En el monasterio de Cluny, en Borgoña, san Hugo, abad, que gobernó santamente su cenobio durante sesenta y un años. Se mostró entregado a las limosnas y a la oración, mantuvo y promovió la disciplina monástica, estuvo atento a las necesidades de la Iglesia y fue un eximio propagador de la misma.
Nació en Semur en Brionnais, y descendía de la casa ducal de Borgoña. Su padre, Dalmacio, señor feudal, sin ley y sin conciencia, intentó formar a su hijo en sus mismos principios, pero Hugo, formado por su santa madre, logra primero irse al lado de su tío, el Obispo de Châlons. Después de servir brevemente en la guerra, entró al servicio del Papa. Frecuentó la escuela catedralicia de Auxerre o de Châlons-sur-Saône (1030-1035). Ingresó en la abadía de Cluny en 1039. El señor de Semur, que había visto en su hijo un joven despierto, de buena presencia y dotes envidiables, montó en cólera ante aquella decisión. No obstante, y contra la voluntad paterna, Hugo quedóse en Cluny. Aquel espíritu bravío y despótico llegó, sin embargo, a sentirse luego orgulloso de su hijo, pues pasando una vez cerca de la Abadía, quiso por curiosidad verlo con el áspero sayo monacal. Y su amor paternal, renacido, vio tantas gracias en el joven Hugo, que confesó no haberlo visto nunca tan digno de aprecio. Desde entonces no volvió a molestarle con reflexiones ni reprimendas.
A los 20 años fue ordenado sacerdote y a los 25 elegido Abad General para toda la Orden por los monjes (y no designado por su predecesor). A partir de aquel momento y durante una muy larga existencia, se consagró por entero a las dos obras fundamentales de su vida: la defensa y pureza de la fe y la organización definitiva cluniacense.
Durante su mandato mandó construir la iglesia abacial y organizó la peregrinación a Santiago de Compostela. Ejerció este cargo entre 1049 al 1109, durante este tiempo fue consejero de Papas; fue consultado y respetado por todos los soberanos de Europa y gobernó más de mil monasterios y casas sufragáneas con gran severidad y justicia, a pesar de que en aquel tiempo había una gran depravación de costumbres entre el clero. Le encontramos en los Concilios, en las elecciones pontificias, animando la cruzada, poniendo paz entre los emperadores y los pueblos que se agitan en la frontera oriental del imperio; al lado de los reyes y príncipes, confundiendo a los herejes, recorriendo en su mulilla abacial todos los países, para implantar los principios renovadores, emanados de Roma, deponiendo, si era preciso, a los abades y obispos indignos. Cluny se convirtió en un centro de reforma de toda la Iglesia.
La iglesia abacial de Cluny, la iglesia más grande de su época, fue bendecida por el papa san Urbano II (también monje de esta abadía). Hugo y el papa san Gregorio VII, (también monje cluniacense) contribuyeron a promover el profundo renacimiento de la vida religiosa que caracterizó el siglo XI en toda Europa occidental; estuvo con el papa en Canossa, cuando el emperador de Alemania, Enrique IV, se humilló ante el Pontífice, gracias a la mediación de Hugo que tenía grandes y estrechas relaciones con el Imperio. El emperador Enrique III le miraba con veneración profunda: “Recibir tus cartas -le escribía- es uno de mis mayores contentos y satisfacciones. Sé muy bien el ardor con que te entregas a las cosas divinas; nada tengo que decir a tu negativa de venir a la Corte, alegando las distancias; te disculpo, con la condición de que vengas a Colonia para sacar de pila y dar tu bendición paternal al hijo que me acaba de nacer”. Accedió Hugo: santificó al niño en las fuentes bautismales y éste, más tarde Enrique IV, lo llamará, por ello, su padre. Tales eran las relaciones del Abad de Cluny con el perseguidor de san Gregorio VII; mas tal amistad no le hizo jamás vacilar en su deber, hasta el punto de poder asegurarse que, aparte de san Pedro Damián, su gran amigo, no tuvo el Papado más poderoso auxiliar y generoso defensor. Gregorio VII lo invitaba por ello para consultarle en sus grandes apuros y recibir el consuelo en sus tribulaciones.
Fundó el hospital de Marcigny, donde amaba curar él mismo a los leprosos y en el mismo lugar el monasterio para religiosas “para que las mujeres pecadoras que quisieran escapar de los lazos del mundo y arrepentirse de sus faltas, tuvieran también abierta la entrada en el cielo”. Hacia 1105, hizo construir y decorar con pinturas la capilla del priorato cluniacense de Berzé la Ville en Mâconnais.
Sus mejores sentimientos de gratitud fueron, en todo momento, para Alfonso VI de Castilla, que se había mostrado espléndido con la gran Abadía borgoñona. Había anexado a ella las principales abadías de su reino, como Nájera, Dueñas y Carrión, y había colocado monjes cluniacenses en casi todas las sillas episcopales de León y Castilla. Durante su reinado, los cluniacenses del abad Hugo eran dueños de los monasterios, obispados y casi hasta de la Corte del monarca. Todo ello era posible porque nuestro Santo, de un espíritu muy superior a su época, sabía dominar a los más fuertes caracteres; vigilar la vida de miles de monjes; y hacerse cada día más merecedor del apelativo de “Grande”. Fue canonizado por Calixto II en 1120.
Nació en Semur en Brionnais, y descendía de la casa ducal de Borgoña. Su padre, Dalmacio, señor feudal, sin ley y sin conciencia, intentó formar a su hijo en sus mismos principios, pero Hugo, formado por su santa madre, logra primero irse al lado de su tío, el Obispo de Châlons. Después de servir brevemente en la guerra, entró al servicio del Papa. Frecuentó la escuela catedralicia de Auxerre o de Châlons-sur-Saône (1030-1035). Ingresó en la abadía de Cluny en 1039. El señor de Semur, que había visto en su hijo un joven despierto, de buena presencia y dotes envidiables, montó en cólera ante aquella decisión. No obstante, y contra la voluntad paterna, Hugo quedóse en Cluny. Aquel espíritu bravío y despótico llegó, sin embargo, a sentirse luego orgulloso de su hijo, pues pasando una vez cerca de la Abadía, quiso por curiosidad verlo con el áspero sayo monacal. Y su amor paternal, renacido, vio tantas gracias en el joven Hugo, que confesó no haberlo visto nunca tan digno de aprecio. Desde entonces no volvió a molestarle con reflexiones ni reprimendas.
A los 20 años fue ordenado sacerdote y a los 25 elegido Abad General para toda la Orden por los monjes (y no designado por su predecesor). A partir de aquel momento y durante una muy larga existencia, se consagró por entero a las dos obras fundamentales de su vida: la defensa y pureza de la fe y la organización definitiva cluniacense.
Durante su mandato mandó construir la iglesia abacial y organizó la peregrinación a Santiago de Compostela. Ejerció este cargo entre 1049 al 1109, durante este tiempo fue consejero de Papas; fue consultado y respetado por todos los soberanos de Europa y gobernó más de mil monasterios y casas sufragáneas con gran severidad y justicia, a pesar de que en aquel tiempo había una gran depravación de costumbres entre el clero. Le encontramos en los Concilios, en las elecciones pontificias, animando la cruzada, poniendo paz entre los emperadores y los pueblos que se agitan en la frontera oriental del imperio; al lado de los reyes y príncipes, confundiendo a los herejes, recorriendo en su mulilla abacial todos los países, para implantar los principios renovadores, emanados de Roma, deponiendo, si era preciso, a los abades y obispos indignos. Cluny se convirtió en un centro de reforma de toda la Iglesia.
La iglesia abacial de Cluny, la iglesia más grande de su época, fue bendecida por el papa san Urbano II (también monje de esta abadía). Hugo y el papa san Gregorio VII, (también monje cluniacense) contribuyeron a promover el profundo renacimiento de la vida religiosa que caracterizó el siglo XI en toda Europa occidental; estuvo con el papa en Canossa, cuando el emperador de Alemania, Enrique IV, se humilló ante el Pontífice, gracias a la mediación de Hugo que tenía grandes y estrechas relaciones con el Imperio. El emperador Enrique III le miraba con veneración profunda: “Recibir tus cartas -le escribía- es uno de mis mayores contentos y satisfacciones. Sé muy bien el ardor con que te entregas a las cosas divinas; nada tengo que decir a tu negativa de venir a la Corte, alegando las distancias; te disculpo, con la condición de que vengas a Colonia para sacar de pila y dar tu bendición paternal al hijo que me acaba de nacer”. Accedió Hugo: santificó al niño en las fuentes bautismales y éste, más tarde Enrique IV, lo llamará, por ello, su padre. Tales eran las relaciones del Abad de Cluny con el perseguidor de san Gregorio VII; mas tal amistad no le hizo jamás vacilar en su deber, hasta el punto de poder asegurarse que, aparte de san Pedro Damián, su gran amigo, no tuvo el Papado más poderoso auxiliar y generoso defensor. Gregorio VII lo invitaba por ello para consultarle en sus grandes apuros y recibir el consuelo en sus tribulaciones.
Fundó el hospital de Marcigny, donde amaba curar él mismo a los leprosos y en el mismo lugar el monasterio para religiosas “para que las mujeres pecadoras que quisieran escapar de los lazos del mundo y arrepentirse de sus faltas, tuvieran también abierta la entrada en el cielo”. Hacia 1105, hizo construir y decorar con pinturas la capilla del priorato cluniacense de Berzé la Ville en Mâconnais.
Sus mejores sentimientos de gratitud fueron, en todo momento, para Alfonso VI de Castilla, que se había mostrado espléndido con la gran Abadía borgoñona. Había anexado a ella las principales abadías de su reino, como Nájera, Dueñas y Carrión, y había colocado monjes cluniacenses en casi todas las sillas episcopales de León y Castilla. Durante su reinado, los cluniacenses del abad Hugo eran dueños de los monasterios, obispados y casi hasta de la Corte del monarca. Todo ello era posible porque nuestro Santo, de un espíritu muy superior a su época, sabía dominar a los más fuertes caracteres; vigilar la vida de miles de monjes; y hacerse cada día más merecedor del apelativo de “Grande”. Fue canonizado por Calixto II en 1120.
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