domingo, 12 de abril de 2015

Homilía


Pocos pasajes del Nuevo Testamento dicen tanto con tan pocas palabras.

La sintonía de sentimientos de los primeros cristianos surge como consecuencia del seguimiento de un ideal, que aúna sus pensamientos y acciones: la fe en Jesús, que impulsa a sus miembros a poner en común los bienes que poseen, porque experimentan ya en su vida la comunión fraterna, fruto de la alegría pascual y del don del Espíritu Santo.

Esto, que parece un cuento de hadas, no es una utopía difícil de realizar. Se lleva a cabo cada vez que salimos de nosotros mismos y ofrecemos nuestra disponibilidad al servicio de la caridad y pobreza evangélica.

Examinemos nuestra vida; ¿Qué es lo que nos hace realmente felices?

Nos sorprenderemos, porque no son las riquezas, la ostentación de poder y la ambición por dominar, sino los momentos de comunión y donación en la convivencia diaria.

Sin embargo, todos sabemos que nuestra condición pecadora nos juega malas pasadas y rompe este bello sueño, que es como un anticipo del cielo en la tierra.

La Iglesia nos invita durante toda la Cincuentena Pascual a fijar los ojos en el Resucitado para no perder de vista el objetivo final y cuáles son nuestras prioridades.

Por el relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles colegimos que la fe no debemos vivirla por libre y al margen del resto de los cristianos; caeríamos fácilmente en el relativismo moral y en la insolidaridad.

De la comunidad cristiana recibimos apoyo, formación, además de protección y el don del Espíritu prometido por Jesús a quienes se reúnen en su nombre.

¡Ojala! pudiéramos cumplir lo ya afirmado por Deuteronomio 4, 3: “No habrá ningún necesitado entre vosotros”, porque obedecemos el mandato de Jesús de amarnos unos a otros como Él nos ama.

En parecidos términos se expresa también San Pablo- segunda lectura- para que seamos conscientes de que la fe y la caridad son dos caras de la misma moneda.

Hay más: la misma fe que proclama nuestra condición de hijos de Dios nos hace igualmente hermanos de todos los hombres y vencedores del mundo.

La Iglesia, fundada por Jesús, canaliza todas estas energías para el bien de todos y se convierte en “comunidad de comunidades”, en la que cada cual encuentra su lugar en el mundo y el sentido de su misión.

El Apóstol Tomás se equivoca gravemente al abandonar la comunidad.

Es un hombre que desconfía de sus compañeros, se niega a aceptar el testimonio de los que han visto al Señor resucitado y se empecina en una terquedad sin sentido.

Sólo cree en sí mismo y en lo que ve: lo material y tangible.

Buena parte de los seres humanos nos movemos en este ambiente, donde todo se comprueba y se analiza.

Nos volvemos fácilmente calculadores e insensibles ante realidades que nos superan.

Anhelamos signos, pero no movemos un dedo para encontrarlos. Nos sumergimos así en el pozo sin fondo de la increencia y del abandono espiritual, porque lo más cómodo es vivir al día y no cuestionarse el futuro.

Hay otras personas, sin embargo, que alimentan la duda metódica y buscan la verdad por medios científicos y con profundo respeto a los valores e ideas de los demás.

No están lejos de Dios.

Jesús nos enseña, aprovechando las dudas y actitud de Tomás, a dar un paso adelante en el camino de la fe, que va mucho más allá de los buenos consejos, las experiencias que viven otros o las palabras de ánimo.

Debo ser yo, en primera persona, quien ha de tomar la decisión de confiar, amar y salir al encuentro de Cristo para experimentar con su presencia el valor de abandonarse en sus manos.

El evangelio de hoy nos invita también a replantearnos los esquemas existenciales, que nos arropan en una falsa seguridad y nos adentran en la rutina diaria, una mala consejera para el crecimiento espiritual.

El arrepentimiento de Tomás y su exclamación emocionada de “Señor mío y Dios mío” al ver a Jesús resucitado y comprobar las llagas en sus manos, pies y costado, fueron para él un punto de inflexión en su vida, una llamada a no dudar, a fiarse de los compañeros, a vivir la fraternidad junto a los hermanos y compartir con ellos la fe, las ilusiones y las esperanzas.

Lo de “dichosos los que han creído sin haberme visto” (Juan 20, 29) nos recuerda a los cientos de miles de cristianos, que reconocen a Jesús como Dios y confiesan su nombre en medio de múltiples problemas y dificultades.

Tienen mucho mérito y son un ejemplo para quienes, como la mayoría de nosotros, no hemos probado la pureza de la fe en el crisol de la persecución y las tribulaciones.

Perteneciente a una familia muy estricta de rito baptista, en la que participaba, vigilado por sus padres, en la oración y en las prácticas religiosas, siendo un niño modelo.

Todo cambió al llegar al instituto, donde empezó a leer textos académicos de contenido religioso, filosófico y científicos.

Decidió investigar por su cuenta, sacando la conclusión de que sus padres le habían manipulado y que todas las religiones eran falsas.

Se transformó en un ateo militante y llegó a ser presidente de la “Secular Free Thought Society (Sociedad Secular de Libre Pensamiento), asociación de estudiantes de la Universidad de Arizona conocida por su abierta postura atea y anticlerical.

Siempre estaba listo para destruir verbalmente a quienquiera se le opusiese.

Tres meses después de llegar a la presidencia, su vida cambió totalmente mientras leía las Letanías del Sagrado Corazón y tener una experiencia mística con el Señor. Algo muy difícil de explicar, que nunca pensó pudiera suceder.

Leyó entonces con verdadero interés a los Padres de la Iglesia y a Santo Tomás.

Se convirtió al catolicismo, teniendo que soportar las burlas y escarnios de los enemigos de la fe y superar la fuerte oposición de quienes fueron compañeros en la militancia atea.

Actualmente Joshua trabaja como voluntario en el “All saints Newman Center” y es catalizador de nuevos conversos.

La fe en Jesús resucitado nos ayuda a vivir las realidades temporales con una perspectiva nueva, porque Él es nuestro único y verdadero Dios y Señor.

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