo su entusiasmo a enfervorizar a sus cristianos y a defenderlos de los errores de los herejes.

En su tiempo se difundió mucho una de las herejías que más daño han hecho a la religión Católica y que aún existe en muchas partes. La secta de los gnósticos. Estos enseñan un sinfín de errores y no se basan en las Sagradas Escrituras sino en doctrinas raras e inventadas por los hombres. Creen en la reencarnación y se imaginan que con la sola mente humana se logran conseguir todas las soluciones a todos los problemas, sin la necesidad de la fe y de la revelación.

San Irineo que era un gran estudioso, se propuso analizar bien detenidamente todos los errores de los gnósticos y publicó cinco libros en los cuales los fue desenmascarando y les fue quitando su piel de oveja para que parecieran los lobos que eran. Él no atacaba con amargura, pero iba presentando lo absurdas que son las enseñanzas de los gnósticos. Se preocupaba más por convertir que por confundir y por eso era muy moderado y muy suave en sus ataques al enemigo. Pero de vez en cuando se le escapan algunas saetas como estas: "Con un poquito de ciencias raras que aprenden, los gnósticos ya se imaginan que bajaron directamente del cielo; se pavonean como gallos orgullosos y parece que estuvieran andando de gancho con los ángeles".

Los libros de Irineo contra los gnósticos fueron traducidos a los idiomas más extendidos de ese entonces y se divulgaron por todas las iglesias y con ellos se logró detener la peligrosa secta y librar a la religión de errores sumamente dañinos.

14 años después de su primera embajada fue enviado otra vez Irineo a Roma a pedir al Papa que quitara la excomunión a algunos cristianos que no habían querido obedecer las leyes de la Iglesia en cuanto a las fechas para la Semana Santa y Pascua. Y obtuvo el perdón del Sumo Pontífice. Por lo cual la gente decía que estaba haciendo honor a su nombre que significa: "Amigo de la paz".

No se sabe a ciencia cierta si Irineo murió mártir o murió de muerte natural. Pero lo que sí es cierto es que sus escritos han sido siempre de gran provecho espiritual para los cristianos.

Quiera Dios, por intercesión de este santo, enviar siempre a su Iglesia Católica, escritores que defiendan la religión y animen a todos a ser mejores seguidores de Jesucristo.

Los que enseñen a otros la santidad brillaran como estrellas por toda la eternidad. (Profeta Daniel 12, 3)

Lecturas


Esto dice el Señor:
«Por tres crímenes de Israel, y por cuarto no revocaré mi sentencia: por haber vendido al inocente por dinero y al necesitado por un par de sandalias; pisoteando en el polvo de la tierra la cabeza de los pobres, tuercen el proceso de los débiles; porque padre e hijo se llegan juntos a una misma muchacha, profanando así mi santo nombre; sobre ropas tomadas en prenda se echan junto a cualquier altar, beben en el templo de su Dios el vino de las multas.
Yo había exterminado a los amorreos delante de Israel, altos como cedros, fuertes como encinas; destruí su fruto por arriba, sus raíces por abajo.
Yo os había sacado de Egipto y conducido por el desierto cuarenta años hasta ocupar la tierra del amorreo.
Pues bien yo hundiré el suelo bajo vosotros como lo hunde una carreta cargada de gavillas.
El más veloz no podrá huir, ni el más fuerte valerse de su fuerza, ni el guerrero salvar su propia vida.
El arquero no resistirá, ni el de pies ligeros podrá salvarse, ni el jinete salvará su vida.
El más intrépido entre los guerreros huirá desnudo aquel día.» - oráculo del Señor -.

En aquel tiempo, viendo Jesús que lo rodeaba mucha gente, dio orden de cruzar a la otra orilla. 
Se le acercó un escriba y le dijo:
-«Maestro, te seguiré adonde vayas»
Jesús le respondió:
-«Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
Otro, que era de los discípulos, le dijo:
-«Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre».
Jesús le replicó:
-«Tú, sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos».

Palabra del Señor.

San Cirilo de Alejandría

Una juventud oscura: revolver los libros de los Padrea, de Atanasio sobre todo; estudiar la elocuencia en los autores de la antigüedad clásica; recorrer los eremitorios de Scete y la Tebaida, recogiendo la experiencia espiritual de los grandes eremitas; recibir a las gentes en el patriarcado; aconsejar, contener y sufrir los arrebatos del patriarca. El patriarca era su tío Teófilo, enemigo perpetuo de la paz, juguete de la ambición, perseguidor de los santos, personaje violento, cuyas manos se manchan hoy con el oro, mañana con la sangre. En 412, el sobrino le sucede en la más alta dignidad de la Iglesia en Oriente. El odio que el tío había acumulado se derrama ahora sobre él en infames calumnias: un día, Hipatia, la ilustre discípula de Platón, ornamento de Alejandría por su ciencia y su hermosura, aparece muerta cerca del Museo. ¿Por qué no va a ser Cirilo el que ha puesto el puñal en la mano del asesino? Es sólo una insinuación venenosa de la perfidia.

Hombre de lucha, Cirilo tuvo siempre enemigos; pero podía mirarlos con la cara serena, como quien no tenía sombras en su conducta. Vida irreprochable, temperamento inclinado al rigor, temple de hierro, espíritu autoritario, esclavo de la ley de la tradición: he aquí los grandes rasgos de aquel gran carácter. Sabe reconocer la inocencia y la justicia: un día había asistido a aquel bochornoso conciliábulo de la encina, donde su tío depuso a San Juan Crisóstomo; no obstante, ahora reconoce su falta, e incluye el nombre del Crisóstomo en los dípticos de la iglesia alejandrina. Es tal vez vehemente y apasionado con exceso; puede habérsele pegado algo de los métodos expeditivos de Teófilo, y así, el principio de su gobierno es inquieto y accidentado: persecuciones de herejes, confiscaciones, expulsión de judíos, desavenencias con los lugartenientes del emperador. Cada año, como antes había hecho San Atanasio, Cirilo envía a los pueblos de Egipto una homilía pascual, donde se ven cada vez más vigorosos los rasgos de su fisonomía literaria: rigidez de espíritu, tradicionalismo doctrinal, pureza de enseñanza, erudición patrística, fuerza de estilo y agudeza dialéctica.

Es el hombre llamado a convertirse en campeón del dogma, y aquí se encuentra su gloria sólida y pura, a falta de una simpatía que no podía despertar la gravedad imperiosa de su espíritu. La Providencia ha ido formando su instrumento y preparándole para la gran obra de la Iglesia. Cirilo va a intervenir de una manera decisiva en la marcha de los anales eclesiásticos y del dogma cristiano, dando pruebas extraordinarias del poder victorioso de su razón y de la firmeza invencible de su alma.

En 429 estalla estrepitosamente el problema nestoriano. Tal vez no ha habido ningún otro, en el campo de la Teología, que tan profundamente haya sacudido las masas populares. En la corte, en los círculos aristocráticos, en los pórticos de las plazas, en los claustros de los monasterios, todos tenían los ojos fijos en los luchadores; a pesar de las sutilezas teológicas que la disputa envolvía, el pueblo, guiado por el certero instinto de la fe, seguía emocionado los varios incidentes de la contienda. Como en tiempo de las polémicas arrianas, una simple palabra era la voz de combate: Theotókos, que, traducida a nuestra lengua, significa «Madre de Dios». Un sacerdote de Constantínopla defendió un día desde el púlpito que esa expresión envolvía un absurdo teológico. El pueblo protestó indignado y sofocó la voz del orador; pero éste fue defendido por Nestorio, patriarca de la ciudad imperial. Lejos de apaciguar los espíritus, la intervención del patriarca no hizo más que extender el incendio. En los desiertos egipcios, las colmenas monásticas hervían con una inquietud amenazadora. El gran mundo y la corte, con el emperador a la cabeza, se declararon a favor de su patriarca; pero el pueblo estaba contra él. Augurábase una tempestad religiosa como la que había alborotado el Imperio durante todo el siglo IV. El primer grito de alarma salió de Alejandría, y fue San Cirilo quien lo lanzó. Imposible comprender lo que se ha llamado la tragedia del heresiarca constantinopolitano, sin tener en cuenta lo que representaban Cirilo y Nestorio, Alejandría y Antioquía, Egipto y Constantinopla. Egipto estaba irritado contra la capital del Imperio, porque acababa de arrebatar a su patriarca la primacía de honor en el Oriente; Constantinopla tenía que vengar los atropellos inferidos unos lustros antes a su patriarca San Juan Crisóstomo por Teófilo de Alejandría. Por cada lado había resquemores de injurias, y a estos motivos de división vino a unirse la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y Alejandría.

Las divergencias en la exégesis escriturística, que caracterizaban ya en tiempo de Orígenes a los maestros de estas escuelas, habían engendrado tendencias opuestas en materia cristológica. Los alejandrinos, influidos por Platón, consideraban, ante todo, la divinidad del Verbo encarnado y la unidad íntima de su Persona; los antioqueños, más aristotélicos, analizaban muy particularmente la distinción de las dos naturalezas en el Hombre-Dios, deteniéndose con fruición en el estudio de sus experiencias humanas. Cada una de estas tendencias encerraba un peligro. A fines del siglo IV, Apolinar se había extraviado por exagerar la unidad alejandrina, y la escuela de Antioquía caía en los errores contrarios por exagerar la dualidad. Uno de sus maestros, Diodoro de Tarso, combatiendo el apolinarismo, llegó a distinguir de tal manera al Hijo de Dios del Hijo de David, que, según él, el Verbo no era Hijo de María. Tras él, Teodoro de Mopsuesfa no se cansaba de repetir que es una locura pretender que Dios ha nacido de una Virgen. De Teodoro, maestro de Nestorio, puede decirse que es el primer nestoriano. El discípulo no hizo más que llevar al pulpito lo que el maestro había enseñado en las aulas, con un poco más de precisión y un poco menos de violencia. Nestorio conserva ciertas expresiones tradicionales, y hasta parece ser que reconoció sinceramente la unidad personal de Jesucristo, pero sin penetrar su verdadero alcance, y rehusando admitir las consecuencias de esa unidad en la doctrina de la Encarnación.

Representante genuino de la escuela gloriosa de Alejandría, continuador de Orígenes, en cuyas obras había visto honrada a la Virgen María con el título de Madre de Dios, discípulo de San Atanasio, por quien sabía «que Jesucristo no es un hombre sobre quien descendiera el Verbo, sino el Verbo mismo nacido con una carne, que era suya»; San Cirilo, teólogo sutilísimo, parecía el hombre destinado a precisar la doctrina de la Encarnación frente a los extravíes del patriarca de Constantinopla. Su primera intervención tuvo por objeto tranquilizar a los monjes egipcios, que empezaban a moverse en sus lauras y eremitorios. Lo hizo en una carta serena y puramente doctrinal. El nombre del heresiarca no aparecía en ella, pero Nestorio se creyó en la necesidad de refutarla públicamente. El choque era inevitable. Cirilo se dirigió directamente a Nestorio; Nestorio le contestó irónicamente que gobernase en paz su rebaño. Parecíale que su posición era inatacable. Tenía fama de austero, era un orador elocuente, un buen exegeta, y tan exaltado en la ortodoxia, que desde su elevación a la sede patriarcal no había cesado de perseguir a todas las sectas heréticas, en especial la de los apolinaristas, a quienes odiaba de corazón, como buen discípulo de Teodoro. Su misma presencia exterior hacía impresión en las gentes. Si vamos a creer a sus contemporáneos, era un hombre cumplido en perfecciones físicas: ojos grandes, majestuoso continente, tinte sonrosado, voz fuerte y sonora. Tan seguro se creía, que le pareció fácil aplastar a su rival en un concilio. No obstante, creyó prudente empezar organizando una banda de hombres pagados, que derramaron toda suerte de calumnias contra Cirilo, cumpliendo su misión con tal habilidad, que el eco de aquella campaña puede verse aún en las historias de aquel tiempo. Herido y amargado, escribía Cirilo: « No espere ese miserable que me he de dejar juzgar por él en un concilio, por muchos que sean los acusadores que compre contra mí. Si me mandaren comparecer a su presencia recusaré su tribunal, y con el favor de Dios dilucidaré las cosas de tal manera, que va a ser él quien me dará cuenta de sus blasfemias.»

Al escribir estas palabras, Cirilo pensaba en Roma. Estaba descartado el apoyo del emperador, que le había escrito una carta amenazadora, tratándole de perturbador de la paz pública. Pero, ¿acaso no había luchado Atanasio, su antecesor, contra todas las fuerzas del Imperio, sostenido por los obispos de Roma? Nestorio se le había anticipado, contando a su modo las cosas al Papa Celestino I. Decía, en resumen, que había creído prudente censurar el término Theotócos, por el abuso que de él hacían los apolinaristas; salida hipócrita que no logró despistar la buena fe de los teólogos romanos. Sin embargo, dudaban aún los espíritus, cuando llegó el informe del patriarca alejandrino, acompañado de una copiosa colección de discursos y epístolas de Nestorio. Poco tiempo después, los legados pontificios caminaban hacia el Oriente portadores de la solución: Nestorio debía retractarse públicamente, siendo Cirilo el encargado de proceder a la ejecución de la sentencia.

Se ha dicho que San Cirilo no era hombre para usar con moderación de la victoria, y que sus excesivas exigencias sólo sirvieron para envenenar la cuestión y prolongar el conflicto. Esta censura va enderezada contra el documento famoso que se conoce en la Historia con el nombre de «Anatematismos de San Cirilo». Al ver la tempestad que rugía sobre su cabeza, Nestorio publicó una declaración conciliadora, pero en último término evasiva, aceptando la expresión Theotócos, pero sólo provisionalmente, hasta que un concilio general decidiera sobre ella. No le quedaba más remedio: el pueblo le maldecía, la corte le retiraba su apoyo, sus amigos le abandonaban, y el que más podía favorecerle, Juan, obispo de Antioquía, su antiguo condiscípulo, le aconsejaba la sumisión. Se acercaba, al parecer, el desenlace del drama, cuando aparecieron los «Anatematismos», doce artículos que el patriarca de Alejandría presentaba a la aprobación de Constantinopla, bajo pena de excomunión. El asunto se complicó, y la causa de Nestorio empezó a reanimarse. Guiábale a Cirilo la mejor intención. Conociendo lo escurridizo y sutil de la mentalidad de su adversario, había querido cerrarle todas las salidas. Como Arrio, en otro tiempo, Nestorio echaba mano de todos los procedimientos para evitar el anatema. Aceptaba el término Theotócos, pero cambiando el acento, lo cual hacía que, en vez de «Madre de Dios», significase «Hijo de Dios». Otras veces, alterando sólo una letra, leía Theodocos, que significa receptáculo de Dios. Reproducíase la contienda del omousios y omoiusios, y San Cirilo hacía bien al salir al paso a todas estas sutilezas y puerilidades. Sin embargo, se extralimitó al tratar de imponer a los antioqueños la terminología de su escuela. Hoy la expresión «unión hipostática», imaginada por San Cirilo, nos parece un gran acierto teológico; pero la palabra hipóstasis significaba para los maestros de Antioquía más bien la naturaleza que la persona, y por eso no podían admitir el segundo anatematisino, según el cual la divinidad y la humanidad se habían juntado en Cristo «hipostáticamente». Del mismo modo, cuando San Cirilo hablaba de «unión física», asentaba únicamente que la unión era real y verdadera, en contraposición a moral; pero sus adversarios, inevitablemente, habían de ver allí la afirmación de una sola naturaleza. Era el error apolinarista, que habían intentado combatir. Los ánimos se agriaron, un gran número de obispos abandonó al de Alejandría, y los secuaces de Nestorio volvieron a agruparse en torno suyo.

Como único recurso quedaba el concilio general. Le había pedido Nestorio, y Cirilo le aceptó de buena gana. El Papa nombró sus legados y el emperador le convocó para el mes de junio del año 431, en la ciudad de Éfeso. Los dos protagonistas fueron los primeros en acudir, llevando cada uno más de un centenar de obispos. Faltaba el patriarca de Antioquía, con los sirios, sus diocesanos. El 6 de junio recibió Cirilo una carta en la que Juan le pedía algunos días de espera, excusando su tardanza en lo largo del viaje y en la muerte de algunos caballos. Cirilo esperó dos semanas, enviando entre tanto a Nestorio algunos obispos para reducirle nuevamente a la verdad. El heresiarca, más obstinado que nunca, contestaba amenazador, profiriendo los despropósitos más contradictorios. Es difícil explicarse la psicología de Nestorio en estos momentos para él decisivos, y lo más sencillo es representárnosle, con Héfele, como una especie de charlatán, que casi sin darse cuenta pasa de un extremo al contrario, de la ortodoxia a la herejía. «Después de todo—declaraba—, estoy conforme en confesar que María es Madre de Dios, siempre que no se dé a estas palabras un sentido apolinarista.» Pero, obligado a declararse más a fondo, añadía: «Nunca reconoceré como Dios a un niño, que ahora tiene dos meses y luego tres.»

Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, Cirilo se decidió a obrar severamente. Juan no acababa de llegar, pero había llegado una carta suya en la cual exhortaba a obrar en justicia, sin preocuparse de él. Sin duda, pensó Cirilo, no quiere asistir a la humillación de su amigo; pero los planes del sirio eran menos inocentes. El 22 de junio, los obispos se reunieron en la basílica de Santa María. Nestorio, invitado reiteradamente a tomar parte en las deliberaciones, respondió la primera vez que lo pensaría; la segunda, que iría cuando se reuniesen todos los obispos, y la tercera vez, la delegación del concilio fue brutalmente arrojada de su casa por la guardia imperial, que le escoltaba. Contaba el patriarca con la intervención del emperador para impedir la celebración de la asamblea; y efectivamente, al comenzar la primera sesión, presentóse el jefe de la guardia intimando a los obispos la orden de dispersarse. Los partidarios de Nestorio obedecieron; pero la inmensa mayoría continuó impertérrita en sus puestos. Discutióse escrupulosamente el problema durante un largo día de junio, y ya anochecía cuando se dio la sentencia, condenando, deponiendo y excomulgando a Nestorio. AI conocer la noticia el pueblo de Éfeso, que había aguardado desde la mañana en torno de la basílica, prorrumpió en gritos de alegría. Los obispos fueron aclamados y escoltados hasta sus moradas con turíbulos y hachas encendidas, y toda la ciudad se vistió de fiesta. Los gritos y las luminarias, los inciensos y los regocijos duraron toda la noche. El sentido del pueblo cristiano comprendía que aquello significaba el triunfo de María sobre la serpiente.

Sin embargo, la lucha no estaba terminada. Meditando venganza, Nestorio intrigaba con sus amigos de la corte. Estaba ciego de cólera. El concilio le había calificado de impío, y al comunicarle la sentencia se le había comparado con Judas. Confiaba en el patriarca de Antioquía, y vióse que no había echado mal sus cálculos, cuando, tres días más tarde, llegó Juan con sus sufragáneos. El juego estaba premeditado. Sin sacudirse el polvo del camino, Juan reunió a los suyos y a los de Nestorio, y, sin citación ni discusión, depuso a Cirilo. Afortunadamente, el día 29 llegaron los legados del Papa, que suscribieron cuanto se había hecho contra Nestorio y el nestorianismo. El emperador Teodosio II, convencido al fin de la sinrazón de su patriarca, confirmó la deposición y le relegó a los últimos confines del Imperio. Juan de Antioquía cedió también después de larga resistencia, pero no sin exigir condiciones. Cirilo renunció a su terminología y él aceptó el fondo de la doctrina, suscribiendo la condenación de Nestorio. Con su mirada de águila, el patriarca de Alejandría se dio cuenta del cisma inminente, y con su moderación y prudencia conjuró el peligro. No quiso retractar los anatematismos, pero se guardó bien de imponer sus fórmulas a los disidentes.

Así terminó aquel pleito famoso, de trascendencia fundamental en la historia del cristianismo y en el proceso del dogma. El problema era tan sutil, que muchos, no acertando a comprenderlo, se pusieron de parte del heresiarca. A veces se nos ocurre pensar si el mismo Nestorio advertía las consecuencias de su tesis. No han faltado en nuestros días quienes han intentado su rehabilitación, afirmando que expresó torpemente un sentir ortodoxo. Es una falta de buena fe o un desconocimiento del problema. Entre Juan y Cirilo, todo se reducía a una cuestión de palabras; pero en las afirmaciones de Nestorio era el dogma el que estaba interesado. Bastardeada la idea de la Encarnación, quedaba destruida la economía de la Redención. Aquí radicaba el argumento inconmovible de Cirilo; aunque el pueblo cristiano vio más bien la injuria que se hacía a su devoción mariana. ¿Dónde apoyaría su confianza en la Virgen, si se negaba la maternidad divina, fundamento de todos los privilegios y excelencias de María?

Después del triunfo, San Cirilo se consagró a exponer y completar su doctrina, a contener, con menoscabo de su popularidad, los fermentos monofisitas de su partido, y a explicar las Sagradas Escrituras al pueblo alejandrino. Su interpretación es siempre mística y espiritual, como podía esperarse de un discípulo de Orígenes. La ley mosaica ha sido abrogada en cuanto a la letra, pero no en cuanto al espíritu. Al mismo tiempo se esforzaba por desarraigar los últimos retoños del paganismo, refutando los libros de Juliano el Apóstata, que aun hallaban ambiente entre los discípulos de Porfirio y de Celso. Defensor acérrimo de la ortodoxia, es también uno de sus más ilustres expositores. Teólogo profundo, exegeta ingenioso, vigoroso polemista. Es el más dogmático y el más escolástico de todos los Padres, y también el más tradicional. Él pone fin a las controversias trinitarias; aunque su actividad se desenvuelve, sobre todo, en el campo de la cristología. No obstante, ha hablado también magníficamente sobre la Redención, la acción del Espíritu Santo en las almas, el Bautismo y la Eucaristía. Defensor del dogma en la Encarnación y de la maternidad divina de María, puede llamársele también el doctor de la gracia santificante.