Al oír esto, se les traspaso el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?».
Pedro les contestó: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro».
Con estas y otras muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo: «Salvaos de esta generación perversa».
Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unos tres mil personas.
En aquel tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?».
Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice: «¡María!».
Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!».
Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».
María Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor y ha dicho esto».
Palabra del Señor.
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