viernes, 16 de octubre de 2020

San Gerardo Mayela

En Muro, de Lucania, san Gerardo Mayela, religioso de la Congregación del Santísimo Redentor, que, lleno de amor por Dios, abrazó un género de vida austera y, consumido por el celo por Dios y las almas, aún joven descansó en el Señor.

Nació en Muro Lucano (Potenza-Italia). Su padre era sastre. Se cuenta de él, que desde pequeño tenía relaciones con el Niño Jesús, que desde el oratorio de Capodigiano, le entregaba un pan todos los días. Quiso hacerse capuchino pero no le dejaron, por ser demasiado delgado; así que entró en los Redentoristas en 1732, que por aquel tiempo había fundado san Alfonso María de Ligorio, y como no tenía letras fue hermano converso, buscando siempre su propia perfección espiritual. Su familia no quería que fuera religioso, así que se escapó de casa, siguiendo a los Redentoristas, que habían predicado en Muro, dejando una nota que decía: “Madre, perdóname; voy a hacerme santo”. 

Cuando logró alcanzar a los misioneros, el padre Cáfaro no fue capaz de hacer otra cosa que enviarlo al noviciado de Deliceto, Foggia, con esta nota para el superior: “Ahí le envío un hermano inútil, una boca más que alimentar; pero no he podido desentenderme de él”. Durante el noviciado fue nombrado sacristán y sastre, porque el trabajo en el campo le resultaba muy fatigoso. Su vida estuvo polarizada en la devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen de la Consolación. En 1752, profesaba como hermano coadjutor.

En 1753 comenzó a tomar parte en la actividad misionera de los Redentoristas en Campania, Basilicata y Apulia, con Deliceto, Foggia, Potenza, Nápoles y Materdomini, como centros más representativos. En este trabajo, que duró los tres últimos años de su vida, resaltó su celo apostólico, penitencias corporales, oración y don taumatúrgico. Fomentó las vocaciones religiosas. Llegó a ser -cosa insólita para un hermano lego sin formación académica- consejero espiritual de las monjas carmelitas de Ripacandida, de las benedictinas de Corato de Atella y de María Celeste Crostarosa.

Una joven, le acuso calumniosamente. Él no se defendió. San Alfonso, creyéndole culpable, le prohibió la comunión y toda relación con las personas fuera del convento. Lo trasladó a un pueblecito cerca de Avellino. Gerardo, pensaba, que si Dios hubiera querido demostrar su inocencia, ninguno lo hubiera hecho mejor que Él, y por eso no dijo nada. Sufrió por no poder comunicarse, pero se calló; "Después de todo -el decía- basta que yo tenga a Dios en mi corazón". Él conocía bien las tentaciones de Satanás, y la única manera que conocía para vencerle era la humildad; por esto dejó que todos lo humillaran. Un día la mujer, que lo había calumniado, desmintió todas las acusaciones. Alfonso llamó a Gerardo; "¿Por qué, te has dejado calumniar así?" "Porque -respondió Gerardo- nuestra regla prohíbe la justificación, además era una buena ocasión para hacerme santo. Si la perdía, la perdía para siempre". 

En Materdomini, hizo de sastre, de portero, y de recolector de limosnas para los pobres. Atendió de modo especial a los mendigos que acudían al convento a causa de la gran carestía de 1754-1755. Lo llamaban “padre de los pobres”.

Sus superiores le impusieron escribir sus exámenes de conciencia y dejó escrito: "Si yo me pierdo, pierdo a Dios, y ¿qué me queda de perder, si pierdo a Dios?" Murió de tuberculosis en Materdomini a los 29 años diciendo "Dios ha muerto por mí. Si a Él le gusta, yo quisiera morir por Él". Sobre su tumba se ha erigido un santuario que es lugar de peregrinación. Fue canonizado en 1904 por san Pío X.

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