Me compré el cinturón, según me lo mandó el Señor, y me lo ceñí.
El Señor me dirigió la palabra por segunda vez: «Toma el cinturón que has comprado y llevas ceñido; levántate ponte en marcha hacia el río Éufrates y lo escondes allí, entre las hendiduras de las piedras».
Fui y lo escondí en el Éufrates, según me había mandado el Señor.
Tiempo después me dijo el Señor: «Vete al río Éufrates y recoge el cinturón que te mandé esconder allí».
Fui al Éufrates, cavé, y recogí el cinturón del sitio donde lo había escondido: estaba estropeado, no servía para nada.
Entonces el Señor me habló así: «Esto dice el Señor: Del mismo modo consumiré la soberbia de Judá, la gran soberbia de Jerusalén.
Este pueblo malvado que se niega a escuchar mis palabras, que se comporta con corazón obstinado y sigue a dioses extranjeros, para rendirles culto y adorarlos, será como ese cinturón que ya no sirve para nada.
Porque del mismo modo que se ajusta el cinturón a la cintura del hombre, así hice yo que se ajustaran a mí la casa de Judá y la casa de Israel - oráculo del Señor - para que fueran mi pueblo, mi fama, mi alabanza, mi honor. Pero no me escucharon».
En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola al gentío: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas».
Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta». Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo».
Palabra del Señor.
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