viernes, 26 de marzo de 2021

Viernes de la quinta semana de cuaresma; viernes anterior al viernes santo.

Ocho días más, y quedará consumado el sacrificio de la Cruz, un sacrificio en el cual todo tiene las proporciones de un drama divino, cuyo desenlace nos revelará los destinos del género humano. Un Hombre Dios es el protagonista, un protagonista que se inmola por los que piden su muerte, y realza el valor infinito de su ofrenda con la actitud más noble, con las más bellas palabras, con el silencio más sublime, con los más inenarrables encantos de un amor sin medida. A su lado rugen todas las pasiones, canes rabiosos, sedientos de la sangre de Aquel que se presenta como dominador de sus furias infernales; arriba, la fe descubre la imagen del Padre Eterno aceptando el sacrificio de su Hijo, y borrando, según la expresión de San Pablo, con una pluma mojada en aquella sangre divina, la sentencia formidable que nos condenaba a perecer.

Parece como si nada fuese ya capaz de aumentar la belleza del cuadro; pero hay una mujer, dice San Ambrosio, cuya presencia le hace más bello todavía. Al dolor de Jesús se junta el duelo de María; y la Iglesia, ocupada el Viernes Santo en la meditación de las angustias del Hijo, ha escogido este otro viernes, el viernes de Dolores, para considerar la amargura de la Madre. Ella misma nos invita con palabras desgarradoras: «¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino!», todos los que recorréis las veredas y encrucijadas de este mundo, «mirad y ved si hay un dolor semejante a mi dolor». Su pena sobrepuja a toda otra pena, su aflicción no tiene semejante en la historia truculenta de los dolores humanos. Es la desolada, la reina de los mártires, el blanco de todas las tristezas. Su dolor le viene de Dios, artista soberano, que trabaja con el buril de la prueba. Cuando Dios quiere consolar un alma, la embriaga; cuando quiere desolarla, la muele, la tritura. Para María había llegado la hora de la trituración. El Cenáculo, Gethsemaní, la calle de la Amargura, con todos los oprobios, insultos, cobardías, ingratitudes, son otros tantos golpes que desgarraron su alma y destrozaron su corazón. Y después las horas interminables del Calvario. Subió allí para cooperar activamente al holocausto divino, para declarar ante el mundo, si no con sus palabras, al menos con su actitud, que aceptaba el rigor de los decretos divinos para confirmar, aprobar y suscribir la voluntad del Padre en aquella obra terrible de la salvación de los hombres. Al mismo tiempo que Hijo de Dios, Cristo era también hijo de aquella mujer; aquella mujer tenía también sus derechos en la vida del Verbo humanado; y aunque no lo exigiese la estricta justicia, Dios Padre no quiso condenar ni sacrificar a su Hijo sin contar con el consentimiento de la Madre. Tal es el profundo sentido de la presencia de María en el Calvario, el que nos revela la grandeza heroica de su participación en la gesta más grande de los siglos, y el que nos descubre, aunque no sea más que un poco, los sentimientos que entonces cruzaban por su corazón, taladrado por la espada del dolor.

En este aspecto, María realizaba allí una función sacerdotal. Estada en pie, dice el Evangelista. Con el corazón alto y firme, con la voluntad tensa e intacta, repitiendo interiormente las palabras que antes había dicho su Hijo: «¿Es que no voy a beber el cáliz que me da mi Padre?» Le beberá, aunque tengan que deshacerse todas las moléculas de su ser. Jesús, hostia; hostia del Padre y nuestra, hostia única y universal, está allí inmolándose por todo el mundo: y ella le ofrece, le abandona en poder de sus enemigos, y, eco de aquel fiat gozoso de Nazaret, pronuncia ahora el fiat doloroso del Calvario. Trémula y horrorizada, pero sin dudar un solo instante, María inmola aquella vida, que fue fruto de sus labios, puesto que le concibió al pronunciar la palabra del consentimiento; que fue fruto de su corazón, puesto que pronunció aquella palabra que brotó del arranque libre y espontáneo de la voluntad; que fue fruto de sus entrañas, puesto que en sus entrañas se encarnó el Verbo por la operación misteriosa del Espíritu Santo. Jesús es su bien propio, como no lo es de nadie en la tierra. Es suyo casi tanto como de Dios. Ella le dio la sustancia humana, el corazón, la carne inmaculada, la sangre virginal. Y, sin embargo, le entrega a Dios, le deja en poder de las tinieblas, le sacrifica en el altar de la Humanidad; y en la embriaguez casta y dulce de la resignación, cede todos sus derechos maternales, renuncia a la vida del Cordero de Dios, que, es vida de su vida, hace aquella ofrenda que le traspasa el corazón, y la hace generosamente, sin medida, sin reserva, sin restricción, sin vacilación. Pensando en aquel sacrificio de Isaac con el cual quiso Dios probar la fe del padre de los creyentes, decía una mujer cristiana: «¡Ah! ¡Dios no hubiera pedido nunca semejante cosa al corazón de una madre! » Este grito nos conmueve, pero la realidad vino a desmentirle. Dios pidió a María mucho más que al viejo patriarca; y María respondió amorosamente, resignadamente, a las exigencias divinas. La gracia es más fuerte que el corazón. La fe ve, la esperanza persigue y la caridad alcanza aquello que la sensibilidad no acierta a concebir.

Pero si el destino de María era entregar, sacrificar lo que más quería, también ella debía ser entregada, y, por decirlo así, rechazada y sacrificada. De lo alto de la Cruz baja súbitamente una voz, nuevo chorro de amargura en la copa rebosante del corazón virginal. «Mujer, he aquí a tu hijo», le dice Jesús, señalando a San Juan. ¡Oh conmutación!, exclama San Agustín, abrumado por el profundo misterio de estas palabras y transido de compasión por el sentimiento que produjeron en el alma de María. El primer Hijo, cuya vida acaba de sacrificar, es sustituido por otro. ¿Será posible? El dolor casi no acierta a creerlo. Tal vez ha sido una confusión, tal vez no ha oído bien; pero la voz suena de nuevo: «He aquí a tu Madre.» Ahora comprendemos por qué el evangelista, hablando del nacimiento de Jesús, nos dice que María «dio a luz a su Hijo primogénito, que le envolvió en pañales y le reclinó en un pesebre». Hay un hijo menor, que nace al pie de la Cruz, entre angustias y tinieblas: es el hombre, es la Humanidad entera, representada allí por el discípulo amado. Diríase que por un instante el primer Hijo sale de aquel corazón para dar lugar al segundo. Por virtud de aquella palabra, el corazón de María queda como vacío de Jesús, y, para hacer más sensible el misterio, Jesús ya no la llama Madre, sino fríamente: «Mujer.» No, los lazos del amor de Dios nunca pudieron romperse en el alma de María; mas no por eso dejaba de tener una realidad terrible aquella palabra de Jesús, y eso bastaba para abrir en su corazón un abismo infinito. Toda la Humanidad podrá en adelante acogerse a él como a lugar de refugio y dominio inalienable, que Dios le abría en la muchedumbre de sus misericordias.

Poco a poco se nos van revelando las maravillas que el Espíritu Santo ha escondido en aquellas palabras: «Al pie de la Cruz de Jesús estaba María, su Madre.» No era sólo una lealtad natural lo que allí la llevaba; no era la sensibilidad inconsciente y confusa; era la visión clara de una misión altísima y universal. Dios mismo la había llamado a aquel acto sublime, el más sublime y el más perfecto de la religión; no sólo como testigo, sino también como parte activa y necesaria, si había de cumplirse el plan divino de la Redención. Ciertamente, Jesús pudo estar solo, pero como no lo había estado en Belén, tampoco quiso estarlo en el Calvario. Y María aparece como sacerdotisa, como heredera, como víctima, divinamente asociada a la gran víctima de la salud, que reconcilia en su sangre al Cielo y la tierra. Víctima pura, puesto que en ella todo es inocencia y santidad; víctima delicada, en la cual todo es sensibilidad, hedía para sentir, para sufrir, para expiar, porque jamás mujer alguna tuvo un corazón tan exquisito como el suyo, tan amoroso, tan pronto a la ternura como al dolor, tan abierto a las más sutiles y profundas impresiones; víctima generosa y magnánima, puesto que es ella el tipo de la mujer fuerte, el alma esforzada y varonil, revestida de Cristo, sostenida por el Espíritu Santo y henchida de su virtud prodigiosa.

Y sobre todo esto, tenía lo que da valor y sentido y alma a toda ofrenda: el amor. Los antiguos arrojaban sus víctimas al fuego; pero cuando se trata de una víctima racional, el fuego es el amor, y el altar es el mismo corazón que se consume. Y allí está María sostenida por la fuerza de un amor que es como la savia, como el alimento, como la vida de su compasión. La compasión de María al pie de la Cruz es una obra eminente de amor. En treinta y tres años de vida íntima, su corazón no había hallado el momento propicio de expresarse, de declararse de una manera tan viva y conmovedora. Mucho había amado a Jesús, al Jesús que llevó en sus entrañas, al niño que escondió en su regazo y en cuyo rostro escrutó las alegrías y las tristezas, al jovencito en quien cada mañana veía un nuevo brillo de belleza y de virtud, al dulce predicador que arrastraba a las multitudes, que curaba a los enfermos, que rezaba entre las umbrías de los valles. Nunca, sin embargo, le amó como en aquella hora suprema: la hora de las últimas recomendaciones, de la Eucaristía, de la Pasión, de Gethsemaní, del Calvario. Tan bello, tan divino, tan adorablemente amable le parecía, que cada nueva mirada anegaba su ser en más fuertes oleadas de amor. Era un amor en el cual estábamos también nosotros con nuestras miserias, con nuestras ingratitudes, con nuestros pecados, con nuestras lágrimas, con nuestras tristezas. Dos torrentes de fuego saltaban de aquel corazón maternal: el uno para subir hasta el Cielo, el otro para envolver e iluminar a la Humanidad. «Así sea», exclamaba, pensando en la voluntad del Padre: y cuando luego extendía los ojos sobre la tierra, toda su alma se concentraba en un sí vivo, pleno, dulce, humilde, paciente y amoroso.

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