sábado, 3 de abril de 2021

Sábado Santo - JESÚS en el SEPULCRO

Pocos ritos tan conmovedores, tan expresivos, tan luminosos como los que nos ofrece la liturgia de este día. Para bien entenderlo, es preciso no olvidar que en el momento en que hoy se celebran, constituyen, por decirlo así, una anticipación. En los primeros siglos cristianos el Sábado Santo era un día de soledad y silencio. Ni vibraban las campanas, ni brillaban las luces, ni se rompía la consigna del duelo. Los mismos niños estaban obligados a la ley del ayuno. Horas de alas negras y pesadas, horas de contrición, de compasión y de expectación angustiosa. Sólo al caer la noche se dirigían los cristianos a la iglesia para celebrar la sinaxis más larga y más solemne de todo el año, la gran vigilia pascual. En todos los corazones repercutían las grandes palabras evangélicas: «Velad, para que no se os pase la hora en que volverá vuestro Señor.» Todo el mundo debía estar en pie de aquel instante gozoso, y en aquella gran velada de los hijos de Dios la Iglesia desplegaba la magnificencia de esos ritos que hoy se han trasladado a la mañana del sábado.

En los templos y en las calles todo era expectación y presagio. Las primeras flores de la primavera perfumaban el ambiente, ávido de la aparición de Cristo; los fuegos y las luminarias brillaban como ecos de los resplandores antiguos de Gethsemaní. Ya en tiempo de Constantino las antorchas parpadeaban a millares en las plazas de las grandes ciudades. Era una verbena sagrada. Como un recuerdo de la fiesta popular, queda hoy la bendición del fuego nuevo, costumbre nacida de lo más hondo del sentimiento cristiano y adornado después con pintorescos detalles, cuyo origen hay que buscar tal vez en las tradiciones de los pueblos germánicos. Todos los años, al empezar la primavera, los pueblos bárbaros que se establecieron en las provincias del Imperio romano saludaban el triunfo de la vida y la renovación de la naturaleza encendiendo hogueras en honor de Wotan. La liturgia, siempre hospitalaria para cuánto hay de bello en el hombre y en la vida, recogió y santificó esta costumbre, y lo que era una superstición, convirtió se, por la bendición del sacerdote, en un sacramental.

Así nació le ceremonia del fuego con que se inician los cultos del Sábado Santo; un fuego nuevo, virgen, incontaminado, un fuego que debe salir directamente de la chispa del pedernal, porque si ha de tener una virtud purificadora, es preciso que sea puro él mismo, como el agua que acaba de salir de los redaños de la montaña y no se ha enturbiado aún con los lodos de la llanura y los polvos de la ciudad. De este primer simbolismo la Edad Media sacó otro simbolismo más alto todavía. «El fuego que brota de la piedra—dirá Durando de Mende—. Es Cristo, piedra angular, que, herida por la vara de la Cruz, nos comunicó la llama del Espíritu Santo.»

Íntimamente unida con la bendición del fuego nuevo está, lo mismo por su origen que por su significado, la ceremonia con que saluda la Iglesia la aparición del cirio pascual. No hay luz más alegre en toda la liturgia del año. La cera aparece rodeada de hiedras y de flores y adornada de elocuentes miniaturas: la Cruz triunfa sobre el cadáver de Leviatán; el pueblo escogido atraviesa guiado por la nube luminosa; el ángel se sienta sobre el sepulcro vacío, hablando a las tres mujeres. Signo de victoria, estandarte de luz, el cirio tenía para los antiguos cristianos todo el prestigio de un milagro. Su aparición era el primer rayo de la esperanza tras la congoja da las tinieblas, símbolo de otra llama que se encendía en los corazones e iluminaba al mundo, emblema de la resurrección de Cristo y prenda de nuestra propia resurrección. Desde el día de la Parasceve todas las luces se habían extinguido en los templos, todos los hogares estaban fríos en las casas. Y he aquí que, de repente, la nueva luz brillaba en medio de la asamblea. El contraste acentuaba el simbolismo: la alegría estallaba en gritos y canciones, corrían lágrimas de júbilo; la primera luz nacida del primer fuego se multiplicaba y propagaba en otras muchas luces; ardían nuevamente las lámparas del templo, los fieles salían alborozados enarbolando antorchas y faroles, y mientras se alzaba en las plazas el fulgor de las hogueras, el eco llevaba por todas partes un grito unánime: Cristo ha resucitado; Cristo ha salido del sepulcro.

De esta suerte el cirio que iluminaba la fiesta de la panugis quedaba convertido en una personificación del Resucitado. El simbolismo, confuso en un principio, va concretándose poco a poco, y se complica con el recuerdo de la columna de fuego que guiaba a los hebreos en su caminar a través del desierto, y con la mística iluminación de la gracia vivificante del bautismo. Durando, captador sutil de simbolismos, alude a esta doble significación: «EI cirio indica la gracia nueva de que la noche dominical fue singularmente iluminada, esto es: la resurrección de Cristo, que, elevándose de entre los muertos, apareció en su carne glorioso con la claridad del esplendor divino. Por su forma, además, nos recuerda la columna luminosa que precedía a los hebreos en su salida de Egipto. Efectivamente, Cristo triunfante es el que alumbra la marcha del pueblo santo hacia Dios.»

Intermediario entre el sacerdote y el pueblo, según el sentido de la liturgia primitiva, el diácono tenía también en esta ocasión el encargo de interpretar los sentimientos que despertaba en las almas de los fieles la presencia de aquella nueva luz tan rica de misterios; y hacíalo con un poema triunfal, que era al mismo tiempo un cántico a la victoria sangrienta de Cristo y una alabanza a la divina claridad que irradiaba sobre el mundo. Los diáconos de todas las iglesias se esforzaban por crear una pieza digna del momento, soltando las riendas a la emoción, vibrando al unísono con el entusiasmo popular, extendiendo las alas del ingenio, luciendo las galas de su erudición bíblica y profana, y soltando jubilosos el raudal de su elocuencia, más o menos auténtica. San Jerónimo se ríe acremente de aquella literatura pretenciosa, «cuyos autores abrían amplias al viento las velas de la imaginación, y se lanzaban por el alta mar de la retórica en la descripción de las praderas y las flores».

Como era de esperar, entre muchos panegíricos de mal gusto; entre muchos ensayos fallidos, llenos de gerundianos ditirambos, aparecieron verdaderas obras maestras, animadas de emoción estética y de aliento profundamente religioso. Quedan versos de una alabanza del cirio compuesta por San Agustín. San Isidoro compuso otra, vibrante de inspiración, que la Iglesia mozárabe recogió amorosamente y se cantó en España hasta que en el siglo XI fue abolida su liturgia tradicional. Y ahí está el Exultet gozoso, la «Angelica» fulgurante, altisonante y torrencial de la liturgia romana, poema de arrebatado lirismo, donde la melodía y las palabras rivalizan en belleza y entusiasmo para interpretar la alegría irresistible de la victoria. La liturgia romana, siempre discreta en sus arrebatos, se ha levantado pocas veces a ese entusiasmo sagrado, a esa jubilación desbordante, a esa grandiosidad de pensamientos, a ese poder gracioso de las palabras, a esa audacia, casi agresiva, de la expresión, a esa policromía de las imágenes, a ese majestuoso vuelo de la melodía. Es verdad que esa pieza no nació en Roma, pero Roma la hizo suya, destinándola a despertar en sus hijos los estremecimientos del gozo más puro que puede hacer trepidar nuestra pobre carne humana. De generación en generación, los cristianos han saltado y llorado de placer cuando la llama deseada surgía de la cera blanca y pura que millares de abejas habían recogido en los cálices perfumados de las flores. Era el anuncio del misterio: aquella oscilación luminosa les hablaba de su propia resurrección a la vida de Cristo por el agua regeneradora, aquel canto era el pean anticipado de su triunfo.

Como para recordarnos que toda alegría duradera viene del Cielo, el himno sagrado empieza reclamando la exultación de todo el ejército de los ángeles y evocando la trompeta sonora que anuncia la derrota de la muerte y del infierno. Pero también la tierra debe temblar de gozo, ella, que ha sido iluminada por los rayos de una gloria inmortal y ennoblecida por la presencia del eterno triunfador. Todo el rendido fervor del pueblo cristiano no basta para admirar y ponderar la gloria de Cristo, por quien vuelve a brillar en el mundo el sol de la libertad. Las solemnidades de la antigua Pascua hebrea que reunía millares de peregrinos, la liberación de los israelitas del despotismo faraónico, en que Jehová prodigó las señales de su omnipotencia, son pálidos símbolos de una realidad magnífica.

«Estas son—exclama el poeta—, éstas son las verdaderas fiestas pascuales, en las cuales es inmolado el místico Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles. Hubo una noche en que Israel pasó a pie enjuto por el cauce del mar Rojo; pero esta nuestra nube es más prodigiosa todavía; ella barre las tinieblas de los pecadores con la iluminación de la columna de fuego; ella, a todos los creyentes del Universo, los levanta del lodo del siglo, los arranca de las tinieblas, los devuelve a la gracia, los asocia a la santidad. Es la noche en que Cristo rompe los lazos de la muerte y sale vencedor de los infiernos.» ¿De qué nos hubiera valido nacer si no hubiéramos sido redimidos?, pregunta el diácono para justificar sus gritos entusiastas; y, arrastrado por su mística exaltación, comenta el misterio de nuestra salud con expresiones tan atrevidas, que, en la Edad Media, teólogos asustadizos las suprimieron de muchos códices; «¡Oh exceso incomprensible de caridad—exclama—, que llegó a entregar al Hijo para rescatar al siervo! ¡Oh pecado de Adán, ciertamente necesario, que debía ser borrado por la sangre de Cristo! ¡Oh feliz culpa, que nos ha merecido tan sublime Redentor!»

El cantor se detiene para colocar en el cirio cinco granos de incienso; que, al recordar los perfumes de la Magdalena, hacen más sensible aún la presencia mística de Cristo. Después expone el simbolismo de «la columna de cera que una llama brillante enciende en honor de la divinidad». La fibra que sirve de mecha y se levanta tensa hacia el Cielo; siguiendo la dirección de la luz, es una imagen de nuestro anhelo de inmortalidad. La cera consumida por la llama representa la humanidad del Salvador, que, al consumirse en el sacrificio, hizo arder en el mundo la belleza de la lumbre increada. Pero esa cera tiene un alto origen, que encubre también un alto misterio: es hija de la «madre abeja». Estas dos palabras son el eco de una larga historia. Como el fósil condensa una cadena interminable de siglos, así ellas evocan una remota tradición literaria. Primero, Virgilio, que para el mundo medieval tenía todo el prestigio de un profeta. Él recoge en los pueblos de Umbría la graciosa leyenda de la virginidad de las abejas. «Lo que te parecerá, sobre todo, singular en estos animales, es que no se juntan para engendrar, que no enervan su cuerpo con la languidez del placer, ni le fatigan con el esfuerzo de la generación.»

San Ambrosio recoge la idea y la aclimata en la literatura cristiana. «Las vírgenes—dice—merecen ser comparadas con las abejas: como ellas, son animosas, púdicas y castas; se alimentan del rocío del Cielo, no conocen esposo, y producen la miel.» Los panegiristas del Cirio se apoderaron de la leyenda, y en eruditas divagaciones celebraron la inteligencia sutil, emanación del Cielo, las costumbres admirables, la vida misteriosa del rey y los ciudadanos, de los palacios y el reino de cera. El mismo San Isidoro utilizaba cuando decía: «La cera sirve de alimento a la llama. Inmaculada en su nacimiento, procede de la flor por medio de una virgen; la mecha de papiro, rodeada de su vestido blanco, sigue la dirección de la luz. ¿Y no es indicio de una virtud divina que una cosa que se nutre del agua sirva de alimento al fuego?»

La «Angélica» romana suprime la vieja tradición, buena para un poema virgiliano, pero que los oyentes más observadores debían de escuchar con una mueca de escepticismo. La abeja sigue todavía en su puesto de honor, pero no como virgen «que da a luz y permanece intacta, a semejanza de la Virgen María», sino como madre fecunda, como industriosa y oficiosa fabricadora de ese cirio glorioso, emblema sagrado de una luz divina, que anualmente realiza su noble función de heraldo de la resurrección de Cristo y fiel guion del pueblo cristiano.

Su alumbramiento no termina las ceremonias del Sábado Santo. Más bien las anuncia y las prepara. Recuerda la piscina sagrada en que van a ser sumergidos los catecúmenos. Es el momento en que la Iglesia va a lavar con el Bautismo a los que han sido «iluminados» durante la Cuaresma. Hasta en esto se encuentra también un sentido profundo: Cristo va a resucitar, y conviene que resuciten con Él sus elegidos. «Hemos sido sepultados con Cristo en la muerte—dice San Pablo—, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, de la misma manera caminemos nosotros en una vida nueva.» He aquí por qué la Iglesia primitiva juntó el bautismo con la resurrección de Cristo, y para preparar la entrada de los catecúmenos en su seno, organizó esos espléndidos ritos de la vigilia pascual, que hoy nos parecen largos y sin sentido porque hemos olvidado la idea que los hizo nacer y los vivifica. Profecías, cantos, letanías, procesión, bendición del agua, todo tendía a enfervorizar, a instruir, a templar el espíritu de aquellos que iban a ser regenerados por la gracia. El mismo cirio, figura de Cristo triunfante, les recordaba la luz nueva que había de guiarles en su peregrinación por los mundos maravillosos que se abrían a sus miradas durante aquella noche.

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