En Auvernia, en Aquitania, san Sidonio Apolinar. Era prefecto de la ciudad de Roma cuando fue ordenado obispo de Clermont, y muy bien formado en lo divino y lo humano, y dueño de gran fortaleza cristiana, se enfrentó a la ferocidad de los bárbaros, como padre de la Iglesia y doctor insigne.
Cayo Solio Apolinar nació en Lyon, en el seno de una familia de la aristocracia galo-romana. Se dice que en su juventud, un día descubrió a unos individuos excavando cerca de la tumba de su abuelo, Sidonio se lanzó contra ellos a caballo y los golpeó como castigo por la profanación. Terminados sus estudios en Lyon y se casó con su prima Pampiniela, la hija de Avito, emperador de Occidente. Sirvió al Estado como jefe del Senado y prefecto de Roma (468-469) y al terminar su mandato se retiró a sus tierras de la Galia, en Lyon y recibió el título de conde. En este retiro se dedicó al estudio y compuso la mayor parte de los “Carmina”.
Aunque era laico, fue elegido obispo de Arvernum (hoy Clermont-Ferrand) hacia el 472; se separó de su esposa, renunció a sus cargos civiles, se bautizó y comenzó una nueva vida; se distinguió por su caridad; como tal salvó al pueblo de la furia de los invasores godos mandados por Alarico. Fue hecho prisionero en el castillo de Livia, de donde fue liberado gracias a la intervención de uno de sus amigos, el poeta y retórico León. A este fin, no sólo usó de una fina diplomacia, sino que introdujo en su diócesis, reorganizándola, los días de pública oración llamados "Días de Ruego".
Entregó a los pobres su gran fortuna y fundó varios monasterios. También fue un hombre de letras: escribió versos latinos con gran habilidad. Tuvo que sufrir la hostilidad de algunos miembros del clero y los avatares de su hijo Apolinar que se había aliado con los godos. Sidonio se vio arrastrado por los acontecimientos y exiliado a Milán, donde huyó para regresar a Galia. Se le considera el último representante de la auténtica cultura clásica, el último de los grandes galo-romanos, antes que las invasiones bárbaras alterasen el clima intelectual de Occidente. Dejó en todos lo que le trataron la sensación de haber procurado, en la medida de lo posible, el bien de cada uno o, al menos, el menor de los males. En esto, dice G. Cremascoli: “habrá de buscarse, si no nos engañamos, la señal de su santidad, que va unida a una hora difícil y trágica en la evolución de la civilización occidental”.
Cayo Solio Apolinar nació en Lyon, en el seno de una familia de la aristocracia galo-romana. Se dice que en su juventud, un día descubrió a unos individuos excavando cerca de la tumba de su abuelo, Sidonio se lanzó contra ellos a caballo y los golpeó como castigo por la profanación. Terminados sus estudios en Lyon y se casó con su prima Pampiniela, la hija de Avito, emperador de Occidente. Sirvió al Estado como jefe del Senado y prefecto de Roma (468-469) y al terminar su mandato se retiró a sus tierras de la Galia, en Lyon y recibió el título de conde. En este retiro se dedicó al estudio y compuso la mayor parte de los “Carmina”.
Aunque era laico, fue elegido obispo de Arvernum (hoy Clermont-Ferrand) hacia el 472; se separó de su esposa, renunció a sus cargos civiles, se bautizó y comenzó una nueva vida; se distinguió por su caridad; como tal salvó al pueblo de la furia de los invasores godos mandados por Alarico. Fue hecho prisionero en el castillo de Livia, de donde fue liberado gracias a la intervención de uno de sus amigos, el poeta y retórico León. A este fin, no sólo usó de una fina diplomacia, sino que introdujo en su diócesis, reorganizándola, los días de pública oración llamados "Días de Ruego".
Entregó a los pobres su gran fortuna y fundó varios monasterios. También fue un hombre de letras: escribió versos latinos con gran habilidad. Tuvo que sufrir la hostilidad de algunos miembros del clero y los avatares de su hijo Apolinar que se había aliado con los godos. Sidonio se vio arrastrado por los acontecimientos y exiliado a Milán, donde huyó para regresar a Galia. Se le considera el último representante de la auténtica cultura clásica, el último de los grandes galo-romanos, antes que las invasiones bárbaras alterasen el clima intelectual de Occidente. Dejó en todos lo que le trataron la sensación de haber procurado, en la medida de lo posible, el bien de cada uno o, al menos, el menor de los males. En esto, dice G. Cremascoli: “habrá de buscarse, si no nos engañamos, la señal de su santidad, que va unida a una hora difícil y trágica en la evolución de la civilización occidental”.
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