Es un hecho que en nuestros días la Cuaresma es para algunos objetos de mofa, para muchos un absurdo, y para muchos más todavía un enigma. Incapaces de entrar en el espíritu de la Iglesia, no aciertan a comprender el sentido profundo de esta fase del año litúrgico, que a ellos se les antoja una sombra austera sobre las alegrías del vivir. El hombre animal, decía el Apóstol, no comprende las cosas del Espíritu, porque son una locura para él.
No faltan tampoco quienes se llenan de terror ante la cara escuálida de doña Cuaresma, como decía Juan Ruiz; aunque hay que reconocer que en nuestros días doña Cuaresma no tiene ya el mismo gesto severo y desabrido quien tiempo del Arcipreste de Hita. Estos espíritus pusilánimes tienen seguramente buena voluntad, pero no la suficiente para entrar en este tiempo con generosidad y alegría. Sus ojos miopes no ven más que las austeridades y las renuncias; el mundo maravilloso de ideas y de anhelos que se extiende más allá no existe para ellos. Ese mundo es lo único que puede justificar los ayunos y las penitencias, mundo de realidades y misterios; las alegrías de la vida penitente, que tanto deleitaban a San Pedro de Alcántara; el encanto de la tristeza, según Dios, que recomendaba San Pablo a los corintios; los goces de la luz interior, de que hablaba San Agustín en un sermón pronunciado el Miércoles de Ceniza.
Si la abstinencia fuese el fin de la Cuaresma, pudiera, ciertamente, parecemos larga y pesada; pero un cristiano curioso de Dios, deseoso de entrar en comunicación con su Madre la Iglesia, tiene de su fisonomía otra idea más exacta y atrayente. El conoce aquellos tres maravillosos efectos del ayuno que recuerda el prefacio de las misas cuaresmales: «Vitia comprimis, mentem elevas, virtutem largiris et premia.» Purifica el corazón, extingue las pasiones, sanea la tierra del alma; levanta el espíritu, ennoblece las ideas. Dispone para la contemplación; fecunda el alma, la hermosea con la gracia, hace de ella un huerto rico de flores y de frutos, un paraíso de Dios. Tal es el profundo sentido de lo que la Iglesia llama en su liturgia «el Sacramento cuadragesimal» o, como se dice en una colecta, «el ayuno solemne, instituido saludablemente para curar las almas y los cuerpos». Ayunar con el único objeto de afligir la carne sólo puede ser propio de religiones que, como la de Prisciliano, enseñaban que el cuerpo y todo este mundo de la materia son obra del principio del mal. Se trata de aligerar el cuerpo para que no impida los vuelos del alma, de abrir al espíritu más amplias ventanas hacia lo eterno, de prepararse con un ejercicio intensivo, con cuarenta días de maniobras espirituales, a la celebración de los grandes misterios de nuestra redención. ¡Con que alegría tan íntima contemplarán nuestros ojos purificados los inefables fulgores de la mañana pascual!
Desde el principio de Cuaresma, la liturgia descubre a nuestra vista esa meta gloriosa: «Dies venit, dies tua», dice un himno cuaresmal. «He aqui que se acerca tu día, el día en que todo reflorece.» Para que nosotros reflorezcamos también es preciso «que preparemos un camino real a Cristo triunfador por medio de la fe». Y así la vida recogida del cristiano durante la Cuaresma nos recuerda la vida física en estos días que preceden a la primavera. La savia empieza a renovar los vasos misteriosos de las plantas. Entre las raíces y la tierra se hace la adherencia más íntima, más vital. Pero la naturaleza no se apresura; trabaja en silencio, lentamente, con una prudencia que exaspera a los espíritus deseosos de verla cuanto antes vestida de todo su esplendor. Aunque sea contrariando nuestras impaciencias poco razonables, el hielo vendrá cada mañana para regular el movimiento de la vida que se despierta.
La vida del alma necesita también este trabajo silencioso. Esta escondida adherencia a la fuente de toda la vida. Por eso, toda la liturgia de la Cuaresma tiende a concentrar e intensificar esa fuerza vital, que en eso se parece a los vinos añejos. Es muy fácil ponerse un traje nuevo el día de Pascua, ir a la iglesia y recibir los sacramentos; pero lo es menos apropiarse la gracia pascual, vestirse de la nueva vida de Cristo y convertir el acontecimiento histórico de su Resurrección en una realidad interior. Y, sin embargo, sólo así viviremos una nueva primavera de nuestra existencia espiritual. Después que la fe y el amor hayan extendido sus raíces a través de nuestro ser, sentiremos la explosión de la savia que brota incoercible, y entonces, «nuevos por el perdón—dice un himno de este tiempo—, cantaremos un cántico nuevo».
Esta vivencia íntima, este programa de reflexión religiosa, nos salen al paso en los textos litúrgicos desde el principio de la Cuaresma. La comunión del Miércoles de Ceniza nos lo exige como una condición necesaria para que la semilla germine en nuestro interior. El que meditare en la Ley del Señor noche y día, ése dará fruto a su tiempo. La colecta del mismo día nos indica que para que esa meditación sea provechosa, debemos vivir en la atmósfera de una «devoción segura». La tranquilidad, la quietud nos ayudarán a profundizar en nuestro pensamiento religioso. En el alma, como en un estanque, no se verá el fondo si la superficie está en movimiento. Debemos retirarnos al fondo de nuestro ser, como la araña al centro de su tela; y allí, como dice un himno, beber alegres la embriaguez sobria del espíritu. En el sosiego activo del castillo interior, limpiaremos nuestra alma, y aparecerá en ella la imagen de Dios; como aparece la efigie de una moneda antigua quitando el polvo que la ocultaba.
No faltan tampoco quienes se llenan de terror ante la cara escuálida de doña Cuaresma, como decía Juan Ruiz; aunque hay que reconocer que en nuestros días doña Cuaresma no tiene ya el mismo gesto severo y desabrido quien tiempo del Arcipreste de Hita. Estos espíritus pusilánimes tienen seguramente buena voluntad, pero no la suficiente para entrar en este tiempo con generosidad y alegría. Sus ojos miopes no ven más que las austeridades y las renuncias; el mundo maravilloso de ideas y de anhelos que se extiende más allá no existe para ellos. Ese mundo es lo único que puede justificar los ayunos y las penitencias, mundo de realidades y misterios; las alegrías de la vida penitente, que tanto deleitaban a San Pedro de Alcántara; el encanto de la tristeza, según Dios, que recomendaba San Pablo a los corintios; los goces de la luz interior, de que hablaba San Agustín en un sermón pronunciado el Miércoles de Ceniza.
Si la abstinencia fuese el fin de la Cuaresma, pudiera, ciertamente, parecemos larga y pesada; pero un cristiano curioso de Dios, deseoso de entrar en comunicación con su Madre la Iglesia, tiene de su fisonomía otra idea más exacta y atrayente. El conoce aquellos tres maravillosos efectos del ayuno que recuerda el prefacio de las misas cuaresmales: «Vitia comprimis, mentem elevas, virtutem largiris et premia.» Purifica el corazón, extingue las pasiones, sanea la tierra del alma; levanta el espíritu, ennoblece las ideas. Dispone para la contemplación; fecunda el alma, la hermosea con la gracia, hace de ella un huerto rico de flores y de frutos, un paraíso de Dios. Tal es el profundo sentido de lo que la Iglesia llama en su liturgia «el Sacramento cuadragesimal» o, como se dice en una colecta, «el ayuno solemne, instituido saludablemente para curar las almas y los cuerpos». Ayunar con el único objeto de afligir la carne sólo puede ser propio de religiones que, como la de Prisciliano, enseñaban que el cuerpo y todo este mundo de la materia son obra del principio del mal. Se trata de aligerar el cuerpo para que no impida los vuelos del alma, de abrir al espíritu más amplias ventanas hacia lo eterno, de prepararse con un ejercicio intensivo, con cuarenta días de maniobras espirituales, a la celebración de los grandes misterios de nuestra redención. ¡Con que alegría tan íntima contemplarán nuestros ojos purificados los inefables fulgores de la mañana pascual!
Desde el principio de Cuaresma, la liturgia descubre a nuestra vista esa meta gloriosa: «Dies venit, dies tua», dice un himno cuaresmal. «He aqui que se acerca tu día, el día en que todo reflorece.» Para que nosotros reflorezcamos también es preciso «que preparemos un camino real a Cristo triunfador por medio de la fe». Y así la vida recogida del cristiano durante la Cuaresma nos recuerda la vida física en estos días que preceden a la primavera. La savia empieza a renovar los vasos misteriosos de las plantas. Entre las raíces y la tierra se hace la adherencia más íntima, más vital. Pero la naturaleza no se apresura; trabaja en silencio, lentamente, con una prudencia que exaspera a los espíritus deseosos de verla cuanto antes vestida de todo su esplendor. Aunque sea contrariando nuestras impaciencias poco razonables, el hielo vendrá cada mañana para regular el movimiento de la vida que se despierta.
La vida del alma necesita también este trabajo silencioso. Esta escondida adherencia a la fuente de toda la vida. Por eso, toda la liturgia de la Cuaresma tiende a concentrar e intensificar esa fuerza vital, que en eso se parece a los vinos añejos. Es muy fácil ponerse un traje nuevo el día de Pascua, ir a la iglesia y recibir los sacramentos; pero lo es menos apropiarse la gracia pascual, vestirse de la nueva vida de Cristo y convertir el acontecimiento histórico de su Resurrección en una realidad interior. Y, sin embargo, sólo así viviremos una nueva primavera de nuestra existencia espiritual. Después que la fe y el amor hayan extendido sus raíces a través de nuestro ser, sentiremos la explosión de la savia que brota incoercible, y entonces, «nuevos por el perdón—dice un himno de este tiempo—, cantaremos un cántico nuevo».
Esta vivencia íntima, este programa de reflexión religiosa, nos salen al paso en los textos litúrgicos desde el principio de la Cuaresma. La comunión del Miércoles de Ceniza nos lo exige como una condición necesaria para que la semilla germine en nuestro interior. El que meditare en la Ley del Señor noche y día, ése dará fruto a su tiempo. La colecta del mismo día nos indica que para que esa meditación sea provechosa, debemos vivir en la atmósfera de una «devoción segura». La tranquilidad, la quietud nos ayudarán a profundizar en nuestro pensamiento religioso. En el alma, como en un estanque, no se verá el fondo si la superficie está en movimiento. Debemos retirarnos al fondo de nuestro ser, como la araña al centro de su tela; y allí, como dice un himno, beber alegres la embriaguez sobria del espíritu. En el sosiego activo del castillo interior, limpiaremos nuestra alma, y aparecerá en ella la imagen de Dios; como aparece la efigie de una moneda antigua quitando el polvo que la ocultaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario