En Nápoles, Italia, beata María Cristina de Saboya, reina de las Dos Sicilias y madre de familia, que dedicó su brevísima vida al ejercicio de la piedad cristiana y a la caridad con los pobres.
Fue una princesa de Cerdeña, y era la cuarta hija del rey Víctor Manuel I de Saboya y de su esposa, la archiduquesa María Teresa de Austria-Este. Nació en Cagliari, Cerdeña, porque no lo pudo hacer en Piamonte, el territorio histórico de su dinastía, porque estaba ocupado por las tropas napoleónicas.
Sus primeros años fueron felices hasta que, a la edad de nueve años, vivió la abdicación de su padre. Esta renuncia fue el inicio de una época de inestabilidad -vivió en Niza, Moncalieri y Módena, hasta que se asentó en Génova junto a su madre y su hermana- y de luto familiar: antes de cumplir 20 años de edad, ya había perdido a sus dos progenitores.
Superó todos estos obstáculos gracias a la fe católica inquebrantable que tuvo desde niña; no en vano fue consagrada a la Virgen el mismo día de su bautizo. La princesa quería ser monja pero entre su familia, el entorno cortesano y su confesor la empujaron a contraer el matrimonio dinástico que le estaba reservado. El 21 de noviembre de 1832 se casó con el rey Fernando II de las Dos Sicilias.
A María Cristina le costó aceptar, pero tenía una voluntad férrea. El Rey y ella destinaron parte de la cantidad destinada a los festejos a establecer la dote de otras 240 esposas del reino y a la recuperación de objetos empeñados por gente pobre en los Montes de Piedad.
Mujer muy piadosa, no tuvo una vida fácil en la corte de Nápoles por razones de salud, más lo soportó todo gracias a su fe cristiana.
María Cristina tuvo tales virtudes, desde una perspectiva religiosa, que fue querida por todos aquellos que, mientras vivió, la consideraron como una santa. Su pueblo la apodaba la “Reginella Santa”.
No intervino directamente en política, pero tuvo una influencia positiva sobre su marido. Según cuenta un autor tan poco sospechoso de catolicismo y de monarquismo como Benedetto Croce, arrancó a su marido el indulto a muchos condenados a muerte, entre ellos a Cesare Rosaroll, que conspiró para asesinar a Fernando II.
Semejante bondad –ayudaba sin parar y donó ingentes cantidades de dinero a todo tipo de obras benéficas y culturales- desembocó en una inmensa popularidad.
Sin embargo, tres años después de su matrimonio seguía sin cumplir con su principal obligación, la de dar un heredero al trono. Por fin en la primavera de 1835 quedó embarazada. El 18 de enero de 1836 nació el Príncipe Francisco, que sería el último Rey de las Dos Sicilias.
El parto fue complicado y la Reina María Cristina sabía que sus días estaban contados. El 31, casi sin fuerzas, llevó al recién nacido ante el Rey y le dijo: “Habrás de responder ante Dios y ante el pueblo; cuando crezca, le explicarás que he muerto por él”. A las pocas horas, expiró. Fue beatificada por el papa Francisco el 25 de enero de 2014.
Fue una princesa de Cerdeña, y era la cuarta hija del rey Víctor Manuel I de Saboya y de su esposa, la archiduquesa María Teresa de Austria-Este. Nació en Cagliari, Cerdeña, porque no lo pudo hacer en Piamonte, el territorio histórico de su dinastía, porque estaba ocupado por las tropas napoleónicas.
Sus primeros años fueron felices hasta que, a la edad de nueve años, vivió la abdicación de su padre. Esta renuncia fue el inicio de una época de inestabilidad -vivió en Niza, Moncalieri y Módena, hasta que se asentó en Génova junto a su madre y su hermana- y de luto familiar: antes de cumplir 20 años de edad, ya había perdido a sus dos progenitores.
Superó todos estos obstáculos gracias a la fe católica inquebrantable que tuvo desde niña; no en vano fue consagrada a la Virgen el mismo día de su bautizo. La princesa quería ser monja pero entre su familia, el entorno cortesano y su confesor la empujaron a contraer el matrimonio dinástico que le estaba reservado. El 21 de noviembre de 1832 se casó con el rey Fernando II de las Dos Sicilias.
A María Cristina le costó aceptar, pero tenía una voluntad férrea. El Rey y ella destinaron parte de la cantidad destinada a los festejos a establecer la dote de otras 240 esposas del reino y a la recuperación de objetos empeñados por gente pobre en los Montes de Piedad.
Mujer muy piadosa, no tuvo una vida fácil en la corte de Nápoles por razones de salud, más lo soportó todo gracias a su fe cristiana.
María Cristina tuvo tales virtudes, desde una perspectiva religiosa, que fue querida por todos aquellos que, mientras vivió, la consideraron como una santa. Su pueblo la apodaba la “Reginella Santa”.
No intervino directamente en política, pero tuvo una influencia positiva sobre su marido. Según cuenta un autor tan poco sospechoso de catolicismo y de monarquismo como Benedetto Croce, arrancó a su marido el indulto a muchos condenados a muerte, entre ellos a Cesare Rosaroll, que conspiró para asesinar a Fernando II.
Semejante bondad –ayudaba sin parar y donó ingentes cantidades de dinero a todo tipo de obras benéficas y culturales- desembocó en una inmensa popularidad.
Sin embargo, tres años después de su matrimonio seguía sin cumplir con su principal obligación, la de dar un heredero al trono. Por fin en la primavera de 1835 quedó embarazada. El 18 de enero de 1836 nació el Príncipe Francisco, que sería el último Rey de las Dos Sicilias.
El parto fue complicado y la Reina María Cristina sabía que sus días estaban contados. El 31, casi sin fuerzas, llevó al recién nacido ante el Rey y le dijo: “Habrás de responder ante Dios y ante el pueblo; cuando crezca, le explicarás que he muerto por él”. A las pocas horas, expiró. Fue beatificada por el papa Francisco el 25 de enero de 2014.
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