miércoles, 29 de junio de 2016

San Pedro y San Pablo Apóstoles

SAN PEDRO, APÓSTOL

Parecía destinado a vivir en la oscuridad de la aldea. De niño, jugó medio desnudo en la playa del lago de Genesareth. Hijo de pescador, creció entre el agua y la arena, y desde que pudo ayudar a recoger con su mano infantil la plata húmeda de los peces que se agitan en la red, fue también él pescador. Dormía en la barca mientras caían los besugos, remendaba las redes a la orilla del lago, y por la mañana atravesaba las calles de Betsaida, con las cestas llenas, al lado de su padre, Jonás, y de Andrés, su hermano. En casa encontraba honradez y bienestar. Jonás, patrón de una barca, podía dar a sus hijos pan en abundancia; buen israelita, les daba también una instrucción religiosa según los principios de la Ley. Con frecuencia, Simón se dirigía a la ciudad cercana, a Cafarnaún, para vender los peces, o renovar las velas de la nave, o comprar las cosas necesarias en el mercado. Fácilmente inflamable, se dejó coger en las redes del amor, se casó con una mujer de la ciudad y se hizo ciudadano. No obstante, sigue siendo pescador, sigue surcando el lago en compañía de su padre, de su hermano y de sus amigos Santiago y Juan, hijos del Cebedeo.

Los hijos del Cebedeo y los hijos de Jonás tenían el mismo oficio y los mismos gustos. Después de vaciar las redes, después de amarrar las barcas en el desembarcadero, muchas veces permanecían sentados en la playa, hablando .de la redención de Israel, tratando de penetrar el sentido de las viejas profecías; cuando apareció Juan el Bautista, el profeta de las montañas de Judea, se hizo el tema favorito de su conversación. Y empiezan a recorrer los cien kilómetros que separan el mar de Tiberíades del valle de Jericó, donde bautiza aquel hombre misterioso, y se hacen sus discípulos, y le escuchan con avidez, y recibieron su bautismo. Eran almas piadosas, entusiastas, acuciadas por el deseo del reino de Dios, preocupadas por la idea fija de la próxima venida del Mesías. Y una tarde Andrés se acercó a su hermano con el rostro radiante de felicidad; y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías.» Y Pedro no dudó un solo instante, ni preguntó, como Natanael: ¿De Nazareth puede salir algo bueno? «Llévame a Él», suplicó a su hermano; y, sin perder tiempo, echaron a andar. Toda su audacia, toda su espontaneidad natural, debieron de quedar como paralizadas ante el hombre divino, cuya frente parecía iluminada por una luz celeste, cuya mirada, suave y profunda al mismo tiempo, se clavaba en él con una insistencia desconcertante. Después de mirarle, dice San Juan Evangelista, Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas.»

Tal fue el primer encuentro de Cristo con el hombre que fue su primer vicario en la tierra. Después Jesús se volvió a Galilea y los pescadores a pescar. Pero en medio del lago, mientras aguardaba sentado, bajo la claridad de la luna, que los peces llenasen su red, Simón seguía pensando en aquellas palabras misteriosas que le había dicho el Rabbí de Nazareth, y aquella mirada no podía apartarse de su imaginación. Y he aquí que una mañana, cuando atracaba en el puerto de Cafarnaún, el Rabbí apareció delante de ellos, y, entrando en la barca, rogó que la separasen un poco de la tierra para no ser agobiado por el gentío. Y en pie, junto al timón, anunció la buena nueva de su reino. Y luego dijo a Simón: «Intérnate en el mar, y echa las redes.» «Maestro —dijo el pescador—, después de trabajar toda la noche no hemos sacado ni un pececillo; no obstante, confiando en tu palabra, voy a obedecerte.» Y, apartándose de la orilla, echaron la red en el agua, y al sacarla, al poco rato, estaba tan llena, que las mallas se rompían. «¡Milagro!», gritaron los que estaban en la nave; pero Simón, más impulsivo, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: «Señor, apártate de mí; un pecador como yo no es digno de tener un profeta en su barca.» Y Jesús le dijo, sonriendo: «Ven conmigo, cree en mi palabra y yo te haré pescador de hombres.»

Era el llamamiento definitivo. Desde aquel día, Simón, abandonando la barca, las redes, la casa y la mujer, siguió a Jesús, dispuesto a ir por dondequiera que le quisiese llevar, a partir el pan con Él, a compartir sus riesgos y su fortuna, a repetir su doctrina y a obedecer, como antes había obedecido a su padre Jonás. Va a ser el más entusiasta de los discípulos de Cristo, el capitán de los Doce, el hombre de las iniciativas, el que habla en nombre de sus compañeros, el que transmite los recados del Maestro y camina siempre a su lado, orgulloso de aparecer junto al hombre del día, cuyo trato le enaltece, cuya amistad le promete el más halagüeño porvenir. Entre las figuras que forman el retablo apostólico, es la que se nos presenta con mayor relieve. Naturaleza algo tosca y ruda, carne quemada desde la niñez por los vientos y los soles del lago, tal vez tardó mucho tiempo en comprender las primeras palabras que le había dicho el Señor; tal vez no cayó de pronto en el sentido simbólico de aquellos dos vocablos: Cefas y Jonás: «Hijo de la paloma, tímido y débil como ella, serás, no obstante, inquebrantable como la roca.» Esta frase era un retrato y una historia; ella encerraba el presente y el porvenir del príncipe de los apóstoles. Desde entonces la paloma y la piedra empiezan a luchar en aquella alma generosa. Durante la vida de Jesús, Pedro es el hombre de las contradicciones: temeroso y arriesgado, cobarde y entusiasta, modelo de amor y de fe, pero siempre rudo y tosco y algo inconsciente en aquellos arrebatos de su naturaleza impetuosa. Seleccionando algunos pasajes evangélicos, enemigos suyos han podido bosquejar una fisonomía; aunque, en realidad, el mayor enemigo, el más implacable calumniador, es él mismo, pues el Evangelio de San Marcos, el que peor le trata, es su propio Evangelio.

Para comprender a San Pedro, debemos tener presente que era un galileo, un hijo de aquella tierra cuyos habitantes se distinguían entre los judíos por su amor a la independencia, por su intrepidez, por su impresionabilidad y por su inconstancia. Eran francos, abiertos, generosos y espontáneos. Así se nos presenta también el hijo de Jonás en la serie de los cuadros evangélicos: de una candidez emocionante, de una lealtad apasionada, de una impetuosidad ciega; brusco y ardiente, sencillo y petulante, tímido y obstinado. Es accesible a todos los sentimientos nobles, amable hasta en su rudeza; tan natural, tan humano, que desde el primer momento despierta la simpatía. Los demás apóstoles reconocen de buen grado su jefatura; entre ellos, hay uno que le disputa la predilección del Maestro; y, sin embargo, no abriga en su pecho la menor animosidad contra él. Pedro y Juan caminan siempre juntos antes y después de la Pasión de Jesús.

Sin embargo, no todo en él es puro idealismo: cuando Jesús pronuncia duras palabras contra los ricos, él se atreve a insinuar una pregunta, en que se transparentan las preocupaciones del prestamista: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué nos vas a dar en cambio?» Jesús le promete un trono para juzgar a las tribus de Israel, y él no duda que ese trono será el primero a la derecha de su Maestro. Tenía la cabeza algo dura para comprender; no era un espíritu despierto; se duerme en la nave, en el monte Tabor, en el olivar. Después de pasar años al lado del Rabbí, todavía tiene que decirle: «Explícanos esta parábola.» Y escucha esta respuesta del Señor: «También vosotros estáis aún sin inteligencia.» En el momento de la Transfiguración, sólo se le ocurre pensar que se está muy bien en aquella altura, y que podrían improvisarse tres tiendas, una para el Maestro y las otras para los dos huéspedes. Pero, siempre generoso, se olvida de sí mismo. Tiene por Cristo un amor ciego que compensa todas sus debilidades; aunque ese mismo amor le lleva a los mayores desvaríos, y hace brotar de los labios del Redentor una frase terrible. En vísperas de la Pasión, su mente estaba aún ofuscada por la idea de un mesianismo triunfante; en vano anuncia Jesús a los discípulos sus ignominias cercanas; Pedro le coge del brazo, le lleva aparte y empieza a resistirle, diciendo: «¡No lo permita Dios! ¡Eso que dices no puede suceder!» Pero Jesús le interrumpió, diciendo: «Vete de aquí, Satanás, que eres un tropiezo en mi camino.» Amaba a Jesús, pero, con ser tan arrebatado, su amor, muy terrenal todavía, se rebelada contra el pensamiento de que su Dios hubiera de ser vilipendiado, de que su rey había de morir. No obstante, fue el primero en reconocer al Mesías en el profeta perseguido por los fariseos, y esa primacía es tan grande, que nada ha podido borrarla.

Cada palabra, cada gesto, cada acción de San Pedro en la epopeya evangélica, es la manifestación del temperamento vehemente y fogoso, del alma noble y naturalmente buena, del hombre de la naturaleza, sin complicaciones psicológicas, sin reservas mentales. Unas veces le inspira la fe: «Si eres Tú, mándame que vaya a Ti sobre las aguas... Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; otras veces, el amor: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna... ¿Por qué no puedo seguirte desde ahora?» Sus palabras son reveladoras, lo mismo que sus acciones: viendo que su Maestro camina sobre las aguas, él se arroja también al lago, pero al minuto siguiente tiene miedo y se cree próximo a hundirse; en Getsemaní desenvaina la espada, corta una oreja y acto seguido huye; el día de la Resurrección, corre anhelante desde el cenáculo al monte, y aunque es más viejo que San Juan, entra antes en el sepulcro. Es un hombre de acción; un apasionado que no puede descansar; un corazón que no puede estar pasivo, que tiene necesidad de manifestar su energía, su adhesión, con una actividad devoradora. Los incidentes de la última Cena nos presentan por última vez su figura con todas las sombras de la realidad humana. Es temerario, voluble, rebelde y obstinado. Un exceso de respeto le hace pronunciar estas palabras: «Jamás consentiré que me laves los pies.» Y en un exceso de amor, decía un instante después: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.» Su presunción es mayor que nunca: «Señor—exclama—, contigo estoy dispuesto a ir a la prisión y a la muerte. Aunque te abandonen todos, yo no te negaré.» Jesús insiste; él porfía, sinceramente, sin duda, pero irreflexivamente. Y aquella misma noche, cuando estaba en el patio de Caifás calentándose en el brasero, mientras los sacerdotes insultaban a su Dios, tuvo miedo de la voz de una criada, y le negó tres veces, y juró y perjuró, y prorrumpió en anatemas e imprecaciones. Pero en este momento oyó el canto del gallo, y vio unos ojos que se clavaban en él, suaves, profundos y compasivos, y recordó aquella otra mirada de la orilla del Jordán, y salió fuera y lloró amargamente.

Desde este momento es otro hombre; ya no vacila su fe, ni se debilita su amor, ni la vanidad le conmueve; las torres de su petulancia se han derrumbado al soplo de la sublimidad, de la virtud de Dios. Aparece otra vez al frente de sus hermanos, el primero en buscar al Maestro resucitado, el primero en encontrarle, el primero en subir a la barca el día de la pesca milagrosa, el primero en sacar a tierra los ciento cincuenta y tres peces, que están a punto de romper la red. Allí, junto al lago, que le recordaba el entusiasmo de los primeros días, después de la victoria sobre la muerte, borra la triple negación confesando su amor por tres veces. «¿Me amas?», pregunta Jesús. Ahora Pedro se conoce mejor a sí mismo: después de haberle negado, ya no se atrevía a decir que le ama. «Tú sabes que te quiero bien», responde tímidamente. Pero Jesús pide amor; no se contenta con una simple amistad. Y repite otra vez: «¿Me amas?» Más asustado que antes, replica Pedro: «Sí, te quiero bien.» Jesús insta: «Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres bien, de veras?» Y entonces, Pedro, vencido al fin, casi impaciente, dice las palabras que le arranca Jesús: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo.» Y en recompensa de aquel amor. Jesús le establece doctor infalible, juez supremo, pastor universal de la Iglesia: «Apacienta mis ovejas», le dice; no sólo los corderos y las ovejas, los críos y las madres; los misinos pastores, que para Pedro no dejan de ser ovejas. «Todo lo que atares sobre la tierra, quedará atado en el Cielo; y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el Cielo.

Jesús desaparece entre la nube, pero Pedro está allí para organizar la Iglesia naciente. La pequeña comunidad se reúne en torno suyo, aguardando sus órdenes. Él, con la conciencia de su caída, parece olvidar aquella acometividad primera. Como la mirada de los demás, la suya se fija en el Cielo. Y del Cielo le viene la idea de completar el colegio apostólico. Entonces pronuncia su primer discurso, práctico, sencillo, esmaltado de recuerdos bíblicos. Los ciento veinte cristianos que entonces componen la Iglesia, le escuchan respetuosos y acatan sus iniciativas. A los pocos días viene el huracán celeste y la llama del Espíritu Santo. El amor de Pedro es iluminado con la sabiduría perfecta; el apóstol sale del éxtasis, y, transformado por el bautismo de fuego, habla otra vez, y proclama la divinidad de Jesús. Sus oyentes aumentan sin cesar; son miles y miles de hombres: partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, ciudadanos de Roma, peregrinos del norte africano, del Asia y de las islas del Mediterráneo. Su palabra, luminosa, fuerte, inflamada en la fe, iluminaba los espíritus y cautivaba los corazones. Tres mil hombres entraron en la Iglesia de aquella redada. Después sigue hablando y organizando, rodeado siempre de un aureola de bondad simple e incomparable. Sigue hablando delante de los hermanos y delante de los príncipes de los sacerdotes: palabras rudas y fuertes, en que respira aún algo de su antigua rudeza; palabras definitivas e inolvidables, como éstas que dice al cojo del templo: «No poseo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y vete.» Como éstas que pronuncia en medio del Sanedrín: «Juzgad vosotros mismos si es justo obedecer a Dios o a los hombres.» Habla y obra. Ya no tiene miedo de la sangre: sufre los azotes y las cadenas, y se prepara a sufrir tranquilo la muerte, cuando liega el ángel para sacarle de su prisión. «Con toda fortaleza da testimonio de la resurrección del Salvador.» De su voz, de su mirada, de su persona, salen efluvios de poder divino; cuando pasa por la calle, las gentes se pelean por tocar su sombra, porque saben que hasta su sombra cura y santifica.

En los momentos decisivos, Pedro aparece aportando la decisión salvadora. Más terrible que la persecución farisaica es en los principios de la Iglesia el conflicto interno de las observancias judaicas. Pedro da el primer paso hacia la solución bautizando en Cesárea al primer pagano, al centurión Cornelio, sin exigir de él la circuncisión. Los retrógrados, los puritanos, protestan, surge la gran cuestión: ¿se va a imponer a los creyentes del helenismo el yugo de las observancias legales? Gracias al príncipe de los Apóstoles, las amplias miras de Pablo triunfan en el Concilio de Jerusalén; pero los extremistas no se dan por Vencidos. Poco tiempo después, Pedro llega a Antioquía, donde Pablo de Tarso mantiene los derechos de la libertad. Siempre confiado, toma parte en los ágapes de los gentiles, sin hacer caso de manjares limpios o inmundos. Esta condescendencia irrita a los judaizantes. Asediado por sus ruegos, por sus críticas, por sus ataques, Pedro se deja secuestrar por el clan de los extremistas. En su rectitud un poco escrupulosa no quería escandalizar a nadie; aguardaba la inspiración del Espíritu para decidirse a obrar en aquellas circunstancias. Y el Espíritu habló por boca de Pablo. «Si tú, que eres judío—le dijo el apóstol en medio de la asamblea—, vives como los gentiles, ¿cómo puedes obligar a los gentiles a judaizar?» Debemos bendecir aquella ruptura aparente de los dos apóstoles, que nos permite conocer más a fondo sus almas generosas. Admiramos el amor furioso de Pablo, que lanza su dialéctica por los derroteros de la hipérbole y le hace prorrumpir en aquel grito fulgurante: «Vivo yo; no, no soy yo quien vive, es Cristo el que vive en mí.» Pero no es menos sublime la conducta de Pedro, que reconoce su imprudencia, se humilla, y corre hacia su compañero, llorando de alegría.

Después de todo esto, dice la Escritura, «Pedro salió y marchó a otro lugar». Los Libros Santos ya no vuelven a hablarnos de él; es la tradición quien alumbra sus pasos. Ella nos le representa recorriendo el Asia Menor, predicando en las riberas del Mar Negro, caminando de ciudad en ciudad, a la manera de los judíos pobres, hospedándose en los barrios de sus compatriotas y hablándoles de la vida y la muerte de Jesús, unas veces en las casas, junto al hogar; otras, en el interior de las tiendas, o en las plazas, o en el mercado, o bajo los pórticos. Cuenta la Pasión de su Maestro, expone esquemáticamente su doctrina, y cuando llega al episodio de su cobarde conducta en la casa de Caifás, su voz tiembla, su palabra se hace más viva, sus ojos se arrasan en lágrimas. Hombre siempre práctico, su lenguaje es un tejido de hechos, más que una construcción ideológica; pero el amor anima sus relatos, la fe los hace vibrantes y luminosos.

Un barco le lleva desde las costas del Oriente hasta Roma. Es el fundador de la Iglesia romana, el que abre la serie de los Pontífices, el primer vicario de Cristo en la tierra. Su ministerio se desarrolla en la oscuridad, primero en el barrio de los judíos, después entre los primeros neófitos de la gentilidad. Su bondad era la fuerza de su predicación. Se le escucha porque no excluye a nadie de la salud; porque, en medio de una sociedad al parecer feliz, busca a los que lloran y tienen hambre y sed de justicia; porque despliega ante los ojos de los miserables la esperanza radiosa de la libertad espiritual. Los esclavos, los menestrales, las pobres mujeres se alegran cuando le oyen decir que la verdad les hace libres, y que no hay más servidumbre que la del pecado. «Todo lo que ha sido vencido—di ce Pedro—se hace esclavo de aquel que le ha vencido.» Los verdaderos esclavos eran aquellos patricios entregados a todas las concupiscencias de la carne y a todas las inquietudes de la ambición. No obstante, el apóstol predicaba: «Siervos, estad sujetos a vuestros señores, no sólo a los buenos y piadosos, sino también a los duros y severos, porque es una gracia sufrir, para agradar a Dios, los castigos injustos. Es una gloria sufrir por Cristo, que ha sufrido por vosotros; por vosotros, que sois una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo formado por Dios, a fin de anunciaros las grandezas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.»

El 19 de julio del año 64 los almacenes de aceite que estaban en las cercanías del circo Máximo empezaron a arder; el fuego invadió todo el centro de Roma, llegó al Palatino, y continuó haciendo estragos durante seis días. De las catorce regiones de la ciudad, diez habían sido arrasadas. Contemplando las fauces rojas de las llamas que devoraban implacables su capital, Nerón había pasado los momentos más divertidos de su vida. Pronto se supo que el rumor popular le acusaba de incendiario. Fue preciso desviar el golpe y buscar otras víctimas. Popea, la mujer judía que dominaba al emperador, los histriones hebreos que llenaban el palacio, se encargaron de señalar los presuntos culpables: aquellos oficiales, libertos y esclavos cristianos que infestaban ya la casa del cesar, y eran, como Tácito decía, enemigos del género humano. Siguieron las matanzas en Roma, los martirios en masa y la promulgación del edicto neroniano en toda la extensión del Imperio: «Christiani non sint. Que los cristianos sean aniquilados.» En este momento de aflicción, surge de entre la oscuridad la voz del jefe de la Iglesia. Pedro ha recobrado la palabra de Jesús: «Tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.»

Las Iglesias de Asia, las cristiandades formadas por él mismo y por Pablo, «su hermano muy querido», gimen en la prueba, necesitan una voz de aliento, un consejo que las guíe en aquella hora difícil. Tal es el pensamiento que inspira la carta del apóstol, la primera de las encíclicas que desde entonces no han cesado de instruir y dirigir el mundo. Pedro escribe desde Babilonia, que en el lenguaje simbólico de los primeros cristianos es lo mismo que Roma. No se propone desarrollar una tesis, sino alentar a los perseguidos y prepararles al sufrimiento y al martirio. Su escrito es una homilía conmovedora y sublime, en que la exposición doctrinal se mezcla con las palabras de aliento y los consejos morales: reflejo auténtico del corazón ardiente que conocimos junto al lago de Genesareth, más inclinado a la acción y a las súbitas iluminaciones que a los largos y sutiles razonamientos. No obstante, descubrimos un acento elocuente, una fuerza de expresión y una elevación de pensamiento que no aparecen en los primeros discursos pronunciados en Jerusalén: el amor, la contemplación de Jesús durante cinco lustros, han producido en él esta transformación. San Pablo ha influido también sobre él. Pedro amaba aquel corazón generoso, tan distinto del suyo, pero, como el suyo, inflamado en el amor de Jesús. Ha leído sus epístolas, las ha meditado largamente, «porque le parecen difíciles de comprender»; admira aquel estilo fuerte y aquel vuelo de águila, y ahora, sin perder nada de su originalidad, le imita visiblemente, no dudando en repetir pensamientos y expresiones de las epístolas a los romanos y a los efesios, y en calcar la forma exterior, la amplitud de la frase y el lenguaje cargado de incisos.

Poco después, Pedro recibe noticias alarmantes de las Iglesias de Oriente; la herejía, anatematizada ya por San Pablo y San Judas, siembra la inquietud entre los hermanos; gnósticos y judaizantes llegan oscureciendo y adulterando el Evangelio. Antes de morir, el príncipe de los apóstoles dirige al mundo sus últimas palabras, destinadas a ponerle en guardia contra las seducciones del error. Empieza ponderando el don precioso de la fe, que hace brotar en nosotros una fuente irrestañable «de vida y de piedad», o, mejor aún, que nos une a la vida misma de Dios, pues por ella «somos participantes de la naturaleza divina. Y hablo —continúa Pedro—, no exponiendo fábulas ingeniosas, como los herejes, sino porque fui testigo ocular de la majestad, pues me hallaba presente cuando Jesús recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la gloria descendió de la nube y se oyó la voz que decía: «Éste es mi Hijo muy amado». Pedro ahora recoge las palabras de San Judas y las amplía, representando a los falsos doctores como fuentes sin agua, como nubes agitadas por la tempestad, como a pérfidos traficantes, lanzados de aquí para allá por la marejada de la avaricia.

Pedro siente la necesidad de tranquilizar a los fieles, aterrados por el pensamiento de la parusia inmediata de Cristo. Cristo vendrá, dice; pasarán los Cielos en el silbido de la tempestad, todos los elementos serán consumidos por el fuego, y entonces habrá un Cielo y una tierra donde habitará la justicia; pero ignora lo que ha de tardar en venir este día. Una cosa sabe: que el llamamiento definitivo no puede tardar para él, que las puertas «del reino eterno de su Señor y Salvador Jesús» están abiertas. «La hora de mi muerte se acerca rápidamente; el Señor me lo ha revelado.» Perseguido por la policía, a ruego de los fieles se había decidido a salir de Roma; pero al llegar a las puertas de la ciudad encontró a su Maestro, que entraba por la vía Apia. «Señor, ¿adonde vas?», preguntó el discípulo; y recibió esta respuesta: «A ser crucificado de nuevo.» Pedro comprendió; desanduvo el camino y apareció de nuevo entre sus neófitos, dispuesto a afrontar todos los peligros. Poco tiempo después era detenido y encerrado en la cárcel Mamertina, donde le había precedido el apóstol de las Gentes. No era ciudadano romano, no tenía ningún privilegio, no podía conseguir que su causa se instruyese de una manera legal. Para él sólo quedaba uno de estos tres suplicios: la cruz, la hoguera o el anfiteatro. El capricho de los perseguidores le destinó la muerte del madero. Sólo una gracia pudo conseguir: que se le crucificase cabeza abajo. Morir sobre un trono de gloria, con la frente alta y las manos extendidas para abrazar al mundo entero; compararse en la muerte al Maestro, hubiera sido un tormento para el penitente humilde que había llorado largos años su flaqueza de una noche. «Murió en el Vaticano, cerca del palacio de Nerón»; y allí sigue su cuerpo, venerado por toda la cristiandad, en el templo más grandioso de la tierra. El arte cristiano se encargó de conservarnos su fisonomía, como los evangelistas retrataron su alma. En los frescos más antiguos de las catacumbas, aparece ya con su cara redonda, su barba bien poblada, su cabellera corta y sus rasgos de campesino galileo, iluminados por un halo inefable de inteligencia y de bondad.

SAN PABLO APÓSTOL

Al mismo tiempo que los verdugos levantaban a Pedro en el patíbulo, Pablo, su compañero, atravesaba las calles de Roma en medio de un pelotón de soldados. Junto a la puerta de Ostia, una mujer de porte aristocrático salió al camino sollozando y diciendo: «Pablo, hombre de Dios, acuérdate de mí en la presencia del Señor Jesús.» El apóstol, reconociendo a Plantila, una gran dama que se sentaba entre sus oyentes con los esclavos, dijo con tono festivo:

«Buenos días, Plantila, hija de la eterna salud; préstame el velo de tu cabeza para cubrirme los ojos. En el nombre de Cristo, dejaré a tu dilección esta prenda de mi afecto.» La escolta siguió la vía ostiense, acercándose de cuando en cuando a las aguas del Tíber, y deteniéndose en un valle desierto y silencioso. Allí Pablo rezó mirando hacia el Oriente, recibió una vez más en su accidentada existencia la caricia de las varas, vendó sus ojos con el velo de la ilustre patricia, y tendió su cuello a la espada. Así murió aquel hebreo incomparable, aquel luchador heroico, aquel ciudadano romano, que mereció más que nadie ser llamado ciudadano de todo el mundo. Poco tiempo antes había podido decir aquellas palabras sublimes: «He combatido el buen combate; he terminado mi carrera; he guardado la fe. Ahora está reservada para mí la corona de la justicia, que Dios, justo Juez, me dará en su día; no sólo a mí, sino a todos los que suspiran por su advenimiento.» No es que esté cansado el viejo atleta; se siente más tuerte que nunca, con la fortaleza de la fe; pero debe irse, porque ha llegado a la meta.

Nadie podía imaginar lo que había corrido aquel hombre desde el camino de Damasco; lo que había luchado aquel fariseo, que empezó combatiendo a los discípulos de Jesús, y, transformado repentinamente, se había obstinado durante treinta años en una terrible y gigantesca aventura. Nadie corrió más que él, «y no en vano—como él mismo dice—, no como quien azota el viento», sino con la mirada fija en el término infalible, empujado por el anhelo de la gloria de Cristo, aguijoneado por el espíritu del triunfo, esperando contra toda esperanza, sin desalentarse jamás, poseyendo su alma en la paciencia, él, que fue el más impaciente de los hombres. Ya conocemos sus primeros pasos: le hemos visto guardando los mantos de los que apedrearon a Esteban, derribado en el camino, convertido en un vaso de elección; hemos admirado al gran propagandista, que defiende los fueros de la libertad cristiana en el Concilio de Jerusalén; que deja ciego con una palabra al mago Elimas; que se lanza a través del Asia, hollando sendas desconocidas, juntamente con su amigo San Bernabé; organizando Iglesias, luchando con los judíos y los gentiles y levantando como un faro el nombre de Cristo en medio de las tinieblas. Su figura se agiganta sin cesar; sus empresas se hacen más vastas; sus pensamientos, más altos; su ardor, más furioso. Es el año 52: va a empezar la segunda misión.

Con dos o tres compañeros, o una pequeña escolta, o a veces solo. Pablo se interna de nuevo en el imperio inmenso de los ídolos: países bárbaros, ciudades paganas, caminos enseñoreados por cuadrillas de bandidos, y, lo que es peor, colonias hebreas fanáticas y rencorosas. Primero, la visita a las Iglesias formadas unos años antes: de Antioquía a Licaonia, de Licaonia a Pisidia, de Pisidia a Galacia; ganándose el pan con sus manos como un obrero, caminando con los pies ensangrentados, anunciando a un Dios nuevo donde reinan tantos dioses; al Mesías profetizado, Hijo de Dios, Señor, Redentor y Juez de vivos y muertos; a un Dios que veinte años antes recorrió vagabundo las provincias de Judea, y fue rechazado por el pueblo y colgado en un patíbulo por blasfemo y sedicioso. Predica en las sinagogas, pero los hebreos se tapan los oídos, gritan furiosos y se conjuran para asesinarle; predica a los gentiles en las plazas y en los anfiteatros, y mientras unos se hacen sus discípulos, otros se amotinan, le apedrean y le maldicen. Camina como un huracán de Oriente a Occidente, incendiando el aire con las llamaradas de su voz; va y viene: se aleja y súbitamente reaparece cuando nadie le espera. Se le expulsa de todas las ciudades, y a todas llega de nuevo con mayor intrepidez. La persecución le exalta, la contradicción renueva su energía y su fe en el triunfo.

En esta segunda misión, su mirada escruta los más lejanos horizontes. Ya ha evangelizado la región de Galacia; está enfermo, la fiebre le consume, pero el celo le devora. Se interna por caminos nuevos, atraviesa el Halis, deja atrás la ciudad de Alcira y camina en dirección a las llanuras inmensas del Ponto. Detrás de él está el mundo romano; delante, las regiones del Éufrates, cuna de antiguos imperios. El brillo lejano de Nínive y Babilonia parece deslumbrarle un momento; pero su genio práctico reacciona; guiado siempre por el Espíritu, vuelve a saludar a los gálatas, y siguiendo hacia Occidente a través de la Frigia y la Misia, entra en el valle de Escamandro y deja a su derecha las pendientes hirsutas del Ida majestuoso. Ha llegado a Troade, la tierra clásica llena de ritmos homéricos. Allí, el mar le alucina; pero no se decide a dar el salto. Su ruta no obedece a un plan riguroso: unas veces va donde le lleva el camino; otras, donde ve una posibilidad de éxito, atento siempre a las inspiraciones del guía invisible que le acompaña. Ahora el guía habla con toda claridad: durante el sueño se le aparece un hombre de cuya espalda cuelga una clámide y cuya cabeza cubre un sombrero de amplias alas. Es un macedonio, que le dice: «Ven a mi tierra; ayúdame. Y a los pocos días se embarcó para Filipos.

Una mujer llamada Lidia, que traficaba en púrpura, fue allí el primer creyente; su casa, el primer refugio del cristianismo occidental, y aquella colonia de veteranos de Roma, el primer suelo europeo que Pablo enrojeció con su sangre. Irritado por el éxito de su predicación, el pueblo se arrojó un día sobre él y le arrastró ante el tribunal de los duunviros, gritando: «Este judío alborota la ciudad y propaga costumbres que no podemos aceptar los romanos.» Pablo y sus compañeros sufrieron el tormento de los azotes y fueron arrojados en un calabozo, en compañía de las arañas, los ratones y las sabandijas. Una alegría incontenible llenaba sus almas. El carcelero les oyó cantar, vio una luz que inundaba la prisión, sintió el ruido de las cadenas que caían rotas; creyó, fue bautizado y trajo de comer a sus presos. Y todos juntos partieron el pan del amor. El pobre hombre se presentó al día siguiente, rebosando de gozo, para transmitir la orden de sus jefes: «Salid y marchad en paz.» Pero, en medio del dolor, Pablo conservaba su buen humor para reírse bondadosamente de los magistrados: «Di a esas gentes—contestó—si es que se puede tratar así y despellejar a unos ciudadanos romanos.» Estas palabras sembraron el terror; los pretores llegaron temblorosos pidiendo perdón, y ellos mismos desataron las cadenas de los cautivos.

De Filipos, siguiendo la vía Egnacia, hasta Tesalónica, capital de la región, punto de confluencia de ideas religiosas y tráfico mercantil, el celo del apóstol debió de inflamarse en presencia del Olimpo, coronado de nubes y nieve, que debieron parecerle como la mortaja de los dioses condenados a morir. En medio de una ciudad de comerciantes y cortesanas, consagrada al culto de Afrodita, predicar la continencia y el desprecio del oro parecía una locura; pero Pablo hizo prosélitos, y pronto tuvo una Iglesia floreciente. Como siempre, los hebreos se irritan, soliviantan al pueblo contra él, atentan contra su vida; y el misionero, verdadero judío errante del apostolado, vióse obligado a huir. «Los que le guiaban—dice San Lucas enigmáticamente—le llevaron hasta Atenas.» Se diría que Pablo llegaba a aquel foco de la civilización antigua sin entusiasmo, contra su voluntad. No era un helenizante; en vez de admiración y placer, el suelo ático causó en él exasperación y tristeza. Él, que aborrecía, como buen fariseo, hasta la sombra de la sombra de un ídolo, no podía ver tranquilo aquel bosque de estatuas de dioses, de semidioses, de héroes y de ideas abstractas. Paseaba afligido y solitario por las plazas, los pórticos y las cercanías de los templos, leyendo distraído los títulos de los pedestales marmóreos; y un día, descendiendo hacia el puerto, advirtió en una ara votiva esta inscripción: «Al dios desconocido.» Fue un descubrimiento que, sin reconciliarle con Atenas, le trajo como la solución de un conflicto ideológico.

Al llegar el primer sábado, habló en la sinagoga; pero diariamente se mezclaba en el ágora a los grupos de gramáticos, retores y filósofos, aprovechando cualquier coyuntura para exponer su evangelio. Sus palabras empezaron a despertar la curiosidad de aquellos espíritus, que, como en tiempo de Demóstenes, se despertaban cada día preguntando: «¿Qué hay de nuevo?» Grupos de ociosos empezaron a rodearle medio burlones; unos le abandonaban alzando los hombros, pero otros llegaban a ocupar su puesto, preguntando: «¿Qué quiere este gorrión?» Y los primeros respondían: «Es un importador de divinidades extranjeras.» Otros, más serios, deseando conocer mejor su doctrina, le invitaron a exponerla en una conferencia pública; y sin darle tiempo a reflexionar, le cogieron y le llevaron a la colina de Ares, en la parte occidental de la Acrópolis. Contento de poder atacar al politeísmo en la ciudadela de la mitología, Pablo empieza a hablar. San Lucas nos ha conservado aquel discurso memorable, modelo de habilidad, de agudeza dialéctica y de nobleza de pensamiento. Partiendo de aquel dios desconocido que adoran los atenienses, el orador llega a la revelación del Dios que ha creado todas las cosas, que nos ha hecho a nosotros mismos, «pues somos de su raza»; que nos ha redimido, y que un día resucitará nuestra carne. Al hablar de la resurrección de los muertos, su voz fue interrumpida por gritos, murmullos y carcajadas. Un gran número de los oyentes desfilaron; otros, más corteses, se acercaron al orador y le dijeron: «Por hoy, basta; otra vez nos hablarás de estas cosas.» Sin embargo, algunos creyeron, entre ellos un asesor del Areópago, llamado Dionisio, y una mujer que llevaba el nombre de Dámaris.

Al salir de Atenas, Pablo debía de pensar con tristeza que había trabajado con poco fruto. Su discurso, no obstante, señalaba un momento culminante de la expansión del cristianismo: después de aquel reto lanzado a la Palas Atenea de Fidias y Platón, era evidente que la sabiduría antigua no podía dar al mundo lo que le había prometido, que la razón debía ser iluminada por la fe. En medio de todo, podía estar satisfecho. Infatigable en su esperanza, caminaba hacia una nueva conquista. Iba hacia Corinto, donde reinaba Cipris, servida por un colegio de mil sacerdotisas; pero tal vez se consolaba pensando que los demonios de la carne ofrecerían menos resistencia que el orgullo de los sabios.

Efectivamente, encontró una masa cosmopolita propicia a la levadura evangélica. Todo le prometía una estancia larga y fructuosa en la gran ciudad del estrecho; y así, buscó el medio de ganarse la vida. Un fabricante de tiendas le tomó a su servicio; y pronto el nuevo trabajador tuvo tal ascendiente en la casa, «que se apoderó de todas sus almas, no por los discursos persuasivos de la sabiduría, sino por la manifestación del espíritu y del poder». A todos los dones sobrenaturales se juntaba en él una caridad cortante como el cuchillo, dulce como el aceite, que suaviza las heridas. Cada sábado disputaba en la sinagoga, hasta que un día, cansado por las blasfemias y las injurias de sus enemigos; sacudió el polvo de su manto y salió diciendo: «Que vuestra sangre caiga sobre vuestra cabeza; yo estoy sin mancha; ahora me dirigiré a los gentiles.» El jefe de la comunidad hebrea y muchos otros se fueron con él. Su palabra tuvo una eficacia prodigiosa. Durante un año y seis meses no cesó de bautizar, de predicar y de discutir; y ya tenía una Iglesia numerosa, cuando estalló el odio de los judíos. No atreviéndose a dar muerte al innovador, le arrastraron ante los tribunales romanos. Gallón, procónsul entonces de Acaia, digno hermano de Séneca, que alaba su carácter bondadoso, comprendió que se trataba de un asunto de doctrina, y haciendo un signo a los lictores, ordenó que arrojasen de su presencia a los acusadores y al acusado.

Este suceso aceleró la marcha del apóstol. Tenía verdaderas ansias de visitar las iglesias de Palestina, en las cuales habían intrigado sin descanso los judaizantes durante los tres años de la segunda misión (52-55). Para hacer irrevocable su vuelta a Jerusalén, había pronunciado el voto del nazirato, que le obligaba a abstenerse de vino durante treinta días, a rasurarse la cabeza y a realizar ciertos ritos en el templo. Así terminó aquella marcha, llena de peripecias emocionantes, a través de medio mundo.

La figura del apóstol se nos presenta con un relieve tan prodigioso a través de aquellas correrías, que ningún pincel podrá abarcarla nunca en toda su espléndida complejidad. El mundo no verá jamás otro hombre como Pablo, dijo San Juan Crisóstomo, el más ilustre de sus comentaristas. Su misma fisonomía condensa tan múltiples caracteres, que ninguna imagen plástica logrará reproducirla completa. Era feo y pequeño. La medalla del siglo II, en que aparece frente a la cara redonda de San Pedro, le representa calvo, el rostro arrugado, la nariz aplastada, huidiza la frente, y en lo más alto los ojos. Pero allí no se descubre nada de la tensión de su fuerza incontrastable, ni de su llamarada mística, ni de aquel ademán que subyugaba a los hombres de una manera fulminante. Voluntad magnética, tenía el don de reaccionar enérgicamente contra todas las contradicciones. Su mirada y su gesto eran los del hombre de mundo, y el acento de su voz hacía posible lo imposible. Convencía porque enseñaba por el ejemplo. Le bastaba descubrir los callos de sus manos y las cicatrices de su cuerpo para probar que ni el hambre, ni las varas, ni los caminos, ni los naufragios, pueden detener al que Dios guía. Nada puede compararse a la sutileza y claridad de su inteligencia. Con la lámpara de la fe en la mano, descubre en las conciencias misterios que ni los más grandes filósofos habían llegado a adivinar. Es un psicólogo sutilísimo, un dialéctico formidable, un estilista único. Sin embargo, ni razona, ni analiza, ni escribe por puro placer, sino sólo por iluminar las almas, por transformarlas, por lanzarlas a Dios. Tenía una gran cultura, capaz de deslumbrar a los hombres más cultos, como nos lo prueba la burla del procónsul Festo: «Has leído mucho, Pablo, y eso te ha vuelto los sesos agua.» Sin embargo, desprecia la ciencia rabínica, las disciplinas de los retóricos y las disputas profanas de los sabios. Discurre de una manera violenta, rápida, intuitiva; dramatiza sus argumentos, los deja sin completar, arrastrado por el torbellino de las ideas, y lo mismo sus premisas que sus conclusiones, se nos presentan tumultuosamente y de improviso. Poco importan los saltos ideológicos, las transiciones oscuras, las salidas inesperadas; si seguimos investigando bajo la oscuridad aparente, que en realidad es profundidad, encontraremos luminosidad radiosa, y el escritor acabará subyugándonos con su vehemencia huracanada, por su límpida amplitud, por su lirismo.

La frase de San Pablo es su misma palabra vibrante y nerviosa, con la nerviosidad apasionada de un hombre que, en virtud de los principios de la razón, ha logrado el dominio perfecto de sus ímpetus terribles; de un hombre que, a diferencia de San Pedro, más que un temperamento impulsivo, tiene una violencia razonada y dogmática. Al leerle nos parece escuchar sus disputas en las sinagogas. Hasta se diría que se resiste a escribir, aunque en realidad no escribe; él dicta y Timoteo recoge sus argumentos. No puede estar en todas partes; y esto le obliga a extender la palabra muerta sobre la hoja muerta del pergamino. Pero las Iglesias reclaman soluciones urgentes: aquí un cisma, allí una persecución, más allá un escándalo, o un ataque de la herejía, o el terror de la parusía cercana. Y llega la carta con la solución neta, firme, definitiva; y con la solución, aquellos consejos prácticos que condensan toda la moral cristiana y aquella teología inmensa que ningún comentario ha podido agotar todavía; aquella doctrina, siempre profunda y precisa, nunca hipotética o vacilante, que nos lleva de misterio en misterio, «de claridad en claridad, como reflejando en un espejo la gloria del Señor», desde las lejanías de la predestinación hasta las magnificencias del reino celeste; desde el abismo de la caída a las sublimidades de la redención, de la comunión de los santos, de la humillación del Verbo y de la acción misteriosa del Paráclito en las almas. Y ¿quién ha cantado como Pablo la caridad? ¿No basta aquel himno de la primera epístola a los corintios para consagrarle como poeta soberano? «Siempre que oigo esa trompeta espiritual—exclama el Crisóstomo—, me estremezco de júbilo, me inflamo, y hierve mi pecho en un deseo celeste; me parece oír una voz amiga, ver un rostro inolvidable, escuchar al mismo Pablo exponiendo el reino de Cristo. Todo lo que sé, si sé alguna cosa, se lo debo a la agudeza y bondad de este ingenio, porque he de confesar que no tengo valor para apartarme de su lectura.»

Por un momento, el hombre cuyo destino parece ser caminar siempre, nos da la impresión de haber encontrado una residencia fija. Sin embargo, no descansa. Está en Éfeso trabajando y enseñando. Ha empezado su tercera misión (55-59). La gran metrópoli asiática, nudo de todas las rutas orientales y occidentales, es un punto estratégico para arrojar la semilla evangélica. Según su método, empieza en la sinagoga; pero a los tres meses tiene que romper con los judíos. Entonces alquila por dos horas, de once a una, el gimnasio de un profesor de filosofía, y allí instruye a sus discípulos. El resto del día zurce y teje para ganarse el pan, y por la noche va de casa en casa, animando a los fieles, convenciendo a los paganos y exhortando «con lágrimas a los judíos a la penitencia». «Una puerta grande y poderosa se abría delante de él—según su propia expresión—; pero los enemigos son muchos», añadía con tristeza. Y más tarde podría decir: «Al combatir en Éfeso con las bestias feroces, ¿qué fruto he sacado, si los muertos no resucitan?» Los magos y encantándoles empezaron a envidiar sus poderes sobrenaturales, muy estimados en aquella ciudad famosa por sus libros de encantamientos, por sus prácticas mágicas y por su afición a los misterios de la brujería. A la envidia se juntó el interés. Los orfebres advirtieron que no vendían tantos objetos religiosos como antes. Había disminuido, sobre todo, la venta de imágenes de Artemis, que era la patrona de la ciudad. Un demagogo se propuso explotar esta circunstancia para arruinar al predicador judío, y estuvo a punto de conseguir su objeto. Excitado por sus palabras, el pueblo se amotinó contra el apóstol, y se dirigió hacia el anfiteatro, gritando furioso: «Grande es la Artemis de los efesios.» Exaltado por el peligro, Pablo quiso lanzarse en medio del tumulto, pero los hermanos le disuadieron y le sacaron de la ciudad. Sus huéspedes estuvieron a punto de perecer; todo eran odios, persecuciones y emboscadas contra el hombre que era todo una brasa incandescente y palpitante de amor. Esta prueba le dejó completamente abatido. «Me encuentro abrumado —exclamaba—, hasta el punto de no saber cómo vivir.» Una fatiga mortal había agotado las energías de su cuerpo: «El hombre exterior, en mí, se desmorona.» El interior, sin embargo, se renovaba constantemente: «Cuando estoy débil, entonces soy más poderoso.» Y añadía magníficamente: «A fin de que no pongamos la confianza en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos.»

Nuevamente aparece en la Hélade, visita las iglesias antes fundadas, funda otras nuevas, y por primera vez llega hasta el mar Adriático. «Mi campo de acción—dice a los romanos—se extiende en todos los sentidos, desde Jerusalén hasta la Iliria.» Pero ahora piensa en Roma, en los confines del Imperio, en Finisterre. «Aquí ya no hay sitio para mí. Hace muchos años que deseo veros. Si voy a España, espero, de paso, veros; y después de haberme saciado en cierto modo de vosotros, vosotros me pondréis en el camino de aquella tierra.» ¡Si voy a España! ¡Porque iré a España! La amplitud de su ambición no tiene otros límites que los del mundo; tiene impaciencias divinas por ver el nombre de Cristo pregonado y adorado hasta en las extremidades de la tierra. Pero antes va a despedirse de Jerusalén. Es un viaje lleno de tristes presentimientos y de incidentes dolorosos. Hay que ir de la tierra al mar y del mar a la tierra, porque los sicarios y los piratas espían los caminos. En Mileto, aquella escena desgarradora y aquella despedida emocionante, en que el peregrino infatigable llora porque ya no va a ver el rostro de los que ama. «Sé que me aguardan las cadenas, pero lo único que me importa es terminar alegremente mi carrera.. Vosotros sois testigos de que estoy limpio de la sangre de todos... Jamás he dado un paso atrás, tratándose de anunciar la voluntad de Dios... No he deseado ni plata, ni oro, ni manto de nadie.... Os he enseñado a recordar las palabras del Salvador Jesús: «Más dicha es dar que recibir.» Cuando los discípulos se cubren la cara, porque no se vean sus lágrimas. Pablo les interpela diciendo: «¿Por qué lloráis? ¿Por qué me rompéis el corazón? Sabed que estoy dispuesto no sólo a ser encadenado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.»

Y sucedió que durante las fiestas de Pentecostés del año 59, paseando Pablo por las cercanías del Templo con un hermano procedente de la gentilidad, estalló de repente este grito terrible: «Miradle, ha metido a los griegos en el Templo.» «Sí—replicaban otros—, ha manchado el lugar santo; es el hombre que va por el mundo enseñando contra la Ley y contra el Templo.» Pablo protestaba de su inocencia, pero nadie le hacía caso; una turba feroz caía sobre el, empujándole, golpeándole, apaleándole. Parecía haber llegado el último momento de su vida; de repente, sonaron los clarines guerreros; al primer ruido del pueblo amotinado, una cohorte había salido de la torre Antonia, y el tribuno aparecía, con la espada levantada, abriéndose paso entre el populacho: «Dejad ese hombre; es nuestro», gritó imperiosamente; y los legionarios le arrancaron del furor judaico. En este momento, Pablo, arrebatado por una idea sublime, dijo al tribuno: «Voy a pedirte una cosa, y es que me permitas hablar a este pueblo.» «Habla», respondió secamente el guerrero. Y Pablo se volvió hacia la multitud de judíos de la ciudad y de la diáspora, de prosélitos y de paganos, de curiosos y de fanáticos, que gritaban todavía, blandiendo los puños y los bastones. Al primer gesto de aquel hombre sudoroso, polvoriento, desgreñado y destrozado, siguió un silencio mezclado de estupor; y, una vez más, en presencia del Templo de Salomón, como antes delante del Partenón, expuso en un lenguaje magnifico la doctrina fundamental de su Evangelio, dirigido a los judíos y a los gentiles. Al oír esta palabra, los gentiles, los goim odiosos e inmundos, los ladridos se renovaron; piedras, basuras y salivazos caían sobre el orador; tal era el delirio de la multitud, que el tribuno se apresuró a meter al prisionero en la torre.

Después, el viaje de Jerusalén a Cesarea entre numerosa escolta; allí, dos años de prisión, mientras se sustanciaba el proceso del sanedrín contra el apóstol (60-62); la apelación de San Pablo al césar; el viaje terrible a través del Mediterráneo y el naufragio memorable que San Lucas nos ha pintado con un dramatismo emocionante. Al pasar junto a las costas de Creta, un viento africano asalta violentamente el navío. Pablo previene el peligro, pero el capitán sonríe escéptico, alzando las espaldas, y da la orden de avanzar. Súbitamente, las montañas de la isla arrojan sobre las aguas un espantoso huracán. «¡El euroáquilo!», gritan los marinos, aterrados. Hubo que arriar velas y dejar la nave a merced de la noche y de la tempestad. El mar rugía, y las olas tocaban las nubes, como si las agitase una horda de demonios. Los días pasaban, y el sol se obstinaba en ocultarse. Una mañana, cuando todos se juzgaban perdidos, Pablo, siempre en el puente, hizo renacer la esperanza. «Hombres—dijo—, debierais haberme escuchado antes; pero confiad todavía: se perderá el barco, pero ninguno de nosotros perecerá. Os lo digo en el nombre del Dios a quien sirvo.» Al día siguiente se oyó el ruido del áncora, que arañaba el fondo. Se acercaban a tierra. Temblaron pensando que podían encontrar un arrecife; lanzaron cuatro áncoras para evitar el peligro, y cayeron en otro peligro mayor; el agua llenaba el barco. Los marinos piensan en la fuga, y en aquel momento Pablo salva la situación. Es el jefe, el místico y el hombre de acción. Camina entre los hombres extenuados, detiene a los fugitivos, organiza el salvamento, y pensando que, ante todo, conviene reparar las fuerzas, toma el pan, lo bendice y lo reparte. Luego ordena: «Que los que saben nadar se lancen al agua; que los demás salten a las lanchas.» La quilla había chocado en un banco de arena; pero el pasaje había llegado a las playas de Malta. Allí, la hoguera, la picadura de la víbora, el pasmo de los isleños: «Muy desalmado debe de ser este hombre...» Y al ver que continuaba sereno: «No, no; es un Dios.» Y, finalmente, la llegada a Roma después de muchos meses de peligros y aventuras.

En Roma, las cosas van también despacio; se aguarda a que los judíos de Jerusalén presenten sus quejas; pero los enviados del sanedrín no llegan nunca. Otros dos años de cautiverio (62-64). Pero el apóstol sigue predicando y dirigiendo. Su voz poderosa no se calló ni un solo día durante aquellos largos años de prisión. La finura de su trato, su poder de persuasión, le atraen toda suerte de consideraciones. Durante toda su vida había logrado convertir la cárcel en una cátedra. Ahora su detención es una simple custodia militar: lleva una cadena; un soldado, atado a él constantemente, vigila noche y día sus movimientos; pero puede alojarse a su gusto, puede caminar por la ciudad, puede visitar a sus hermanos. Y está contento de padecer por Cristo. «Todo esto—dice, escribiendo a los filipenses—me llena de alegría, porque sirve para la propagación del Evangelio; mis cadenas son conocidas en el pretorio, en la casa del cesar, y en otras muchas partes, y, a causa de ellas, veo que los hermanos tienen más confianza en Cristo y más valor para decir la palabra.» Pablo predica, escribe, dirige las Iglesias lejanas y piensa en todos los cristianos de Oriente y Occidente. «Ojo a los perros, ojo a los malos obreros, ojo a los circuncidados», clama, pensando en sus enemigos de siempre. Con más insistencia que nunca, expone ahora en sus cartas el misterio esencial de la unión de Cristo y su Iglesia. Estas cartas de la cautividad son las que mejor nos descubren la inmensidad de su amor.

Pablo era un místico, el más grande de los místicos, y el maestro de todos. Por temperamento, puede contársele entre los mayores apasionados que han removido la tierra. Pero desde que su corazón había sido dilatado, iluminado por el Espíritu, su vida se inflama con la fulguración del relámpago y la ingravidez de la estrella. Ahora tiene impaciencias formidables por llegar a la unión definitiva, «por verse libre de su cuerpo de muerte». «Morir es mi ganancia», dice con aire triunfal; pero una lucha sublime se entabla en su interior. «Deseo disolverme y estar con Cristo, porque esto es lo mejor; pero es preciso permanecer en la carne, a causa de vosotros.»

Poco después de escritas estas palabras, en la primavera del año 64, el tribunal de Nerón ponía en libertad al prisionero. A los pocos meses estallaba el incendio de Roma, y tras él la primera persecución. Los discípulos de Pablo cantaban en las cruces y las hogueras; pero él, caballero andante de la verdad, realizaba su largo deseo de evangelizar los pueblos ibéricos, «tocaba el extremo del Occidente», volvía a las regiones orientales, visitaba las iglesias de Acaia y Macedonia, iba a buscar su manto en Troos y, desafiando a los tiranos, «se metía en la boca del león». Esta vez llegaba a Roma para morir, para descansar. Bien lo merecía el que, resumiendo sólo la mitad de su carrera, había podido decir: «Cinco veces he recibido de los judíos cuarenta latigazos menos uno; tres veces he sido azotado con varas; tres veces he naufragado; una vez me han apedreado, y he pasado una noche y un día en el profundo del mar. Y mi rodar por los caminos: peligros de los ríos, peligros de los ladrones, peligros por parte de mis compatriotas, peligros de los gentiles, peligros en las ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros de los falsos hermanos; en el cansancio y en la tristeza; en el hambre y en la sed; en la desnudez y el frío; y sin contar cosas exteriores, mi preocupación cotidiana, la solicitud de todas las Iglesias.»

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