Nació en La Torre de Esteban Hambrán (Toledo) en el seno de una familia de humildes agricultores. En 1886 vistió el hábito franciscano en Pastrana. Hizo su profesión temporal en 1887. Estudió el trienio de filosofía en los conventos de Pastrana y de La Puebla de Montalbán, y emitió en este último su profesión solemne en 1890. Pasó entonces al convento de Consuegra para los estudios de teología. Allí cursó el primero, y los restantes en Belmonte. En esos años de su formación, mostró gran aplicación y virtud. En la inundación sucedida en Consuegra en 1991 fue el que más cadáveres rescató y llevó al cementerio cargados sobre sus hombros. En la marcha de protesta contra el Guardián iniciada por los jóvenes en Belmonte en 1894, Fr. Félix se sumó en un principio, pero se volvió desde las puertas del convento. Fue ordenado sacerdote en 1894.
Ese mismo año fue enviado a Filipinas con otros compañeros. Empezó a ejercer su ministerio como coadjutor en la isla de Polillo, de donde pasó a ser párroco y en donde le sorprendió la lucha de independencia filipina. Entonces fue hecho prisionero con su coadjutor. Pasó casi dieciséis meses de prisión con grandes penalidades de hambre, marchas a pie con calor y lluvias, junto con otros religiosos, que, liberados en 1899, fueron llevados a Manila. Cuando se normalizó la situación, reemprendió la actividad apostólica en la isla de Samar. De octubre de 1913 a mayo de 1914 vivió en el convento del Santo Sepulcro, en Jerusalén. Volvió a España y fue destinado por tres años como vicario a la comunidad de Pastrana, sede del noviciado. En 1919 regresó a Filipinas y trabajó en varias parroquias de Samar y en la de Bay (Laguna) hasta 1930. Atendiendo a todo, cuidaba de modo especial la catequesis, la administración de sacramentos y las visitas diarias a los enfermos.
Volvió a España a finales de 1933 y fue destinado al convento de Pastrana, en donde vivió hasta su muerte. Esos dos últimos años y medio realizó una gran misión entre sus hermanos, casi todos jóvenes. Era un testigo viviente, un modelo vivo, un testimonio acrisolado de lo que es una vida entregada por entero a la gloria de Dios y al bien espiritual del prójimo. A todos les cautivaba su piedad intensa, su sencillez y alegría en el trato con los más jóvenes, su buen corazón, el dominio de su temperamento apasionado, su prontitud en los actos comunes, su disposición para oír en confesión a cualquiera que se lo pidiese. Su atención a los enfermos era tan solícita que era considerado como el apóstol de los enfermos. El P. Pinto, personalidad singular y vigorosa, supo aunar las dos virtudes de la tradición franciscana alcantarina en la que fue educado: la piedad y la acción misionera.
La comunidad franciscana de Pastrana, en donde vivía el P. Félix en julio de 1936, tuvo que abandonar el convento cuatro días después de comenzar la guerra civil española. Los religiosos fueron acogidos por diversas familias del pueblo. Cinco días más tarde, el 27 de julio, el convento fue asaltado por milicianos de la República. El P. Pinto fue recibido en la casa de unos familiares de otro franciscano y estuvo en ella hasta finales de agosto. Ante el anuncio de un registro por parte de milicianos de Madrid, el P. Félix se fue al campo y se ocultaba en una choza. Visto en las inmediaciones de la misma el día 2 ó 3 de septiembre, fue delatado. Las autoridades mandaron a cuatro jóvenes a detenerle. Éstos lo llevaron al pueblo entre burlas y malos tratos, pronunciando blasfemias y conminándole a que las repitiese. Él replicaba: “¡Qué horror! ¡Qué horror! ¡Matadme, pero yo eso no lo digo!”.
Llegados al pueblo, le pasaron por una taberna, en donde siguieron maltratándole, intentando inútilmente hacerle blasfemar y que bebiese vino. El alcalde mandó que le subiesen al Ayuntamiento y de ahí al antiguo convento de San Francisco, que hacía de cárcel. En la tarde del día 6, unos milicianos se presentaron en la misma y empezaron a hablar contra la religión. El P. Pinto la defendió con toda energía y terminó la discusión diciendo: “Pues yo nací creyendo en Dios, vivo creyendo en Dios, y moriré creyendo en Dios”. No fue asesinado en ese instante porque estaba presente el alcalde. Pero a ello siguió una reunión de los milicianos con el alcalde en la que decidieron matar al P. Félix esa misma noche.
Hacia la medianoche lo sacaron de la cárcel y se lo llevaron en un coche en donde iban los milicianos y el alcalde. Por el trayecto, entre los insultos y groserías de éstos, él musitaba oraciones. Salidos del término municipal de Pastrana, y ya en el de Hueva, en un lugar cercano a la cañada llamada La Galiana, le hicieron bajar del coche y le ordenaron caminar por la carretera. Apenas se había retirado unos metros, el alcalde y los milicianos le dispararon por la espalda. Mientras caía, aún tuvo fuerzas y espíritu para clamar: “¡Yo os perdono! ¡Viva Cristo Rey!”. Los verdugos le dieron el tiro de gracia y lo arrastraron a la cuneta. Era la madrugada del 7 de septiembre de 1936. El mismo día fue sepultado en el cementerio de Hueva y allí permaneció hasta que el 9 de octubre de 1989 fue trasladado a la iglesia franciscana de San Juan de los Reyes en Toledo.
Ese mismo año fue enviado a Filipinas con otros compañeros. Empezó a ejercer su ministerio como coadjutor en la isla de Polillo, de donde pasó a ser párroco y en donde le sorprendió la lucha de independencia filipina. Entonces fue hecho prisionero con su coadjutor. Pasó casi dieciséis meses de prisión con grandes penalidades de hambre, marchas a pie con calor y lluvias, junto con otros religiosos, que, liberados en 1899, fueron llevados a Manila. Cuando se normalizó la situación, reemprendió la actividad apostólica en la isla de Samar. De octubre de 1913 a mayo de 1914 vivió en el convento del Santo Sepulcro, en Jerusalén. Volvió a España y fue destinado por tres años como vicario a la comunidad de Pastrana, sede del noviciado. En 1919 regresó a Filipinas y trabajó en varias parroquias de Samar y en la de Bay (Laguna) hasta 1930. Atendiendo a todo, cuidaba de modo especial la catequesis, la administración de sacramentos y las visitas diarias a los enfermos.
Volvió a España a finales de 1933 y fue destinado al convento de Pastrana, en donde vivió hasta su muerte. Esos dos últimos años y medio realizó una gran misión entre sus hermanos, casi todos jóvenes. Era un testigo viviente, un modelo vivo, un testimonio acrisolado de lo que es una vida entregada por entero a la gloria de Dios y al bien espiritual del prójimo. A todos les cautivaba su piedad intensa, su sencillez y alegría en el trato con los más jóvenes, su buen corazón, el dominio de su temperamento apasionado, su prontitud en los actos comunes, su disposición para oír en confesión a cualquiera que se lo pidiese. Su atención a los enfermos era tan solícita que era considerado como el apóstol de los enfermos. El P. Pinto, personalidad singular y vigorosa, supo aunar las dos virtudes de la tradición franciscana alcantarina en la que fue educado: la piedad y la acción misionera.
La comunidad franciscana de Pastrana, en donde vivía el P. Félix en julio de 1936, tuvo que abandonar el convento cuatro días después de comenzar la guerra civil española. Los religiosos fueron acogidos por diversas familias del pueblo. Cinco días más tarde, el 27 de julio, el convento fue asaltado por milicianos de la República. El P. Pinto fue recibido en la casa de unos familiares de otro franciscano y estuvo en ella hasta finales de agosto. Ante el anuncio de un registro por parte de milicianos de Madrid, el P. Félix se fue al campo y se ocultaba en una choza. Visto en las inmediaciones de la misma el día 2 ó 3 de septiembre, fue delatado. Las autoridades mandaron a cuatro jóvenes a detenerle. Éstos lo llevaron al pueblo entre burlas y malos tratos, pronunciando blasfemias y conminándole a que las repitiese. Él replicaba: “¡Qué horror! ¡Qué horror! ¡Matadme, pero yo eso no lo digo!”.
Llegados al pueblo, le pasaron por una taberna, en donde siguieron maltratándole, intentando inútilmente hacerle blasfemar y que bebiese vino. El alcalde mandó que le subiesen al Ayuntamiento y de ahí al antiguo convento de San Francisco, que hacía de cárcel. En la tarde del día 6, unos milicianos se presentaron en la misma y empezaron a hablar contra la religión. El P. Pinto la defendió con toda energía y terminó la discusión diciendo: “Pues yo nací creyendo en Dios, vivo creyendo en Dios, y moriré creyendo en Dios”. No fue asesinado en ese instante porque estaba presente el alcalde. Pero a ello siguió una reunión de los milicianos con el alcalde en la que decidieron matar al P. Félix esa misma noche.
Hacia la medianoche lo sacaron de la cárcel y se lo llevaron en un coche en donde iban los milicianos y el alcalde. Por el trayecto, entre los insultos y groserías de éstos, él musitaba oraciones. Salidos del término municipal de Pastrana, y ya en el de Hueva, en un lugar cercano a la cañada llamada La Galiana, le hicieron bajar del coche y le ordenaron caminar por la carretera. Apenas se había retirado unos metros, el alcalde y los milicianos le dispararon por la espalda. Mientras caía, aún tuvo fuerzas y espíritu para clamar: “¡Yo os perdono! ¡Viva Cristo Rey!”. Los verdugos le dieron el tiro de gracia y lo arrastraron a la cuneta. Era la madrugada del 7 de septiembre de 1936. El mismo día fue sepultado en el cementerio de Hueva y allí permaneció hasta que el 9 de octubre de 1989 fue trasladado a la iglesia franciscana de San Juan de los Reyes en Toledo.
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