lunes, 8 de marzo de 2021

San Juan de Dios

Nació en Montemayor, población de Évora, en Portugal, en 1485, en una familia sólidamente cristiana. Andrés Ciudad fue su padre y su madre se llamaba Teresa Duarte. Abandonó la casa paterna para vivir en España, sin saber muy bien la causa que motivó el traslado cuando aún era un niño. En Oropesa (Toledo) estuvo viviendo bajo los cuidados del acomodado Francisco Mayoral como pastor de sus rebaños hasta que Juan decidió hacerse soldado para luchar contra Francisco I de Francia en un primer arrebato; luego se fue a pelear contra el turco Solimán II en el corazón de Europa, en Austria y Hungría. Parece que la milicia le descarrió.

Volvió a Oropesa; habían muerto sus padres y desde entonces vivió en España: en Ayamonte, sirviendo a los enfermos en un hospital, en Sevilla como pastor; en Ceuta, ayudando a la familia de D. Luis Almeida; en Gibraltar, vendiendo libros; y en Granada, haciéndose santo.

Un día que escuchaba una predicación de Juan de Ávila, se sintió tan tocado de la gracia que la reacción fue de haberse vuelto loco. Gritó «¡Misericordia, Señor!» y comenzó a golpearse la cabeza contra el suelo, a tirarse de los pelos, a mesarse la barba y a arrancarse las cejas. Era el día de san Sebastián de 1537. Salió corriendo de la iglesia a su pequeña tienda, regaló los libros, se desvistió la ropa mejor que llevaba, cambiándola por la más usada y, hecho una facha, se confesó con el padre Ávila, para comenzar una vida nueva.

Comenzó a meterse en los lodazales y a revolcarse en ellos, saltaba y gritaba por las calles con el deseo propuesto de que lo tomasen por loco, buscaba el desprecio de la gente y ansiaba que le gritasen por las calles los chicos juguetones, que le tirasen piedras y le corriesen con las voces de «¡al loco!, ¡al loco!».

Tanto fue el revuelo social que lo encerraron en el manicomio donde los loqueros le ajustaban las cuentas con látigos y cuerdas, que por entonces era el remedio óptimo para calmar los ánimos exaltados de los dementes. Pero era un loco especial; del mismo modo que aguantaba hasta con un «gracias» los palos, protestaba enérgicamente cuando empleaban el mismo sistema para los compañeros de encierro por su enajenación.

Probado que su mal psíquico no era desajuste mental, sino un deseo práctico de expiar-imitar-predicar-anhelar en que andaba por medio Jesucristo con su revolución, poniendo al mundo patas arriba, y entendiendo la vida de modo diverso al conformismo de los que le son fieles, se le puso en libertad.

En algunas de sus cartas aparece la referencia de su vida hasta que se murió: «... en esta casa (en el hospital que fundó) se reciben generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, ansí que ay tollidos, mancos, leprosos, mudos, locos, perláticos, tiñosos, y otros muy viejos y muy niños...»; y en otra: «cada día se me recresen las necesidades y angustias y en demás agora y en de cada día mucho más ansí de deudas como de pobres que vienen muchos desnudos y descalzos y llagados y llenos de piojos que ha menester un hombre o dos que no haga más que escaldar piojos en una caldera hirviendo y que este trabajo será de aquí adelante todo el invierno».

Aunque fue maestro de almas, Juan nunca llegó al sacerdocio. Todo lo que pudo hacer por él el obispo Don Sebastián Ramírez de Fuenleal –presidente entonces de Granada– fue mandar hacerle una especie de hábito, que él mismo le impuso, para que se cubriera, cuando daba su ropa a los mendigos cambiándola por sus andrajos, y mudarle el nombre de Juan Ciudad por el de Juan de Dios.

Pedía limosna para sus pobres con toda naturalidad; hasta caminó a la Corte de Valladolid, pidiendo a Felipe II recursos para sus enfermos, quedando el piadoso rey y los cortesanos –quizá no tanto– admirados por la entrega heroica e ininterrumpida de aquel hombre de Dios, que era muy capaz de echar sobre sus hombros a los enfermos más repugnantes para cuidarlos en su hospital, y que no dejaba de echar una mano a las viudas necesitadas, a los campesinos arruinados, a las prostitutas, o a los estudiantes en apuros.

Anécdotas de su vida y obra las hay sin cuento. Conversiones, muchas; llamativa la de los dos primeros religiosos de su Orden, Antón Martín y Pedro Velasco, que eran enemigos irreconciliables entre sí, pero que se vieron arrastrados por las virtudes del santo. Hechos prodigiosos... basten dos tan serios como el hecho de que, en el incendio del Hospital Real de Granada, estuviera entre el fuego sacando enfermos sin que las llamas le tocasen, y que en una ocasión se le apareciera el mismo Jesucristo en forma de pobre.

El 8 de marzo de 1550 murió ‘desvencijado’, así lo expresa su biógrafo. Con no muchos años, cincuenta y cinco, dejó la estela de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios para seguir su estilo. Se fue consumido por sus penitencias extremas y por el trabajo. Confesó con gran fervor y humildad, cuando se vio que la máquina ya no daba para más; pidió que le llevaran el Santísimo, pero no pudo comulgar por ser imposible ingerir ningún alimento. Se incorporó como pudo, se abrazó a un crucifijo y en voz alta dijo: «Jesús, Jesús, a tus manos me encomiendo».

Lo canonizó Inocencio XII el 15 de julio de 1691.

¿Era locura la primera, cuando saltaba, gritaba, corría y disparataba doce años atrás? ¿O solo locura la segunda, al dedicar todo su esfuerzo a las necesidades de los más enfermos, pobres y desasistidos? ¿Es la misma o distinta demencia? ¿O ninguna es chifladura? ¿Fue el perturbado cuerdo y los razonables estaban desequilibrados? Quizá también exista un término medio, pero cada uno tendremos que ver dónde está la referencia, porque Juan de Dios se comporta como un revulsivo implacable.

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