En Camerino, del Piceno, en Italia, beato Juan de Parma Buralli, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, a quien el papa Inocencio IV envió como legado a los griegos, para restaurar su comunión con los latinos.
Natural de Parma, ingresó en los franciscanos. Fue enviado a París para proseguir sus estudios y, después de haber sido ordenado, se le envió a enseñar y predicar en Bolonia, Nápoles y Roma. Su elocuencia arrastraba multitudes a sus sermones y grandes personajes se congregaban para escucharle.
Fue elegido séptimo Ministro general de los franciscanos (1247-1257). Sabemos que era fuerte y robusto, de manera que podía soportar grandes fatigas, de apariencia dulce y atrayente, de modales educados y lleno de caridad. Fue el primer superior general que visitó toda la Orden, y siempre viajó a pie. Fuera de los conventos no permitió que nadie conociera su identidad y era tan humilde y modesto que, al llegar a una casa, con frecuencia ayudaba a los hermanos a lavar verduras en la cocina.
Visitó las provincias franciscanas de varios países y fue enviado a Constantinopla como legado papal de Inocencio IV para conseguir la unión de la iglesia latina y la griega. Poco después del regreso de Juan de Parma de su misión como legado papal, los problemas estallaron en París, adonde él había enviado a san Buenaventura como uno de los mejores estudiantes de los frailes menores. Guillermo de Saint Amour, un doctor seglar de la universidad, había levantado una tormenta contra las órdenes mendicantes, atacándolas en un provocativo libelo. El beato Juan fue a París y, se dice que habló a los profesores universitarios en términos tan persuasivos y humildes, que todos quedaron convencidos y que el doctor que debía responder, solamente pudo decir: "¡Bendito seas y benditas sean tus palabras!". Calmada la tormenta, el superior general se entregó a la restauración de la disciplina. Aun antes de su partida para el oriente, ya había tenido un capítulo General en Metz, donde se habían tomado medidas para asegurar la exacta observancia de las reglas y constituciones y para insistir en que se apegaran estrictamente al breviario y al misal romano. Obtuvo varias bulas papales que lo apoyaban; el Papa Inocencio IV entregó a la Orden el convento de Ara Coeli en Roma, que se convirtió en la residencia del superior general.
A pesar de todos sus esfuerzos, el beato Juan encontró amarga oposición, en parte causada por sus tendencias joaquimistas. Llegó a convencerse de que no era capaz de llevar hasta el final las reformas que creía eran esenciales. No está claro si actuó espontáneamente o por obediencia a la presión ejercida sobre él por la curia papal, pero él renunció a su cargo en Roma, en 1257, y cuando se le pidió que nombrara un sucesor, escogió a san Buenaventura.
Juan se retiró entonces a la ermita de Greccio. Estuvo los últimos treinta años de su vida en el retiro, del que solamente salió dos o tres veces, llamado por el Papa. Cuando Juan, ya un anciano de ochenta años, supo que los griegos habían caído nuevamente en el cisma, suplicó que se le permitiera ir otra vez a discutir con ellos. Obtuvo la anuencia del Papa y partió, pero al entrar en Camerino se dio cuenta de que iba a morir y dijo a sus compañeros: "Este es el lugar de mi descanso". Aprobó su culto Pío VI el 1 de marzo de 1777.
Natural de Parma, ingresó en los franciscanos. Fue enviado a París para proseguir sus estudios y, después de haber sido ordenado, se le envió a enseñar y predicar en Bolonia, Nápoles y Roma. Su elocuencia arrastraba multitudes a sus sermones y grandes personajes se congregaban para escucharle.
Fue elegido séptimo Ministro general de los franciscanos (1247-1257). Sabemos que era fuerte y robusto, de manera que podía soportar grandes fatigas, de apariencia dulce y atrayente, de modales educados y lleno de caridad. Fue el primer superior general que visitó toda la Orden, y siempre viajó a pie. Fuera de los conventos no permitió que nadie conociera su identidad y era tan humilde y modesto que, al llegar a una casa, con frecuencia ayudaba a los hermanos a lavar verduras en la cocina.
Visitó las provincias franciscanas de varios países y fue enviado a Constantinopla como legado papal de Inocencio IV para conseguir la unión de la iglesia latina y la griega. Poco después del regreso de Juan de Parma de su misión como legado papal, los problemas estallaron en París, adonde él había enviado a san Buenaventura como uno de los mejores estudiantes de los frailes menores. Guillermo de Saint Amour, un doctor seglar de la universidad, había levantado una tormenta contra las órdenes mendicantes, atacándolas en un provocativo libelo. El beato Juan fue a París y, se dice que habló a los profesores universitarios en términos tan persuasivos y humildes, que todos quedaron convencidos y que el doctor que debía responder, solamente pudo decir: "¡Bendito seas y benditas sean tus palabras!". Calmada la tormenta, el superior general se entregó a la restauración de la disciplina. Aun antes de su partida para el oriente, ya había tenido un capítulo General en Metz, donde se habían tomado medidas para asegurar la exacta observancia de las reglas y constituciones y para insistir en que se apegaran estrictamente al breviario y al misal romano. Obtuvo varias bulas papales que lo apoyaban; el Papa Inocencio IV entregó a la Orden el convento de Ara Coeli en Roma, que se convirtió en la residencia del superior general.
A pesar de todos sus esfuerzos, el beato Juan encontró amarga oposición, en parte causada por sus tendencias joaquimistas. Llegó a convencerse de que no era capaz de llevar hasta el final las reformas que creía eran esenciales. No está claro si actuó espontáneamente o por obediencia a la presión ejercida sobre él por la curia papal, pero él renunció a su cargo en Roma, en 1257, y cuando se le pidió que nombrara un sucesor, escogió a san Buenaventura.
Juan se retiró entonces a la ermita de Greccio. Estuvo los últimos treinta años de su vida en el retiro, del que solamente salió dos o tres veces, llamado por el Papa. Cuando Juan, ya un anciano de ochenta años, supo que los griegos habían caído nuevamente en el cisma, suplicó que se le permitiera ir otra vez a discutir con ellos. Obtuvo la anuencia del Papa y partió, pero al entrar en Camerino se dio cuenta de que iba a morir y dijo a sus compañeros: "Este es el lugar de mi descanso". Aprobó su culto Pío VI el 1 de marzo de 1777.
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