miércoles, 4 de marzo de 2020

San Buenaventura de Bagnoregio


Nacido probablemente en 1217 y muerto en 1274, vivió en  el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, penetrada  profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras  imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la  filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que  contribuyeron a la composición de esta armonía entre fe y cultura  destaca precisamente Buenaventura, hombre de acción y de contemplación,  de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.

Se llamaba  Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando era aún muchacho  marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Había sido afectado  por una grave enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico,  esperaba ya salvarlo de la muerte. Su madre, entonces, recurrió a la  intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni  se curó. La figura del Pobrecillo de Asís se le hizo aún más familiar  algún año después, cuando se encontraba en París, donde se había  dirigido para sus estudios. Había obtenido el diploma de Maestro de  Artes, que podríamos comparar al de un prestigioso Liceo de nuestra  época. En ese punto, como tantos jóvenes del pasado y también de hoy,  Giovanni se planteó una pregunta crucial: “¿Qué debo hacer con mi  vida?”. Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica  de los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni  llamó a las puertas del Convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser  acogido en la gran familia de los discípulos de san Francisco. Muchos  años después, explicó las razones de su elección: en san Francisco y en  el movimiento iniciado por él reconocía la acción de Cristo. Escribía  así en una carta dirigida a otro fraile: “Confieso ante Dios que la  razón que me hizo amar más la vida del beato Francisco es que se parece a  los inicios y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con  simples pescadores, y se enriqueció en seguida con doctores muy ilustres  y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la  prudencia de los hombres, sino por Cristo" (Epistula de tribus  quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San  Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).

Por  tanto, en torno al año 1243 Giovanni vistió el sayal franciscano y  asumió el nombre de Buenaventura. Fue en seguida dirigido a los estudios  y frecuentó la Facultad de Teología de la Universidad de París,  siguiendo un conjunto de cursos muy difíciles. Consiguió los diversos  títulos requeridos por la carrera académica, los de “bachiller bíblico" y  de "bachiller sentenciario". Así Buenaventura estudió a fondo la  Sagrada Escritura, las Sentencias de Pietro Lombardo, el manual de  teología de aquel tiempo, y a los más importantes autores de teología y,  en contacto con los maestros y estudiantes que llegaban a París desde  toda Europa, maduró su propia reflexión personal y una sensibilidad  espiritual de gran valor que, en el transcurso de los años siguientes,  supo traslucir en sus obras y en sus sermones, convirtiéndose así en uno  de los teólogos más importantes de la historia de la Iglesia. Es  significativo recordar el título de la tesis que defendió para ser  habilitado en la enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi,  como se decía entonces. Su disertación llevaba por título Cuestiones  sobre el conocimiento de Cristo. Este argumento muestra el papel  central que Cristo tuvo siempre en la vida y en la enseñanza de  Buenaventura. Podemos decir sin más que todo su pensamiento fue  profundamente cristocéntrico.

En aquellos años en París, la  ciudad de adopción de Buenaventura, estallaba una violenta polémica  contra los Frailes Menores de san Francisco de Asís y los Frailes  Predicadores de santo Domingo de Guzmán. Se discutía su derecho de  enseñar en la Universidad y se ponía en duda incluso la autenticidad de  su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por las  Órdenes Mendicantes en la manera de entender la vida religiosa, de la  que hablé en las catequesis precedentes, eran tan innovadoras que no  todos llegaban a comprenderles. Se añadían también, como alguna vez  sucede también entre personas sinceramente religiosas, motivos de  debilidad humana, como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque  rodeado de la oposición de los demás maestros universitarios, había ya  comenzado a enseñan en la cátedra de teología de los Franciscanos y,  para responder a quienes criticaban a las Órdenes Mendicantes, compuso  un escrito titulado La perfección evangélica. En este escrito  demuestra cómo las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes  Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de obediencia,  seguían los consejos del propio Evangelio. Más allá de estas  circunstancias históricas, la enseñanza proporcionada por Buenaventura  en esta obra suya y en su vida permanece siempre actual: la Iglesia se  hace luminosa y bella por la fidelidad a la vocación de esos hijos suyos  y de esas hijas suyas que no sólo ponen en práctica los preceptos  evangélicos, sino que, por gracia de Dios, están llamados a observar sus  consejos y dan testimonio así, con su estilo de vida pobre, casto y  obediente, de que el Evangelio es fuente de gozo y de perfección.

El  conflicto se apaciguó, al menos por un cierto tiempo y, por  intervención personal del papa Alejandro IV, en 1257, Buenaventura fue  reconocido oficialmente como doctor y maestro de la Universidad  parisina. Con todo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo, porque  en ese mismo año el Capítulo general de la Orden le eligió Ministro  general.

Desempeñó este cargo durante diecisiete años con  sabiduría y dedicación, visitando las provincias, escribiendo a los  hermanos, interviniendo a veces con una cierta severidad para eliminar  los abusos. Cuando Buenaventura comenzó este servicio, la Orden de los  Frailes Menores se había desarrollado de un modo prodigioso: eran más de  30.000 los frailes dispersos en todo Occidente, con presencias  misioneras en el norte de África, en Oriente Medio y también en Pekín.  Era necesario consolidar esta expansión y sobre todo conferirle, en  plena fidelidad al carisma de Francisco, unidad de acción y de espíritu.  De hecho, entre los seguidores del santo de Asís se registraban  diversas formas de interpretar su mensaje y existía realmente el riesgo  de una fractura interna. Para evitar este peligro, el Capítulo general  de la Orden en Narbona, en 1260, aceptó y ratificó un texto propuesto  por Buenaventura, en el que se unificaban las normas que regulaban la  vida cotidiana de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, con todo,  que las disposiciones legislativas, aun inspiradas en la sabiduría y en  la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del  espíritu y de los corazones. Era necesario compartir los mismos ideales y  las mismas motivaciones. Por este motivo. Buenaventura quiso presentar  el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por ello  recogió con gran celo documentos relativos al Pobrecillo y escuchó con  atención los recuerdos de aquellos que habían conocido directamente a  Francisco. De ahí nació una biografía, históricamente bien fundada, del  santo de Asís, titulada Legenda Maior, redactada también de forma  más sucinta y llamada por ello Legenda minor. La palabra latina,  a diferencia de la italiana (y tb. del término español “leyenda”,  n.d.t.) no indica un fruto de la fantasía, sino al contrario, Legenda significa un texto autorizado, “que leer” oficialmente. De hecho, el  Capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa,  reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del  Fundador y esta se convirtió, así, en la biografía oficial del Santo.

¿Cuál es la imagen de san Francisco que surge del corazón y de la  pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto esencial:  Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó  apasionadamente a Cristo. En el amor que empuja a la imitación, se  conformó enteramente a Él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos  los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo cristiano,  ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también para la Iglesia  del Tercer Milenio por mi Predecesor, el Venerable Juan Pablo II. Este  programa, escribía en la Carta Tertio Millennio ineunte, se  centra “en Cristo mismo, a quien conocer, amar, imitar, para vivir en él  la vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su  cumplimiento en la Jerusalén celeste" (n. 29).

En 1273 la vida de  san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa Gregorio X lo quiso  consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió también que preparara un  importantísimo acontecimiento eclesial: el II Concilio Ecuménico de  Lyon, que tenía como objetivo el restablecimiento de la comunión entre  la Iglesia latina y la griega. Él se dedicó a esta tarea con diligencia,  pero no llegó a   ver la conclusión de aquella cumbre ecuménica, porque  murió durante su celebración. Un anónimo notario pontificio compuso un  elogio de Buenaventura, que nos ofrece un retrato conclusivo de este  gran santo y excelente teólogo: “Hombre bueno, afable, piadoso y  misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los hombres...  Dios de hecho le había dado tal gracia, que todos aquellos que lo veían  quedaban invadidos por un amor que el corazón no podía ocultar” (cfr  J.G. Bougerol, Bonaventura, en A. Vauchez (vv.aa.), Storia dei  santi e della santità cristiana. Vol. VI. L’epoca del  rinnovamento evangelico, Milán 1991, p. 91).

Recojamos la  herencia de este santo Doctor de la Iglesia, que nos recuerda el sentido  de nuestra vida con estas palabras: “En la tierra... podemos contemplar  la inmensidad divina mediante el razonamiento y la admiración; en la  patria celeste, en cambio, mediante la visión, cuando seremos hechos  semejantes a Dios, y mediante el éxtasis... entraremos en el gozo de  Dios" (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere  di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).

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