Hacia el año 790, en Constantinopla, Teodoro, secretario del emperador, y Eudoxia tienen un hijo.
Hay por ese entonces en Oriente una peligrosa tendencia a la fiscalización por parte del emperador de las cuestiones religiosas. Esto es mala cosa; las intromisiones por parte del poder civil en el campo de la teología casi siempre tuvieron malos resultados, como testifica la historia; so pretexto de ayudar a la fe, se disimula el afán desmedido de poder y pone de manifiesto –en este caso– la clara decisión de mostrar una oposición abierta a todo lo que llegue de Roma. Se trata de la tendencia iconoclasta –el rechazo y prohibición de dar culto a las imágenes– que degenera en herejía.
Nicéforo se educa bajo la tutela celosa de su madre cuando muere en el destierro su padre. Ella se preocupó de llevarlo a los mejores maestros para que cuidaran su preparación intelectual y contribuyeran al asentamiento en su vida de los criterios morales por los que debería guiarse.
En el año 780 se inaugura un buen período de paz con la emperatriz Irene y su hijo Constantino VI. Nicéforo pasa a la corte a ocupar el puesto que de modo tan exquisito desempeñó su mismísimo padre; es nombrado Secretario general. Con la autoridad de legado imperial asiste al II concilio de Nicea que es el VII de los universales o ecuménicos, en el año 787.
La tendencia anímica de Nicéforo es la soledad. Construye a sus expensas un monasterio a orillas del Bósforo, en la parte oriental, y allí se retira para buscar una intimidad con Dios que no tenía en los palacios de la cosmópolis.
Se produce una nueva llamada a trabajar en la corte donde le añoran por su buenhacer, su honradez y bondad. Es un hombre cabal y fiable. Allá va de nuevo Nicéforo llevando consigo la nostalgia de un tiempo santo, sobrio y de paz. Vive en palacio, pero intenta como puede alternar las altas gestiones y la vida religiosa; incluso llega a hacerse cargo del hospital general de Bizancio donde tiene oportunidades sobradas de ejercitar la caridad con los que más la necesitan.
No es extraño que el pueblo le elija y el emperador lo proponga para la sede patriarcal de Constantinopla a la muerte de Tarasio. Cierto que debió vencerse la timidez para aceptar, porque buen conocimiento tenía él de cómo andaban los ánimos en las alturas y de qué manera se recibían e interpretaban las orientaciones del papa de Roma; por otra parte, su elección dejaba inevitablemente postergados a algunos aspirantes a la sede que se quedaban en segundo puesto y esto en los eclesiásticos no es fácil de asimilar; además, ni siquiera era sacerdote. Hubo que darle previamente la ordenación sacerdotal y, tras la consagración episcopal, tomó posesión de Santa Sofía el 12 de abril del 806.
El 10 de julio del año 813 corona como emperador a León V el Armeno. Este experto soldado lo hubiera hecho bien si no se hubiera entrometido a remover en cuestiones teológicas que le sobrepasaban. Volvió a resucitarse el tema de «las imágenes»; reunió en torno a sí un grupo de obispos adeptos, resentidos y ávidos de honor, que le apoyaran en sus propósitos de supeditar al poder civil la autoridad religiosa. Nicéforo no tuvo más remedio que oponerse con claridad. Un conciliábulo se reúne para intrigar. El Patriarca defiende los derechos y autoridad de la Iglesia, excomulga a los reunidos y termina desterrado por el emperador a instancia de los obispos «trepa». Con ellos se dio comienzo a la persecución de la ortodoxia católica.
Anciano, enfermo y abandonado, muere Nicéforo el 2 de junio del año 829 –día de su fiesta en la Iglesia Oriental– en el monasterio que construyó en el Bósforo. Repuesta su memoria, se trasladaron sus restos a la basílica de los Santos Apóstoles de Bizancio el 13 de marzo del 829 –fiesta en la Iglesia latina–.
Mala es la manipulación de la Iglesia para aumento de poder; sin disculpar, se puede llegar a comprender humanamente en un ambicioso emperador. Pero la existencia de obispos despreocupados de su misión apostólica y condescendientes con sus bajas pasiones, anhelando no se sabe muy bien qué interés humano, pone a prueba la fe. Líbranos para siempre, san Nicéforo, de obispos enredadores.
Hay por ese entonces en Oriente una peligrosa tendencia a la fiscalización por parte del emperador de las cuestiones religiosas. Esto es mala cosa; las intromisiones por parte del poder civil en el campo de la teología casi siempre tuvieron malos resultados, como testifica la historia; so pretexto de ayudar a la fe, se disimula el afán desmedido de poder y pone de manifiesto –en este caso– la clara decisión de mostrar una oposición abierta a todo lo que llegue de Roma. Se trata de la tendencia iconoclasta –el rechazo y prohibición de dar culto a las imágenes– que degenera en herejía.
Nicéforo se educa bajo la tutela celosa de su madre cuando muere en el destierro su padre. Ella se preocupó de llevarlo a los mejores maestros para que cuidaran su preparación intelectual y contribuyeran al asentamiento en su vida de los criterios morales por los que debería guiarse.
En el año 780 se inaugura un buen período de paz con la emperatriz Irene y su hijo Constantino VI. Nicéforo pasa a la corte a ocupar el puesto que de modo tan exquisito desempeñó su mismísimo padre; es nombrado Secretario general. Con la autoridad de legado imperial asiste al II concilio de Nicea que es el VII de los universales o ecuménicos, en el año 787.
La tendencia anímica de Nicéforo es la soledad. Construye a sus expensas un monasterio a orillas del Bósforo, en la parte oriental, y allí se retira para buscar una intimidad con Dios que no tenía en los palacios de la cosmópolis.
Se produce una nueva llamada a trabajar en la corte donde le añoran por su buenhacer, su honradez y bondad. Es un hombre cabal y fiable. Allá va de nuevo Nicéforo llevando consigo la nostalgia de un tiempo santo, sobrio y de paz. Vive en palacio, pero intenta como puede alternar las altas gestiones y la vida religiosa; incluso llega a hacerse cargo del hospital general de Bizancio donde tiene oportunidades sobradas de ejercitar la caridad con los que más la necesitan.
No es extraño que el pueblo le elija y el emperador lo proponga para la sede patriarcal de Constantinopla a la muerte de Tarasio. Cierto que debió vencerse la timidez para aceptar, porque buen conocimiento tenía él de cómo andaban los ánimos en las alturas y de qué manera se recibían e interpretaban las orientaciones del papa de Roma; por otra parte, su elección dejaba inevitablemente postergados a algunos aspirantes a la sede que se quedaban en segundo puesto y esto en los eclesiásticos no es fácil de asimilar; además, ni siquiera era sacerdote. Hubo que darle previamente la ordenación sacerdotal y, tras la consagración episcopal, tomó posesión de Santa Sofía el 12 de abril del 806.
El 10 de julio del año 813 corona como emperador a León V el Armeno. Este experto soldado lo hubiera hecho bien si no se hubiera entrometido a remover en cuestiones teológicas que le sobrepasaban. Volvió a resucitarse el tema de «las imágenes»; reunió en torno a sí un grupo de obispos adeptos, resentidos y ávidos de honor, que le apoyaran en sus propósitos de supeditar al poder civil la autoridad religiosa. Nicéforo no tuvo más remedio que oponerse con claridad. Un conciliábulo se reúne para intrigar. El Patriarca defiende los derechos y autoridad de la Iglesia, excomulga a los reunidos y termina desterrado por el emperador a instancia de los obispos «trepa». Con ellos se dio comienzo a la persecución de la ortodoxia católica.
Anciano, enfermo y abandonado, muere Nicéforo el 2 de junio del año 829 –día de su fiesta en la Iglesia Oriental– en el monasterio que construyó en el Bósforo. Repuesta su memoria, se trasladaron sus restos a la basílica de los Santos Apóstoles de Bizancio el 13 de marzo del 829 –fiesta en la Iglesia latina–.
Mala es la manipulación de la Iglesia para aumento de poder; sin disculpar, se puede llegar a comprender humanamente en un ambicioso emperador. Pero la existencia de obispos despreocupados de su misión apostólica y condescendientes con sus bajas pasiones, anhelando no se sabe muy bien qué interés humano, pone a prueba la fe. Líbranos para siempre, san Nicéforo, de obispos enredadores.
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