El martirio de estas dos mártires y sus compañeros describe un glorioso episodio de la historia de la Iglesia. Una página bellísima que sí tiene todos los trazos de autenticidad; una parte fue escrita por la misma mártir Perpetua, mientras estuvo en prisión, en un diario minuciosamente detallado; otra –la que refiere los martirios– la escribió un contemporáneo, y la recopilación definitiva de la Passio parece ser que la escribió Tertuliano.
Cartago es la ciudad de los hechos, en el norte de África, cerca del actual Túnez, donde tempranamente se desarrolló una floreciente comunidad cristiana. Septimio Severo fue el responsable de aquella persecución con su edicto. El tiempo, los comienzos del siglo iii, el año 203. El anfiteatro es el lugar.
Apresaron a un grupo de catecúmenos cristianos; se preparaban al bautismo con el diácono Saturo, su maestro. Revocato y Felícitas eran esclavos; también fueron apresados Saturio y Secúndulo; Vibia Perpetua era una joven matrona romana que pertenecía a la casta más alta de la sociedad, a la clase patricia, tenía veintidós años.
En las casas particulares donde estuvieron retenidos en un primer momento pudieron recibir el bautismo. Luego los llevaron a la cárcel, insoportable por la oscuridad, la estrechez y el hacinamiento; en comparación con esto, lo del olor nauseabundo era solo un accidente. Consiguieron que pudieran ser trasladados al piso alto desde donde podían ver el mar y hasta permitieron las autoridades que llevaran con su madre al bebé que todavía estaba criando Perpetua, para que pudiera darle de mamar; con esto, ella se sintió ya como una reina o princesa en su trono. Felicidad estaba embarazada de ocho meses y temía no terminar martirizada. Por aquellos días tuvo Perpetua dos visiones de las que dedujo su próximo martirio.
Así fue. Se iban a celebrar las fiestas del César Geta y la condena era cierta si no se producía en el grupo cristiano la renuncia a la fe.
La lectura del diario de Perpetua está descrita con una gran sencillez donde aparece la mezcla de firmeza en la decisión de fidelidad a Jesucristo con el patetismo lógico del momento por su situación de joven madre y por la presión esperada de su padre. Este se revela como un hombre culto, bueno, lleno de humanidad, responsable, aunque pagano; recurre al honor, a la dignidad, a la piedad con su hija; toca las fibras sensibles de Perpetua cuando le hace ver la infamia en que caerá toda la familia, o cuando le pide compasión para sus canas. Comenta a Perpetua la desgracia y deshonra que inevitablemente recaerá sobre ellos por no renegar de Cristo o al menos hacer el paripé. ¡Qué difícil se lo puso al besarle las manos o postrarse a sus pies con lágrimas! Ella no sabía hacer más que, con el corazón roto, darle ánimos, intentar infundirle valor y pedirle perdón por los males seguros que le sobrevendrían. Hasta tuvo que presenciar cómo Hilariano, el procurador, hastiado y airado al ver que la conversación del padre no conseguía cambiar la disposición de la hija, mandó arrojarlo de su presencia mientras la juzgaban y hacerlo apalear con varas.
Felicitas dio a luz a una niña tres días antes de la fecha señalada para el martirio.
Al escuchar el carcelero los quejidos del parto, comentó: «¿Qué harás cuando te expongan delante de las fieras si ahora lloras así?». Felicitas solo le dijo: «Hoy soy yo quien sufre; mañana, Cristo sufrirá por mí ya que yo sufriré por Él». A su hija la cuidaría y educaría su hermana cristiana.
Perpetua lideraba el grupo. Al acercarse la fiesta, advirtió que se les reducía la comida. Habló al jefe de la prisión y con su coquetería femenina le hizo ver que ellas deberían estar lustrosas para las fiestas del César.
Dejaron que fueran a visitarles algunas personas importantes con la esperanza de que las hicieran claudicar; pero salieron con el corazón encogido por la inocencia y juventud de las madres y llegó a contarse alguna conversión.
El día previsto van contentas al martirio. Perpetua ha tenido la alegría de que «mi hijo no me pidiera más el pecho, y que yo no me sintiera incómoda con la leche». En el anfiteatro, los hombres fueron echados a las fieras. A Perpetua y Felicidad las ataron a unas cuerdas y les soltaron un toro que las corneó y revolcó ante la malhumorada concurrencia de espectadores aburridos ante aquella crueldad, máxime cuando han visto que Perpetua, después del primer revolcón, se ha detenido a cubrir su sangrante muslo desnudo con el vestido rasgado antes que correr para defenderse de la embestida siguiente, y, en un alarde de buen humor, se ha colocado bien la horquilla del pelo –debía estar presentable, dice la Passio, el día importante de comparecer ante Jesús– para no morir desgreñada, que eso es símbolo de tristeza. No murieron ante la vaca; aún pudieron las dos mujeres despedirse con el ósculo de la paz antes de recibir el golpe de gracia del verdugo cuya mano tuvo que dirigir la misma Perpetua hacia su cuello, al advertir el nerviosismo e inexperiencia del asustado novato, que con su primer golpe solo consiguió herirla en un hombro.
La fiesta estaba presente en el calendario filocaliano de Roma en tiempos del papa Dámaso, pero el culto se perdió; como las excavaciones en Túnez descubrieron una basílica paleocristiana con el epitafio de los mártires, se restauró. Hicieron muy bien, porque este entrañable e impresionante hecho de la historia de la santidad no solo muestra la crueldad de las persecuciones romanas, sino la verdad de que ni siquiera el amor filial o paterno están antes que Dios.
Cartago es la ciudad de los hechos, en el norte de África, cerca del actual Túnez, donde tempranamente se desarrolló una floreciente comunidad cristiana. Septimio Severo fue el responsable de aquella persecución con su edicto. El tiempo, los comienzos del siglo iii, el año 203. El anfiteatro es el lugar.
Apresaron a un grupo de catecúmenos cristianos; se preparaban al bautismo con el diácono Saturo, su maestro. Revocato y Felícitas eran esclavos; también fueron apresados Saturio y Secúndulo; Vibia Perpetua era una joven matrona romana que pertenecía a la casta más alta de la sociedad, a la clase patricia, tenía veintidós años.
En las casas particulares donde estuvieron retenidos en un primer momento pudieron recibir el bautismo. Luego los llevaron a la cárcel, insoportable por la oscuridad, la estrechez y el hacinamiento; en comparación con esto, lo del olor nauseabundo era solo un accidente. Consiguieron que pudieran ser trasladados al piso alto desde donde podían ver el mar y hasta permitieron las autoridades que llevaran con su madre al bebé que todavía estaba criando Perpetua, para que pudiera darle de mamar; con esto, ella se sintió ya como una reina o princesa en su trono. Felicidad estaba embarazada de ocho meses y temía no terminar martirizada. Por aquellos días tuvo Perpetua dos visiones de las que dedujo su próximo martirio.
Así fue. Se iban a celebrar las fiestas del César Geta y la condena era cierta si no se producía en el grupo cristiano la renuncia a la fe.
La lectura del diario de Perpetua está descrita con una gran sencillez donde aparece la mezcla de firmeza en la decisión de fidelidad a Jesucristo con el patetismo lógico del momento por su situación de joven madre y por la presión esperada de su padre. Este se revela como un hombre culto, bueno, lleno de humanidad, responsable, aunque pagano; recurre al honor, a la dignidad, a la piedad con su hija; toca las fibras sensibles de Perpetua cuando le hace ver la infamia en que caerá toda la familia, o cuando le pide compasión para sus canas. Comenta a Perpetua la desgracia y deshonra que inevitablemente recaerá sobre ellos por no renegar de Cristo o al menos hacer el paripé. ¡Qué difícil se lo puso al besarle las manos o postrarse a sus pies con lágrimas! Ella no sabía hacer más que, con el corazón roto, darle ánimos, intentar infundirle valor y pedirle perdón por los males seguros que le sobrevendrían. Hasta tuvo que presenciar cómo Hilariano, el procurador, hastiado y airado al ver que la conversación del padre no conseguía cambiar la disposición de la hija, mandó arrojarlo de su presencia mientras la juzgaban y hacerlo apalear con varas.
Felicitas dio a luz a una niña tres días antes de la fecha señalada para el martirio.
Al escuchar el carcelero los quejidos del parto, comentó: «¿Qué harás cuando te expongan delante de las fieras si ahora lloras así?». Felicitas solo le dijo: «Hoy soy yo quien sufre; mañana, Cristo sufrirá por mí ya que yo sufriré por Él». A su hija la cuidaría y educaría su hermana cristiana.
Perpetua lideraba el grupo. Al acercarse la fiesta, advirtió que se les reducía la comida. Habló al jefe de la prisión y con su coquetería femenina le hizo ver que ellas deberían estar lustrosas para las fiestas del César.
Dejaron que fueran a visitarles algunas personas importantes con la esperanza de que las hicieran claudicar; pero salieron con el corazón encogido por la inocencia y juventud de las madres y llegó a contarse alguna conversión.
El día previsto van contentas al martirio. Perpetua ha tenido la alegría de que «mi hijo no me pidiera más el pecho, y que yo no me sintiera incómoda con la leche». En el anfiteatro, los hombres fueron echados a las fieras. A Perpetua y Felicidad las ataron a unas cuerdas y les soltaron un toro que las corneó y revolcó ante la malhumorada concurrencia de espectadores aburridos ante aquella crueldad, máxime cuando han visto que Perpetua, después del primer revolcón, se ha detenido a cubrir su sangrante muslo desnudo con el vestido rasgado antes que correr para defenderse de la embestida siguiente, y, en un alarde de buen humor, se ha colocado bien la horquilla del pelo –debía estar presentable, dice la Passio, el día importante de comparecer ante Jesús– para no morir desgreñada, que eso es símbolo de tristeza. No murieron ante la vaca; aún pudieron las dos mujeres despedirse con el ósculo de la paz antes de recibir el golpe de gracia del verdugo cuya mano tuvo que dirigir la misma Perpetua hacia su cuello, al advertir el nerviosismo e inexperiencia del asustado novato, que con su primer golpe solo consiguió herirla en un hombro.
La fiesta estaba presente en el calendario filocaliano de Roma en tiempos del papa Dámaso, pero el culto se perdió; como las excavaciones en Túnez descubrieron una basílica paleocristiana con el epitafio de los mártires, se restauró. Hicieron muy bien, porque este entrañable e impresionante hecho de la historia de la santidad no solo muestra la crueldad de las persecuciones romanas, sino la verdad de que ni siquiera el amor filial o paterno están antes que Dios.
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